Ocurrió al iniciarse el
declive del Imperio Romano, mientras el cristianismo se expandía y su mensaje
de paz y comunidad atraía a muchos hombres y mujeres. Se impusieron dos
mensajes: «Amad a vuestros enemigos»
(Mt. 5, 44) y «(…) porque todos los que
toman espada, a espada perecerán» (Mt. 26, 52), mensajes que propugnaban
una actitud personal contraria a las guerras, al enfrentamiento, y que con
rapidez lograron que esa nueva doctrina se identificara con la paz y, de este
modo, se incorporara a la mentalidad de sus seguidores y fuera impregnando a la
sociedad entera. En el mismo evangelio de Mateo, en el Sermón del Monte, se
anuncia que son «bienaventurados los
pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt. 5, 9). No
había lugar a dudas, el cristianismo clamaba por una actitud contraria a la
violencia, violencia que parecía ser la opción tanto del Imperio Romano -al
igual que cualquier otro imperio, se levantaba sobre la espada- como de la
historia humana, que en gran medida era y es la historia de sus guerras y sus
violencias. El joven Maximiliano, impregnado de tal mensaje, fue convocado a un
cuartel para que se le tallara, de cara a su incorporación al servicio de las
milicias. En ese acto hizo gala de sus convicciones: «no puedo ser soldado porque soy cristiano». De este modo dejó claro
la contradicción entre la fe y una realidad política, social e incluso
cultural, puesto que la guerra de un modo u otro incide en la cultura, que
tenía en la guerra uno de sus pilares fundamentales.
Las primeras comunidades
cristianas lo tuvieron claro y también la Iglesia institucionalizada partió del
mismo principio durante siglos, a lo largo de toda la Alta Edad Media, nada
menos. Los clérigos tenían prohibido tomar armas, participar en lizas y
batallas, también bendecir la labor de los miles
cuando iban a la guerra. La caída del Imperio Romano, de hecho una desaparición
de la administración política y jurídica centralizada que quedó como un ente
nominal, supuso el requebrajo del poder y el surgimiento de cientos de entes
que actuaban con absoluta independencia, con numerosos enfrentamientos armados,
muchas veces escaramuzas entre señoríos y condados vecinos, no por ello menos
sangrientas. El reclamo de la paz y su labor pacificadora fueron dos de los
argumentos más esgrimidos por la Iglesia institucional para oponerse al
feudalismo, aunque también incidía la pérdida de poder que tuvo desde el Edicto
de Milán en el año 313 y hasta que del Imperio sólo quedó el símbolo.
Monasterios e iglesias se convirtieron en zonas de asilo y protección de los
perseguidos y de las víctimas de la guerra.
¿Qué ocurrió para que
años después esa actitud cambiase y de pronto la Iglesia no sólo olvidara, al
menos la Institución, ese mensaje pacificador y se inmiscuyera en la guerra,
participara de ella, legitimara incluso el empleo de la espada?
La sociedad medieval era
profundamente violenta. Sin embargo, el cristianismo consiguió que la paz fuera
considerada una utopía, un ideal a alcanzar, defendida por todos los reyes,
condes y señores, por las ciudades independientes y por los comerciantes y
nobles. El desmoronamiento del Imperio Romano pero sobre todo el cisma entre el
Occidente y el Oriente cristianos supusieron el comienzo de un cambio en los equilibrios
políticos y surgió la necesidad de nuevas alianzas con las que volver a
organizar el entramado político europeo. El cristianismo aportó el elemento
ideológico que legitimaba las relaciones sociales, con la paz como utopía, pero
la Iglesia institucional vio muy pronto la conveniencia de apoyar esos procesos
y alianzas para aumentar su poder de árbitro y su control social, que iban a
ser enormes. De este modo, muy pronto, sobre todo juristas y teólogos pasaron a
poner las bases de esa nueva sociedad. La paz, sí, era el objetivo, pero las
guerras seguían existiendo, había que justificarlas.
De este modo, surgen
conceptos como guerra justa, guerra santa o guerra florida (esta última sería
lo equivalente al actual concepto de guerra legal,
la que viene avalada por organismos supranacionales, como la ONU o la OTAN, que
establecen qué guerras y qué objetivos militares son aceptables, siendo todo lo
demás terrorismo). Surge también el ideal del caballero, del buen guerrero. El
caballero, en un principio aquel guerrero que prestaba servicio a la nobleza,
gana en prestigio y es un término que se aplica cada vez a más hombres (pocas
mujeres hubo en el oficio de las armas, Catalina de Erauso es sin duda una de
las más famosas, en el siglo XVI), se convierte en un concepto afín a la
aristocracia y que consigue incluso algunas características de la misma, como
el carácter hereditario, el linaje o la formación de un grupo con cohesión
interna. Aparece el caballero modélico: Godofredo de Bouillon, Guillermo el mariscal, Bertrand de Guesclin, Pero
Niño o Rodrigo Díaz de Vivar, figuras que se vuelven el ideal a seguir.
John de Salisbury, con su
obra Policraticus, Bernardo de
Claraval, con su Elogio de la Nueva
Milicia, o Ramón Llull, con su Libro
del Orden de Caballería, aportan otro elemento ideológico importante:
añaden al concepto de Caballero el calificativo de Cristiano, aquel Caballero
que defiende a la Iglesia y a sus sacerdotes, defiende a los humildes y, sobre
todo, persigue a través de la espada el ideal de la paz. La paz como utopía que
legitima la guerra como medio para alcanzarla: así es como la Iglesia acaba
entendiendo, justificando y, al final, bendiciendo las guerras. Se funda la
Orden del Temple, según el modelo sugerido por Bernardo de Claraval, medio monjes
medio soldados. Evidente, la realidad no siempre acoge el ideal como modelo y
hubo caballeros alejados de esas formas de la caballería. Frente a los
Caballeros mencionados antes, virtuosos y respetuosos con el prójimo, como
mandan los cánones, encontramos a un Ricardo Corazón de León que no dudó en
ordenar en Acre la matanza de los prisioneros, a un Enrique V que actuó con
crueldad en la batalla de Azincourt o a un Roger de Lauria que arrojaba de sus
barcos al mar a los prisioneros franceses. Otro pensador, Alfonso de Cartagena,
condena las prácticas crueles y sanguinarias de todos los caballeros poco
acordes con los preceptos de la buena Caballería.
La literatura intervino
también en esta campaña por convertir los valores caballerescos en modelos de
conducta y transmitirlos a la población. La saga artúrica es en buena medida la
base de este tipo de literatura, muestran a los caballeros de la tabla redonda
como defensores de la moral y de la justicia, fieles a unas normas de cortesía,
aunque también proclives al error, como Lanzarote. Elogian la guerra porque es
un aprendizaje y una vía de salvación, según destaca Jean Beuil. Por su parte,
Merigot Marchés loa al routier, el
mercenario que avanza por los caminos en busca de aventuras y de un señor y una
causa a las que servir. La guerra, al final, es una forma de vida, tal como
destacó Georges Duby, la manera de vivir de los caballeros. Eso sí,
persiguiendo siempre la paz como ideal, como utopía, como el modelo establecido
por Jesús Nuestro Señor, aun cuando no se ajusten mucho al mensaje del Mesías y
se adapten mejor al Viejo Testamento, a un guerrero noble y sublime como era el
Rey David, que cometió también sus errores, pero que tenía muy claro sus fines.
De este modo, la sociedad
medieval consiguió que la paz fuese la excusa perfecta para mantener su alto
grado de militarización. La paz era la utopía, pero la guerra era el medio y la
caballería el ideal. La Iglesia Cristiana -o las Iglesias Cristianas, si
tenemos en cuenta la escisión entre Occidente y Oriente, esto es, la Iglesia de
base latina, con centro en Roma, frente a las Iglesias Orientales u Ortodoxas,
de base griega o nacionales- asume este nuevo discurso que ella misma ha
propiciado para legitimarse en el poder. En 1517 Lutero provoca, con su acto de
protesta en Wittenberg, una división del cristianismo occidental y es consciente
de que para el éxito de su reforma necesita el apoyo o el sostén de las
estructuras de poder que se están formando en su época, acude a los Estados
incipientes de Alemania, a los príncipes deseosos de desmembrarse de la
influencia romana, y con ello asume la lógica de la guerra, la justifica frente
a las revueltas campesinas promovidas por la vertiente violenta del anabaptismo
disidente, encabezada por Müntzer. Claro que no todos los cristianos aceptan
esta lógica de la guerra. Los hay que discrepan, que vuelven a la utopía de la
paz del cristianismo original y de la Edad Media, que no asumen el discurso de
que la espada es el medio de conseguir esa paz. Son los valdenses o los
menonitas, entre otros, que se organizan por Europa y que son objeto, por sus
posiciones, por su reforma radical, de persecuciones tanto por los católicos
como por los protestantes.
El Renacimiento y otras
épocas posteriores han repudiado esos diez siglos que van del siglo VI al XVI y
que se han agrupado bajo el nombre genérico de Edad Media, aun cuando hay
diferentes épocas, culturas y realidades en todo ese tiempo. No obstante, en lo
anterior hay a todas luces algo que nos resulta muy actual, esa necesidad de
emplear determinadas ideológicas liberalizadoras para justificar ciertas
políticas de opresión. Si cambiáramos el cristianismo y su utopía de la paz por
el socialismo y la justicia social o por el liberalismo y el progreso mediante la
libertad civil y económica, encontraríamos claros paralelismos. ¿Imposibilidad
de construir un paraíso en la tierra?¿Inviabilidad de cualquier proyecto
emancipatorio?¿Mera fatalidad social? El encontronazo con nuestra realidad
individual o social a veces nos produce un profundo sentimiento de horror, a lo
que hay que añadir los cantos de sirena de los modelos imperantes.