miércoles, 28 de junio de 2023

Bienvenido, Monsieur Dupont

  


En abril de 1953 se estrenaba en el Cine Callao de Madrid la película Bienvenido, Mister Marshall. Fue la primera película que dirigió Luis García Berlanga él solo, aunque en un principio Juan Antonio Bardem, que fue coguionista junto a Miguel Mihura y el propio director, iba también a dirigirla. Pero hubo desavenencias y Berlanga se encontró ante el reto de dirigir al equipo. Un rodaje, por cierto, lleno de conflictos y problemas, lo que afectó en algún momento a su propia consideración de la película, porque tal vez, pese al éxito y aun cuando se convirtiera en una de las cintas claves de la historia del cine español, ese mal recuerdo llevó a Berlanga a que no siempre tuviese por ella toda la estima que pudiera merecer.

Pasó el control de la censura, no sabemos si porque quien se ocupó de que la película atendiera a las normas de decencia y corrección política no percibió las críticas que contenía entre líneas o tal vez porque hubo un gesto de cierta permisibilidad en un momento en que el régimen de Franco –recuérdese que poco antes del año del estreno España no había sido admitida en la ONU– establecía relaciones diplomáticas con Estados Unidos y el embajador de este país presentaba sus credenciales por esas fechas, lo que exigía de algún signo de apertura por parte de la dictadura.

En todo caso, parecía que la película no iba a durar mucho en cartelera, aunque la buena acogida en el Festival de Cannes con la correspondiente concesión de un par de premios y una mención especial, a pesar, aquí también, de ciertas protestas de algún que otro productor norteamericano por considerar ofensiva alguna escena, cambió las tornas y empezó a ser bien recibida en España, no sólo por el humor que desprendía, también por una mirada general que supo entender la parodia que había tras el tono desenfadado y sarcástico de la película.

En la película se cuentan los preparativos que un alto dignatario provincial solicita, entre otros, al alcalde de Villar del Río para que el pueblo entero reciba a un representante norteamericano de un modo acogedor, solemne y festivo. Es importantísimo que se dé buena imagen, España entera podría recibir las inmensas ayudas que estaba recibiendo Europa occidental para su desarrollo económico, por su parte también el pueblo y sus habitantes iban a ser receptores de regalos que cambiaría por completo la suerte y el destino de la población, quien sabe si también el añorado ferrocarril.

El pueblo se engalana, incluso intenta mostrar una identidad que no se corresponde a la idiosincrasia local, todo para que los norteamericanos se lleven la mejor impresión de Villar del Río y de sus habitantes acogedores y alegres. La imagen que obtengan los visitantes se traducirá en regalos e inversiones que manarán por doquier. Hay que dejar de lado las exaltaciones del pasado heroico e imperial o incluso no se debe de ser tan melindroso con las herejías del otro, los tiempos cambian y es importante que la imagen se fortalezca y atraiga la nueva jauja en los tiempos presentes.

No obstante, el representante norteamericano, junto a su sequito, pasa por el pueblo, sí, pero pasa de largo, ni siquiera se detiene para atender a los habitantes y a su alcalde, el inmenso esfuerzo queda en aguas de borraja y los vecinos han de pagar a escote todo el dispendio.

Setenta años después del estreno de la película, volverla a ver crea no poca ternura y consideración. Apreciamos también otras lecturas, otros detalles que la parodia berlanguiana nos va indicando entre líneas, desde luego nos muestra una España muy diferente a la actual, una España que entonces se debate y forcejea entre el pasado y el futuro, entre el inmovilismo y una prosperidad que se espera con impaciencia. Setenta años después, con circunstancias distintas, conocemos lo que vino después. Hubo un desarrollismo que a menudo no fue ni equitativo ni justo, tuvo mucha precariedad y el sacrificio de muchos no siempre agradecido, pero hubo un giro, una mejora general, el régimen consiguió mal que bien atraer a otros países y a los inversionistas extranjeros para que invirtieran aquí, ciegos todos ellos a un régimen dictatorial que tuvo demasiados claroscuros en su haber, aunque sin duda la España democrática actual, nada que ver con la de entonces, y sus empresas multinacionales actúan hoy de un modo muy parecido con terceros países.



Queda, eso sí, en esta posmodernidad contemporánea, la obsesión por la imagen, el mostrar las mejores galas, aunque nos cuesten caras, para obtener futuras prebendas que ensalcen lo nuestro, «el mundo entero nos estará mirando», nos dicen también hoy y lo creemos con firmeza. Justo setenta años después de que don Pablo, el alcalde de Villar del Río, embarque a todo su pueblo en un festejo cordial y afectuoso, un tanto ridículo sin duda, asistimos al inicio del Tour de Francia en suelo vasco y varias instituciones locales se han enredado en una ocasión sinigual para que todo el mundo contemple, en los pocos segundos que dura el paso de los ciclistas por cada rincón afortunado, el territorio que ha de resultar atractivo a los futuros turistas y visitantes que vengan a nuestra tierra, el actual maná del que depende, parece ser, el futuro de nuestro bienestar. El espectáculo del Tour como gran oportunidad colectiva. Cualquier parecido con la ficción es pura coincidencia.

domingo, 11 de junio de 2023

Philomena Franz. Una vida gitana

 


El final de la segunda guerra mundial trajo consigo la evidencia del horror del nazismo, la constatación de que esos campos de concentración se constituyeron como centros del genocidio sistemático de un Estado totalitario y supremacista, construidos, además, en pleno corazón de Europa, que se erigía ya ante el mundo como faro de la civilización y la cultura.

Contamos con imágenes de tales campos de la muerte en muchísimas fotos, algunas reflejan montones de cadáveres abandonados en los campos, pero otras nos muestran también la actitud de todas esas víctimas sobrevivientes que contemplan en silencio la entrada de las tropas liberalizadoras, posan resignadas, inactivas y apáticas, todas ellas con esos uniformes a rayas que no ocultaban la delgadez de los cuerpos.

Las víctimas son indistinguibles, son todas iguales entre sí, nos resulta imposible diferenciar la etnia, la nacionalidad, la ideología, las circunstancias de cada una de ellas.

Pero la historiadora María Sierra nos recuerda que «no todas las víctimas iban a ser tratadas de igual manera». Tampoco recordadas de igual modo, al menos durante mucho tiempo. Los gitanos tuvieron que esperar varios lustros para que fueran reconocidos como víctimas de ese genocidio sistemático y por tanto objetivo como grupo de las políticas criminales del régimen nazi.

En los años setenta del siglo pasado surge un activismo romaní que pretende no sólo el final de la discriminación, sino también que se dejara de tratar la persecución de los sinti, el nombre con que se designaba a los gitanos de Centroeuropa, como una consecuencia de su condición asocial y no por un programa de persecución planificada y arbitraria. Hubo incluso sentencias judiciales, un decenio después de acabada la guerra, que referían que los gitanos eran «propensos a la delincuencia, en especial al robo y al fraude. En muchos casos carecen de impulsos morales para respetar la propiedad ajena porque, como hombres primitivos, tienen un instinto de apropiación descontrolado» (sentencia del Tribunal Federal de Justicia, 1956, mencionada por María Sierra), como si lo sufrido por los gitanos respondiera a otras causas, a esa mala fama que los acompaña siempre, ese tópico que supone su tarjeta de presentación, incluso hoy.

Surgen testimonios que dejan claro que las comunidades romaníes de Alemania y de los países ocupados fueron también víctimas de aquella política criminal, de igual modo que los judíos, los minusválidos, los disidentes políticos o cualquier colectivo o persona que no se adaptaran a los cánones del régimen. Entre estos testimonios, el de Philomena Franz, Entre el amor y el odio. Una vida gitana, publicado en Alemania en 1985 y que en España lo publicó 2021 la editorial Xordica.



La autora nos distingue en su testimonio dos momentos: el de los años previos al nazismo y el inicio de su acceso al poder, cuando Philomena Franz era una joven que empezaba a asomarse a la vida, y el del genocidio, cuando ella mismo es internada en campos de concentración, entre ellos el zigeunerlarger de Auschwitz, el lugar destinado en este campo de concentración a los romanís.

Cuenta en la primera parte la vida cotidiana de una familia sinti, la tradición y la incorporación al medio, a una sociedad que tiene recelos hacia ellos, pero también admiración por su cultura propia, mientras que asistimos en la segunda parte a una cotidianidad siniestra, la de esos campos donde «se asesinaba a personas en masa, con un procedimiento sistemático y casi industrial».  A renglón seguido, ella misma se pregunta: «¡¿Cómo es posible algo así en este país rico en cultura, historia y sentimiento?!». Edurne Portela nos responde, en su novela Maddi y las fronteras, con una recomendación: «no intentes entender sus motivos». Pero qué duda cabe que necesitamos entender, nunca justificar, aunque lo que importe sean las consecuencias o haya, como ocurre en el caso de Philomena Franz, un intento de pasar página, incluso de perdonar, aunque eso no signifique olvido, como lo demuestra el propio libro o las muchas charlas que dio en escuelas y otros lugares.

Porque su testimonio nos sigue interpelando hoy, cuando persiste el racismo, cuando hay quien pretende cuestionar el horror, cuando surgen partidos y organizaciones que exaltan el autoritarismo o intentan reducir la memoria de sus efectos, cuando se aplican políticas de exclusión. También cuando hablan algunos de un jardín europeo que se muestra inocente y ajeno a la brutalidad del mundo, como si esta no tuviera nada que ver consigo.

lunes, 5 de junio de 2023

El Serantes

 


 

Ya lo comentaba Aymeric Pinaud en el siglo XII, el de los vascos era un país de muchos montes y gente ruda. Abundan en sus montañas la hierba verde, los robles y las hayas, las encinas y los tejos, aunque hace tiempo se introdujeron los eucaliptus, por exigencia sobre todo de la industria del papel, algo que se ha empezado a cuestionar en los últimos años, incluso más allá de los ámbitos medioambientalistas. Lo menciona de pasada, como una reflexión secundaria de su protagonista, Txani Rodríguez en su novela Los últimos románticos.

Pero no sólo las papeleras han modificado la naturaleza, lo sabemos bien en el País Vasco, estamos en una zona industrial, incluso ahora, aun cuando ya no existan los Altos Hornos de Vizcaya o se hayan abandonado las minas. Abundan en el país las fábricas, los talleres, los barrios de edificios altos, las carreteras, los puentes, las vías del tren. Muchas montañas muestran las heridas de su condición, antaño, de canteras o minas a cielo abierto. De momento, el verde es el color que lo domina todo, un verde intenso y vivo. Llueve en abundancia, aunque a todas luces mucho menos que hace unos lustros, quien ya tiene cierta edad lo sabe. Hace más calor y en los últimos meses hemos vivido olas de calor que, aunque cortas, nos llevan a pensar que los ironías de una Vasconia tropical ya no nos las podemos tomar a chufla. Tres cuartas partes de la Península pueden ser en 2050 zonas desérticas y sólo el Cantábrico se salvaría, aunque con un clima que se parecería al que tenía hasta ahora el Mediterráneo. En Álava o en Navarra se empiezan a cultivar frutas que son más bien de otras latitudes, más de secano.   

La crisis ecológica ya está asumida, sólo un puñado de iluminadas la niegan. Ha entrado en la agenda de gobiernos y organizaciones internacionales. Se realizan cumbres en tal sentido. La catástrofe, dicen, puede dar lugar a otras oleadas de emigraciones tan intensas como las que producen el hambre o la miseria. Está en boca de todos lo sostenible o la necesidad de que la producción se adapte a las circunstancias.

Claro que todo indica que en la práctica estamos más bien inmersos en el ámbito del discurso y las buenas intenciones. La realidad va por otros derroteros. En esta Vasconia donde se dice que el medio ambiente es una de las mayores preocupaciones colectivas aún no hemos llegado a propuestas estrafalarias como la de luchar contra el cambio climático cultivando flores en los balcones, pero se habla de la gravedad del problema mientras se inauguran ramales de autopistas, nuevas autovías que rodean las ciudad –la super sur en Bilbao– o túneles subterráneos para comunicar por carretera los dos márgenes de la ría. No parece que la gestión de las comunicaciones se planteé desde la necesidad de reducir el tráfico de automóviles. Al mismo tiempo, se avanza en el proceso de trasladar Mercabilbao desde su ubicación actual, en Basauri, a las campas de Ortuella, una de las pocas zonas verdes en la Margen Izquierda, que es, recuérdese, una de las comarcas más pobladas del país. Basauri y todo el sur de Bilbao se destina, parece ser, a convertirse en la zona de crecimiento urbanístico del área metropolitana bilbaína, por tanto para la construcción de vivienda.



Si esto no fuera poco, se recuerda una propuesta de la Autoridad Portuaria de Bilbao planteada en enero de 2022: la de modificar el monte Serantes para construir dos superficies en sus laderas para un uso logístico e industrial. Se trataría de que el Puerto de Bilbao ganara casi 150.000 metros, para lo cual se necesitaría retirar dos millones de metros cuadrado de tierra. Todo un corte para un monte cuya silueta se distingue en buena parte de la Vizcaya occidental. Por ahora el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico ha solicitado, dado que los puertos dependen del Estado, un estudio del impacto ambiental.

No tiene que ver con el proyecto, pero ya en abril se llevó a cabo en el Serantes un corte de pinos en la ladera norte del monte, auspiciada por la Diputación Foral de Vizcaya, lo que motivó algunas protestas en Santurce.

El Serantes es uno de los montes más pintados, aparece en numerosos cuadros que podrán alimentar algún día, al paso que vamos, la nostalgia por una naturaleza que habrá desaparecido.