La escritora francesa Marie Charrel nos relata en su
novela Les mangeurs de nuit una
historia ambientada en el trato dado a la comunidad japonesa de Canadá a raíz
de la entrada de Japón en la segunda guerra mundial.
La
autora narra la vida de una nissei,
una descendiente de japoneses nacida en la Columbia Británica, y su encuentro,
tras sufrir un accidente con un oso, poco tiempo después de haber escapado a un
campo de internamiento y sobrevivir junto a otras mujeres en una naturaleza
agreste y montaraz, con un hombre canadiense, blanco pero que vivió su infancia
en una familia nativa. Él, un solitario que recorre la región para calcular los
salmones en los ríos y elaborar los informes con que establecer las cuotas de
pesca, se encargará de los cuidados para su recuperación. También deberá
aislarla durante su convalecencia para evitar que sufra las consecuencias del
racismo y los rumores que corren sobre los japoneses de la región. De este
modo, nacerá entre ellos una complicidad estrecha y tendrá mucha importancia el
bagaje de las historias, mitos y leyendas que ambos poseen, cada uno de sus
respectivas tradiciones, la japonesa y la tsimshian.
Porque
estos relatos y su importancia en las comunidades constituyen uno de los temas
esenciales de la novela. No sólo porque el relato esté repleto de pequeñas
leyendas y mitos que se intercalan a lo largo de la narración, también porque
uno de los temas del libro son las palabras y cómo éstas recrean la realidad.
Se va más allá: las palabras tienen el poder de inventar el mundo, dice uno de
los personajes en un momento dado. Hasta es posible que la enemistad entre los
pueblos nazca de las diferentes palabras que emplean, lo que dificulta muchas
veces el entendimiento, aun cuando no deja de ser cierto que todos los seres
humanos, al final, sean iguales y respondan a idénticas cuestiones y pulsiones.
Pero las formas de asumir la realidad cambian tanto que, en ocasiones, dividen los
grupos humanos hasta la confrontación.
Porque
además las palabras no sólo sirven para entender el mundo, para establecer
marcos de identidad, además se emplean para manipular. La autora incorporará a
lo largo de la novela noticias breves de un diario local que acentúan la
animadversión contra la comunidad japonesa, en una forma que conocemos bien
hoy, ha sido técnica que ha existido y existe todavía, sabemos a la perfección
las competencias de manipulación social al uso, aun cuando se cae en ellas una
y mil veces, nos siguen delimitando.
De
este modo, el lenguaje se convierte también en un arma, en un instrumento de
confrontación. Legitima discursos y actuaciones sociales, conforma ciertas
conductas y procederes, alimenta la exaltación nacional. De allí que los
Estados y sus élites lo empleen con sumo cuidado para crear consensos –las palabras tienen el poder de inventar el
mundo, recuérdese– y George Orwell hable de una neolengua en su novela 1984 con la que el poder recrea la
realidad. Podemos recordar esa guerra de Irak de hace veinte años en la que la
prensa jugó su papel, extendiendo falsificaciones de la realidad cuando no
directamente mentiras. Aunque este poder del lenguaje no sólo se da en los
ámbitos políticos y de poder, sabemos bien cómo las palabras determinan nuestra
cotidianidad, moldean la vida, también hieren cuando se emplean de cierta
forma, seamos o no conscientes de ello.
Hannah,
el personaje femenino, cuenta que su padre le decía que hay hijas del viento,
hadas de las historias, que vagan perdidas en el cielo y que sólo encuentran su
destino cuando los contadores de relatos las liberan mediante las palabras. Algo
parecido debe de ocurrir con los espíritus malignos que reciben la ayuda
inefable de los propagadores de rumores, servidores casi siempre de los
poderosos, que necesitan que las palabras dividan para mantener su orden de las
cosas.