«¡Cuando te encuentres a un periodista, dale un bofetón!¡Si tú no sabes
por qué, él sí lo sabe!»
En 1990 el polémico (y
muy cuestionable por ciertas decisiones ideológicas adoptadas en aquel momento)
Pierre Guillaume imprimió unas pegatinas con fondo amarillo chillón en las que
lanzaba este lema provocador contra los profesionales de la prensa. Cuando
acababan los años ochenta y a punto estaba de comenzar la última década de los
noventa, el periodismo empezaba a mostrar cierto desgaste y al sector llegaba
ya a una crisis provocada por las nuevas tecnologías, entonces aún en sus inicios,
también por los cambios geoestratégicos y el triunfo aparente del sistema
capitalista, que indujo incluso a pensar que estábamos en el final de la
historia.
Claro que debió de ser
también determinante, tal vez mucho más, la precarización laboral, muy cruda entre
los de este oficio. La precariedad, es verdad, afecta a todos los ámbitos, se
acentuó en los noventa y tras el cambio de siglo, pero en una profesión, cuya
función, recuérdese, es la de contar la realidad, resulta a todas luces más
punzante, sobre todo cuando el periodista se encuentra ante el reto de
criticar, informar sobre o azuzar a los poderes políticos y económicos.
Tampoco podemos olvidar
el lado empresarial, sin duda lo que motivó en buena medida la reacción airada
del fundador del colectivo y librería homónima La vieille taupe. Los medios de comunicación pertenecen a grupos
económicos. Sacar un medio requiere de muchos medios, tanto económicos como
técnicos y humanos, al final la rentabilidad se vuelve importantísima, tanto
que acaba siendo mucho más fundamental que otros factores, por ejemplo la
verdad, algo por otro lado cada vez más etéreo. No digamos la consideración de
lo que es importante o no lo eso, lo que es o no prioritario (qué guerras han
de conmocionar la opinión pública, a qué refugiados hemos de acoger
heroicamente y a cuáles machacar en frontera, qué muertes han de preocuparnos
colectivamente, por qué quienes mueren en accidentes laborales, cuantiosos
todos los años, merecen menos eco que otras muertes terribles también, etc.).
Orson Welles se anticipó
a todo esto en 1941 con su ópera prima, Citizen
Kane (“Ciudadano Kane”).
No obstante, el oficio de
periodista mantuvo durante mucho tiempo un prestigio enorme, casi heroico. A
ello contribuyó sin duda películas y series míticas sobre el sector, por
ejemplo Lou Grant, iniciada su
andadura televisiva en 1977 y emitida por muchas cadenas hasta mediados de los
ochenta, sin duda el detonante de no pocas vocaciones. Alrededor del periodista
se creó esa pátina de heroicidad, siempre en busca de la verdad, a menudo a
favor de los más endebles, las víctimas de todas las injusticias, enfrentado a
conspiraciones tenebrosas de un sistema que no quería dar luz al verdadero
poder, el que siempre se agazapaba tras lo formal, el que ponía en peligro al
periodista osado, que se mantenía siempre tenaz en su gesta.
Da la sensación de que
dicha imagen se diluye en nuestros tiempos. Es verdad que las redes sociales
han permitido que surjan iniciativas periodísticas que mantienen vive ese
espíritu mítico, pero hay tanta información en las redes que a veces parece
nimio el esfuerzo, prevalecen las grandes compañías y el silencio rodea muchas
veces la labor de algunos medios.
Además, prevalece más y
más el espectáculo. Qué acertado estuvo Guy Debord, cuando en 1967 apuntó el
carácter de la sociedad actual. La noria debe seguir girando. Poco importa que
se lancen informaciones no veraces, sin contrastar o falsas a conciencias.
Lo ocurrido hace unos días
en España con uno de los popes de la información, «más periodismo», y un destacado político ha puesto otra vez en entredicho,
tal vez incluso en solfa, una de las profesiones sin duda más atractivas. Sin
embargo, una vez más, ha sido polémica por unos días, pocos. Es que vamos
acelerados.