miércoles, 26 de diciembre de 2018

Tariq Ali, «Miedo a los espejos» y la historia


Organizamos el tiempo en horas, días, semanas, meses, años o siglos, y no hay duda que en gran medida esa organización del tiempo es una convención que parte de la necesidad de organizar nuestras propias vidas, que son temporales sobre todo porque son finitas. Es Cronos, el tiempo del calendario que nada tiene que ver con otros conceptos temporales diferentes, el tiempo de Aion o el tiempo de Kairós.

El ser consciente del paso del tiempo, no sólo en lo que se refiere a nuestras vidas individuales, aquello que transcurre entre el nacimiento y la muerte, sino como especie, nos conduce a la percepción de la historia, de la Historia de la humanidad, de la Historia de los clanes, de los pueblos, de los países o de los continentes. Durante siglos la Historia era sobre todo una crónica que buscaba muchas veces resaltar al grupo, a un Nosotros que se diferenciaba y a menudo se enfrentaba a otro grupo, el ellos. Era a todas luces una historia parcial, épica, identitaria, que buscaba –busca, en la medida que persiste aún hoy en los discursos nacionalistas– afianzar los lazos entre los individuos, exaltando lo colectivo, sobre todo en una época como la actual, tan individualista y que tiende en ocasiones a reconocer la pluralidad interna de las sociedades, algo que todo nacionalismo rechaza por principio. En este sentido, se uniformiza el pasado para uniformizar también la sociedad y se teje una historia con triunfalismo y exaltación.

Pero el siglo XIX comenzó a variar este concepto de Historia. Se acudió a la objetivación de los datos explicados de un modo concreto, sistemático, basado en datos documentales, aun cuando se mantuvo muchas veces una perspectiva concreta, la del poder, la de los poderosos, la de la casta, el estamento o la clase social que mantuviera en cada momento concreto los aparatos de dominio social. Claro que también surgió un acercamiento a la historia desde diferentes puntos de vista, no siempre el punto de vista de los de arriba, sino el de los de abajo. Se dio sobre todo a lo largo del siglo XX este nuevo acercamiento a la historia, muchas veces con una perspectiva añadida emancipatoria. Ante la objetivación de los datos, lo que se imponía también era la interpretación de la realidad, una interpretación que muchas veces ayudase a entender donde se estaba y lo que cada cual era en esa sucesión del tiempo.

Interpretación que no es invención, hay que tenerlo muy presente, sino una valoración de los hechos. Nada tiene que ver con esa tendencia actual, muy entrado ya a estas alturas el siglo XXI, de establecer relatos a partir de los hechos, porque los hechos los podemos interpretar, pero no establecemos con ellos un relato, lo cual no sería histórico porque a todas luces es un concepto literario. De hacerse así estaríamos hablando de otra cosa, de literatura, no de historia, y menos aún de una historia contemplada con los criterios establecidos en nuestra época.

Claro que, también es cierto, la literatura ha ayudado en muchos momentos a entender mejor ciertas épocas de la historia. Marx manifestó alguna vez que había aprehendido mucho mejor los mecanismos de la sociedad de su tiempo en las novelas de Balzac que en ensayos sesudos que muchas veces reproducían visiones prestablecidas y parciales. Pero con ello no estamos diciendo que la literatura interprete la historia, ni siquiera la literatura realista del siglo XIX, sino que por ese carácter que le brinda el realismo se puede contemplar el mosaico social con una perspectiva diferente y conocer algunas normas sociales. Pero las reglas de todo relato son los de la verosimilitud, no las de la descripción fiel de la realidad.

De este modo, cada época se puede contemplar a partir de dos espejos, uno plano, el de la historia, otro curvo, el de la literatura.

Tariq Ali es, en este sentido, un brillante observador de la realidad del siglo XX y ha escrito sobre el siglo pasado con especial asiduidad. Ha interpretado desde sus posiciones críticas los hechos y las políticas, sobre todo las de finales de siglo. Pero también es un escritor sobresaliente que ha sabido transmitir detalles de la realidad que hubieran pasado desapercibidas si la literatura no las hubiera hecho suyas.

Si las novelas de Balzac nos muestran la sociedad del siglo XIX, la novela Miedo a los espejos de Tariq Ali, escrita en 1998, nos da una perspectiva efectiva del siglo XX. Pero no el siglo XX del calendario, el que comienza el primero de enero de 1901 y termina el 31 de diciembre de 2000, sino el siglo XX real, puesto que, como ocurre con todos los siglos, no hay coincidencia entre las fechas y lo que podemos considerar su esencia secular, aquello que le caracteriza. En gran medida, el siglo XX comienza con la Iª Gran Guerra, que empieza a su vez el 28 de junio de 1914 con el atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando de Austria, pero sobre todo con la Revolución Soviética de 1917, y termina con la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989 y la guerra de los Balcanes, con Sarajevo de nuevo como ciudad por desgracia protagonista. Los primeros catorce años del siglo XX son un apéndice del XIX y el último decenio del mismo es una tierra de nadie hasta que el atentado de las Torres Gemelas nos mete de lleno en el siglo XXI.

Apreciamos en su novela lo que fue la lucha intensa por la transformación social a partir de unos personajes que viven con intensidad la política europea del momento, todo ello a partir de la perspectiva que nos brinda el narrador, Vlady Meyer, un profesor universitario de literatura que será purgado de la Universidad con los nuevos tiempos pese a sus publicaciones y haber sido disidente político de la República Democrática Alemana, que le cuenta a su hijo Karl, una promesa política de la socialdemocracia tras la reunificación, la vida de su familia desde la esperanzadora pero al final frustrante revolución soviética y ese compromiso fervoroso con el socialismo revolucionario, fervor que en él deviene sobre todo en frustración.

Es por tanto un relato –aquí sí, porque se trata de una novela– que comienza hace cien años y nos marca hasta qué punto los tiempos son diferentes, ahora que estamos abocados a un desencanto permanente y lo que domina como actitud es el posibilismo de Karl, que hoy vemos también en grupos que en algún momento se han proclamado novedosos y rupturistas, pero que en realidad nos reconducen a muchos al mismo sentimiento desencantado de Vlady. Puede incluso que el desencanto político sea en realidad el tema de la novela, un desencanto ante el proceso histórico que les obligó a tomar otra vez partido, desencanto por la solución al final aplicada, desencanto ante cómo han evolucionado las cosas. Es ese mismo desencanto que vivieron quienes actuaron con firmeza por un mundo mejor y vieron arrogarse unas experiencias autoritarias muchas de ellas de una tiranía espeluznante, sobre todo si tenemos en cuenta la voluntad de emancipación que había en aquellos hombres y mujeres activos, militantes y afanosos por ver una Europa tan diferente de la que resultó en su momento y de la que al final ha resultado.

Junto al desencanto general, la Europa del siglo XX se nos aparece también como escenario y protagonista, con toda su grandeza y toda su miseria, con unas generaciones que en su momento central lucharon, sí, con esmero y no poca dignidad, aportando muchas veces lo mejor de sí mismos, pero sin que los frutos de tal activismo consiguiera ni por asomo construir un mundo nuevo, más bien al contrario.


jueves, 13 de diciembre de 2018

Vera Brittain, «Testamento de juventud»


El pasado 11 de noviembre se conmemoraba el centenario del armisticio que daba fin a la primera guerra mundial. Fue una confrontación cruel y, aunque sin duda hubo antes otras guerras igual de funestas y sangrientas, lo que cambió esta vez es que nunca hasta entonces un enfrentamiento armado había adquirido una dimensión tan global: la conflagración que se inició en 1914 afectó a todo el planeta. También nunca se vio tan claro la vinculación de la guerra con los intereses económicos de los países enfrentados, quedó a la vista de todos que lo que la motivó fue la necesidad de expandir el comercio de cada país por encima del de los otros países, la necesidad de crear nuevos mercados y expoliar los recursos de otras tierras.

Desde luego no fue desacertado, con independencia de la evolución posterior, que el movimiento obrero en ciernes, organizado a lo largo del siglo XIX y que con el cambio de siglo se convirtió en un protagonista esencial en Europa y Estados Unidos, llamara a sus secciones a no participar en una guerra que era el reflejo de los intereses de las burguesías nacionales y a intensificar la lucha de clases interna en cada Estado e Imperio con la que romper esa lógica y conseguir la transformación social. Proclamaron para ello el internacionalismo como herramienta de solidaridad de los explotados, que no debían caer en la trampa del patriotismo, el nacionalismo y el chovinismo, que era a lo que apelaron las clases dominantes para convencer a sus pueblos de que se mataran unos a otros. Sin embargo, no fue posible romper con esa lógica nacional que anteponía la idea de la patria a los propios intereses de clase. Millones de trabajadores murieron en una sangría en nombre de la patria y en beneficio de sus respectivas élites.

Pero los efectos tremendos y atroces de la guerra no pudieron dejar indiferente a quienes fueron testigos de las mismas. Hay que tener además en cuenta que, aun sin llegar a los niveles de la segunda guerra mundial, la guerra afectó a la población civil en mayor medida que en guerras anteriores. Pero a su vez el empleo de nuevas tecnologías –por ejemplo, la aviación– o nuevas armas –el gas mostaza entre otros gases mortíferos– produjeron a miles de soldados unas heridas terribles mucho mayores y más horrendas que la de la última guerra conocida en Europa, la que enfrentó a Francia y Prusia, y que llevó a Émile Zola a escribir un cuento sobre unos soldados de ambos lados que se negaron a combatir tras una noche en la que todos ellos vieron en un mismo sueño una campa ensangrentada, ensangrentada con la sangre de sus cuerpos. El pacifismo, que hasta la primera guerra mundial fue algo propio de pequeñas corrientes religiosas –menonitas o sociedades de amigos– o de algunas tendencias anarquistas –los partidos y organizaciones revolucionarias estaban contra aquella guerra por su carácter de clase, pero no desechaban el uso de la violencia para afianzar la revolución–, aumentó considerablemente por la vía de la vivencia y la experiencia.

Vera Brittain fue una de las figuras que, por esta vía de la propia vivencia directa y una profunda reflexión, levantó al terminar la guerra la bandera del pacifismo. De familia adinerada, ella y su hermano Edward se relacionaban con jóvenes ricos y cultos que estudiaron en institutos de élite y soñaban con formarse en la Universidad de Oxford y dedicarse, muchos de ellos, a la literatura. El inicio de la guerra, en 1914, se cruzó en su camino y la lealtad a la patria y un sentido del deber que anteponía su pertenencia a la nación a una reflexión sobre lo que eso significaba hizo el resto. Su hermano, sus amigos, entre ellos el enamorado de Vera Brittain, Roland Leighton, se alistaron en el ejército, con el beneplácito e incluso el aliento de la valiente muchacha, que había superado las trabas de la sociedad británica post-victoriana y se había presentado al examen de ingreso en una escuela universitaria adscrita a Oxford.

Ella misma se incorpora al cuerpo de enfermeras británicas en la Europa Continental y ve el sufrimiento que causa la guerra en los soldados caídos. Asiste incluso a los soldados alemanes heridos y le impresiona la muerte de uno de ellos al que intenta ayudar moralmente. Es una muerte que se produce después de la de Roland, pero anterior a las de sus amigos y su hermano. Vera Brittain no celebra el armisticio con la alegría patriótica de sus conciudadanos, sino que supone para ella el inicio de una reflexión que le llevará a tomar una actitud en los debates sobre lo que hay que hacer con Alemania: no admite el ánimo de venganza que defiende parte de la población británica. Retoma sus estudios, los culmina, pero esta vez su afán por ser escritora le lleva a tomar la pluma en defensa de sus ideas pacifistas. En 1933 publica Testamento de Juventud, que tendrá continuidad en Testamento de amistad (1940) y Testamento de experiencia (1953), trilogía que será una autobiografía y una reflexión sobre lo que es la guerra. No es muy entendida en un momento en que la guerra de España, la de Eritrea y, por último, la segunda guerra mundial exalta sobre todo el mismo ánimo patriótico que existiera unos años atrás.

En 2015 James Kent realizó una película basada en el primero de los libros de la trilogía de Vera Britrain y a la que puso el mismo título, Testamento de Juventud, con la actriz sueca Alicia Vikander en el papel de la autora. No sólo recoge a la perfección el libro autobiográfico de la escritora inglesa, sino que además es de una enorme belleza visual en su primera parte, y de una profundidad tremenda a medida que nos sumergimos en la guerra y asistimos al horror del enfrentamiento. Por último, vemos la evolución interna de la protagonista que le lleva a su compromiso. De este modo, la película, al igual que el libro de Vera Brittain, es un alegato contra la guerra y contra la política entendida como punto de partida para la venganza y el enfrentamiento entre poblaciones, que son siempre las que más pierden en las guerras.

Es también una película ligada a otras cintas que critican abiertamente la guerra y muestran bien a las claras lo absurdo de las políticas basadas en el enfrentamiento entre naciones y pueblos. En 2005 Christian Carlon lleva a la pantalla un hecho acaecido también durante la primera guerra mundial, Feliz Navidad, que narra la decisión de unos soldados británicos, franceses y alemanes de detener por unas horas el enfrentamiento, salir de sus trincheras y pasar juntos la noche de Navidad, algo que escandalizó a los correspondientes estados mayores y mereció el castigo a los oficiales al mando. Y, cómo no, hay que referirse a Senderos de Gloria (1957) en la que Stanley Kubrick nos muestra cómo el fervor patriótico pasa por encima de la vida de unos jóvenes soldados a los que los altos mandos no dudaron en poner en peligro pero a los que el coronel Dax intenta salvar mediante la retirada de sus posiciones cuando ve claro que no tiene sentido mantenerlos allí, por lo que será juzgado. Como en las otras dos películas, destaca el choque entre los ideales patrióticos y la vida de una población que poco o nada tiene que ver con los intereses de quienes tienen el poder. Clama al cielo que en estos cien años desde el armisticio de 1918 no hayamos salido de la lógica chauvinista de las patrias y la guerra como medio de hacer política.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Música y visiones de la realidad


Mikel Laboa fue en efecto un punto de inflexión, un cantante que innovó y experimentó, que introdujo nuevos elementos a la música vasca, hasta ese momento muy melódica y popular, muy enlazada a una tradición agrícola y marinera, a una tradición de caseríos y de puertos pesqueros, de arrantzales y de baserritaras como reflejo de la simplicidad de la vida popular vasca de la que se pretendía descender directamente, con una mitología propia mantenida pese a todo, pero sobre todo pese a una sociedad que en realidad hacía tiempo que había dejado de ser de un modo central agrícola o marinera para convertirse en urbana e industrial. Tampoco era el vasco, si alguna vez lo había sido en realidad, un pueblo aislado del mundo. Sin duda es una idea falsa, un tópico, la del aislamiento de los vascos, al fin y al cabo los valles de Vasconia nunca dejaron de ser un espacio surcado por numerosos caminos, un lugar de paso y por tanto de intercambios de todo tipo.

Ni Mikel Laboa ni ninguno de los cantantes del grupo Ez dok amairu fueron por otro lado ajenos a lo que pasaba fuera, a la música latinoamericana o a la más cercana música francesa, ni mucho menos a los cantautores españoles, que en aquel momento, a partir de los sesenta y setenta, se hicieron muy presentes en España, o del Fado portugués, por seguir en la península y en la cercanía del País Vasco.

Pero además,  en los años setenta, surge el llamado rock radical vasco, con un entramado de bandas de estilo bronco y metálico, con letras incendiarias y que se referían al mundo de las industrias y de la crisis de los setenta, crisis mundial pero que en el País Vasco, además, tuvo connotaciones políticas muy importantes, con movilizaciones enormes y unos proyectos revolucionarios, o por lo menos rupturistas, bajo los cuales existió un magma de fatalidad que fue ocupando muchos espacios juveniles, tan afectados por la droga, el pesimismo y la falta de perspectivas personales.

Entre la música tradicional, aunque renovada y con ganas de experimentación, y el rock radical, apareció Itoiz, una banda mítica de rock que surgió en 1976 y que se adentró en los ochenta, que fue sin duda una primera expresión de algo nuevo, sin duda una exigencia de algo nuevo que se estaba necesitando, y que, dicen, sacó a la luz la que se considera la mejor canción de amor de la historia musical vasca, Lau teilatu. Itoiz tuvo un sonido también muy urbano.

No hay que olvidar, aun cuando haya pasado a un segundo plano en las interpretaciones de la historia reciente del país, que hubo un peso industrial enorme y existió una cultura obrera de que la que el rock radical fue un evidente retoño no siempre deseado. Es la Vizcaya reflejada por Daniel Calpasoro en Salto al vacío y de la cual, parece ser, todos reniegan porque parece que los gestores de lo público muchas veces están tentados por volver a la imagen idílica que nos ata a lo tradicional o a lo sumo o a una necesidad de épica que lo reduce todo a la cuestión nacional, no siempre contada además en toda su amplitud, en estos tiempos en que todo se redecora una y otra vez.

Hoy Mikel Laboa y los cantantes del grupo Ez dok Amairu siguen felizmente presentes en la cultura del país. Sale su música en recopilaciones y nuevos formatos, e incluso algunos de los cantantes siguen actuando e influyen sin duda en algunos de los cantantes y grupos actuales. Mientras, da la sensación de que el rock radical vasco ha pasado también a un segundo plano, como la historia obrera de Bilbao y de muchas localidades de Euskal Herria. Supongo que forma parte de un cambio social enorme, nadie en la década de los ochenta imaginaría que el país, treinta años después, sería tan diferente, tan tranquilo y apacible, con sus claroscuros, como todas las sociedades europeas, pero nada que ver con aquellos años cuanto menos virulentos.

Y sí, en efecto, salen nuevos cantantes y nuevos grupos, que se van haciendo su sitio desde los noventa, pero sobre todo con el cambio de siglo. Cantan en castellano y también en euskera, este idioma pasa a ser también un idioma usado y extendido cada vez más en la cultura de los territorios, con influencia de la música tradicional, sin duda, pero no siempre de ella, porque la influencia de otras músicas se hace cada vez mayor y aparecen nuevas melodías y nuevos tonos, también se renuevan los temas que se cantan, que están más ligados a lo cotidiano.

Uno de los grupos que surge con el cambio de siglo es Kerobia. Se trata de una banda navarra que se disuelve en 2014 y que en su camino dejan 6 álbumes, numerosos conciertos y, lo que es también muy interesante, una estrecha colaboración con otros ámbitos culturales, como ilustradores, videógrafos o artistas plásticos, en los que intervienen nuevos formatos tecnológicos, algo muy propio de estos tiempos.

Xabi Bandini, el cantante de Kerobia, marcha a Madrid y se dedica a otros menesteres en ese intenso enjambre cultural de Lavapiés, tan minimalista pero también tan interesante y atractivo, y sobre todo tan variado. No parece que estuviese en su cabeza la idea de seguir su carrera musical, pero uno se imagina que es difícil desprenderse de cualquier modo de expresión artística. En un mundo tan falto de certezas, donde nada es seguro y todo se fusiona, lo cual tampoco es negativo, al final hay que recurrir a la expresión que uno conoce, es inevitable porque es una forma, también, de entender el mundo y entenderse a uno mismo y de seguir vivo.

Graba en su propia casa y salen unas canciones que acaban agrupadas en un disco recién salido, nada menos que a principios de octubre, bajo el nombre de begibakar, que literalmente significa un solo ojo, el modo vasco de denominar al Cíclope, lo que da una idea también de la necesidad de acudir al mito, si es que alguna vez hemos salido del lenguaje mitológico, y por ende poético, para hablar del mundo. Sale de este modo un disco melódico, intimista, con sones que recuerda aquella música a la que se puso la etiqueta –odiosas etiquetas– de indie, tan en boga durante el salto de siglo.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Mikel Laboa y las contraesencias esenciales


Dan no poca pena estos tiempos que confunden ocio y cultura, que restringen lo cultural a una parte del esparcimiento, de la diversión y de la holganza, cuando no lo convierten en negocio, directamente, un mero atractivo para turistas o para el fin de semana, una forma de pasar el tiempo, sin que nada tenga que decirnos, un mero barniz, a lo sumo útil para poder hablar de algo cuando no se tiene nada que decir. Malos tiempos para la lírica, sin duda, y para cualquier cosa que invite a la reflexión. O, peor aún, a la crítica. Claro que tampoco debería ser algo sesudo, y mucho menos elitista. La cultura no es sólo, no debería serlo, para los que tienen dinero y tiempo, para los burgueses de hogaño o los nobles de antaño. Hay también quien sostiene que la cultura es algo así como el alma de un pueblo, algo tremendo si se piensa bien por lo trascedente que resulta, en un momento además en que crecen los discursos identitarios, siempre excluyentes y favorecedores de muros que separan en vez de juntar, unir y mezclar. 

Mikel Laboa, que murió hace justo diez años, se burlaría de estas cuestiones previas sobre la cultura, él que se tomaba sin duda muy en serio la canción, la poesía, lo reflexivo; él que recogió tantos cantos populares de Vasconia y los recuperó incluso para la cultura urbana de unas provincias que ya no eran esa arcadia campestre de txapela, txistu y kaiku, aun cuando la encontremos todavía entre los verdes montes de Zuberoa, en los valles de Navarra o en Carranza, pero también supo innovar y experimentar con el lenguaje, tanto musical como poético, incluso jugar con onomatopeyas y divertirse con la música. También hay lugar para la diversión.

Justo es eso la cultura, un ámbito en que se entrelazan tradición e innovación, se experimenta con las palabras y la armonía, se vuelve atrás para recuperar formas antiguas o se inventan nuevas fórmulas urbanas o puede que gamberras. Mikel Laboa supo caminar por entre sendas muy variadas, algo que a veces no sentó bien a los guardianes de las esencias, que los hubo y los habrá, por desgracia. También acudió a otro factor imprescindible en cualquier cultura que se precie: a lo exterior, a las influencias externas tan necesarias siempre. Toda cultura que se encierre en sí misma muere sin remedio. Cualquier persona que escriba,  que cante o que pinte y que no lea, escuche o contemple lo que se haga en otros sitios está condenada a repetirse una y otra vez, y a apagarse como artista. Mikel Laboa era un admirador de Atahualpa Yupanqui, de Violeta Parra o de Georges Brassens, entre otros. Le gustaba el jazz y no dudó en incorporar al pianista Iñaki Salvador como colaborador en sus conciertos, hasta el final. Le gustaba el flamenco, de ahí que el grupo Sonakay adaptara el Txoria txori y gracias a ellos muchos cantantes gitanos del país comenzaran a incorporar el vasco a sus repertorios musicales. Probó con el fado, con todo tipo de sones que se escucha también por estos lares sin que tengan que hundir sus raíces en lo más profundo y telúrico del suelo vasco.

Sin duda eso sacó a la música vasca de cierto costumbrismo egocéntrico. Hoy se ha ampliado bastante el panorama musical de Euskal Herria. Ya nadie se extraña por escuchar a grupos de pop o de rock en vasco, igual que ocurre con el flamenco local, que ya no sólo es el de Sonakay mencionado atrás, sino que empieza a ser más amplio. Incluso cantantes que emplean este idioma empiezan a participar en esos concursos tediosos de la televisión. Puede que esta necesidad de apertura fuera uno de los ejes en el grupo Ez Dok Amairu, que unió a un grupo de jóvenes cantantes vascos que acabaron innovando el panorama musical y cultural, entre ellos el propio Mikel Laboa, Benito Lertxundi, Xabier Lete o Joxean Artze. Algo parecido estaba pasando en el panorama literario. Gabriel Aresti abrió la espita para una nueva explosión en la poesía, y por ende también en la narrativa en vasco, le siguieron autores que se reunieron en torno a la revista Panpana Ustela y a la banda Pott, entre ellos Bernardo Atxaga, tal vez el autor en vasco ahora mismo más conocido.

Tal arrebato que tuvo mucho de impulsivo se produjo sobre todo en los años setenta, en un contexto poco propicio para el idioma vasco, hasta entonces reducido casi al caserío y con presencia escasa en las ciudades. Era algo que ocurría en las provincias del sur, las de España, que padecieron los efectos de la centralización desde inicios del siglo XX, pero sobre todo la etapa de la dictadura que no fue benévola con las diferencias respecto al modelo imperante de país, pero también en las provincias del norte, las de Francia, donde el idioma quedó relegado al campo y sobre todo a la provincia de Soule (o Zuberoa, en vasco, o Xiberoa, en el dialecto local, el suletino).

Hoy las cosas han cambiado a mejor, el vasco se emplea en muchos ámbitos, incluso el universitario. No diré que se ha normalizado porque el verbo normalizar tiene un tufillo uniformizador que no me resulta muy grato. Más cuando el vasco es muy plural y rico en variantes, y además no sólo el francés o el castellano son también idiomas del país, sino que han llegado otras lenguas a suelo vasco, circunscritas a colectivos más reducidos. No hay que olvidar que Touré, ese detective de ficción de las novelas de Jon Arretxe que recorre las calles de Bilbao como uno más, piensa y razona en wolof, idioma con el que intenta contemplar y entender, casi con una mirada de antropólogo de andar por casa, las costumbres del lugar. 

lunes, 26 de noviembre de 2018

Vivir y morir por encima de las posibilidades


Cuando Isaki Lacuesta estrenó su película Murieron por encima de sus posibilidades, en 2014, España llevaba seis años de una crisis que produjo unas repercusiones tremendas en términos humanos. No sólo hubo una angustia tremenda por el aumento voraz del desempleo, entre los más altos de Europa, sino que incluso entre quienes conservaron su puesto de trabajo se dio un empeoramiento notable en sus condiciones laborales. Mucha gente vio cómo sus salarios descendían y quienes por aquella fecha se incorporaron al mercado laboral –el empleo se había convertido también en una mercancía al regularizarse, años atrás, las empresas de trabajo temporal– lo hacían con una precariedad que traspasó el ámbito del trabajo y se instaló en la vida cotidiana. Muchos ciudadanos de distinta condición y nivel económico perdieron sus viviendas al no poder asumir sus hipotecas, unas hipotecas obtenidas antes de 2008, cuando España era una fiesta, parecía que el dinero corría a mansalva y se escuchaba aún el eco de las palabras de un ministro que unos pocos lustros antes declaró que «España es el país del mundo donde más rápido se puede hacer uno rico».

De pronto, tal aseveración se transformó en su contraria: España se volvió el país del mundo donde más rápido acababa uno siendo pobre. Esa clase media tan aparatosa y aparente que surgió con la bonanza económica y especulativa, que compraba pisos y casas con los precios liberalizados desde varios lustros atrás, gracias a otro ministro contemporáneo al de la mencionada declaración, se arruinaba tal como se había enriquecido, a manos llenas. Por cierto, esa Constitución tan defendida hoy, 40 años después de su aprobación –incluso se ha generado un nuevo concepto de patriotismo, el patriotismo constitucional–, habla del derecho a la vivienda digna y de los mecanismos a emplear para defenderla, algo de lo que nadie se acordó en su momento, en plena fiesta, ni se acuerda hoy, cuando los alquileres en muchas ciudades superan incluso el salario mínimo interprofesional que se pretende alcanzar con el proyecto de Presupuestos Generales del Estado. Eso sí, en septiembre de 2011 se reformaba la constitución para garantizar, dijeron, la estabilidad presupuestaria y que el Estado no se endeudara, porque «no se puede gastar lo que no se tiene», según declaró el Presidente de Gobierno del momento, algo que no sólo se contrapone al keynesianismo aplicado en Europa desde los años 30 y que fue la base del Estado del bienestar, sino que se contradice con la práctica anterior de endeudamiento de familias y empresas para adquirir vivienda, bienes de lujos y proyectos, cuando se asumía como normal que se gastara lo que no se tenía.

Tres años antes del estreno de Murieron por encima de sus posibilidades un movimiento amplio de protesta se extendió a lo largo y ancho del territorio español. Conocido como 15M, por la fecha en que se inició la ocupación de las plazas, venía precedido por movilizaciones amplísimas de protesta contra los recortes sociales que afectaban a la sanidad, a la enseñanza, a la política de protección social, a la cultura, a los salarios de funcionarios, a los trabajadores en general, recortes realizados por el Gobierno central y también por los autonómicos, siendo el de la Generalitat de Catalunya, presidido por Artur Mas, quien con más crudeza llevó a cabo tal política. La película de Isaki Lacuesta se inició como proyecto a la sombra de tales protestas y se fue gestando poco a poco, a veces cambiando el propio guion porque la realidad superaba con creces la ficción.

También el año de estreno de Murieron por encima de sus posibilidades se comenzaba a articular una nueva izquierda influida por los lemas de las plazas: No nos representan, Lo queremos todo, Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo, Nuestros sueños no caben en vuestras urnas, entre otros muchos. Se pretendía una nueva política y en 2014 ya se habían consolidado varios proyectos, algunos provenientes de articulaciones previas de carácter local, otros nacían de cero o se coordinaban con la izquierda clásica. Parecía que por fin se superaba la queja amarga del personaje que encarna José Sacristán –«Nos quejamos, nos quejamos, nos quejamos, y luego nos tomamos otra ronda»– y se pasaba a la acción real. Esa nueva política entraba en las instituciones, también una alternativa que se proclamaba liberal y democrática, todas ellas con muchas pretensiones y no sin cierta preocupación de quienes hasta ese momento habían gestionado el cotarro.

Cuatro años después del estreno de Murieron por encima de sus posibilidades no cabe menos que compartir el tono sardónico de la película, esa mirada tal vez desesperanzada ante unos personajes que vuelven al punto de partida, a la prisión psiquiátrica de la que salieron los cinco protagonistas para cambiar el país o, cuanto menos, devolverlo a una época más liberal y equitativa, y aun cuando se les reciba con aplausos, da la sensación de que todo ha sido en vano, que su esfuerzo, al igual que el de sus imitadores, ha servido de muy poco, como mínimo para ser algo consciente de la estafa globalizada. En apenas siete años la nueva política se ha diluido como un azucarillo en el café, aunque dudo mucho de que llegue a endulzarlo en absoluto. Apenas repunta la economía, aunque es más un espejismo, y se vuelven a los viejos defectos. En España se ha vuelta a la ronda tras la queja y el lamento, mientras algunos miran con envidia a Francia, donde crecen las protestas por la subida de los carburantes, mientras que aquí se observa el alza de los precios de la luz o de los alquileres como margaritas que crecen en la primavera o, a lo sumo, nos enzarzamos en batallas patrióticas, algunas lideradas por los recortadores de antaño.

 Los cinco protagonistas de Murieron por encima de sus posibilidades se asumen y se reconocen como locos, pero sin duda, como nos recuerda el dicho, la locura anida fuera de los manicomios, en la normativa normalizadora de la realidad política. Lo loco es sin duda aceptar el (des)orden del mundo tal como viene, aun cuando nada indique que se vaya a modificar a mejor.


lunes, 19 de noviembre de 2018

La familia y las Furias


Puede que no haya ninguna familia normal. Claro que antes tendríamos que aclarar qué entendemos por normal, más cuando estamos en una sociedad que en apariencia da hoy mayor permisibilidad a los hábitos y costumbres individuales, tal vez porque en nuestras sociedades complejas ha aumentado tanto el aparato legal y se han reforzado también tanto los mecanismos disciplinarios que ya no es necesario que las conductas se regulen por otras vías de organización social, en gran medida paralelas o autónomas al aparato político del poder, como el patriarcado, tan cuestionado hogaño, o la fuerza de las costumbres sociales o locales.

No obstante, no es fácil cambiar viejos esquemas, formas de actuar, valores hegemónicos que han estado presentes a lo largo de los siglos. También es cierto que, aun cuando tengamos la sensación de que somos más libres en lo individual y hemos superado visiones prejuiciosas o anatemas respecto a formas de vida diferentes, ese concepto antes señalado, el de normal, sigue conservando un peso enorme y ejerce una presión sobre los individuos que mantiene en cintura muchos comportamientos. En este sentido, Gramsci afirmaba que era más sencillo destruir Estados que crear valores nuevos, sobre todo valores sobre los que sustentar nuevos modelos de organización política y social. El siglo XX ha dado muchos ejemplos de ello. Y eso se aplica a la organización política, pero también a la familia, que por lo que dicen también está cambiando a medida que cambian las sociedades o se vuelven éstas más complejas.

Pero la batalla entre lo viejo y lo nuevo resulta a menudo abrupta, toma una apariencia virulenta en ocasiones, sobre todo por la naturaleza de quienes intervienen en los debates. No hay más que ver lo difícil que está resultando en muchas partes del mundo introducir ciertos cambios en el concepto familia, por ejemplo el divorcio –en España se volvió a introducir en el ordenamiento jurídico tras la aprobación de la constitución del 78, pero no fue hasta casi el cambio de siglo que se aplicó un sistema de divorcio más sencillo, fuera de los plazos de separación aplicados hasta entonces y que no parecían reconocer que los interesados fueran mayorcitos para saber lo que querían – o, más complicado aún, el matrimonio homosexual, tan presente hace unas pocas semanas en las elecciones de Brasil. En estas batallas sobre la familia muchas Iglesias cristianas se proclamaron defensoras de la familia tradicional, a veces de un modo cuando menos ordenancista y a menudo riguroso e intransigente, aunque es chocante: esa familia tradicional defendida con una firmeza cuasi teologal tenía más que ver con un modelo decimonónico de la familia que con el modelo que se pudiera derivar de algunos textos testamentales, más del antiguo que del nuevo, y de los tiempos bíblicos, mucho más patriarcales.

Por tanto, puede que hoy no haya ninguna familia normal, cualquier cosa que sea esto de familia normal. Sin embargo, aun cuando los modelos se vayan modificando o se incorporen nuevas maneras de fundar y establecer familias, incluso aunque se destruya el concepto imperante de familia y se tienda a organizar los lazos de sangre de otra forma, tal vez sustituyéndose por lazos de afinidad emocional, modelos más hipotéticos que reales a fecha de hoy, siempre se mantienen formas añejas, silencios en el seno del grupo, rencillas, prejuicios, sentimientos heridos que convierten las relaciones familiares en dramas, incluso también en tragedias.  

En el fondo es como si aún las Furias mantuvieran todavía hoy sus funciones de castigo de todos aquellos comportamientos que afectasen las relaciones familiares, comportamientos delictivos incluso a ojos de esos dioses ctónicos, protectores del ultramundo y anteriores a los dioses olímpicos, más comprensibles estos ante las debilidades propias y a veces ajenas. Y eso que las Furias nacieron de un acto de violencia paternofilial muy cruento y que Tisífone, sin duda, fingiría siempre ignorar.

De este modo, muy acertado estuvo Miguel del Arco cuando partió de estas figuras, las Furias, para enmarcar su relato cinematográfico y narrar los vínculos, las relaciones, los tejemanejes, los dramas, los silencios o incluso los hechos no descritos, pero tan presentes, en una familia concreta, la Ponte Alegre. Claro que la familia a la que nos enfrentamos en Las Furias (2016) no es una familia normal o formal, o por lo menos una familia tipo. Puede que a buenas y primeras uno se identifique poco o nada en absoluto con los personajes o con el conjunto. Marga (Mercedes Sampietro), psicóloga, vive separada de Leo (José Sacristán), antiguo autor de obras clásicas que padece un alzheimer agudo, ha olvidado todo, salvo los diálogos de muchas obras interpretadas durante su carrera profesional. Marga quiere dar un giro a su vida, pero sobre todo pretende sincerarse con sus tres hijos: Casandra (Carmen Machín), Héctor (Gonzalo de Castro) y Aquiles (Alberto San Juan). Sin embargo, hay demasiados silencios, muchas situaciones nunca aclaradas ni curadas, entre los dos cónyuges separados pero también en sus relaciones con los hijos y en las vidas de los hijos con sus respectivas parejas, los dos primeros, también hay una nieta (Macarena Sanz) afectada por una enfermedad mental que le provoca no pocas alucinaciones, todo lo cual llevará a que la convivencia durante el fin de semana en la casa de la costa cantábrica se vuelva una tragedia no exenta de rasgos dignos del teatro griego.  

Y es aquí, en la descripción y desarrollo de los acontecimientos, cuando resulta inevitable interesarse por lo que les ocurre y, en gran medida, identificarse con muchas de las cosas a las que asistimos o entendemos entre líneas. Porque al final todas las familias se parecen, todas guardan parecidas heridas, todas procuran actuar, salir adelante, afrontar la realidad que muchas veces sería mejor olvidar o pasar de puntillas. No hay varita mágica con la que salir del paso. Tampoco sabemos si la familia Ponte Alegre va a salir indemne del fin del semana. De momento, se hallan sobre ese banco de arena del tiempo, dando esos pequeños pasos que les lleve hasta la última sílaba del tiempo prescrito.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Las sombras de Ofelia


Hay un choque tremendo entre la percepción de la realidad y el reconocimiento de las emociones propias que tal percepción desencadena, ocurre en nuestra cotidianidad como ocurre también en la literatura, espejo en cierto modo de la vida. De este modo, en todos los personajes de la obra Hamlet hay una falla enorme entre realidad y emoción, lo que les conduce a la tragedia, a la locura, a la culpa, a un dolor profundo y desesperado, a alejarse más y más de lo real, cualquier cosa que sea esto de lo real. Porque ya ni siquiera podemos fiarnos de las percepciones, como demostró Galileo Galilei, sin que el científico lo pretendiese sin duda, pero confrontándonos de modo irreversible a que la verdad tenga múltiples rostros al contemplarla, los cuales nos enfrentan a su vez no sólo a la verdad exterior, sino a la verdad interior, no siempre grata. La verdad interior, por ejemplo, en el Rey Claudio, a quien Hamlet detesta y contra el que recae su ansia de venganza  por haber matado a su padre, el Rey, y hermano del propio Claudio, por haberse casado también con la Reina Gertrude, la madre de Hamlet, en un acto a los ojos del hijo por completo ignominioso, es una verdad repleta de culpa y remordimientos, lo que modifica a su vez nuestra propia visión del personaje. Sus sentimientos de culpa y sus remordimientos lo humanizan en gran medida, pero no ante el príncipe Hamlet, que decide retrasar su venganza para que las consecuencias resulten más graves al destinatario de la misma.

Pero es Ofelia a quien ese choque entre percepción de la realidad y organización de sus emociones produce una mayor falla, hasta el punto de conducirla a la muerte por la vía de la duda profunda, cada vez más imposible de dirimir, de la desesperación que obscurece su mirada sobre las cosas y por último de la locura. Ofelia no puede asumir lo que le ocurre, ese intento de seducción de Hamlet, esa sumisión a las normas sociales, su adaptación a una sociedad estamental –hoy sería una sociedad de clases, aun cuando las fronteras nos parezcan ahora más laxas–, su pertenencia a un clan patriarcal, su imposibilidad de entender o interpretar la realidad. Todo ello le enfrenta a lo que siente, pero también a lo que debería sentir por su posición en todo el entramado social. La sociedad con su normativismo y su aparato disciplinario penetra por todos los poros incluso en los sentimientos y emociones de los individuos, es más, resulta que en este ámbito es donde la batalla del poder se vuelve más intensa y vehemente.

Shakespeare indica algo que nos parece actual, pero que ocurrió sin duda siempre, que las emociones y sentimientos son un campo de batalla, como lo es el lenguaje que los expresa. Se trata ya no sólo de ocupar territorios por las armas, sino además de legitimar el dominio de la tierra y, sobre todo, de la población, y justificar así también los mecanismos del poder. Y nada más eficaz para tal dominio que invadir mediante la emoción y el sentimiento la opinión y la actuación de las personas. Pero no sólo empleando el sentimiento primario del miedo, muy eficaz siempre, miedo a la sangre, a la represión, a la muerte, sino más allá, miedo a sí mismo, a ser diferente, a disentir, a dudar en definitiva de la propia percepción de la realidad, a sentir además una culpa que no permite la más mínima actuación propia, porque el individuo, al final, se vuelve un ser atormentado, incapaz de la más mínima decisión por sí mismo.

Les ocurre a todos los personajes de la tragedia de Hamlet, pero es a Ofelia a quién más afecta todo este estado de cosas y para quien la disensión realidad-sentimiento resulta más costosa y sufriente, tanto que es ella misma quien llevará a cabo ese gesto absoluto de la propia destrucción. No necesita que el propio Hamlet levante contra ella su espada, tampoco será necesario que lo haga Laertes, su hermano, que también acudirá a la venganza para resarcirse tanto de la muerte de su propio padre a manos de Hamlet, errado en su acto homicida, como el encargado de lavar el honor de su hermana muerta. Todos toman la vía de la venganza, todos deciden la muerte del otro como forma de resolver el caos que produce la realidad en su interior, salvo Ofelia, quien revierte en su interior herido todo su frustración y ese magma de emoción incomprensible.

La mirada sobre lo real es clave para comprender esa dicotomía realidad-sentimiento. Porque estamos hablando, al final, de una interpretación sobre lo que nos rodea. Sentimos al final como forma de comprensión de lo que nos envuelve, hay también una dicotomía razón-emoción. De este modo, no es que existan realidades diferentes, sino que lo que varía son las interpretaciones. De las interpretaciones brotan al fin los sentimientos y las emociones. Por tanto, de lo que se trata es de manipular las interpretaciones para crear sentimientos y emociones. De esto sabe mucho el poder, no hay duda. Es más, ante un mundo que carece ya de alternativas posibles conformar sentimientos y emociones se ha vuelto la tarea fundamental del poder, conformar sentimientos y emociones para crear una épica que nos dé sentido a la vida comunitaria, aunque luego se reconozca sin vergüenza alguna que ciertos empeños épicos no tenían en realidad base alguna. Está pasando con verdadero descaro en muchas sociedades.

De aquí nace, sin duda, esa horrible expresión empleada hoy por políticos, y me temo que por sociólogos y otros estudiosos de lo real, de establecer relatos a partir de la realidad, como si lo real fuera materia para la ficción, que lo es, pero sólo para la literatura, no para el análisis de la realidad. Ante ciertos acontecimientos históricos o políticos no cabe establecer relatos, sino interpretar los mismos. Puede que no quieran afirmar que lo que llevan a cabo son interpretaciones porque hay una asociación de ideas con el concepto de manipulación, que pretenden rehuir. Pero con el establecimiento de los relatos van más allá de la mera manipulación, porque en la manipulación aún está presente la realidad, en cambio en el relato no lo está tanto, la ficción al fin y al cabo parte sobre todo de la verosimilitud, que nada tiene que ver con lo real.

Si Ofelia hubiera establecido un relato a partir de su situación, tal vez se hubiera salvado y no hubiese adoptado ese gesto absoluto final. Si hubiera establecido un relato, tendría sus propias reglas para la vida, aunque nada tuviesen que ver con lo real, por tanto con el sufrimiento que le generó todo ese cúmulo de emociones, sumisiones e incapacidades de asumir e incidir en lo real. Pero intentó interpretar y afrontar una realidad que la consumió en la más dura de las desesperaciones. La más pura realidad.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Manuel Vázquez Montalbán: a vuelta de los olvidos


Sé que es feo citarse a uno mismo, pero esta misma semana escuchaba una entrevista de Carles Mesa a Gemma Nierga en Radio Nacional y una anécdota que mencionó la periodista me recordó un texto de este mismo blog de hace tiempo, de marzo de 2016, en el que escribía sobre la condición de autor olvidado de Manuel Vázquez Montalbán.

En la entrevista comentaba Gemma Nierga que participó en una sesión de postgrado en la facultad de Comunicación y Periodismo de una universidad privada de Barcelona y grande fue su sorpresa tras citar a Vázquez Montalbán –recuérdese: estudiantes de periodismo en Barcelona– cuando uno de los presentes preguntó quién era Vázquez Montalbán. Atribuyó tal ignorancia y torpeza, por no hablar de laguna cultural cuasi oceánica, al estudiante, sin duda mal formado, y entonces acudió al resto de los estudiantes para que pudieran aclararle su duda ignominiosa. Silencio absoluto en la sala. Nadie parecía saber nada de este autor que murió hace quince años, en octubre de 2003, y que no sólo fue un escritor encomiable, sino que durante lustros, además, en lo que se refiere al periodismo, estuvo muy presente como fino articulista en muchos medios de comunicación. Vamos, que no sabían ni de lo suyo.  

En marzo de 2016 escribía en el blog sobre mi recomendación a un conocido brasileño, de visita en Barcelona, de adquirir aprovechando su estancia y sobre todo leer la novela El pianista, una novela que, además de interesantísima desde el punto de vista literario, se refería a un militante del POUM, organización por la que mi conocido tenía un enorme interés histórico y político, pero lo que motivó mi reflexión, en aquel momento, fue que no encontró en ninguna librería del centro de Barcelona, algunas de ellas importantes, ningún libro de Vázquez Montalbán e incluso le aconsejaron que acudiera a alguna librería de viejo por si tenían a la venta algún volumen de la novela.

Ni qué decir tiene que clamaba al cielo que en Barcelona, con sus editoriales y su vanidad de ciudad cultural, no se pudiera encontrar ningún libro de Vázquez Montalbán, quien por otro lado seguía siendo citado aquí y allá, se realizaban jornadas y homenajes en su recuerdo y uno tenía la sensación de que se seguía leyendo con interés. Pero si las editoriales no lo habían vuelto a publicar, son empresas al fin y al cabo que se mueven por la lógica de los balances y de los beneficios, era seguramente porque ya apenas se compraban sus libros, algo que cuesta aceptar y que sin duda sorprende y crea un cierto sinsabor. Pero la anécdota de Gemma Nierga muestra que la cosa es incluso peor.

En defensa del sector editorial hay que señalar que en estos dos años la editorial madrileña Cátedra ha vuelto a publicar El pianista, en una edición de José Colmeiro. Hace unos años el diario Público, cuando salía en papel, sacó a la venta junto al diario algún título del autor barcelonés. Esto al menos tiene arreglo. Pero asusta el olvido de un escritor que ha estado tan presente en la vida social, política y cultural de España y si unos estudiantes de periodismo, de postgrado además, ya no saben quién fue Vázquez Montalbán, significa que se está olvidando a pasos agigantados bloques enteros de la historia reciente del país. Todo esto, además, cuando el tema de la memoria común está en pleno candelero y se pretende que lo ocurrido hace ochenta horas no se diluya en el olvido. ¿Habrá que esperar a que en 2060 y en adelante se clame por la memoria de lo ocurrido durante la transición y en los años posteriores, habiéndose olvidado a quienes protagonizaron tal etapa? Uno puede llegar a entender la voluntad de olvido en la posguerra, no fueron años fáciles, hubo represión y miedo. Pero, ¿se puede entender el actual olvido?

Están cambiando los paradigmas culturales, las nuevas tecnologías ocupan un espacio enorme en las artes y la cultura, en las relaciones sociales. Se tiende sin duda a otro modelo de relaciones sociales. Pero la cultura, cualquiera que sea el modo de transmitirse, es acumulativa, ese es al fin y al cabo el significado de enanos a hombros de gigantes, lema de Bernardo de Chartes, cada generación se sube a espaldas de sus antecesores para atisbar más lejos. Parece evidente, pero no lo es cuando en apenas quince años se olvida a un autor hasta borrarlo de la memoria colectiva. Tampoco quiere uno caer en el tópico de hasta qué punto son ignorantes los jóvenes de hoy, sobre todo con relación a uno mismo a esa edad hace años. Pero los síntomas no dejan mucho lugar al optimismo. Hasta puede que expliquen muchos desaguisados actuales.   

miércoles, 24 de octubre de 2018

«Del color de la leche» o el arte de la sencillez


A veces nos complicamos la vida. O tal vez es la civilización la que nos la complica. Tal es, parece ser, la tesis de Yuval Noah Harari, que el salto del humano recolector a humano productor pudo aparentemente enriquecernos en cierto modo, pero nos complicó no poco la existencia. Lo confirma en cierto modo la Biblia, donde se aboga por una vida más sencilla y por no preocuparse tanto por los bienes o por el mañana, que todo está al final en la naturaleza. Pero la idea, al final, no cuaja y nos adaptamos a un sistema, quién sabe si por la imposibilidad de destruirlo, que lo invade todo y nos exige más consumo, más bienes, más dependencia. Y la vida no es eso, desde luego. Es más, la vida en este marco en absoluto incomparable del capitalismo neoliberal se nos escapa entre los dedos.

En 1999 David Lynch dirigió la película The Straight Story (Una historia verdadera) que narra el viaje de Alvin Straight, interpretado por Richard Farnsworth, un anciano norteamericano que recorre cientos de millas en tractor a lo largo de los Estados Unidos con el objetivo de reencontrarse con su hermano, a quien no ha visto en años, para reconciliarse con él antes de morir. Es un canto a la lentitud y a la calma, a poder parar y conversar con la gente sin pensar tanto en la utilidad o el beneficio de las cosas y los instantes, en definitiva, una defensa del tiempo concebido por Aion en vez del tiempo de Cronos.

Esta tendencia a complicarse la vida, además, lo afecta todo. Por ejemplo, a la expresión y a su herramienta, el lenguaje. Durante mucho tiempo ciertas capas sociales, entre ellas las castas de cualquier tipo, sacerdotales o legisladoras, incluida las culturales, se dotaban de un lenguaje complejo, especializado, distante al del común de los mortales. Había una intencionalidad evidente: separarse de la plebe, emplear una lengua cuasi mágica que separase a los seres humanos y dotara de una herramienta de poder simbólico a quienes manejaban, controlaban y dirigían la sociedad. Lo peor es que sigue todo igual, el lenguaje como muro de contención y de distancia.

Tal tendencia ha penetrado también en la literatura. A veces los juegos excesivos del lenguaje han ido en detrimento de lo narrativo o de la propia emoción. Aunque no por ello haya que desechar la idea de juego, a menudo propicio, pero en ocasiones abusivo.

Por eso a veces se agradece encontrar relatos donde la sencillez del lenguaje no significa simpleza, al contrario, se consigue una profundidad apabullante. Tal es el caso de la novela The Colour of Milk, de la escritora británica Nell Leyshon y traducida al castellano por Mariano Peyrou, Del color de la leche, y publicada por la editorial Sexto Piso. A todas luces es una novela que cuenta desde su publicación, en 2013, con varias reediciones, lo que indica a todas luces no poca aceptación. Sin duda, la relación entre sencillez del lenguaje y profundidad del relato tiene mucho que ver.

La protagonista y narradora es una muchacha de clase baja que pasa a trabajar como criada en la casa de un vicario de pueblo en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX. Es pobre, no sabe leer cuando ocupa tal puesto, pero es clara al hablar. Aprenderá a escribir y narrará su propia historia con un estilo sencillo, directo, intenso. Sus frases son apenas pinceladas de vida, muy sencillas pero que dejan entrelíneas un sinfín de  sentimientos y emociones, de imágenes y de reflejos de la vida, incluso nos muestra bien a las claras las relaciones de poder que se establecen en la casa y en la comarca, reflejo sin duda de las relaciones sociales del momento.

Ni qué decir tiene que hay mucho trabajo para lograr ese estilo, no es algo que se consigue a la primera. Sin duda es obligado mucha lectura y experiencia para conseguir afinar con un estilo sencillo semejante intensidad narrativa y emocional. En cierta forma, aparece en la propia novela tal propósito, cuando la esposa del vicario, una mujer enferma, angustiada, le dice a Mary, la muchacha y criada, que «haces que todo parezca tan sencillo», a lo que la muchacha responde: «lo es», toda una declaración de intenciones. En un momento en que se imponen de nuevo verdaderos tochos literarios, que muchas veces responden a políticas editoriales que no escapan a la lógica económica, es de agradecer de vez en cuanto toparse con una novela como esta, que nos recuerda el porqué de la literatura.

viernes, 19 de octubre de 2018

Prometeo


Prometeo y Epimeteo son hermanos y benefactores de la humanidad. Dice Hesíodo que Prometeo es sutil y rico en recursos, sabe transformar la materia y son muchas las veces que busca engañar a Zeus, con quien tiene un desafío luengo y no poco fullero. Al ser hábil con las manos, conoce la importancia de los objetos y posee capacidad para transformarlos en herramientas. De hecho, tal habilidad procede de su facultad para adelantarse al futuro y actuar con previsión. A todas luces goza de un pensamiento anticipado.

Epimeteo, por el contrario, es de pensamiento tardío, actúa sin pensar, o reflexiona después de haber actuado, con lo que ve las consecuencias de sus actos más que los actos en sí. Hesíodo dice de él que es torpe y que desde el principio resulta un mal para la humanidad laboriosa. De hecho, Zeus lo utiliza para su venganza contra la humanidad por haber recibido de Prometeo, al que ha castigado a su vez con el hígado que le crece todas las noches y que come ad aeternum un águila, el fuego que el cronión no quería que poseyera.

Zeus ordena a Hefesto que construya una mujer de enorme belleza y a la que Atenea y Afrodita dotarán de gracia para el arte de tejer y de enorme atractivo carnal. Será Pandora, a quien Argifonte acompañará hasta Epimeteo, que la recibe como regalo de Zeus –hay que tener en cuenta que Pandora es más un objeto construido que una mujer en sí misma, en un tiempo en el que la dignificación de las personas apenas existía tal como hoy lo entendemos y tampoco los seres humanos gozaban del aprecio de los dioses–, y Epitemeo la acepta aun cuando Prometeo le hubiese advertido que de Zeus no había que recibir nada, pues todo aquello que el Olímpico le entregase tendría una efecto negativo para la humanidad. Pandora porta una jarra ocultada con un velo –otras versiones hablarán de una caja­– que al descubrirse esparce a su alrededor todas las preocupaciones penosas que afectan a los seres humanos.

La habilidad de Prometeo y el oficio de Hefesto tienen que ver con la construcción de herramientas, con la tecnología. Mala cosa es que empleen sus destrezas respectivas para el engaño, la trampa y la astucia. Sólo así se comprende que ese fuego entregado a la humanidad, en principio un beneficio con el que poder cocinar o calentarse en las noches frías, acabe sirviendo para la guerra y el estropicio. Tal vez Zeus lo intuyese, que de la humanidad poco bueno se puede esperar. En la Biblia apreciamos la misma frustración. Yahvé crea a Adán y a Eva, y les ordena que se adueñen de la tierra y se expandan, pero pronto verá que aquellas criaturas tienden al mal con facilidad más que notable. El cayado o la piedra sirven para el crimen, la destreza para construir busca más alcanzar un orgullo fútil y vano.

En el tranco VIII del relato el Diablo Cojuelo, Luís Vélez de Guevara nos habla de un espejo que el protagonista de la novela y su acompañante Cleofás utilizan en Sevilla para, en principio, saber por dónde avanzan sus perseguidores, pero que acaba siendo instrumento de diversión banal para ellos y la güéspeda de la hostería donde se alojan, Rufina María, que contemplan a través de él la vida de la Corte, mero chafardeo en pleno siglo XVII no muy diferente al que se da hoy por medio de ese espejo de vanidades que es la televisión e incluso las nuevas tecnologías, ámbitos donde parece aposentarse la más absoluta nadería. Desde luego nada que ver tiene esta curiosidad insana por la vida de los otros con el uso tramposo y a veces sanguinario que se desprende de los relatos mitológicos o de la Torá.

Pero coinciden en dar una imagen puede que simplona, pero en todo caso fatalista de la realidad y sobre todo del ser humano. No hay que olvidar que se da a lo largo de la historia una disputa entre optimismo y pesimismo en el que gana éste la mayor parte del tiempo. De hecho, domina la añoranza por el paraíso perdido y el concepto de utopía, que hoy asociamos a un mañana de esplendor pero que entonces se refería más al pasado, a esos tiempos de la ambrosía y la miel que sin duda no volverán. El presente se  vuelve de este modo una senda dolorosa. De ahí a concebir que el mundo es un valle de lágrimas sólo hay un paso muy sencillo de dar.

Claro que es una visión parcial de lo real y del ser humano. Ha habido adelantos e instrumentos que han beneficiado a la humanidad, le han facilitado la vida, la han mejorado. Otra historia es que no se distribuya con equidad, que una buena parte de esa misma humanidad se mantenga al margen de los avances por cuestiones de intereses acumulativos, lo que dice muy poco de la civilización, pero el hecho es que hay capacidades objetivas que pueden decantar la polémica hacia el lado de los optimistas. El salto tecnológico que se dio con la primera revolución industrial mejoró a todas luces el desarrollo humano, aunque se hiciera finalmente con el trabajo cuasi esclavo de millones de personas y con guerras y colonialismos cruentos. Tal cambio supuso por otro lado que el concepto de utopía ya no tuviera tanto que ver con el pasado y con el paraíso perdido, sino con el futuro y una nueva sociedad más justa, más libre, más equitativa. Fue una percepción que se impuso sobre todo a lo largo del siglo XIX. Claro que hoy nos asomamos a los intentos de construir esas utopías y sentimos cuanto menos un vértigo enorme ante la visión de tantos leviatanes institucionales. Aunque también es cierto que las democracias liberales que, según dicen, son el menos malos de los sistemas surgieron de una revolución francesa que tampoco fue un modelo de concordia y armonía.

Es como si la historia se empeñara en mostrar que el único paradigma posible es el del engaño, la trampa y la astucia que ya vimos con el enfrentamiento entre Prometeo y Zeus, y que acabó con el castigo de aquel. Aun reconociendo los avances, nos damos cuenta de que al final tanta tecnología sólo sirve para el crimen o, en el mejor de los casos, la banalidad. No en vano, en 1818, cuando se iniciaba esa época de esperanza y progreso, Mary Shelley perfiló esa historia –que lleva el subtítulo de Moderno Prometeo– sobre las consecuencias de la ciencia en la que un científico crea una criatura que se vuelve contra él y contra la humanidad a la que hubiera podido beneficiar. Víctor Frankenstein, al igual que el Prometeo de los griegos, pierde la batalla y sufre las consecuencias de sus buenas intenciones. Ese relato, fruto de una noche de amistad y de historias compartidas en un paisaje paradisiaco, se convirtió en un aviso en toda regla de lo que ya venía avisado en la historia.

miércoles, 10 de octubre de 2018

«La mujer del anarquista»


En 2008 Peter Sehr y Marie Noëll presentaban una interesante película sobre la guerra civil española, La mujer del anarquista. En efecto, es una película más sobre el conflicto español, un conflicto muy presente en el cine, también en la literatura, con una perspectiva por lo general favorable a los republicanos. En este sentido, el cine español postfranquista se decantó por mostrar de forma casi absoluta una mayor sensibilidad a favor de la República. Bajo el franquismo, por su parte, se realizaron varias películas sobre el conflicto, algunas con un claro carácter propagandístico, aunque hubo otras películas que, aun cuando se realizaron desde la perspectiva del bando vencedor, rezumaron cierta visión crítica y en ocasiones un evidente ánimo de concordia.

Se sabe que la guerra civil española ha sido uno de los capítulos de la historia más analizado no sólo por el arte –el cine y la literatura–, pero también por los estudios históricos y de la ciencia política, y no sólo en España, también en muchos otros países. Tuvo una importancia enorme como preámbulo de la IIª Guerra Mundial y como parte fundamental de ese enfrentamiento que surge con la I Gran Guerra entre modelos sociales y políticos antagónicos. Hay historiadores que defienden que hubo incluso una continuidad entre la Iª y la IIª Guerra Mundial, se trató de un único conflicto bélico conformado por varios conflictos armados a lo largo de los poco más de veinte años que van entre 1918 y 1939, entre ellos el español, el que más simbolizó la división y el choque de los sistemas. Pero tal choque no se dio sólo de forma absoluta, no existió en el interior de cada bloque una homogeneidad rotunda, sino que se dieron desavenencias que en ocasiones desembocaron también en violencias internas.

En España, en los dos bloques, el bando republicano y el bando (mal llamado) nacional, tales desavenencias se mostraron en ocasiones de forma tremenda. Los hechos del 37, la aniquilación de la revolución social por parte de la República, supusieron una tremenda represión cuyas víctimas, anarquistas y militantes del POUM, han quedado doblemente olvidadas. La República aparece por unos meses como dividida frente a un bando nacional sin fisuras. Aunque esto último no es del todo cierto, lo que hubo fue sobre todo disciplina militar, no en vano eran los militares, al final, quienes llevaban la voz cantante frente a falangistas, carlistas, monárquicos isabelinos, republicanos de derecha, militantes de la CEDA, incluso nacionalistas catalanes temerosos de los peligros de insurrección social.

La realidad, al final, admite más matices de los que creemos e incluso vemos. Por ello no podemos hacer del sufrimiento un acto de reafirmación o de legitimidad histórica. Ojo, esto no es equidistancia, no se trata de poner al mismo nivel ambos bandos, aunque sólo sea por el barniz que aporta el tiempo. No caben equidistancias, aunque sea cierto que en ambos lados hubiera altos grados de sufrimiento y víctimas de opresión y de la locura violenta.

Es algo que se aprecia de forma clara en La mujer del anarquista, en cuyo guion, de Marie Noëll y con la asistencia de Ray Loriga, asoman muchas de las sensibilidades de aquel momento. El matrimonio compuesto por Manuela, interpretada por María Valverde, y Justo, interpretado por Juan Diego Botto, tiene una clara filiación, anarquistas, ya de por sí minoritarios dentro del bloque republicano, minoritarios y a todas luces testigos de los muchos desmanes y tics autoritarios, a menudos sangrientos, que acontecen en la cotidianidad, además, de una guerra ya de por sí cruenta. Pero además el hermano de Manuela, falangista, manifiesta su no poca frustración por la marcha de ese Régimen por el que ha luchado y que está muy lejos, al parecer, de los motivos y las razones que le llevaron a defenderlo, muy en la línea que desarrolló en su momento Dionisio Ridruejo. Es cierto que son aspectos muy tangenciales en el relato de la película, pero resultan importantes, fundamentales, y hacen de esta película una cinta especial.

Pero hay otra característica que la hace única: el recoger también una de las consecuencias de aquella guerra, la del exilio. La película es a todas luces una historia de amor entre Justo y Manuela que transcurre en tres momentos concretos: la guerra en sí misma, la posguerra, donde vemos a Manuela desesperada por conocer la suerte de Justo, y el exilio. Manuela sabe que Justo se halla en Francia y lucha por salir, ella y su hija, de España para reunirse con él, lo consigue al fin y vemos a la pareja reencontrada y con la hija, viviendo una cotidianidad no siempre fácil, la de los exiliados, pero también la de una militancia en favor de los viejos ideales. El cine, por lo general, ha contemplado sobre todo el conflicto armado y las consecuencias de la victoria nacional en el interior del país, pocas son las ocasiones de asistir a ese exilio que fue enorme, se cifra en alrededor de 500.000 los españoles que tuvieron que partir de España por razones políticas de forma inmediata al final de la guerra civil, y con vidas no siempre fáciles y momentos dramáticos, allí están los vergonzantes campos de Argelès-sur-mer para demostrarlo.

Más allá de planteamientos políticos que aparecen en la película no sin importancia, llama la atención que la historia que Peter Sehr y Marie Noëll nos proponen toca sobre todo el efecto que tuvo aquel momento de pasión política en la cotidianidad, con sus heroicidades y sus mezquindades, sus contradicciones y sus dudas, unos sentimientos generados que causaron no poco dolor y mucha turbación.