miércoles, 29 de marzo de 2017

La utopía medieval de la paz

Ocurrió al iniciarse el declive del Imperio Romano, mientras el cristianismo se expandía y su mensaje de paz y comunidad atraía a muchos hombres y mujeres. Se impusieron dos mensajes: «Amad a vuestros enemigos» (Mt. 5, 44) y «(…) porque todos los que toman espada, a espada perecerán» (Mt. 26, 52), mensajes que propugnaban una actitud personal contraria a las guerras, al enfrentamiento, y que con rapidez lograron que esa nueva doctrina se identificara con la paz y, de este modo, se incorporara a la mentalidad de sus seguidores y fuera impregnando a la sociedad entera. En el mismo evangelio de Mateo, en el Sermón del Monte, se anuncia que son «bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt. 5, 9). No había lugar a dudas, el cristianismo clamaba por una actitud contraria a la violencia, violencia que parecía ser la opción tanto del Imperio Romano -al igual que cualquier otro imperio, se levantaba sobre la espada- como de la historia humana, que en gran medida era y es la historia de sus guerras y sus violencias. El joven Maximiliano, impregnado de tal mensaje, fue convocado a un cuartel para que se le tallara, de cara a su incorporación al servicio de las milicias. En ese acto hizo gala de sus convicciones: «no puedo ser soldado porque soy cristiano». De este modo dejó claro la contradicción entre la fe y una realidad política, social e incluso cultural, puesto que la guerra de un modo u otro incide en la cultura, que tenía en la guerra uno de sus pilares fundamentales.

Las primeras comunidades cristianas lo tuvieron claro y también la Iglesia institucionalizada partió del mismo principio durante siglos, a lo largo de toda la Alta Edad Media, nada menos. Los clérigos tenían prohibido tomar armas, participar en lizas y batallas, también bendecir la labor de los miles cuando iban a la guerra. La caída del Imperio Romano, de hecho una desaparición de la administración política y jurídica centralizada que quedó como un ente nominal, supuso el requebrajo del poder y el surgimiento de cientos de entes que actuaban con absoluta independencia, con numerosos enfrentamientos armados, muchas veces escaramuzas entre señoríos y condados vecinos, no por ello menos sangrientas. El reclamo de la paz y su labor pacificadora fueron dos de los argumentos más esgrimidos por la Iglesia institucional para oponerse al feudalismo, aunque también incidía la pérdida de poder que tuvo desde el Edicto de Milán en el año 313 y hasta que del Imperio sólo quedó el símbolo. Monasterios e iglesias se convirtieron en zonas de asilo y protección de los perseguidos y de las víctimas de la guerra.

¿Qué ocurrió para que años después esa actitud cambiase y de pronto la Iglesia no sólo olvidara, al menos la Institución, ese mensaje pacificador y se inmiscuyera en la guerra, participara de ella, legitimara incluso el empleo de la espada?

La sociedad medieval era profundamente violenta. Sin embargo, el cristianismo consiguió que la paz fuera considerada una utopía, un ideal a alcanzar, defendida por todos los reyes, condes y señores, por las ciudades independientes y por los comerciantes y nobles. El desmoronamiento del Imperio Romano pero sobre todo el cisma entre el Occidente y el Oriente cristianos supusieron el comienzo de un cambio en los equilibrios políticos y surgió la necesidad de nuevas alianzas con las que volver a organizar el entramado político europeo. El cristianismo aportó el elemento ideológico que legitimaba las relaciones sociales, con la paz como utopía, pero la Iglesia institucional vio muy pronto la conveniencia de apoyar esos procesos y alianzas para aumentar su poder de árbitro y su control social, que iban a ser enormes. De este modo, muy pronto, sobre todo juristas y teólogos pasaron a poner las bases de esa nueva sociedad. La paz, sí, era el objetivo, pero las guerras seguían existiendo, había que justificarlas.

De este modo, surgen conceptos como guerra justa, guerra santa o guerra florida (esta última sería lo equivalente al actual concepto de guerra legal, la que viene avalada por organismos supranacionales, como la ONU o la OTAN, que establecen qué guerras y qué objetivos militares son aceptables, siendo todo lo demás terrorismo). Surge también el ideal del caballero, del buen guerrero. El caballero, en un principio aquel guerrero que prestaba servicio a la nobleza, gana en prestigio y es un término que se aplica cada vez a más hombres (pocas mujeres hubo en el oficio de las armas, Catalina de Erauso es sin duda una de las más famosas, en el siglo XVI), se convierte en un concepto afín a la aristocracia y que consigue incluso algunas características de la misma, como el carácter hereditario, el linaje o la formación de un grupo con cohesión interna. Aparece el caballero modélico: Godofredo de Bouillon, Guillermo el mariscal, Bertrand de Guesclin, Pero Niño o Rodrigo Díaz de Vivar, figuras que se vuelven el ideal a seguir.

John de Salisbury, con su obra Policraticus, Bernardo de Claraval, con su Elogio de la Nueva Milicia, o Ramón Llull, con su Libro del Orden de Caballería, aportan otro elemento ideológico importante: añaden al concepto de Caballero el calificativo de Cristiano, aquel Caballero que defiende a la Iglesia y a sus sacerdotes, defiende a los humildes y, sobre todo, persigue a través de la espada el ideal de la paz. La paz como utopía que legitima la guerra como medio para alcanzarla: así es como la Iglesia acaba entendiendo, justificando y, al final, bendiciendo las guerras. Se funda la Orden del Temple, según el modelo sugerido por Bernardo de Claraval, medio monjes medio soldados. Evidente, la realidad no siempre acoge el ideal como modelo y hubo caballeros alejados de esas formas de la caballería. Frente a los Caballeros mencionados antes, virtuosos y respetuosos con el prójimo, como mandan los cánones, encontramos a un Ricardo Corazón de León que no dudó en ordenar en Acre la matanza de los prisioneros, a un Enrique V que actuó con crueldad en la batalla de Azincourt o a un Roger de Lauria que arrojaba de sus barcos al mar a los prisioneros franceses. Otro pensador, Alfonso de Cartagena, condena las prácticas crueles y sanguinarias de todos los caballeros poco acordes con los preceptos de la buena Caballería.

La literatura intervino también en esta campaña por convertir los valores caballerescos en modelos de conducta y transmitirlos a la población. La saga artúrica es en buena medida la base de este tipo de literatura, muestran a los caballeros de la tabla redonda como defensores de la moral y de la justicia, fieles a unas normas de cortesía, aunque también proclives al error, como Lanzarote. Elogian la guerra porque es un aprendizaje y una vía de salvación, según destaca Jean Beuil. Por su parte, Merigot Marchés loa al routier, el mercenario que avanza por los caminos en busca de aventuras y de un señor y una causa a las que servir. La guerra, al final, es una forma de vida, tal como destacó Georges Duby, la manera de vivir de los caballeros. Eso sí, persiguiendo siempre la paz como ideal, como utopía, como el modelo establecido por Jesús Nuestro Señor, aun cuando no se ajusten mucho al mensaje del Mesías y se adapten mejor al Viejo Testamento, a un guerrero noble y sublime como era el Rey David, que cometió también sus errores, pero que tenía muy claro sus fines.

De este modo, la sociedad medieval consiguió que la paz fuese la excusa perfecta para mantener su alto grado de militarización. La paz era la utopía, pero la guerra era el medio y la caballería el ideal. La Iglesia Cristiana -o las Iglesias Cristianas, si tenemos en cuenta la escisión entre Occidente y Oriente, esto es, la Iglesia de base latina, con centro en Roma, frente a las Iglesias Orientales u Ortodoxas, de base griega o nacionales- asume este nuevo discurso que ella misma ha propiciado para legitimarse en el poder. En 1517 Lutero provoca, con su acto de protesta en Wittenberg, una división del cristianismo occidental y es consciente de que para el éxito de su reforma necesita el apoyo o el sostén de las estructuras de poder que se están formando en su época, acude a los Estados incipientes de Alemania, a los príncipes deseosos de desmembrarse de la influencia romana, y con ello asume la lógica de la guerra, la justifica frente a las revueltas campesinas promovidas por la vertiente violenta del anabaptismo disidente, encabezada por Müntzer. Claro que no todos los cristianos aceptan esta lógica de la guerra. Los hay que discrepan, que vuelven a la utopía de la paz del cristianismo original y de la Edad Media, que no asumen el discurso de que la espada es el medio de conseguir esa paz. Son los valdenses o los menonitas, entre otros, que se organizan por Europa y que son objeto, por sus posiciones, por su reforma radical, de persecuciones tanto por los católicos como por los protestantes.


El Renacimiento y otras épocas posteriores han repudiado esos diez siglos que van del siglo VI al XVI y que se han agrupado bajo el nombre genérico de Edad Media, aun cuando hay diferentes épocas, culturas y realidades en todo ese tiempo. No obstante, en lo anterior hay a todas luces algo que nos resulta muy actual, esa necesidad de emplear determinadas ideológicas liberalizadoras para justificar ciertas políticas de opresión. Si cambiáramos el cristianismo y su utopía de la paz por el socialismo y la justicia social o por el liberalismo y el progreso mediante la libertad civil y económica, encontraríamos claros paralelismos. ¿Imposibilidad de construir un paraíso en la tierra?¿Inviabilidad de cualquier proyecto emancipatorio?¿Mera fatalidad social? El encontronazo con nuestra realidad individual o social a veces nos produce un profundo sentimiento de horror, a lo que hay que añadir los cantos de sirena de los modelos imperantes.

martes, 21 de marzo de 2017

Inés Esteban

A principios de 1500, cuando el invierno comenzaba a declinar, el Santo Oficio puso en marcha un amplio auto de fe que tenía como fin detener la expansión de un peligroso foco de criptojudíos de carácter mesiánico, cuyo centro se hallaba en Herrera del Duque y que se había extendido, además de por Badajoz, por tierras de lo que hoy son las provincias de Cáceres, Ávila, Toledo y Ciudad Real, y sin duda estaba vinculado con otro foco en Córdoba. Frente a otros autos, el que afectaba a esa zona se caracterizaba por perseguir a quien ostentaba la función simbólica de ser pastora y guía de la comunidad, nada menos que a una jovencísima Inés Esteban, una chiquilla de doce años que había tenido un sueño profético y hablaba de retornar a los viejos ritos, abandonando las creencias impuestas o adquiridas.

Hay que tener en cuenta que uno de los principales objetivos de la Inquisición, tal vez el principal en ese momento, era atender que los conversos, adheridos a la nueva fe ocho años antes, tras el Decreto de Granada de 1492 en el que se ordenaba la expulsión de los judíos que no abrazasen el cristianismo, o los convertidos antes del Decreto, profesaran una fe pura de acuerdo con las creencias y dogmas establecidos por Roma, que había logrado por fin imponer, al menos en apariencia, una homogeneidad en el cuerpo doctrinal cristiano en el occidente europeo.

No todos las órdenes y los jerarcas católicos estaban de acuerdo con dicha medida, entre ellos los Jerónimos. Nada menos que Hernando de Talavera, que había sido confesor de la Reina Isabel, defendía que la fe no se podía imponer y que sin duda muchos de los cristianos nuevos, teniendo en cuenta que la alternativa era la expulsión del Reino de Castilla, lo serían más por salvarse ellos y su patrimonio que por convicción, además de la endeble formación en la fe que iban a adquirir, dados los plazos establecidos.

Sin duda tuvieron razón quienes así plantearon la cuestión de la fe. Muchos de los conversos dieron el paso movidos por intereses ajenos a sus creencias. Algunos, tal vez los menos, aunque es difícil precisarlo, pretendían en secreto mantenerse fieles a sus ritos y costumbres. Hubo quienes no se plantearon la cuestión, al fin y al cabo la fe nunca les interesó más allá de ser un elemento ideológico de carácter social o cultural, algo colectivo, en definitiva. Otros, en cambio, acogieron el cristianismo como su religión verdadera. No obstante, la rapidez con que la conversión debía asumirse produjo que se mantuvieran ritos, costumbres e incluso creencias y prácticas que no se adaptaban al dogma, muchas veces no por voluntad de mantenerse o no fieles al judaísmo, sino por desconocimiento de un cristianismo que ya se hallaba ritualizado en exceso, con un corpus normativo derivado de la patrística y una casta sacerdotal único intérprete de la Biblia, sin que el creyente tuviera acceso a sus textos.

En los núcleos criptojudíos de finales del siglo XV, sobre todo en Córdoba y su zona de influencia, surgió un profundo mesianismo que procedía no sólo del carácter ya de por sí mesiánico propio del judaísmo, sino del hecho de manifestarse el mismo sobre todo en momentos de profunda crisis colectiva. Y qué mayor crisis que la que padecían quienes debían mantener ocultos su fe y sus ritos ante el peligro de morir si se les descubría, además de la soledad en que se hallaban dichas comunidades judaizantes, tan distinto todo a los tiempos en que se les permitía abiertamente profesar su religión, gozaban de la protección de los reyes de Castilla y llegaron a poseer un enorme prestigio ritual e intelectual entre todas las comunidades judías de Europa.

Sin duda estuvo muy presente en el ánimo de tales cenáculos el sueño de Jacob (Gn 28: 10-22). En él, Jacob ve una larga escalera que llega al cielo repleta de ángeles que suben y bajan. En lo alto está Jehová que le anuncia que aquella tierra donde duerme será para él y sus descendientes, y aun cuando estos se desperdigaran por todo el mundo, Jehová estará con ellos y los devolverá a su tierra. Se trata a todas luces de un sueño profético muy presente en los momentos en que el pueblo judío estuvo en la diáspora, afrontando muchas veces momentos duros, siendo perseguido y marginado, pero siempre en la confianza que daba la promesa de Jehová, su Dios.  

Seguro que Inés Esteban conocía el sueño profético de Jacob. No era además el único caso en la Biblia en que el sueño era un instrumento de comunicación entre Jehová y su pueblo, además de un medio de interpretación de la realidad, como le había ocurrido a José en Egipto. 

El mesianismo de los conversos judaizantes de Córdoba con su recurso de los sueños proféticos había llegado a Herrera del Duque, donde vivía la joven, hija de un zapatero, Juan Esteban, casado en segundas nupcias con Beatriz Ramírez, madrasta por tanto de Inés. Muy cerca de Herrera del Duque, en Chillón, Luis Alonso, carnicero de profesión, y María Gómez, pariente de Inés, habían anunciado también algunos sueños proféticos que habían tenido. Todos ellos eran conversos, pero sin duda judaizaban, aunque con total seguridad la religión que profesaban ya estaba muy empobrecida en contenidos y referencias, consecuencia de ese mismo aislamiento antes mencionado, forzoso y real, de la nula posibilidad por tanto de confrontación e intercambio con otras comunidades judías y, por supuesto, de la clandestinidad y de un ambiente cultural e ideológico cada vez más cerrado.

Conocían, eso sí, la Biblia y la importancia de los sueños en ella. Acudían sin duda mucho más a ellos, por falta de otros recursos más teóricos o más literarios. Además, la concepción de los sueños como profecías, también como maneras de interpretación de la realidad o como mensajes y fuentes de sapiencia formaba parte de otras tradiciones culturales arraigadas y presentes en la Edad Media.

Por todo ello, cuando Inés Esteban tuvo su sueño y se lo comunicó a los próximos, a sus parientes y a su núcleo cercano, y se expandió luego por entre las demás familias y cenáculos judaizantes, la sensación que se impuso fue que estaban ante ese momento en que los sufrimientos padecidos daban paso a su sentido más profundo y que pronto el profeta Elías volvería y guiarían a los judíos a la tierra prometida. 

Porque lo que vio Inés Esteban en su sueño fue a su madre, a quien en vida apenas había conocido, ni la recordaba incluso, que la visita junto a un joven. Les acompaña un ángel que les lleva al cielo. En él la joven ve unas formidables sillas de oro vacías y al preguntar para quiénes se guardaban, el ángel le responde que son para los judeoconversos quemados y muertos por la Inquisición. Ahí conoce el pronto advenimiento del profeta Elías y el retorno a la Tierra Prometida, para lo cual es menester volver a los ritos y a las costumbres de los judíos, a cumplir con los mandatos de la Torah, sin lo cual la vuelta es imposible. Han de estar preparados en todo momento porque en cualquier instante se les abrirá el camino, como se le abrió a Moisés el mar, que les llevará a su destino, a esa tierra donde durmió Jacob. Regresa de su sueño con una espiga, una aceituna y una carta con las promesas de Jehová a sus fieles.

Otros criptojudíos habían profetizado el retorno, algunos, como Juan de Segovia, en términos muy similares a los de la joven Inés. Incluso Rodrigo Cordón se atrevió en Siruela a dar una fecha: el 8 de marzo de 1500. Pero el sueño de Inés Esteban provocó expectativas sin igual. Lo repetía una y otra vez a todo criptojudío o converso que le quisiera escuchar, muchos incluso viajaban hasta Herrera del Duque para escuchar sus palabras. Los curtidores en pieles aprovechaban que su localidad era un centro en la venta de piel para poderla escuchar cuantas veces pudieran. Todos ven las señales propiciatorias que anuncian la veracidad de tal profecía.

Pero se da además otra circunstancia, más de tipo generacional: siendo Inés tan joven, apenas acaba de salir de la niñez, atrae a muchos jóvenes, incluso infantes, que se identifican con ella, que sienten tal vez que son los protagonistas de ese retorno, que la Tierra Prometida les espera en especial a ellos.


No obstante, pese a la idea de que tal regreso iba a producirse de inmediato, no se da el advenimiento de Elías, ni parecen cumplirse ninguna de las señales premonitorios. Con toda seguridad, el convencimiento de que esta vez, con Inés Esteban, la cosa iba en serio, que vendría un mesías que les retornaría a la ciudad simbólica imagen de la Jerusalén eterna, relajó la prudencia y la discreción necesarias. Lo que llegó fue la inquisición. Más de doscientas personas fueran perseguidas. Algunas lograron huir a Portugal. El proceso se alargó hasta el verano. Unas 150 personas fueron quemadas a principios de agosto. Muchos eran apenas niños y jóvenes, nadie escapaba a los autos. Dicen que Inés Esteban esuvo entre los quemados. Pero hay quien sostiene que en el último momento se arrepintió, se convirtió con proclamada vehemencia a la fe de sus persecutores y tal vez estos, en una brecha de conmiseración en sus firmes criterios, la perdonaron. Pero no hay certeza de ello. 

jueves, 16 de marzo de 2017

Aroa Moreno Durán

Aroa Moreno Durán
La hija del comunista
Caballo de Troya, 2017

El año del centenario de la Revolución Soviética está originando, como no podía ser menos, un aluvión de ensayos históricos, de sesudos estudios sociales y políticos, de análisis de una experiencia que se pretendía rupturista. Porque lo que la revolución buscaba era romper con el desorden de un mundo que se estaba construyendo sobre la miseria, la explotación y el trabajo en condiciones abusivas para millones de personas. De ello hablan muchos escritores del siglo XIX que, bajo una perspectiva realista, mostraron aquella infrahistoria sobre la cual se levantaba el progreso y que enseñó no sin eficiencia a los ideólogos de la transformación social el modelo de relaciones sociales vigente, como muy bien reconoció el propio Marx, se ha recordado muchas veces, que dijo haber aprendido más en las novelas de Balzac que en los profundos estudios sociológicos de su época.

Aquella revolución fue una eclosión ideológica, de una ideología con fines emancipadores, al menos en la teoría, se esté o no de acuerdo con sus contenidos y valores, y que se fue gestando a lo largo del siglo XIX y a inicios del siguiente. Miles de personas se entusiasmaron con la revolución soviética. De los partidos adheridos a la II Internacional, que sucumbieron a los cantos de sirena de sus respectivas patrias durante la primera guerra mundial, traicionando sus principios iniciales contra las guerras nacionalburguesas, surgieron los partidos comunistas partidarios de la experiencia dirigida por Lenin y Trotsky. Ese fantasma que recorría Europa anunciado por el Manifiesto Comunista ascendía un escalón más.

El resultado lo conocemos bien: tras la muerte de Lenin la deriva de la Revolución Soviética fue reforzar un aparato burocrático y absorbente, absolutista y represivo. El Partido ocupó hasta el último hueco de la sociedad soviética, nada quedaba fuera del control de la burocracia, devenida en élite, auspiciada y enderezada por un megalómano Stalin que cosía y descosía pactos, acuerdos, traiciones, actas, manipulaciones, dirigismos, ocultaciones. La guerra civil española fue el inicio del expansionismo de la URSS que elevó al PCE, insignificante hasta el inicio del conflicto, en árbitro de la situación, en parte por la política de no intervención de las democracias europeas, en un experimento también de la represiva obsesión de Stalin por cualquier disidencia a su izquierda, como se vio durante ese Mayo del 37 sangriento. Tras la II Guerra Mundial la mitad de Europa quedó supeditada a la URSS y se instauraron regímenes a su imagen y semejanza. Millones de personas vivieron con más o menos interés, sufrieron con mayor o menor dolor, afrontaron de un modo u otro ese peso de la historia, al que nadie escapaba ni podía quedar indiferente.

Peso de la historia que acompañará a lo largo del relato a Katia, peso de la historia que le marcará en su día a día a lo largo de toda su vida. Como indica el título de la novela de Aroa Moreno Durán, La hija del comunista, Katia es hija de un militante comunista español que pierde la nacionalidad y que encuentra finalmente refugio junto a su esposa en la República Democrática Alemana. Katia crece en esa infrahistoria convertida en la cotidianidad de esa otra Alemania, la vivirá como niña que asumirá lo que ve y que va integrando a su existencia la normalidad creada por la normatividad -«la razón ha desencadenado lo real», afirmaba Max Weber-, normatividad que sin duda se le escapa, que es invisible en la letra, pero no en espíritu, y que cuestionará a medida que crece, no con planteamientos ideológicos, en ningún momento se plantea posiciones ni en contra ni a favor de lo que hay, sino con la desidia que causa el mencionado peso de la historia, hasta el punto de que la Historia se vuelve casi otro personaje y protagonista de la novela.

Al igual que tantas otras personas, decide huir de la RDA. Sin embargo, una vez instalada en la República Federal, no se libra tampoco de la Historia, de su peso, de su presencia agobiante, que le acompañará en su día a día, presente también en ese primer viaje a España, la patria de su padre, pero no su patria del padre, porque en realidad la será, lo descubrimos cuando ya no existe, la Alemania dejada atrás.

Todo ello se narra de un modo escalonado y poético, la autora consigue transmitir un mar de sensaciones y sentimientos, sin duda más importantes muchas veces que los intensos y rotundos análisis de la realidad, lo que permite al lector, al menos a mí me ha pasado, acompañar a Katia en cada momento, sin importar que estemos o no de acuerdo con las decisiones que va adoptando. Porque no se trata de justificar lo que hace, sino de comprender lo que hace, incluso cuando se pueda pensar que uno haría otra cosa.


Y tal vez esto sea así porque de lo que se trata, al fin y al cabo, es de vivir, vivir bajo el peso de la Historia, a su pesar, en cada momento, en cada error, en cada decisión. En definitiva, como dice en un momento dado Katia: «morir no da miedo. Lo que da pánico verdadero es deja de vivir».

jueves, 9 de marzo de 2017

Titina Silá, morir a los treinta años

Sin duda enterarse de la muerte de Amílcar Cabral le produjo a Titina Silá un profundo desgarro, un desolado abatimiento por haber sido en gran medida su mentor, su maestro, el líder al que admiraba y del que aprendía. Claro que Amílcar Cabral, asesinado en enero de 1973 en Conakry por una facción interna de su propia organización, el Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde (PAIGC), hubiera podido decir lo mismo, la admiraba y aunque el líder y poeta era veintiún años mayor que ella, sin duda había aprendido mucho también de quien se encargaba, entre otras, de labores de formación. No sólo combatió mano a mano con otros compañeros, además ella les transmitía lo que había aprendido en la Unión Soviética: socorrismo y prevenciones médicas para sobrevivir en el día a día, bajo unas difíciles condiciones físicas derivadas de una brutal y cruenta lucha en los matos de Guinea Bissau, cuidados que no sólo se circunscribían a cuestiones físicas, a su vez eran cuidados anímicos en unos momentos en que el enfrentamiento con las tropas coloniales portuguesas afectaba al cuerpo y a las ánimas de los combatientes. Pero también les formaba en las razones de una lucha contra el colonialismo, contra los estereotipos de los que eran víctimas como africanos, y en la necesidad de construir una nueva sociedad, la de su país, sin olvidar además que estaban vinculados a otros combates y a otros pueblos, incluido la lucha de los tugas, los portugueses, contra el régimen que les oprimía, como a ellos.

En 1961, con dieciocho años, se había comprometido con la lucha en el PAIGC de la mano de Nino Vieira, guerrillero en aquel momento y después hombre polémico, cuestionado por muchos, admirado por otros, asesinado en 2009 mientras ocupaba la presidencia de la República bissauguineana, tras una larga carrera política. En todo caso, en aquel momento no parecía fácil tomar una decisión así, más cuando se es mujer. La clandestinidad y la guerrilla son cosas de hombres, nos lo puede parecer a veces y nos engañan los pocos nombres que nos quedan de las activistas de la liberación africana, lo mismo nos ocurre también con otras luchas emancipatorias, en cualquier lugar del mundo. Pero las hubo y el hecho de ser mujeres añadía una razón más para el compromiso. «Temos que ir à frente para mostrar aos homes que também somos capazes», le diría a su compañera de luchas Carmen Pereira, la primera mujer en ocupar altos cargos políticos en toda África. Ambas se encuadraron durante un tiempo en el frente sur y Titina Silá llegó a ser su comandante. Fue tal su compromiso, su importancia, que António Spinola, por aquel entonces gobernador militar de Guinea Bissau y después vicejefe del Estado Mayor portugués, cuando se produjo la Revolución de los Claveles, la consideró como uno de los principales blancos a batir.

Spinola ya no estaba en Guinea Bissau cuando se consiguió. El 30 de enero de 1973, diez días después de la muerte de Amílcar Cabral, Titina Silá viajaba por el río Farim, en el norte del país, con destino a Guinea Conakry para asistir a los funerales del activista revolucionario. Sufrió una emboscada y murió durante el enfrentamiento. Aún hoy se la recuerda en Guinea Bissau y desde hace años el 30 de septiembre ha quedado como fecha de homenaje a las mujeres que combatieron por la liberación del país.


Ni Amilcar Cabral ni Titina Silá pudieron ver una Guinea independiente. Tampoco se materializó el ideal de una sociedad emancipada, una sociedad de hombres y mujeres libres con la que ambos soñaron. El propio Cabral murió como consecuencia de fricciones internas que tal vez presagiaban una historia complicada, una historia de luchas de poder, derrotas y dejaciones. Parece una condena, que todas las revoluciones y todos los procesos de emancipación, cualesquiera que sean los medios empleados, pacíficos o violentos, rupturistas o paulatinos, sucumban bien a la violencia, bien a la tiranía, bien a la desidia, esa desidia que se apoderó de Guinea Bissau a finales de siglo, que continuó durante años. Es como si la historia quisiera mostrar como vanos los esfuerzos de las combatientes, como si hubiera una condena eterna, la imposibilidad de salir de los esquemas de opresión. Claro que sin tales esfuerzos las cosas serían hoy mucho peores, sin duda.

viernes, 3 de marzo de 2017

Cultura obrera

Cuando se iniciaba aquella tarde del 3 de marzo de 1976 nadie podía imaginar, quizá, la tragedia que estaba a punto de producirse en Vitoria-Gasteiz. Estaba siendo un día tenso, desde luego, dado que se había convocado una jornada de paro general por los numerosos conflictos laborales que se daban en esa industriosa ciudad del norte de España, paro que consiguió un aplastante seguimiento en la mayoría de los centros de trabajo, en las fábricas, en el comercio. La situación política, además, no ayudaba en absoluto, acentuaba aún más la tensión social: tres meses antes había muerto el jefe del Estado, el General Franco, que había regido el país desde los tiempos de la guerra civil, y ya antes de su fallecimiento se habían iniciado una serie de movimientos, contactos, negociaciones, gestos y pactos con el objetivo de cambiar la naturaleza política del régimen y que dejara de ser una dictadura, una dictadura además que se estaba despidiendo sacando su lado más cruento y represivo, y pasara a ser una democracia. Tal era el propósito de quienes intervenían, con diferentes grados de convicción y voluntad, en ese proceso tanto desde las propias estructuras del franquismo como desde las direcciones políticas de la oposición liberal, socialdemócrata e incluso del Partido Comunista de España, proceso que pretendían tales intervinientes pacífico, lo más pacífico posible, y controlado, que nada se escapara al guion que se estaba escribiendo.

Sin embargo, las circunstancias no parecían ayudar a que ese cambio pactado, esa transición, como se empezaba a llamar al proceso político en cuestión, transcurriera del modo más pacífico y controlado por los mencionados intervinientes, que deseaban que la transición se alejara lo máximo posible del escenario de ruptura política que se estaba dando en el vecino Portugal desde abril de 1974. La crisis estaba golpeando con dureza a España, sobre todo en los grandes focos industriales como los del País Vasco. Por tanto, ascendía el desempleo en un Estado que no disponía de mecanismos de protección social más allá de las redes familiares o de una economía sumergida, no declarada, bastante extensa que permitía salir del paso a muchos desempleados. La clandestinidad de las organizaciones políticas, sindicales y sociales no permitía conocer su capacidad real de arraigo y de incidencia en la sociedad, pero además no estaba claro que el proyecto de transición fuera a salir bien, no se sabía tampoco hasta qué punto las fuerzas vivas del régimen -bien insertadas en los poderes del Estado- estaban realmente comprometidas con los cambios y también se desconocía la fortaleza de los grupos de oposición, muchos de ellos a la izquierda del PCE, algunos de los cuales propugnaban una ruptura y empleaban en algunos casos la lucha armada. El cada vez más movilizado y más radicalizado movimiento independentista vasco, muy enraizado parte del mismo en el movimiento obrero, era otro factor presente en las movilizaciones de esa jornada de paro en Vitoria-Gasteiz.

Aquella tarde se había convocado una nueva asamblea en la Iglesia de San Francisco de Asís del barrio de Zaramaga de la capital alavesa. Se trataba de intercambiar informaciones de las diferentes empresas en conflicto, de saber cómo se había desarrollado la jornada de paro y de discutir la continuación de las diferentes luchas. En muchas otras ciudades españolas se daban asambleas similares, algunas con mayor presencia de los sindicatos clandestinos o semiclandestinos, otras en cambio más horizontales, más autónomas. La asamblea de Vitoria-Gasteiz, aquella tarde, fue multitudinaria e incluso mucha gente no pudo acceder a la Iglesia. Es difícil saber hasta qué punto dicha presencia de personas fue un factor a tener en cuenta en los mandos policiales y en los responsables de los mismos y que ordenaron en un momento dado la intervención de las fuerzas antidisturbios. Se dispersó con dureza a quienes estaban en los aledaños de la iglesia, luego se intervino en su interior. El trágico resultado fue la muerte de cinco trabajadores y un gran número de heridos.

Cuarenta y un años después de aquellos trágicos incidentes se recuerda aquel tres de marzo como una de las fechas álgidas de la transición, que a todas luces no fue tan pacífica ni tan modélica como a veces se ha pretendido mostrar. Pero sobre todo aquella asamblea y las jornadas de paro en la ciudad vasca fueron una de las expresiones más evidentes de la incidencia en la realidad política y social de un movimiento obrero que se proyectaba en su imaginario como eje de los cambios, que pretendía verse a sí mismo con una fuerte identidad social y política, un elemento integrador ya no sólo de todo un cuerpo social y que perseguía ser sujeto de la acción política, sino también de una identidad incluso cultural, aunque empezaba también a tener síntomas, por contradictorio que parezca, de conservadurismo, de no querer sucumbir a aventuras que pusieran en peligro las conquistas materiales acumuladas en los últimos años. Se trataba a todas luces de un conflicto entre la realidad, lo que se tiene, y el deseo, a lo que se aspira, no siempre coincidentes, a menudo discordantes. Cuarenta y un años después, cuando el peso de la clase obrera no es en Europa ni de lejos tan fuerte, se pone en duda su realidad como agente social y se cuestiona incluso el trabajo asalariado, al menos en un plano teórico, se habla más de movimientos sociales de cambio que de ejes o sujetos revolucionarios, tampoco parece haber una respuesta tenaz y constante a los recortes sociales y a la pobreza cada vez mayor más allá de picos momentáneos. Tal vez por todo ello recordar los hechos de Vitoria-Gasteiz puede servir para, por lo menos, apreciar ciertos cambios en las percepciones sociales y saber hasta qué punto persistía realmente una conciencia obrera, una cultura obrera. La publicación en los años noventa del Informe Petras explica muchas cosas al respecto, analiza unos cambios cuyas consecuencias llegan, o se agravan, hasta hoy.

Porque en aquel 1976 se asistía a los últimos coletazos de unos años de enorme, profunda e imaginativa lucha social, la que representó el sesentayochismo que sacó a la calle a miles de estudiantes, que removió también a la clase trabajadora, que dio voz a nuevos planteamientos sociales de relación, a nuevos movimientos, como el ecologismo,  y que conllevó que el sufragismo del siglo XIX y XX se volviera un nuevo feminismo que incidió profundamente en la sociedad (sin duda uno de los éxitos más que notables de los años sesenta y setenta, aun cuando a veces no lo parezca). El movimiento obrero no ocupó el centro exacto de la rebelión en los años sesenta y setenta, al menos lo que era la parte mayoritaria de la clase trabajadora que miró la realidad de las revueltas un poco desde la barrera, pero qué duda cabe que fue uno de los factores centrales, tal vez el último momento de esplendor de ese movimiento obrero que surgió con la revolución industrial.

Una revolución industrial que llenó Gran Bretaña y Europa Central de fábricas, también los Estados Unidos, fábricas que requirieron de mano de obra. Las ciudades se agrandaron y surgieron los barrios a los que se dirigieron masas enormes de hombres y mujeres prestos a ofrecer su fuerza de trabajo, primero de todo a cambio de sueldos de miseria. Dickens, Jack London, Gorki, Singer, Zola, Balzac, Clarín, Baroja o Pardo Bazán, entre tantos otros escritores, explican en gran medida las condiciones en que vivían esos hombres y mujeres, en algunos casos con tanta semejanza a la realidad que ayudan a los estudiosos de la economía y de la sociedad de la época a entender los mecanismos sociales, y a nosotros a disponer de una mejor visión de las épocas que nos han precedido. Los lazos entre esos hombres y mujeres se van estrechando y con ello, como muy explica James Petras, la confianza como para entender lo que les pasa y actuar en consecuencia.

Son estos mecanismos de aprehensión de la realidad y sus consecuencias en cuanto a asociacionismo a lo que llamamos cultura obrera, movimiento obrero. El movimiento sindical consigue no pocas conquistas materiales, imprescindibles para llevar a cabo otras mejoras culturales o sociales. Clarín, en los últimos años de su vida, escribe artículos en los que habla del trabajo de numerosos ateneos obreros en Asturias que permite que los mineros, las trabajadoras de las fábricas y de los talleres o los obreros aprendan a leer y entender lo que leen, a emitir sus opiniones e incluso a gozar del arte y de la literatura.

La Revolución Rusa de 1917 supuso que ese movimiento obrero ocupase por primera vez, primera experiencia en la historia, las estructuras de un Estado. El objetivo es acabar con la explotación y la consecuente desaparición de las clases sociales, eliminando de esta manera cualquier obstáculo que impidiese a cualquier persona su pleno desarrollo personal, social o cultural. En este ámbito, el cultural, surgen las vanguardias, el surrealismo, los diferentes ismos que cuestionan también las reglas de la realidad y desarrollan una visión individual de los fenómenos colectivos. Del mismo modo, durante la rebelión sesentayochista, el situacionismo plantea un cuestionamiento absoluto de la realidad, un darle la vuelta a la cotidianidad, a la normalidad, a las reglas asumidas como algo natural. A la cultura, en definitiva. Parece que esos movimientos culturales sean en cierto modo el reflejo de un deseo de emancipación social y político, suponen en lo cultural una extensión de un nuevo mundo, un mundo libre para seres humanos emancipados.

Claro que fue ese mismo Estado surgido de la revolución del 17 el que se encargó de liquidar el rico e intenso mundo cultural que surgió tras la revolución, el que se cepilló el surrealismo acusándolo de individualismo pequeñoburgués e impuso por decreto, en 1932, bajo el absolutista gobierno dictatorial de Stalin, el realismo socialista, que fue asumido como estética obligatoria en el I Congreso de Escritores de 1934. Por suerte, muchos escritores y artistas surrealistas rechazaron esa estrecha visión del arte y uno de los fundadores de la Unión Soviética, Trotsky, ya en el exilio en México, atacó el realismo socialista y la imposición de la denominada cultura proletaria en la URSS, alegando su estrechez de miras e ironizando bien a las claras sobre una sociedad cuyos mandamases declaraban sin clases, como pretendían que era la Unión Soviética, pero que poseía, lo que resultaba claramente contradictorio, una cultura proletaria. Al final la URSS, y por ende los Estados que adoptaron el estalinismo, demuestra que no siempre que hay empoderamiento, anglicismo muy en boga hoy, se produce emancipación. Del mismo modo, el situacionismo quedó restringido a núcleos de artistas cada vez más aislados de la cultura general, reducida en gran medida a objeto de consumo, en vez de ser parte sustancial en el análisis de la realidad.


En marzo de 1976, cuando asistimos a los últimos ecos del sesentayochismo, ya no hay un gran movimiento cultural que recoja esa aparente voluntad de cambio social. Hace tiempo que los escritores abandonaron, salvo excepciones, honrosas o no, porque de ello no depende la calidad literaria, el realismo social, se introducen en temas más introspectivos, no exenta a veces de crítica, todo hay que decirlo, sin que esté carente de interés. Los cantautores van cambiando también sus temas, se vuelven más intimistas mientras que la movida de los ochenta se decanta por otros elementos experimentales, muy alejados de temáticas colectivas. Sus efectos llegan hasta hoy. Habrá que preguntarse si ello fue y es posible porque no había ni hay en realidad un ansia de transformación social, que en aquel marzo del 76 a lo que se asistía es a los últimos coletazos de un movimiento obrero cuyos activos más dinámicos perdían fuelle, sin poderse considerar ni de lejos como vanguardias de nada. Cuarenta años después hay un periodo de politización innegable, una puesta en común de los problemas que causa la precarización laboral y vital, hay un cuestionamiento de las maneras de vivir. No obstante, no ha surgido en paralelo un movimiento cultural rupturista y rompedor. Tal vez porque los agentes en ciernes y las expresiones políticas de estas nuevas oleadas de protesta en realidad no se plantean grandes transformaciones.