Hay una mirada crítica,
tal vez amarga, en el Capitán Alatriste sobre el país en que nació y al que
sirvió. Puede que sea reflejo de la visión de su autor, Arturo Pérez-Reverte, un
fino observador de los entresijos de España, pese a que no siempre estoy
conforme con sus conclusiones, aunque le correspondería a él aclarar si los
comentarios desabridos que aparecen en sus novelas son aplicables a la España
actual, con los que, me temo, sí que estoy de acuerdo, o al menos me parecen
aplicables, aunque es más bien opinión mía. O mejor dicho, impresión. La España
de hogaño tiene mucho de la de antaño, persisten muchos de los males de
entonces, como si fuera imposible romper con los mismos o al menos reformarlos,
darles la vuelta, trasformar un país, una sociedad, enmendar desajustes,
mejorar capacidades, perfeccionar instrucciones, como procuraron en no pocas
ocasiones muchos ilustres a lo largo de la historia.
Pero al final se impone
una realidad al referirse al país del Capitán Alatriste, la de «aquella tierra donde le había tocado vivir:
cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y
ruin en lo cotidiano» (Pureza de
sangre). En definitiva, «desde
siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza», que
es la idea que se impone, la sospecha de la invariabilidad de un rumbo
colectivo, la de un país repleto de descomedimientos y corrupciones. No caben
aquí, parece ser, hechos diferenciales, la imagen idílica que algunos han
querido dar, por ejemplo, de la sociedad catalana no se corresponde con la
realidad, no quedará al final más remedio que enfrentarse a las muchas tinieblas
en la gestión de la cosa pública en Cataluña, aun cuando se acuda a la épica,
la de los últimos años ha sido excesiva, para legitimar objetivos que de pronto
quedan en entredicho por exceso de gestualidad. Y de poca veracidad en el caso
de bastantes declaraciones.
A nadie se le escapa que
el de España es un Estado que no ha podido, o tal vez no hayan querido algunos,
afrontar las consecuencias de una corrupción desatada que afecta a todos los
ámbitos, desde el de las obras públicas al fútbol, desde la vivienda a los
festejos del rincón más recóndito, todo ello adicionado por pura vulgaridad,
chulería digna de los jaques, en su
acepción coloquial, que se cruzan con el famoso soldado de los Tercios de
Flandes. Parece que cada etapa ha heredado lo más siniestro de la anterior. Tampoco
es posible escaparse a los juegos de artificio con que se intenta encumbrar los
discursos y tapar las vergüenzas, algo que se acentúa en periodo electoral,
pero de la que también hemos sido testigos estos días en el choque con el
presidente Milei, quien no dista mucho, por cierto, de las formas españolas más
broncas.
Quizá sea mero hablar por
hablar, incapaces de atravesar el zaguán y entrar en el edificio colectivo del
Estado porque intuimos que detrás de la fachada no hay nada, es mero decorado,
pura apariencia, como de la que hace gala al hidalgo que aparece en El Lazarillo y que vive de mostrarse
decoroso cuando lo que hay es escurridizo por el vacío real. Los
hidalgos de hogaño gritan y claman por una decencia que no sabemos muy bien en
qué consiste, reclaman medidas tajantes, contra la inmigración, por ejemplo,
algo común a otros países, se desgañitan algunos por expulsar a los ilegales a quienes asocian a la
delincuencia, pero nada dicen de los que trabajan a destajo en la recogida de
frutas y legumbres, que esto afectaría la buena marcha de algunos sectores. O
miran tales hidalgos hacia otro lado cuando en las Baleares, en Canarias, en
San Sebastián o en Barcelona se empieza a clamar contra las consecuencias de un
turismo cuasi industrial que es mera fachada, detrás sólo hay precariedad y
precios inasumibles, ni siquiera se han repartido las ganancias generadas.
Demasiadas ruedas de
molino que no son gigantes, sino frágiles trapiches.
Qué hacer ante este
panorama, nos preguntamos, sin que parezca que haya respuestas satisfactorias.
Hubo no pocos reformistas, afrancesados, avanzados, renovadores, incluso en
nuestra época algunos asaltadores de cielos que se han quedado en la práctica
de parches que no resuelven apenas nada, lo que aumenta la sensación de
impotencia, aun cuando late la impresión de que el gigante pudiera tener los
pies de barro, sólo que nadie osa decir que el rey está desnudo.
Al final, no parece posible
desasirse del fatalismo de Diego Alatriste, pese al tiempo que nos separa, en
su caso jugándose la vida por intereses ajenos por medio de una idea de fidelidad
que ahora puede resultar desfasada, aunque no es mejor nuestra acomodo pasivo,
nuestra mirada no menos altiva y engreída que sólo oculta nuestra misma
impotencia.