viernes, 27 de marzo de 2020

¿Casus belli?


Quizá sea insustancial dedicarse a analizar, con la que está ocurriendo, el lenguaje, las formas de expresar a la población la evolución de la pandemia o la manera con que la población explica lo que está pasando. Quizá sólo sea fruto de la inacción, de las muchas horas en casa escuchando los informativos y especiales, aunque ahora mismo apenas atiende uno a los boletines informativos de la radio y poco más: empachado por el abuso del alarmismo, opto abiertamente por mantenerme al margen lo máximo posible y leer, esta vez sí torre de marfil donde poder escapar al mundanal ruido, que se dice.

Porque al fin y al cabo soy incapaz de poder aportar otra cosa, uno no es sanitario, nada sé de enfermedades y contagios, sólo me fío de aquel personal médico que se expresa con cierta calma, sin alharacas ni premoniciones aterradoras sobre evoluciones siniestras de la enfermedad, y por eso mismo, por mi propio desconocimiento de la cuestión, no deja uno de fijarse también en los aledaños, en los modos de comunicar la realidad, en cómo se interpreta y se construye con los trozos de esa misma realidad un estado de ánimo colectivo. A veces incluso llego a comprender el sentido de esa expresión que tanto detesto, establecer el relato de los hechos, aunque al final se impone la cordura: lo que se cuenta es una interpretación de lo real, la enfermedad existe, hay enfermos y gente que fallece, con toda la tragedia que eso supone, hay un confinamiento y no tenemos certeza del tiempo que durará, no es un relato con reglas internas y verosímiles, separada y paralela a las reglas del mundo, se trata muy por el contrario de una realidad que nos provoca reacciones diferentes según las fuentes y nuestra forma de asimilar la información que a veces incluso seleccionamos.

Escucho al doctor Fernando Simón y me produce confianza por su sosiego y su saber expresar lo que ocurre. Me resulta imposible no asociarlo a Bernard Rieux, el médico que en Orán se enfrenta a la peste en la famosa novela de Albert Camus, con una calma y una apacibilidad a todas luces envidiable.

En los últimos días sin embargo, después de una falta de crítica hacia él y hacia el ministro del ramo desde que apareció la pandemia, comienzan ciertas reprobaciones hacia la gestión llevada a cabo hasta ahora. A mí se me escapa todo el debate, no sé si las medidas hubieran tenido que haberse tomado antes, ni siquiera sé si son justas, exageradas o mínimas las que tenemos ahora mismo, me falla el conocimiento básico sobre la pandemia y sobre las medidas a tomar, por tanto, ya digo, prefiero confiar en alguien que me produce confianza y desconfío de quienes emplean alarmismos y un tono hosco y agresivo, es una enfermedad, no se trata de buenos ni malos, de enemigos ni aliados, sino de una epidemia, y los médicos actúan ante los pacientes, y por analogía ante la sociedad, con rigor, nada que ver con todos esos audios que recorren las redes sociales de autodenominados médicos que hablan con alarma recargada, sobreactuada, de desastres hospitalarios sin igual, de decisiones extremas que inciden en la vida o la muerte de los enfermos.

Pero además las primeras críticas se producen, no quiero buscar coincidencias ni interpretaciones (mal o bien) intencionadas, con la aparición en las ruedas de prensa diarias de un militar, el General Villarroya, tras la entrada en escena de la Unidad Militar de Emergencia como apoyo, un apoyo que se da además, reconoce el alto mando, cuando se solicita. No cuestiono en absoluto la actuación de esta unidad, imagino que es conveniente cuando no estamos exentos de apoyos, tampoco aquí puedo opinar, reconozco mi ignorancia sobre logísticas de emergencia, ni es un escenario para ser pro o anti militar y bienvenido sea su aporte si beneficia a la población.

De lo que hablo por tanto no es ni de lejos de la presencia militar, sino de comunicar la realidad de esa presencia, de la forma de expresar los acontecimientos, y aquí no puedo menos que sentirme incómodo por un repentino lenguaje militar, cuasi bélico. Es una epidemia, no una guerra. No somos soldados y asumo la disciplina que se nos impone, la del confinamiento, la de las medidas de seguridad o de cuidados mejor dicho con el resto de la gente, las distancias a tomar para evitar contagios, por ejemplo, pero no se trata de disciplina militar, sino civil, cívica más bien. Como en esas películas de desastres de los domingos por la tarde que se ven en duermevela, donde siempre aparece un militar para gestionar en primera línea, parece indicarse que es la lógica militar la que predomina y la política es la guerra por otros medios, se nos da la imagen de quién toma al final el mando en la realidad. Y eso me inquieta.

Quiero creer que no es tal la intención en esta crisis, que todo son elucubraciones de un observador confinado y que la metáfora de que «todos somos soldados» no deja de ser una licencia poético-militar, una retórica poética, si es que podemos conciliar ambos ámbitos, cuestionable a buenas y primeras. Puede al final que esté hilando demasiado fino, las largas horas de confinamiento en casa y no de acuartelamiento producen tal efecto.


miércoles, 18 de marzo de 2020

Lenguaje, comunicación, comprensión, pandemias


Me vienen a la memoria algunas asignaturas de mi carrera de filología que trataban del lenguaje y la comunicación, y de las que, sin embargo, ahora mismo, no recuerdo mucho su contenido, ya han pasado algunos años, y a veces lamento no haber prestado más atención a las mismas, por aquel entonces me interesaban otras materias, sobre todo las de literatura. Sin embargo, no es difícil reencontrarse con libros y especialistas en la materia que explican muy bien todas estas cuestiones del lenguaje y la comunicación.

Porque a nadie se le escapa la importancia del lenguaje para el contacto entre las personas y para la transmisión no sólo de ideas, también de emociones y de estados de ánimo. Para la comunicación es fundamental el lenguaje, un lenguaje del que forma parte, además de las palabras, la entonación, la emotividad, los gestos. Unas mismas palabras, dichas de formas distintas, transmiten mensajes también diferentes.

A todas luces no es necesario haberlo cursado durante la carrera para darse cuenta de todo ello, tenemos nuestra propia experiencia. Todos somos hablantes y escuchantes, todos somos conscientes del valor de las palabras y de las formas en que se dicen. Sin duda nadie ha sido ajeno a palabras malintencionadas  o pronunciadas sin querer de un modo arisco e hiriente. A veces las entendemos mal, las interpretamos de otra forma. Quien ha tenido que traducir e interpretar a personas que hablan idiomas diferentes sabe lo preciso que hay que ser para evitar ciertas consecuencias nocivas o para ser exacto y justo en las decisiones a tomar derivadas de lo que se traduce e interpreta.

El lenguaje, por fin, también es un campo de batalla que determina victorias o derrotas, que asusta o calma, incluso hay palabras que llegan a aterrar. En la política es más que evidente las sutilezas del discurso, cambian mucho lo que pensamos y determinan nuestra actuación si escuchamos a políticos que saben emplear el lenguaje de forma sibilina. Es verdad, aun cuando suene pomposo: a través del lenguaje entendemos el mundo. Por eso es crucial en momentos de crisis cómo se dicen las cosas. Porque van a provocar reacciones diferentes en los destinatarios del mensaje. Al mismo tiempo, según el modo de comunicar las urgencias y las alarmas vamos a saber las intenciones –intencionalidades– del emisor. Es cierto que no siempre sirve aquello tan baladí de adoptar en todo momento eso que denominan un lenguaje positivo, hay situaciones que requieren un modo más severo de expresarse e incluso es preciso ahondar en el tono para recalcar los peligros y las negatividades. El lenguaje de los libros de autoayuda no sirve. Pero tampoco el catastrofismo más adusto.

He pensado en esto mientras recibo miles de mensajes sobre la actual crisis del conoravirus, mensajes oficiales, de las diversas administraciones y de los responsables sanitarios, pero también de los medios de comunicación, que se han convertido en una mediación imprescindible entre aquellos y la población, pero no siempre cumplen con la labor de información que se vuelve muy necesaria en momentos de crisis absoluta. Luego están los bulos, los rumores, los comentarios, las reacciones exageradas que se adoptan en la calle y comercios. Cualquier reacción, incluso exagerada, es necesaria, dirán, y tal vez sí lo sea, pero los efectos psicológicos y de ansiedad sin duda van a ser más agudos, y eso es tan importante como mantenerse alejados del contagio. Acaso muchos no se enfermarán, pero no saldrán inmunes del confinamiento.

De la cantidad de información recibida –toneladas, si pudiéramos medirla en una unidad de masa– a uno le ha quedado vagamente claro que: a) la enfermedad en sí no es especialmente grave, salvo que se pertenezca a un grupo de riesgo, como personas mayores o con enfermedades previas, sobre todo respiratorias; b) la enfermedad es muy contagiosa y se expande con rapidez si no se toman medidas; c)  si hubiera un contagio mucho más masivo, se llegaría a colapsar el sistema hospitalario. Éste es la base del problema. Así lo han explicado algunos técnicos sanitarios, incluso los responsables oficiales de transmitir las medidas. Y dicho así, se comprende sin alarmismos ni alharacas. Se toman entonces las medidas con calma y se cumplen para evitar contagios entre los grupos de riesgo y el bloqueo de los hospitales.

Pero no ha sido posible mantener la cordura y algunos medios de comunicación, televisiones sobre todo, se han decantado por la más pura histeria, machacando a lo largo del día con el asunto, vaticinando con tremendismo momentos peores en el proceso y anunciando además el verdadero cataclismo cuando se materialicen los efectos del mal en la economía.

La consecuencia ha sido una inevitable histeria colectiva que se ha trasladado a las tiendas de alimentación, a la calle, y que se materializa en la angustia colectiva ante la realidad. Un grado más de neurastenia y se volvería real esa visión distrópica sobre la que escribía David Trueba estos días y que se iniciaba con la fuga de masas de gente a África, el camino inverso de los que escapan hoy de la miseria y de las guerras.

Ni qué decir tiene que uno lidia desde la barrera, contempla el espectáculo con no poco escepticismo y, sin duda, de encontrarse en el puesto de algunos responsables no sabría qué hacer. Pero sé que lo que se debe comunicar es que el tema, siendo grave, no ha de acuciar. Claro que luego uno se encuentra con la tensión acumulada en las tiendas y es difícil escapar del nerviosismo generalizado.

En fin, esto es apenas un desahogo irrelevante, sin duda, producto de la decepción ante ciertas cadenas y ciertos periodistas admirados, caídos ahora del pedestal.


sábado, 14 de marzo de 2020

De las pandemias y los miedos


En el primer capítulo de La Peste, de Albert Camus, una novela que de pronto, dadas las circunstancias, se convierte en (re)lectura cuasi obligada, se dice que Orán, la ciudad donde se dan los hechos del relato, es en apariencia un lugar sin sospechas, es decir, una ciudad del todo moderna. El autor asocia, por tanto, modernidad con falta de recelos y aprensiones, una sociedad moderna en la que, además, domina la despreocupación por lo que se es y por el estado del mundo.

Ni qué decir tiene que en esa afirmación se estaba dibujando lo que sería, con el tiempo, la sociedad europea, esto es, la sociedad del bienestar, en construcción cuando la novela aparece, en 1947, y que alcanzaría su total plenitud unos poco años más tarde. Se trata a todas luces de una sociedad que ha dejado de sentirse responsable de los conflictos externos, que se ve desligada del resto del mundo, orgullosa de sí misma, con una notable sentido de identidad propia. Es una sociedad en la que impera la clase media, de difícil definición aunque se caracteriza por niveles de vida material muy alto y por un nivel de conflicto con la realidad bastante menguado.

Quizá Camus no previera el alcance de lo que iba a ser esa sociedad moderna que él situaba en Orán. Murió en 1960 y no conoció el sesentayochismo, que colocó en primer plano a la juventud como colectivo social, ni los años de desarrollo posteriores, ni el cambio de rumbo del capitalismo protector hacia una economía neoliberal, ni mucho menos el derrumbe del estalinismo, las nuevas tecnologías, el terrorismo identitario ni las crisis actuales.

Esa ciudad sin sospechas se convertía en un modelo en el que no cabía la preocupación, se vivía en el sosiego de una aparente certidumbre. Del mismo modo, la sociedad moderna que se ha ido construyendo no tiene en cuenta lo marginal, pero no porque no exista, sino porque no se ve, queda oculto tras capas de autoestima y una visión superficial e irreflexiva del mundo que ha desencadenado una incomprensión de los mecanismos con que funciona cualquier sistema.

Como la realidad supera la ficción, la moderna sociedad europea se ha infantilizado a pasos agigantados. Nadie es responsable de nada, ni como individuos ni como colectivo. Se deja a la administración la gestión plena de la realidad, aun cuando algunos de los actuales gestores del Estado defendieran no hace mucho la necesidad de nuevos mundos posibles, más democráticos, más horizontales, más empoderados, palabra esta detestable en mi opinión cuando lo que se pretende, lo que se debería pretender, es la emancipación, lo que no siempre coincide con los citados empoderamientos.

Nos hemos dado de bruces, de repente, sin avisar, con la actual crisis del coronavirus que ha sacado viejos vicios: la histeria colectiva –compras compulsivas aun cuando se garantizan los suministros–, incomprensión de la realidad y un lenguaje en el que resuena el discurso bélico de antaño –hemos de mantenernos unidos y remar juntos en la misma dirección– no exenta de cierto catastrofismo, sobre todo desde medios considerados progresistas y que ahondan la ansiedad y el agobio que provoca una situación ya de por sí agobiante, como es una enfermedad desconocida y con efectos sociales que se desprenden de los cuidados requeridos para evitar los contagios.

Pero esto ocurre además cuando las explicaciones aportadas han sido claras: se trata de evitar un contagio masivo al mismo tiempo para evitar el colapso hospitalario. Dicho así, sin necesidad de acudir a imágenes espeluznantes o a las frases épicas de rigor –viviremos momentos duros– de claras resonancias churchillianas, tal vez hubiéramos reducido bastante la tensión de una situación difícil de comprender y todavía más de asumir.

Y sin embargo, frente a los supermercados que se vacían casi al instante de abastecerse por efecto de unos compradores compulsivos, miles de personas de Madrid o Barcelona han desoído las recomendaciones de salir lo mínimo posible de casa y se lanzan a Valencia o a Andalucía, a las plácidas terrazas de la Costa Brava o de la Costa Dorada, como si la situación no fuera con ellas. Incluso un dirigente político contagiado y que se dio un baño de masas en un acto de su partido en plena crisis del virus en cuestión se queja de la inacción del gobierno por no haber evitado reuniones masivas. Una vez más, el poder nos ha de proteger de nosotros mismos, de nuestra irresponsabilidad, en una más que notable actuación pueril.

En medio de todo este estado de cosas, se anuncia ya una crisis económica tremenda, casi peor a la ya vivida estos últimos años pasados, con lo que se proyecta un miedo que va a transformarse a todas luces en arma social. Podría ser mera paranoia esto de ver un cierto uso del miedo, de la enfermedad y de la crisis para otros fines de dominación social, pero ¿acaso no fueron las guerras, en las que se mataba y en las que se moría, medios empleados con fines políticos? Hemos normalizado sin embargo la guerra como instrumento. Quién sabe si estamos ahora ante un salto cualitativo en este empleo del miedo como herramienta política.


sábado, 7 de marzo de 2020

sobre interpretaciones y fragmentos


El historiador Paul Preston califica el libro de Georges Orwell Homenaje a Cataluña como «una interesante crónica de un testigo parcial de un minúsculo fragmento de la guerra civil española». Dicho de otra forma: le gusta el libro pero destaca la parcialidad del autor. No sólo esto, añade además, lo escribe en un prólogo a un libro de Andrés Trapiello, que el que sea uno de los textos más leídos sobre la guerra civil crea un problema si no se conocen otras obras sobre el conflicto: que el lector saque conclusiones que son erróneas, por ejemplo la importancia de la Revolución y de los hechos del 37 o la responsabilidad del PCE, imagino que por extensión de la URSS de Stalin, en la derrota de la República.

Valga por delante que Homenaje a Cataluña es justo eso, una crónica carente de la imparcialidad que pudiera tener un historiador más o menos objetivo (y si ello es posible de un modo absoluto). Georges Orwell escribe su vivencia particular, subjetiva, es evidente, y por tanto plasma su opinión, no lo oculta, sobre un capítulo de la guerra, parcial, minúsculo, sin duda, pero que resultó importante, tuvo repercusiones y que resultó, por lo demás, especialmente sangriento. Desapareció Nin y sólo ahora sabemos algo del trágico final de este dirigente político, varios militantes del POUM pasaron por checas y por cárceles de la  República, su partido fue ilegalizado y tachado de quintacolumnista y aliado del fascismo, algo que el propio PSUC acabó autocriticando en la década de los ochenta gracias, en buena medida, al escritor Manuel Vázquez Montalbán. Por lo demás, Albert Camus afirmó que «el asesinato de Andreu Nin marca un viraje en la tragedia del siglo XX». Lo elevó por tanto a fragmento trascendental y simbólico de aquella época.

Que los hechos de mayo del 37 sigan creando polémica, y no sólo sobre su mayor o menor importancia, reflejan bien a las claras la dificultad de la objetividad y de la imparcialidad a la hora de afrontar ciertos hechos. Todo pasa por un sesgo interpretativo que resulta, cómo no, de la propia opinión, de prejuicios que siempre arrastramos y respecto a los cuales cuesta marcar distancia, de factores al fin emocionales. Es evidente que unos hechos como los que mencionamos los interpreta de modo diferente un militante trotskista, un convencido marxista leninista de aquellos que antaño se denominaban prosoviéticos o cualquier otra persona con intereses múltiples y variados, tantos como personas haya. Surgen variadas interpretaciones y hasta se formula ahora aquello del establecimiento de relatos que no sé muy bien qué significa.

Es evidente que entender los mecanismos de la realidad no es fácil. Cuando estamos en plena crisis del coronavirus y nadie sabe cómo acabará esto, no parece posible tener una idea de lo que ocurre, ni siquiera parece fácil entender y mucho menos interpretar nada. Uno siente que hay exageración en las medidas y en que parezca que vayamos de cabeza a un desastre económico, algo tan legítimo sin duda como preocuparse hasta el temor ante lo que ocurre, por lo que no queda más remedio que escuchar a los técnicos y dejar en sus manos la gestión de la realidad, por si acaso, porque hay al fin y al cabo personas que se enferman y hasta que mueren, lo que no es ninguna broma. Ya habrá tiempo de establecer criterios cuando pase esta crisis, si es que pasa, y ajustar cuentas.

Desde luego es difícil comparar este problema sanitario con la guerra civil española y por extensión con buena parte de la historia del siglo XX, tan marcado por lo ideológico. Claro que incluso algo como una epidemia, que parece responder a una materia tan objetiva como la ciencia médica, no escapa a la lógica de la realidad, por ejemplo, en este caso, a la de la competencia brutal entre potencias económicas, por tanto cabe un análisis ideológico o incluso asumir el tamiz de intereses no siempre evidentes. No obstante, hay que tener cuidado con las interpretaciones, puede que sea una tendencia insana esta de ver conspiraciones por todas partes, una conspiranoia inspirada por películas de domingo por la tarde.

Tal vez esté cambiando la noción de la realidad y las nuevas tecnologías estén aportando otro modo de entender e interpretar lo real. Sin embargo, mucho me temo que el exceso de información produzca justo lo contrario, la imposibilidad de entender nada y por tanto de conducir la propia opinión hacia una interpretación prudente y correcta. Es como si la estrategia actual del poder, o del sistema, o de quien maneje el cotarro y decida lo que se debe saber, haya optado no por reprimir información y por tanto limitar datos, sino justo en lo contrario, por apabullar con tanta detalle que al final uno se pierda.

Supongo que debe de aplicarse un método que nos evite perdernos por las ramas de la realidad. Paul Preston puede que tenga razón en prevenirnos de tal peligro y que no sepamos discernir lo importante de lo secundario, aunque tal vez haya dado un mal ejemplo al calificar de minúsculo fragmento los hechos del 37, que significaron más cosas que un instante penoso y sangriento de aquella guerra, ya de por sí cruel y dolorosa, y que nunca debió de haber ocurrido. Resulta por lo demás siempre más fácil analizar el pasado que comprender el presente, más cuando el exceso de información nos desmonta cualquier capacidad de análisis.