Los reportajes que
realizan los hermanos Azkona durante los años veinte del siglo pasado tienen un
fuerte carácter propagandístico. Incluso alguno de ellos estuvieron sufragados por
el ayuntamiento de Bilbao. Muestran el crecimiento industrial y mercantil de una
ciudad que ha superado sus límites de antaño para expandirse por la planicie de
Abando, el Bilbao burgués y elegante, de calles rectas y ordenadas, o por las
montañas del sur, el Bilbao proletario y menesteroso, de calles y cuestas un
tanto caóticas. En cierto modo, son los iniciadores de la publicidad, al menos
en el País Vasco, en el sentido que hoy lo entendemos. Se busca dar una imagen
de la ciudad próspera, de hecho la burguesía local, tanto mercantil como
industrial, con una banca importante y una voluntad de emular la vida en
Londres –la Sociedad Bilbaína– o la
de París –los cafés, muchos de los edificios que se construyen–, lo que
quiere es propagar una opinión propicia de sí misma a través de la imagen de
la ciudad, una ciudad que se pretende moderna en un país tradicional y con
dificultad para asumir los cambios. El cinematógrafo ayudará en tal objetivo.
Pero no será, sin
embargo, la única imagen que se propaga de un modo interesado. El movimiento
obrero pronto se organizará en la ciudad y son varios los nombres que destacan:
Tomás Meaba, Facundo Perezagua, Indalecio Prieto o los hermanos Arenillas,
entre otros muchos que también escribirán sobre la ciudad en la prensa obrera,
pero para dar una imagen bien distinta, la de la explotación en las minas, la
de la precariedad en los puertos, con el trabajo duro, sobre todo el de las
sirgueras –solían ser mujeres– o la de los descargadores de los barcos, la de
unos barrios insalubres y unas pésimas condiciones de vida.
De este modo, un lector
atento de aquel tiempo que contemple la pluralidad de medios, y en aquel
momento no eran pocos los diarios y revistas, además del cinematógrafo, tendrá
una visión variopinta de la realidad. No es por tanto un fenómeno actual, el de
la difusión interesada de imágenes, aunque tal vez sea tan intensa en el
presente la recepción de información que al final hayamos perdido la capacidad
de comprender la realidad. Lo sabemos todo, pero no entendemos nada. Pero
además aparece también la información como campo de batalla, una información que
a menuda deja de ser tal para convertirse en propaganda.
A su vez las ciudades
aprovechan todas estas herramientas para proyectar también una imagen de sí.
Desde luego la literatura no es tampoco ajena en la elucubración de imágenes
idílicas, sin duda Mme. Bovary no hubiera sufrido los males de la ensoñación
enfermiza si antes no se hubiese empapado de libros y artículos sobre París. No
obstante los nuevos medios van más allá, hace un siglo doblaron la emisión de
imágenes; hoy, la multiplican hasta el infinito. Pero hemos descubierto que
esta exageración ya no proyecta una imagen real, ya no nos ayuda a conformar el
puzle de las ciudades con sus aspectos positivos y sus aspectos negativos, sino
que las han convertidos en meras caricaturas de sí misma, más si se trata de enclaves
turísticos, de un turismo que busca más sensaciones que realidades. Venecia o
Barcelona se transformaron de este modo en parques temáticos donde muchos turistas
ya no llegaban para descubrir rincones, sino para toparse con la imagen forjada
a base de imágenes propagandísticas.
Bilbao, a medida que
dejaba de ser una ciudad básicamente industrial y mercantil, se añadían
atractivos turísticos gracias al Guggenheim, a la Alhóndiga o a Euskalduna, se
afamaba como polo gastronómico, frente a San Sebastián, la joya de la corona, corría
el peligro de volverse uno de esos polos turísticos, de convertirse en una
caricatura de sí misma, aun cuando algunos de los gestores afirmaran que el
modelo Barcelona no era el suyo. Pese a todo, también es cierto que ya no era
tanto la ciudad burguesa circundante a la plaza Elíptica que había sido,
tampoco el proletariado actual es como el de antaño, ni siquiera La Palanca es
la de entonces, la que aparece reflejada en el documental Aquella vieja luna de Bilbao, de José Miguel Azpiroz y Antonio
Cristobal, no vamos a encontrar tampoco hoy las asperezas de la película Salto al vacío, de Daniel Calparsoro, ya
he dicho alguna que otra vez que los bajos fondos actuales, si es posible
hablar de bajos fondos, están mejor reflejados en la saga de Touré de Jon
Arretxe. Se pretendió dar una imagen, pese a todo, presentar un puzle
atractivo, edulcorado, paradisiaco con el que todo nos identificásemos,
incluidos los habitantes de Bilbao.
La pandemia, con su dosis
aguda de distopía, ha frenado de pleno esta dulcificación de la realidad
mediante la difusión de imágenes amables. Todo apunta a que nada será igual,
que esta epidemia lo que ha roto es el espejo en que nos reflejábamos y que
algunos querían proyectar, el suyo propio, el reflejo ansiado, de un modo
general. Siendo optimista, se presenta la oportunidad de reconsiderar ciertas
tendencias, rechazar algunas imágenes facilonas y plantear otra realidad. Pero
tiendo al fatalismo y me da la sensación de que tal tarea nos la están haciendo
sin ni siquiera pedirnos nuestra opinión.