En abril de 1953 se
estrenaba en el Cine Callao de Madrid la película Bienvenido, Mister Marshall. Fue la primera película que dirigió
Luis García Berlanga él solo, aunque en un principio Juan Antonio Bardem, que
fue coguionista junto a Miguel Mihura y el propio director, iba también a
dirigirla. Pero hubo desavenencias y Berlanga se encontró ante el reto de dirigir
al equipo. Un rodaje, por cierto, lleno de conflictos y problemas, lo que
afectó en algún momento a su propia consideración de la película, porque tal
vez, pese al éxito y aun cuando se convirtiera en una de las cintas claves de
la historia del cine español, ese mal recuerdo llevó a Berlanga a que no
siempre tuviese por ella toda la estima que pudiera merecer.
Pasó el control de la
censura, no sabemos si porque quien se ocupó de que la película atendiera a las
normas de decencia y corrección política no percibió las críticas que contenía
entre líneas o tal vez porque hubo un gesto de cierta permisibilidad en un
momento en que el régimen de Franco –recuérdese que poco antes del año del
estreno España no había sido admitida en la ONU– establecía relaciones
diplomáticas con Estados Unidos y el embajador de este país presentaba sus
credenciales por esas fechas, lo que exigía de algún signo de apertura por
parte de la dictadura.
En todo caso, parecía que
la película no iba a durar mucho en cartelera, aunque la buena acogida en el
Festival de Cannes con la correspondiente concesión de un par de premios y una
mención especial, a pesar, aquí también, de ciertas protestas de algún que otro
productor norteamericano por considerar ofensiva alguna escena, cambió las
tornas y empezó a ser bien recibida en España, no sólo por el humor que
desprendía, también por una mirada general que supo entender la parodia que
había tras el tono desenfadado y sarcástico de la película.
En la película se cuentan
los preparativos que un alto dignatario provincial solicita, entre otros, al
alcalde de Villar del Río para que el pueblo entero reciba a un representante
norteamericano de un modo acogedor, solemne y festivo. Es importantísimo que se
dé buena imagen, España entera podría recibir las inmensas ayudas que estaba
recibiendo Europa occidental para su desarrollo económico, por su parte también
el pueblo y sus habitantes iban a ser receptores de regalos que cambiaría por
completo la suerte y el destino de la población, quien sabe si también el
añorado ferrocarril.
El pueblo se engalana, incluso
intenta mostrar una identidad que no se corresponde a la idiosincrasia local,
todo para que los norteamericanos se lleven la mejor impresión de Villar del
Río y de sus habitantes acogedores y alegres. La imagen que obtengan los
visitantes se traducirá en regalos e inversiones que manarán por doquier. Hay
que dejar de lado las exaltaciones del pasado heroico e imperial o incluso no
se debe de ser tan melindroso con las herejías del otro, los tiempos cambian y
es importante que la imagen se fortalezca y atraiga la nueva jauja en los
tiempos presentes.
No obstante, el
representante norteamericano, junto a su sequito, pasa por el pueblo, sí, pero
pasa de largo, ni siquiera se detiene para atender a los habitantes y a su
alcalde, el inmenso esfuerzo queda en aguas de borraja y los vecinos han de
pagar a escote todo el dispendio.
Setenta años después del
estreno de la película, volverla a ver crea no poca ternura y consideración.
Apreciamos también otras lecturas, otros detalles que la parodia berlanguiana nos va indicando entre líneas,
desde luego nos muestra una España muy diferente a la actual, una España que entonces
se debate y forcejea entre el pasado y el futuro, entre el inmovilismo y una
prosperidad que se espera con impaciencia. Setenta años después, con
circunstancias distintas, conocemos lo que vino después. Hubo un desarrollismo
que a menudo no fue ni equitativo ni justo, tuvo mucha precariedad y el
sacrificio de muchos no siempre agradecido, pero hubo un giro, una mejora
general, el régimen consiguió mal que bien atraer a otros países y a los
inversionistas extranjeros para que invirtieran aquí, ciegos todos ellos a un
régimen dictatorial que tuvo demasiados claroscuros en su haber, aunque sin
duda la España democrática actual, nada que ver con la de entonces, y sus
empresas multinacionales actúan hoy de un modo muy parecido con terceros países.
Queda, eso sí, en esta
posmodernidad contemporánea, la obsesión por la imagen, el mostrar las mejores
galas, aunque nos cuesten caras, para obtener futuras prebendas que ensalcen lo
nuestro, «el mundo entero nos estará
mirando», nos dicen también hoy y lo creemos con firmeza. Justo setenta
años después de que don Pablo, el alcalde de Villar del Río, embarque a todo su
pueblo en un festejo cordial y afectuoso, un tanto ridículo sin duda, asistimos
al inicio del Tour de Francia en suelo vasco y varias instituciones locales se han enredado en una ocasión sinigual
para que todo el mundo contemple, en los pocos segundos que dura el paso de los
ciclistas por cada rincón afortunado, el territorio que ha de resultar
atractivo a los futuros turistas y visitantes que vengan a nuestra tierra, el
actual maná del que depende, parece ser, el futuro de nuestro bienestar. El
espectáculo del Tour como gran oportunidad colectiva. Cualquier parecido con la
ficción es pura coincidencia.