miércoles, 10 de agosto de 2016

Ciro Bayo

La bohemia como movimiento cultural y como actitud ante la vida tuvo bastante de crítica hacia la sociedad, hacia las normas burguesas que se fueron imponiendo a lo largo del siglo XIX en Europa. Hay en el bohemio, sin duda, un deseo de confrontarse a través de su cotidianidad a la buena imagen que el burgués pretendía dar de sí mismo y de su modelo social y político. El modo con que se intentaba proyectar esta crítica era el arte y la cultura, no en vano para esa burguesía que se impone en ese momento y logra construir un modelo de vida a imagen y semejanza de sus intereses la cultura es un barniz con que decorar un modelo económico y social cruel. El bohemio, con conciencia de serlo, con pretensiones de conseguir su propia realidad, convierte en eje central el rechazo de ese modelo de artista decorativo, un mero aparador para una vida feliz, limpia y apacible que pretende el burgués.

No obstante, aun cuando se ha impuesto también una imagen idílica de la bohemia, es cierto que hay un aspecto trágico en la figura del bohemio. Esa ruptura con las reglas procede muchas veces de un conflicto entre ensueño y realidad, que esconde una voraz tendencia al escapismo, a no afrontar el fracaso existencial propio, un vano engreimiento de perseguir una figura idílica tras la que se esconde un rotundo fiasco vital.

Hubo mucho de pose, sin duda. Algunos de aquellos bohemios sustituyeron a los eruditos a la violeta del siglo XVIII a medida que se impuso la imagen bohemia como arquetipo del individuo pretendidamente libre y provocador, culto de un modo superficial la mayoría de las veces y sobre todo dedicado al arte como máxima expresión de vida.

Sin embargo, de un modo u otro los cafés de París o de Madrid, de Londres o de Berlín se llenaron de esos seres que aportaron sus debates y tertulias, los colocaron a pie de calle, intentaron, en algunos casos lo lograron, convertir también la cotidianidad en algo artístico en vez de ser un mero objeto ornamental, una mercancía más, tal como el burgués concebía el arte. 

En España un escritor al que podemos considerar de forma clara un bohemio fue Ciro Bayo. Contemporáneo de los escritores agrupados en la denominada Generación del 98, lo define Pío Baroja como un ser absolutamente contradictorio, un hidalgo empobrecido (al mejor estilo de la tradición hidalga española, que ya conocemos por el Lazarillo de Tormes), un ser refugiado en sus ensueños. Ciro Bayo se ocultó tras las letras, de allí que se ignoren muchos datos de su propia biografía, desde el año exacto de su nacimiento -se da una fecha de referencia, 1859, pero se duda de ella- como la identidad de sus padres. 

Se trata de un viajero y aventurero empedernido. Tras un vano y vago intento de estudiar derecho -siempre hay un inicio convencional e involuntario contra el que se acaba rebotando el individuo-, su primera escapada de la realidad reglada fue ese acto de presentarse como voluntario entre las huestes carlistas del Maestrazgo, durante la tercera guerra carlista, del que saldrá un detallada descripción en su libro Con Dorregaray, Una correría por el Maestrazgo. A partir de entonces se dedica a recorrer mundo, tanto en España como en América. Hay que tener en cuenta en este sentido que fue a principios del siglo XX cuando lo americano volvió a estar de un modo u otro presente en la literatura española, siempre tan limitada su presencia.

Un aspecto interesante en la prosa de este escritor es esa mezcla de crónica y ficción que en nuestra época se ha vuelto tan habitual, los géneros mestizos, pero que no era tan normal en un momento en que las reglas del arte eran fijas y quedaban bien establecidas. En la pintura se consiguió romper esquemas gracias, entre otros, al cubismo. El surrealismo y otros ismos rompieron esquemas literarios, aunque más en la poesía, sin que la novela se viese tan afectada, al menos en España. En todo caso, Ciro Bayo se aproxima en este sentido a Ramón de Valle-Inclán y también a Azorín, quien mezcla también crónica y ficción en algunos de sus textos.

Ciro Bayo consiguió no sólo escribir de forma agil y novedosa, emplear no pocas fórmulas arcaicas y mezclarlas con estructuras nuevas, también consiguió el sueño (o ensueño) bohemio de convertir su propia vida en materia y objeto artístico. Se trató a todas luces de una actitud ante la vida que le llevó a escribir: "Los débiles y los fuertes emplean la misma fraseología. Mañana lo veremos. La diferencia está en el modo de desatar el nudo de la dificultad. Los primeros se lastiman los dedos buscándole las vueltas y pierden el tiempo; los segundos lo cortan con la decisión de Alejando en Gordio" con que comienza el Lazarillo Español.

sábado, 6 de agosto de 2016

Javier Pérez Andujar

La relación entre literatura y política no ha sido nunca pacífica. La tentación autoritaria, muchas veces convertida en algo real, ha generado con frecuencia la exigencia desde el poder o desde la acción política de una unanimidad que no admite ninguna brecha, que no permite muchas veces la más mínima disidencia, ni siquiera una cierta discrepancia por nimia que fuera. La política, con sus juegos de poder, más si se añaden cuestiones identidarias o procesos de conformación social, exige discursos firmes sin ningún atisbo de duda en sus conclusiones, más aún si entramos en el peligroso terreno del nosotros y ellos, al que por desgracia hemos regresado en estos tiempos confusos de enfrentamiento y terror (aunque, ¿acaso hemos salido alguna vez de esa lógica?)

El discurso político es una foto fija que se nos vuelve referencial y al que la realidad ha de adaptarse. La literatura, por el contrario, se basa en un juego de colores que requiere de múltiples tonalidades, cuando más variadas mejor. Por eso la literatura ha sabido mostrar mejor la realidad o ha permitido un acercamiento a lo real sin esa fijeza que impone el discurso político. No en vano Marx afirmaba que había aprendido más sociología en las novelas de Balzac que en los sesudos estudios académicos. 

Además, hay que añadir en estos tempos tan superficiales ese reduccionismo que rebaja el nivel de exigencia en nuestra visión de la realidad. Todo se reduce a un lema facilón que nos convenza de la veracidad de nuestras posiciones, que nos permita asistir a lo real sin enfrentarnos a la complejidad. El discurso político es eso, un mero lema, y el lema se convierte en una construcción de lo real del que intentamos no alejarnos mucho, no vaya a ser, como suele decirse, que la realidad nos fastidie un buen titular. De este modo, el debate político se reduce a un constante lanzamiento de frases hechas al que nos adaptamos sin importar que esas frases lanzadas una y otra vez no signifiquen mucho, que no digan nada e incluso, con frecuencia, sean mentira, que no tengan nada que ver con la realidad y, peor aún, que se digan porque sí, para dar peso a cualquier de las posiciones en liza, por justas que puedan ser, porque al parecer nadie puede estar muy seguro de los argumentos.

En estos contextos, en circunstancias de debate intenso, la literatura puede resultar un peligro para los lanzadores de lemas fijos y absolutos. Más si el escritor escribe sin querer contentar a nadie, escribe con atención desde el subjetivismo molesto que rompe estereotipos y desdice lemas que se pretenden verdades. Pueden replicarnos que el subjetivismo tampoco es LA verdad, y no lo es. Pero dice más cosas que lo que se pretende con los grandes lemas. 

Desde luego, no es algo nuevo. Ha ocurrido desde que se impuso la figura del artista preocupado por la realidad y comprometido con ella. Hay una fecha para este nacimiento: el 13 de Enero de 1898 cuando el escritor Émile Zola publica un artículo que cuestiona los fundamentos del affaire Dreyfus. A partir de entonces la política ha exigido de los artistas en general, de los escritores en particular, un compromiso que a veces se les exigía desde la unanimidad más absoluta, sin mancha ni mácula, y cuando surgía algún atisbo de duda -la duda como comienzo de la traición-, entonces brotaban no pocas y peligrosas desautorizaciones. Breton lo sufrió cuando su visión no fue tan idílica hacia la nueva sociedad que se construía en la URSS. Albert Camus, que escribió y pensó desde la independencia incluso respecto de quienes pudiera simpatizar, sufrió no poco esa crítica de quienes exigen la unanimidad, de la que nadie está libre, incluso quienes defienden posiciones más justas o legítimas. Porque ni siquiera quienes pueden tener razón, o más razones que los demás, están libres de la tentación autoritaria. La guerra civil española fue en gran medida una prueba de ello.

Dicho esto, aclaro que las opiniones de un escritor no son más legítimas o más ciertas que las de cualquier otro ciudadano. El que una determinada persona se dedique a escribir e incluso que lo llegue a hacer con maestría no le convierte en alguien cuyas opiniones no puedan cuestionarse. Que la poesía de Ezra Pound pueda alcanzar altos grados de belleza no justifican sus veleidades fascistas ni convierte en buena su apología del régimen del Duce en Italia. Por acudir a un caso extremo que nada tiene que ver con el caso que ha originado esta retahíla de ideas que no llega a opinión. Pero puede darnos ópticas interesantes para distinguir nuestros propios procesos. Tampoco estamos, me temo, en una etapa tan trascendental. La superficialidad domina ahora el debate público.

Es evidente por lo demás que desde la literatura no se va a cambiar el mundo, ni falta que hace, aunque sí puede cambiar la perspectiva de ver el mundo, lo que es cambiarlo de algún modo. Lo que sí puede ocurrir, o siguie ocurriendo, es que la política se lleve por delante la libertad de pensar y sobre todo de escribir. No es una tontería las críticas que se han levantado en Barcelona por el hecho de que el ayuntamiento de Barcelona haya elegido a Javier Pérez Andujar como pregonero de unas fiestas locales. Tal vez nos digan que es una anécdota superficial sin trascendencia, apenas un detalle, pero casualmente los detalles son muy importantes. Por lo menos indican más cosas que los lemas al uso y es que el debate catalán es casi de libro de un debate mal planteado y repletos de lemas que nada dicen. Que las críticas provengan además de quienes defienden, no sin razón, una salida democrática al asunto, y que no es otra cosa que la legítima libertad de una población determinada a expresar de forma clara su relación con un determinado Estado, muestra bien a las claras que nadie está exento de la tentación autoritaria.

Javier Pérez Andujar es un cronista de la cotidianidad en el norte del área metropolitana de Barcelona. Refleja de forma muy subjetiva lo que es la vida en los márgenes del Besós, un paisaje que sin duda molesta a los creadores de lemas de uno y otro lado del debate que se da en esa Comunidad. Habrá quien diga que esa visión no es Cataluña. No lo es en su globalidad, pero es una parte aun cuando no la quieren ver. La realidad, por lo demás, no es algo global, sino que se construye a partir de subjetividades. Por tanto, querer poner un paño que oculte lo que describe el escritor es negar lo real, sucumbir a visiones que no admiten la diferencia (que no admiten, algo tan peligroso como otro síntoma del autoritarismo posmoderno: tolerar la diferencia, que no es otra cosa que admitir que hay disidencias, sí, pero perdonándolas la vida por existir). Otro pecado del escritor: cierto sentido del humor cuando se describen ciertos hechos. El sentido del humor con frecuencia busca destacar la ridiculez de ciertos planteamientos (ojo: planteamientos, no las posiciones que se defienden). Hay que desconfiar desde luego de quienes carecen de sentido del humor, se toman tan en serio a sí mismo y a lo que defienden que no ven más que ataques voraces en quienes se burlan de ello. En todo caso, leer a Pérez Andujar ahora es un buen ejercicio para entender lo que pasa.



miércoles, 3 de agosto de 2016

Antonio Tabucchi

Hay prosas que parecen paseos apacibles, avanzan entre párrafos con calma, sin apenas tensiones entre sus frases. Hay prosas que describen ciudades donde pasear, a todas luces, es un placer. Lisboa es una de estas ciudades que transmiten calma, donde pasear resulta grato. No podemos recorrerla con prisas, nos decimos, hay que disfrutar de cada esquina, de las anchas avenidas o de las calles estrechas, hay que subir las cuestas sin premura, como si la vida fuera eso, andar sin parar nunca mientras contemplamos a lo lejos el Tajo o la brillante luz que nos envuelve. 

Escribir un relato que transcurre en Lisboa puede parecernos algo así. Antonio Tabucchi lo supo transmitir, supo escribir como si paseara. Cuando este escritor italiano escribía de Lisboa o de sus alrededores en realidad paseaba, flaneaba más bien, sólo cabe aquí utilizar el verbo francés flâner, y con su lectura asistimos a un paseo amable. O en apariencia amable. Porque a decir verdad, aun cuando la palabra pasear nos sugiera algo placentero, no siempre paseamos en busca de disfrute, muchas veces es una forma de afrontar los demonios. En efecto, la cotidianidad esconde a menudo demasiados demonios, brechas que se abren y que nos trasladan al otro lado de la realidad, a un mundo que es lo opuesto a lo que vemos, a lo que queremos ver.

 De este modo, las ciudades hermosas como Lisboa esconden entres sus esquinas también el horror. Quien visitara y recorriera la ciudad durante décadas, por los años treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta, podría embragarse con una ciudad modesta, provinciana, periférica, podría dejarse llevar por sus rincones y dejar pasar el tiempo mientras se toma un café, pero ¿sería acaso posible no descubrir entre las brechas de la realidad el horror, el lado oscuro de una dictadura, de una normalidad anormal, de una normatividad que poco tiene que ver con la justicia? Pereira vive, en efecto, así lo vemos, al margen de una cotidianidad que posee sus claroscuros. Pereira sólo vive, así lo creemos, para sus escritos, sus lecturas de autores franceses del siglo XIX, sus cuitas por una salud que empieza a resquebrajarse. Pereira quiere mantener la normalidad de su vida cotidiana, pero la realidad se impone al final, nos confronta con el mundo, nos exige tomar partido porque nada, al final, nos es ajeno. 

Así, el paseo supone también una forma de mirar la realidad. No sólo se trata de contemplar las fachadas y embelesarnos con ellas, también de comprender lo que vemos y asimilar lo que representa, porque en gran medida somos también parte del paisaje, nos entendemos a partir de él, nos convertirmos en una parte fundamental del mismo y el paisaje se vuelve parte de nosotros. Por tanto, aprehendemos la parte de horror que distinguimos a través de las brechas. Por ello hemos de empezar a reconocerlas, como Pereira, que al final las incorpora a su cotidianidad y se ve obligado, si quiere continuar siendo él mismo, a actuar en consecuencia. No es fácil, no siempre se toma la decisión adecuada, nos vemos arrastrados casi sin voluntad y sólo nos queda la escritura como forma de caminar entre el horror cotidiano o ante la cotidianidad que esconde horrores. 

A veces la escritura se plantea como recuerdo, como ejercicio de memoria. Hay paseos que lo son: recorremos calles, plazas y avenidas que antaño vimos de una forma y hogaño las volvemos a recorrer para recordar en cierto modo las brechas que entonces no vimos o no quisimos ver. Incorporamos entonces el horror de otra forma, aun cuando no se pierda muchas veces la aparente placidez del paseo, de la escritura pausada, aunque no por ello menos realista u horrenda, quién sabe.

Antonio Tabucchi fue un maestro en la escritura pausada que sin embargo no oculta el horror. En algunos de sus cuentos, tal vez la brevedad obliga, es más directo en la muestra del lado oscuro, pero en las novelas se encara de otra forma al horror, de un modo más tenue, quizá, en apariencia más esquivo, pero al final allí lo vemos, en toda su envergadura, todo el horror que la vida es capaz de contener.