A veces nos complicamos
la vida. O tal vez es la civilización la que nos la complica. Tal es, parece
ser, la tesis de Yuval Noah Harari, que el salto del humano recolector a humano
productor pudo aparentemente enriquecernos en cierto modo, pero nos complicó no
poco la existencia. Lo confirma en cierto modo la Biblia, donde se aboga por
una vida más sencilla y por no preocuparse tanto por los bienes o por el
mañana, que todo está al final en la naturaleza. Pero la idea, al final, no
cuaja y nos adaptamos a un sistema, quién sabe si por la imposibilidad de
destruirlo, que lo invade todo y nos exige más consumo, más bienes, más
dependencia. Y la vida no es eso, desde luego. Es más, la vida en este marco en
absoluto incomparable del capitalismo neoliberal se nos escapa entre los dedos.
En 1999 David Lynch dirigió
la película The Straight Story (Una historia verdadera) que narra el
viaje de Alvin Straight, interpretado por Richard Farnsworth, un anciano
norteamericano que recorre cientos de millas en tractor a lo largo de los
Estados Unidos con el objetivo de reencontrarse con su hermano, a quien no ha
visto en años, para reconciliarse con él antes de morir. Es un canto a la
lentitud y a la calma, a poder parar y conversar con la gente sin pensar tanto
en la utilidad o el beneficio de las cosas y los instantes, en definitiva, una
defensa del tiempo concebido por Aion en vez del tiempo de Cronos.
Esta tendencia a
complicarse la vida, además, lo afecta todo. Por ejemplo, a la expresión y a su
herramienta, el lenguaje. Durante mucho tiempo ciertas capas sociales, entre
ellas las castas de cualquier tipo, sacerdotales o legisladoras, incluida las
culturales, se dotaban de un lenguaje complejo, especializado, distante al del
común de los mortales. Había una intencionalidad evidente: separarse de la
plebe, emplear una lengua cuasi mágica que separase a los seres humanos y
dotara de una herramienta de poder simbólico a quienes manejaban, controlaban y
dirigían la sociedad. Lo peor es que sigue todo igual, el lenguaje como muro de
contención y de distancia.
Tal tendencia ha
penetrado también en la literatura. A veces los juegos excesivos del lenguaje han
ido en detrimento de lo narrativo o de la propia emoción. Aunque no por ello
haya que desechar la idea de juego, a menudo propicio, pero en ocasiones
abusivo.
Por eso a veces se
agradece encontrar relatos donde la sencillez del lenguaje no significa
simpleza, al contrario, se consigue una profundidad apabullante. Tal es el caso
de la novela The Colour of Milk, de
la escritora británica Nell Leyshon y traducida al castellano por Mariano
Peyrou, Del color de la leche, y
publicada por la editorial Sexto Piso. A todas luces es una novela que cuenta
desde su publicación, en 2013, con varias reediciones, lo que indica a todas
luces no poca aceptación. Sin duda, la relación entre sencillez del lenguaje y
profundidad del relato tiene mucho que ver.
La protagonista y
narradora es una muchacha de clase baja que pasa a trabajar como criada en la casa
de un vicario de pueblo en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX. Es
pobre, no sabe leer cuando ocupa tal puesto, pero es clara al hablar. Aprenderá
a escribir y narrará su propia historia con un estilo sencillo, directo,
intenso. Sus frases son apenas pinceladas de vida, muy sencillas pero que dejan
entrelíneas un sinfín de sentimientos y
emociones, de imágenes y de reflejos de la vida, incluso nos muestra bien a las
claras las relaciones de poder que se establecen en la casa y en la comarca, reflejo sin duda
de las relaciones sociales del momento.
Ni qué decir tiene que
hay mucho trabajo para lograr ese estilo, no es algo que se consigue a la
primera. Sin duda es obligado mucha lectura y experiencia para conseguir afinar
con un estilo sencillo semejante intensidad narrativa y emocional. En cierta
forma, aparece en la propia novela tal propósito, cuando la esposa del vicario,
una mujer enferma, angustiada, le dice a Mary, la muchacha y criada, que «haces que todo parezca tan sencillo», a
lo que la muchacha responde: «lo es»,
toda una declaración de intenciones. En un momento en que se imponen de nuevo
verdaderos tochos literarios, que muchas veces responden a políticas
editoriales que no escapan a la lógica económica, es de agradecer de vez en
cuanto toparse con una novela como esta, que nos recuerda el porqué de la
literatura.