Ha muerto Luis Roldán,
pero inmersos como estamos en un nuevo ensayo del fin del mundo la noticia
apenas ha tenido alguna repercusión mediática. Incluso puede que ya nadie se
acuerde de Luis Roldán, aun cuando su persona estuvo durante mucho tiempo en las
primeras páginas de los diarios y se convirtió en buena medida en un ícono del
final de una época, la del desencanto, la de la asunción de un estado político
que terminaba con las esperanzas colectivas de construir un país nuevo, más
justo y libre, más imaginativo y original, la normalidad era eso, los negocios
turbios tras las bambalinas de los grandes gestos y gestas, ya del todo
institucionalizados, disuelta la fiesta en la calle y las reivindicaciones
sonoras, a partir de entonces íbamos a ir definitivamente siempre a la contra,
contra las guerras sucesivas, contra los atentados, contra las leyes laborales
más y más restrictivas, contra la globalización precarizadora.
Desde la llegada del PSOE
al gobierno, cuando terminó formalmente la transición y se inició el
desencanto, ocupó varios cargos políticos, entre ellos el de Gobernador del
Gobierno en Navarra, pero fue el de Director General de la Guardia Civil el que
le dio mayor fama. Mala fama, por precisar. Por cierto, en su haber está el que
fuese el primer civil en ocupar tal cargo, con lo que se afianzaba la
desmilitarización del poder político. Pero en todo lo demás su paso por el
puesto supuso abrir la caja de los truenos para un gobierno al que le pesaban
demasiado las diferentes corruptelas, baraterías y hedores varios. Lo que le
siguió no fue desde luego mejor, pero eso no justifica ni embellece lo
anterior.
Ante la apertura de los
procedimientos judiciales por diversos delitos de carácter económico, se dio a
la fuga en 1994, desapareciendo durante algunos meses. Reapareció en 1995,
cuando se le detuvo en el aeropuerto de Bangkok, una detención extraña por poco
clara, rodeada de aspavientos un tanto histriónicos que ya permanecieron
definitivamente en la política española hasta nuestros días, lo histriónico
como característica del teatro político hispano. Forma parte de esas
casualidades cuanto menos curiosas, pero Manuel Vázquez Montalbán, que escribió
una novela a partir del personaje y sus circunstancias, Roldán, ni vivo ni muerto, murió en ese mismo aeropuerto en 2003. No
extraña que le inspirara al escritor barcelonés una novela, tampoco fue el
único en escribir sobre Luis Roldán, los autores Ignacio Miquel Eced y Fernando
Sánchez Dragó se ocuparon de él en sendos textos, Francisco Ibánez lo caracterizó
para un capítulo de Mortadelo y Filemón, el álbum Corrupción a mogollón, y Alberto Rodríguez realizó la película El hombre de las mil caras, en la que
Carlos Santos le encarnó.
Sí, podemos considerarlo
un ícono de aquel momento, un símbolo del desencanto de un país y de toda una
sociedad, en un espectáculo que hubiera podido ser distinto, pero que fue lo
que fue. No he podido evitar pensar en otro ícono de la época, Jon Manteca, el Cojo Manteca, cuyas fotos rompiendo a
muletazos material urbano se volvieron, como se dice ahora, virales. Desde
luego, no se conocieron, estaban en mundos muy diferentes, aunque puede que se
cruzasen alguna vez por Madrid, cada uno en su lugar, sin mezclarse, representando
ambos esa tristeza del final de los tiempos que se va repitiendo con tanta
frecuencia ahora mismo.