sábado, 27 de junio de 2020

Los santos inocentes


Con ocasión de los cinco años de emisión del programa Historia de nuestro cine, de RTVE, se propuso a sus espectadores que eligieran cuáles eran las tres mejores películas españolas. En primer lugar resultó Los santos inocentes, de Mario Camus, presentada y estrenada en 1984, basada en la novela homónima de Miguel Delibes. Sus dos protagonistas masculinos, Alfredo Landa, que interpretaba a Paco el bajo, y Paco Rabal, en el papel de Azarías, obtuvieron varios galardones, por ejemplo en el Festival de Cannes, donde la película fue bien acogida. Llama la atención que Alfredo Landa estaba rompiendo en aquel momento ese cliché de actor de comedias con un ligerísimo tono sicalíptico, landismo se llamó, y empezó a reconocérsele su capacidad de adaptación a otro tipo de papeles y películas, a lo que contribuyó bastante Los santos inocentes. Paco Rabal, por su parte, se alejaba del galán que interpretó en muchas cintas para abordar un papel a todas luces difícil.

Tanto la película como el libro muestran la vida en un cortijo durante los años sesenta, pero sin duda se podía situar en muchos otros momentos de la historia social española, donde el sometimiento de los campesinos, criados e incluso lugareños a la nobleza local era absoluto, incluso estaba interiorizado y formaba parte del carácter de aquellas gentes. El régimen franquista mantuvo esa situación clasista, casi estamental, aun cuando en algún momento se empeñara vagamente en darle un barniz progresista, como lo muestra la escena en el que se invita a algunos de los labriegos a firmar para fingir que el régimen se ocupaba de dar una mínima instrucción.

No obstante, en los años sesenta, los reflejados en la película, muchos hijos de labriegos, criados y aldeanos abandonaron el campo y emigraron a las ciudades, en busca de una vida mejor, lejos de esa servidumbre del campo. Salvo Madrid, Asturias, Vizcaya y Barcelona, España era un país en el que predominaban hasta esos años la agricultura y la ganadería, hubo entonces un cambio productivo muy importante, lo que contribuyó aparentemente a cercenar unas relaciones que rozaban la de los siervos de otras épocas. De hecho, las relaciones que se muestran en Los santos inocentes no varían mucho de las que aparecen en Gone with the wind (“Lo que el viento se llevó”), aunque esta película, ya lo hablamos, tiende a la añoranza de unos tiempos que no volverán, lo que no ocurre con la cinta española. 

Pero, sin duda, si nos remitimos a otras épocas de la historia, encontremos un mismo modelo de servidumbre, las diferencias sólo son de nomenclaturas jurídicas. Suele decirse que los cambios en los últimos sesenta años se han acelerado de un modo brutal hasta el punto que cualquiera de los personajes de Los santos inocentes, si viajara en el tiempo doscientos o trescientos años atrás, apenas notaría diferencias, mientras que si el viaje fuese a la actualidad, todo les resultaría diferente.

Pero no sé hasta qué punto ese sometimiento tan interiorizado perdura aún en un país como España. Es cierto que en los años sesenta y setenta se reforzó el movimiento obrero, las luchas en fábricas, la oposición al franquismo, y que muchas de esas personas que emigraron a las ciudades desde el campo, con mentalidades de servidumbre no muy diferentes a las reflejadas en la película, se comprometieron con movimientos vecinales y barriales muy activos, con el correspondiente cambio de mentalidad individual. La historia de la transición fue no sólo la de los pactos entre direcciones políticas, sino que también se compuso de un activismo amplio y plural.

No obstante, a veces da la impresión de que perdura ese sometimiento, anda todavía interiorizado entre muchos trabajadores y entre generaciones actuales más jóvenes habituadas a las macjobs, a la precariedad, a la política de es lo que hay, cuya alternativa es la emigración. Lo saben a la perfección quienes se han dedicado y se dedican a actividades sindicales en las empresas actuales, lo difícil que resulta movilizar a un personal que no pone en peligro sus puestos de trabajo por muy precarios que sean y los miedos que desata cualquier actividad sindical.

De hecho, se ha comentado en alguna ocasión, sorprende en muchos países europeos, con más años de democracias consolidadas y de organización social y un alto grado de movilización en la defensa de derechos laborales y sociales, la enorme pasividad en España en los momentos de mayores restricciones. Seguro que hay razones sociológicas que expliquen tal situación, las desconozco, pero uno no puede dejar de pensar, al volver a ver Los santos inocentes, que haya algún tipo de mentalidad colectiva heredada que mantenga ciertas reacciones sociales en cada individuo.

Quizá, si el cine funciona como espejo colectivo, la elección de esta película como la mejor película española no haya sido algo gratuito, aparte la calidad obvia de la misma y el trabajo de sus actores. Claro que no sé si cabe un ejercicio de psicoanálisis colectivo o todo en mi opinión se deba al inicio del verano o a los efectos sociales de una pandemia que lo ha trastocado todo.

viernes, 19 de junio de 2020

Recordar el presente


¿Cómo recordaremos la pandemia?¿Qué evocará cuando se rememore?¿Se mantendrá la misma retórica cuasi bélica –lo peor está por llegar, es una guerra, de hecho, hubo incluso presencia militar en muchas ruedas de prensa en España, junto a responsables sanitarios, además  todos esos héroes y heroínas del momento que lo han dado todo, los sanitarios, los trabajadores de las tiendas, las fuerzas de seguridad,–, el tremendismo acuciante –nada será igual–, se habló pero sobre todo se habla aún de reconstrucción, o por el contrario dominará el discurso –el relato– de estas dos últimas semanas, las terrazas, los viajes, las vacaciones, las playas, dos presidentes autonómicos reuniéndose felices y esperanzados en la demarcación que separa una comunidad de otra, nada será igual, pero se vuelve a producir, a consumir, regresamos al mismo modelo que dejamos atrás, a copiar cada detalle aun cuando sigamos llevando mascarillas y no nos juntemos mucho, como recuerdo de algo tremendo y desconocido?

Todo indica que por el momento gana esta segunda interpretación de la realidad, aunque salta a la vista que no hemos pasado el bache.

Por otro lado, ¿habrá algún escritor o algún cineasta que convierta el covid19 y su contexto en materia narrativa? Ya ha habido algún intento de producir ficción de esta realidad. Ha salido también algún escrito reflexivo publicado con rapidez. Pero, ¿quedará el recuerdo de algo?¿O será tal vez materia para el olvido?

No hay que olvidar que estamos en la época de la prisa. Todo pasa con excesiva velocidad temporal. De pronto, desaparece la información de los incidentes raciales en Estados Unidos. ¿Se han diluido o se ha dejado de hablar de ello, de repente, y lo que ayer fue noticia hoy no interesa a nadie? Ya nadie se acuerda de la estúpida polémica alrededor de Gone with the wind (“Lo que el viento se llevó”) ni sabemos en qué ha quedado. Mientras tanto, poco a poco, las principales cadenas de televisión diversifican su programación, incluso ha vuelto el fútbol.

Puede que en algunos meses, si no se dan rebrotes tan agudos como el vivido ahora, el tema se vaya disipando, como nadie se acuerda ya del terrorismo islámico –parece que hayan pasado mucho tiempo de los bolardos que nos protegían de acciones de fanáticos aislados–, de la guerra de Siria ya no se habla –¿sigue o ha habido el fin de los enfrentamientos cruentos entre facciones?– y sólo la llegada desperdigada de alguna patera nos recuerda el tema de la inmigración más brutal, aquella en que miles de personas arriesgan su vida por el sueño europeo.

Michel Goldhaber profundizó una idea sugerida por Herbert Simon y habló de la economía de la atención, que se produce cuando es tan intenso el volumen de información que recibimos que nos bloquea, nos incapacita para entender, sucumbimos al efecto de un mar de datos por el que acabamos sin prestarle atención a nada. Marina Garcés escribe sobre la impotencia que produce esta situación. «Lo sabemos todo y no podemos nada», nos dice.

Parece algo pensado y planificado: en vez de ocultar información, lo que crea recelos y potencia ideas conspiranoides, se opta justo por lo contrario, el exceso de información muchas veces mezclada con opinión y sobre la que se da una y mil vueltas en debates sempiternos. Ha ocurrido con la pandemia actual: se ha hablado tanto, se ha discutido tanto, se han planteado tantas aclaraciones y aserciones, que al final nadie comprende nada, por mucho que se hable una y otra vez sobre ello, y muchos optamos por la información mínima, la justa para seguir las recomendaciones sanitarias generales. Hay que tener en cuenta además que era una cuestión médica, científica, ante lo que muchos estamos incapacitados para entender más allá de lo fundamental, analfabetismo científico del que somos responsables quienes la padecemos, desde luego, pero que ha incidido en la angustia que producía tanta impotencia.

¿Nos acordaremos de todo esto?¿Lo olvidaremos?¿Se mantendrá la retórica que tanto parece necesitarse colectivamente, puede que potenciada por los poderes públicos? Es innegable el dolor que ha producido la pandemia, un gran número de afectados, muertos, demasiado muertos, angustia excesiva entre los contagiados por cómo iban a salir de este mal, entrega de los sanitarios, temor entre los colectivos que siguieron trabajando, miedo ante el futuro económico. Pero da la impresión de que de pronto alguien dio un puñetazo sobre la mesa y pasamos a hablar de cómo disfrutar en las terrazas. La vida sigue, nos dicen. Corresponde ahora entrar en la nueva normalidad. A saber cómo será esta nueva distropía.


jueves, 11 de junio de 2020

Lo que el viento se llevó


En medio de las protestas en Estados Unidos y en buena parte del mundo por el asesinato de George Floyd, nos encontramos con que la plataforma HBO Max ha anunciado estos días su intención de retirar de su catálogo la película Gone with the wind (“Lo que el viento se llevó”), un clásico del cine en toda regla, por ofrecer cierta idealización de la esclavitud y algunos estereotipos racistas. Afirman que con el tiempo la volverán a incorporar, añadiéndosele los correspondientes comentarios que sitúen la película en su contexto. Al mismo tiempo, Marta Kauffman, una de las creadoras de la serie Friends, muy popular en los años noventa, pedía disculpas públicas por no haber reflejado la diversidad racial de la sociedad norteamericana.

Imagino que guarda relación está reacción del mundo audiovisual con los incidentes estos días, causados por un asesinato que añade una víctima más causada por una actuación policial cuanto menos cuestionable y desde luego más real que cualquiera de sus representaciones en el cine o en alguna serie. Hay tras tal reacción una actitud tal vez vergonzante del racismo, lo que a primera vista puede parecer positivo: denota que, frente al aparente auge del racismo y la xenofobia, cada vez más personas, entidades y empresas quieren dejar claro su actitud firme contra tales lacras. Sin embargo, estamos una vez más ante un mero parche que no busca solucionar los problemas, sino remendarlos para sentirnos cómodos en nuestra atalaya moral.

En este sentido, los creadores de la serie Los Simpsons anunciaron, hace ya algún tiempo, su intención de retirar de la serie al personaje Apu, el tendero indio que trabaja a todas horas, y también se alegó que se estereotipaba a toda una población inmigrante, cuando una de las gracias de la serie son los clichés sociales que nos confrontan a visiones simplistas de la sociedad.

Pero más allá de estas reacciones en sí mismas, lo que tenemos delante una vez más es el espinoso tema de lo políticamente correcto, aquello que se debe mostrar o no y, en caso de mostrar, cómo ha de hacerse para no herir sensibilidades. Es un debate no muy diferente al de ciertos colectivos en España que reclaman a la Real Academia de la Lengua Española que elimine de su diccionario algunas acepciones porque resultan ofensivas. Ocurre en concreto con la entrada gitano y con algunos términos referentes a la mujer que revelan un claro machismo. La Academia alega que el diccionario recoge los usos de las palabras, sin entrar en disquisiciones valorativas y optando por catalogar tal uso como ofensivo o discriminatorio.

Es absolutamente cierto: el racismo o el machismo son males sociales, pero están en la sociedad que es donde hemos de combatirlo, la lengua no deja de ser un reflejo de ese mal, pero no es la culpable, no por eliminar las acepciones hirientes vamos a eliminar el problema, por desgracia no es tan fácil la solución. Ni tan mágica.

Ante estas decisiones, peticiones y disculpas, nos podemos formular algunas preguntas: ¿Debe una obra actual reflejar la pluralidad de la sociedad en que se enmarque?¿Es absolutamente obligatorio que así sea?¿Si una obra no contempla la cuota de minorías de todo tipo, es por ello racista, machista o patriarcal?¿Los personajes de una novela o de una película o una serie han de ser una copia exacta de los diferentes grupos humanos existentes?¿Han de actuar y reflejar con absoluta fidelidad los valores dominantes?¿Resultaría hiriente plantear un conflicto que afectase la igualdad o pudiera entenderse como un alegato de la marginación?¿Debemos limitar al acceso a obras de otros tiempos y que muchas veces reflejan posiciones a todas luces rechazables hoy?

Asumir hoy el criterio de lo políticamente correcto es aceptar una censura peligrosa, que coarta e infantiliza. Pero parece que la sociedad ha optado por emplear eufemismos y por redecorar el pasado para que podamos mantener nuestras posiciones presentes sin la incomodidad de nuestras propias contradicciones. Por lo demás, buscamos con ello simplificar los mensajes y renunciar al ejercicio de entender una obra, interpretando su contexto, contemplando el conflicto en toda su amplitud. Lo políticamente correcto, en definitiva, supone el triunfo de una visión facilona de la realidad, ya sea en nuestro presente, ya sea en nuestro pasado. Ese es el objetivo: establecer relatos que no nos compliquen la vida, que nos apacigüe ante una historia y un presente que no son fácilmente asumibles.

Puede que la película Gone with the wind (“Lo que el viento se llevó”) sea un alegato nostálgico de los Estados Confederados, de una sociedad esclavista de caballeros sureños que rememore la felicidad sobre campos de algodón y unos esclavos leales a sus amos y felices en su estado, pero sin duda lo escandaloso fue que la actriz Hattie McDaniel, que interpretara a Mammy, tuviera que sentarse aparte en la gala de los Oscar de 1939 por el hecho de ser negra y a pesar de que se le concedió el galardón, el primero que se daba a una persona negra. Lo escandaloso es que pasados ochenta años de todo ello aún tengamos que estar protestando por el racismo y sus crímenes, sin que parezca que se vaya a combatir ninguna de las políticas que los fomenten.

miércoles, 3 de junio de 2020

Vidas que importan


Durante algunos meses entre 1929 y 1930, no llegó al año, Federico García Lorca vivió en Nueva York. La ciudad era ya en aquellos años un gran centro social y cultural, un polo atractivo y también contradictorio, sin duda, de ese mundo en construcción y que, en su caso, dadas las dimensiones y la tecnificación, acentuaba la dicotomía entre naturaleza y civilización, tema este a todas luces muy actual al que no fue ajeno el autor andaluz. Huía García Lorca del ambiente un tanto cerril de España, pero también necesitaba tomar distancias para pensar en sí mismo, en sus circunstancias, y nada mejor para ello que cierto retiro, aunque fuese en un lugar tan dinámico como esa ciudad gigantesca que tanto nos influye en lo cultural. Sea lo que fuere, tal vez por ese mismo dinamismo, le resultó imposible no atender a lo que le envolvía.

Vivió la gran crisis del 29 en su epicentro. Descubrió también la vida de los negros que no pudo menos que sorprenderle, con su vivacidad y su marginación, con sus contradicciones, sus esperanzas y su frustración colectiva. Escribió: «(…) No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos, / a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro, / a tu violencia granate, sordomuda en la penumbra, / a tu gran rey prisionero en un traje de conserje.» Es parte de un poema titulado El Rey de Harlem, de su libro Poeta en Nueva York, cuyo manuscrito entregaría a José Bergamín en 1936, el mismo año del asesinato de Lorca, y tras la guerra española se publicó simultáneamente en México y en Estados Unidos, en 1940.

Han pasado noventa años de su estancia en Nueva York y ochenta de la publicación de su libro. Hoy, como entonces, estamos en plena crisis, ya no sólo sanitaria, también económica, aunque no somos todavía tan conscientes de su envergadura, aun cuando haya voces que apuntan que va a ser casi tan grave como la del veintinueve. No sé tampoco hasta qué punto se repiten los fenómenos históricos, sea en forma de tragedia sea como miserable farsa, que diría Marx, Karl, aunque la frase hubiera sido también digna de Groucho; o, dicho de otro modo, si los ciclos de crisis actuales desembocarán, como desembocó aquella, en fascismo y en un nueva guerra mundial. Esperemos que no, a pesar de los signos que indican que por desgracia estamos ante la farsa miserable. Lo que no cambia es la situación de los negros en Estados Unidos. La muerte una vez más de un ciudadano a manos de la policía por una detención brutal ha desencadenado protestas en todo el país y no pocos enfrentamientos. Puede ser verdad que al día se dan cientos de operaciones policiales que no conllevan la muerte de nadie, pero no es la primera vez que ocurre y tampoco es la primera vez que quien muere es una persona negra.

¿Cuántas muertes se necesitan para que una estadística se convierta en un dato infame, cruento y repugnante?

No creo que haya que responder a la pregunta. Aunque fuera una sola vez, el hecho resultaría por lo menos inaceptable. Pero hay quien se fija sólo en la reacción, no en el hecho; hay quien pone el grito en el cielo por el vandalismo sin querer ver que la violencia la desata lo que es un nuevo asesinato o incluso, antes, una mirada recelosa, un gesto prejuicioso, esa línea muy tenue que coloca a cada uno en un lugar diferente de la escala social.

En 2013 se inició un movimiento que se conoció por su lema: Black lives matter (Las vidas negras sí importan) a raíz de la absolución de quien mató a un adolescente negro por un disparo. A partir de entonces el lema se ha ido repitiendo cada vez que moría alguien afroamericano por actuación policial o se producía alguna detención policial cuestionable, y no han sido pocas tales ocasiones. Estamos acostumbrados a verlo en películas o en series y no nos damos cuenta de que, otra vez, como dijera Oscar Wilde, la realidad supera la ficción.

En Europa tales muertes y las protestas que provocan tienen un enorme eco, abren informativos y ocupan las portadas de los diarios. Se ven como una característica muy propia de los Estados Unidos, esas cosas que pasan allí, es fácil simpatizar con las víctimas del racismo y de los abusos del poder cuando se dan lejos. Quizá domine la idea de que eso no puede pasar ya aquí. Pero surge aquí una nueva extrema derecha que vocifera lemas xenófobos y algunos datos calculan en 20.000 los muertos en el Mediterráneo desde 2014 (https://news.un.org/es/story/2020/03/1470681), nuestros muertos que no aparecen tanto en los informativos o apenas provocan protestas en Europa. Casi nos hemos olvidado con la pandemia que en Grecia miles de personas esperan sus peticiones de asilo mientras muchos países europeos les cerraron sus fronteras o gestionaron el problema a cuentagotas. Como hemos olvidado que en 2010 el Gobierno de Francia, por poner sólo un ejemplo, expulsó a comunidades gitanas, aun cuando algunas de ellas tenían ciudadanía de algún país de la Unión Europea.

Nos hemos insensibilizado a la crítica o a la exposición del problema. Es lo que hay, el mundo es así y como mucho servirá de argumento a futuras películas y series, o ser objeto de atención de algún poeta sensible. Todo volverá a su cauce hasta la próxima vez que ocurra algo así, que no parece que vaya a ser muy tarde.