
Lo cuenta en una
conferencia publicada a la que le dio por título La estética del frío, al igual que uno de sus discos. Viviendo en
Río de Janeiro a los veinticuatro años, al contemplar en un noticiario
televisivo la información sobre el frío que asolaba su Estado, Río Grande do
Sul, con niños que escribían en las ventanas escarchadas de los coches, sintió
de pronto una enorme nostalgia de su tierra y al confrontarse con el calor de
Copabacana, la nostalgia se le convirtió en una sensación de extrañeza, de no
pertenecer a aquel lugar sino a otro muy diferente, de ser en definitiva un extranjero
en su propio país.
Porque ser gaucho, a todas luces, es una forma
especial de ser brasileño. Eso o tal vez habría que admitir que, si nos
atenemos a los tópicos, a las imágenes fijas, Rio Grande do Sul no es Brasil, está
más cerca de Uruguay y de Argentina que del resto de este inmenso país, y no
sólo en cuanto a distancia se refiere, sino también en el plano cultural y
social, y a lo mejor, al admitir ese hecho diferencial, tal como ocurre por
otros lares, hasta se debería de separar para que el mundo supiera que en aquel
rincón del mundo se cantan milongas y se habla un portugués menos cantarín, con
un acento más nasal, como más luso. Claro que si se separara del resto de
Brasil, ya se planteó y se dio en algún momento de su historia, se perdería
también mucho de ese rico intercambio con un país de inmensa variedad cultural
y humana.
Eso es algo, no
obstante, que debe de ocurrir en todos los países del mundo. Más en los más
grandes, evidente, pero en todos los Estados hay diferencias notabilísimas
entre las diferentes regiones que lo constituyen y a poco que nos fijemos
podemos descubrir la variedad en costumbres, comidas, acentos o músicas, como
es el caso. Porque Vítor Ramil canta milongas, en efecto, como en Argentina o
Uruguay, incluso adopta algunas escritas nada menos que por Borges, como La Milonga de Albornoz, pero las
milongas también son de Río Grande, tan propias como de los otros dos países
mencionados, pero además se deja influir con absoluta normalidad de otros
tonos, de otras músicas, de otras letras, porque la música, como el arte en
general, no conoce de fronteras, como ocurre con los cantes de ida y vuelta.

Todo ello nos puede
llevar a plantearnos el tema este de la identidad, tanto individual como
colectiva. Resulta evidente que Vítor Ramil canta como canta por pertenecer a
un contexto cultural –Rio Grande do Sul, Brasil o la zona que los vincula a
Uruguay y Argentina-, pero también personal, ser hijo, por ejemplo, de uruguayo
(dos nacionalidades, dos idiomas), haber vivido en otras zonas de Brasil donde
se empapó de otros ritmos y conoció otros estilos y otros cantantes, haber
podido vivir experiencias en otros lugares, otras ciudades y países, otras
personas. Es de Perogrullo. Como lo es, en contra de quienes defienden ideas
fijas, inmóviles de la cultura, que la identidad es algo dinámico, algo que
varía con el tiempo, por tanto las cosas cambian y tampoco es malo que así sea,
muy al contrario. Y con el cambio vamos conformando nuestra identidad, del
mismo modo que el tiempo y el cambio inciden en lo que somos como personas, nos
permiten crecer, ser mejores.
Ante todo esto, ¿cómo
ha de actuar el arte ante el espinoso tema de la identidad? Quizá desde el arte,
como de hecho desde cualquier otro ámbito, no haya nada que decir al respecto.
Se es y se vive el ser cambiante, nada más, porque tal vez plantearse una y
otra vez el tema de la identidad sea propio de almas dubitativas o de
caracteres inanes. Quizá debamos aceptar lo que somos, el lugar que ocupamos en
el mundo que incluye el cambio y que era el ideal clásico de los griegos cuando
hablaban de armonía (concepto este muy presente, por cierto, en la música);
ser, nada más ni nada menos, sin darle una y mil vueltas a esa reflexión sobre
la imagen que proyectamos. Se trata de algo a lo que Vítor Ramil se refiere cuando
habla de la estética del frío: un viaje cuyo objetivo es el propio viaje. En
definitiva, se trata de vivir, nada menos.
Las canciones de Vítor
Ramil, en este sentido, supone un largo viaje repleto de sentimiento y de
armonía, una manera de estar en el mundo, en definitiva, sin la necesidad de
plantearse la identidad una y otra vez, narrándola, nada más, como si el
cantante hiciera suya la consigna de Borges: «El arte debe de ser como un espejo que nos revela nuestra propia cara»,
espejo que nos lo coloca para que nosotros veamos pasar también nuestro
reflejo, parte de lo que somos, nuestra propia identidad, nuestra vida.
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