miércoles, 30 de marzo de 2016

Literatura y religión

Una vez terminada la Semana Santa es buen momento para plantear la cuestión religiosa en el mundo en general, en España en particular. Habrá quien piense que esto de la religión es cosa del pasado, que ahora se cumple lo afirmado por Azaña en los años de la República, que España ha dejado de ser católica, y a las pruebas nos remitimos: los matrimonios civiles llevan años aumentando y están ahora mismo muy por encima de los matrimonios religiosos, en concreto de los católicos, hasta hace bien poco práctica habitual, por convicción o por tradición, entre las parejas españolas; la práctica religiosa no es ni de lejos mayoritaria en la sociedad española, que se ha vuelto laica por completo; han aumentado por otra parte la presencia de otras confesiones religiosas, sobre todo musulmanas, protestantes y evangélicas de distintas denominaciones, que rompe el monopolio del catolicismo, aunque coincide con la mayor presencia del mencionado laicismo. Cierto que la Iglesia Católica, como institución, posee un peso enorme en las decisiones, se recogen con frecuencia las opiniones de los Obispos en los medios de comunicación, vengan o no a cuento, tengan o no relevancia social, aunque es más un hábito que se mantiene tras lustros de vínculos muy fuertes entre la Iglesia Católica y el Estado español. No se trata de un hecho que se circunscriba sólo a España, ocurre en toda Europa, un continente donde las confesiones religiosas han de acostumbrarse a ser minoritarias, a compartir espacios públicos sin ser las únicas interlocutoras sociales, a aceptar que la fe y la cuestión religiosa, aun cuando posea una dimensión social evidente, no sólo no deben ligarse a la política y al Estado, sino además se tiene que mantener en el ámbito de la privacidad. Los nuevos aires del Vaticano, en cuanto al Catolicismo, parece ir por esta vía.

Sin embargo, la religión ha sido importante en nuestras sociedades y ha tenido una incidencia en la cultura enorme. En este sentido, la literatura ha sido también expresión de las creencias, se compartan o no, y a veces campo de batalla. Podemos circunscribirnos en España como ejemplo a dos siglos en los que la presencia de lo religioso adquirió una gran importancia y dio además obras de una profunda envergadura: el XVI y el XX. No es que otras épocas fueran ajenas a la religión, todo lo contrario, pero esos dos siglos resultan en especial interesantes. No es casualidad que fueran dos siglos en los que surgieron no pocas heterodoxias o formas nuevas de sentimiento religioso: el siglo XVI fue en España el siglo de los alumbrados, de los erasmistas, tan importantes ellos, con figuras como Francisco Ximénez de Cisneros o los hermanos Valdés, de importantes movimientos renovadores en el seno del catolicismo, de los que Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz fueron un ejemplo, de los ilumandos y, en menor medida, de los círculos protestantes de Valladolid y Sevilla. 

El siglo XX, por su parte, dio lugar a un catolicismo más intimista y espiritual, sin que por ello tuviera una repercusión social importante. Este siglo se inició en España con la entrada de una corriente de pensamiento nueva y muy ligada a movimientos de raíz protestante europeos vinculados a un neorreformismo religioso y social: el krausismo. Este movimento tuvo mucha relación con nuevas doctrinas pedagógicas y con la creación, por ejemplo, de la Residencia de Estudiantes. Pero donde hubo un enorme cambio en el catolicismo español fue en la introducción de la duda, en la reflexión íntima de la fe -Unamuno fue en cierto modo el exponente más conocido de esta posición, con San Manuel Bueno Martir como gran novela exponencial-, en la expresión de un existencialismo cristiano en el que el silencio de Dios es el gran tema -el poeta José María Valverde lo reflejaría en gran medida-, la relación con una sociedad nueva que ya no es de una forma monolítica católica, como lo pretende la Iglesia institucional, convertida en muchos momentos en un poder fáctico, y en el que el cristianismo comparte reflexión con la filosofía lacia y materialista. Son interesantes a este respecto dos novelas de Pío Baroja: El árbol de la ciencia y César o nada. En esta última novela, por cierto, Baroja parece acercarse a cierta reflexión religiosa no desde su agnosticismo algo huraño que se le atribuye, sino desde un intento de comprender el pensamiento religioso.

El escritor Miguel Delibes expresa en buena medida esta literatura que expone de un modo íntimo la cuestión de la fe. Se aprecia sobre todo en su novela La Sombra del ciprés es alargada, que resulta un claro ejemplo de la literatura de temática existencial con presencia de una honda reflexión sobre el espíritu, novela en la que en cierto modo desemboca todo ese pensamiento religioso del siglo XX.

La literatura española del siglo XXI parece, por su parte, completamente ajena a la cuestión religiosa. Claro que sería una afirmación algo tajante que habría que matizar mucho. Sería necesario dejar de pasar el tiempo para aquilatar en toda su envergadura la cuestión. El tema, por lo demás, es lo bastante amplio como para que se pueda exponder de un modo génerico, como se ha hecho aquí. Se trata al fin y al cabo de una reflexión provocada por la Semana Santa y la lectura de algunos de los libros y autores mencionados, un mero entretenimiento de este inicio primaveral.


miércoles, 23 de marzo de 2016

Cruzadas

En 1983 Amin Maalouf publicaba un ensayo, Les croisades vues par les arabes, en que analizaba las cruzadas medievales que organizaron los europeos entre 1096 y 1291. Con el objetivo de liberar los Santos Lugares ocupados por los musulmanes, miles de personas de origenes diversos -francos, sajones, lombardos, teutones, aragoneses, entre otros muchos- cruzaron el Mediterráneo y se lanzaron a una guerra que se calificó de santa y que permitiría la inmediata salvación para quienes murieran durante tal empresa. Sin duda, muchos de quienes se incorporaron a esas huestes creían a pies puntillas, tal vez sin haberlo reflexionado demasiado, que cumplían con una misión que les garantizaría dicha salvación. Pero a tenor de las prácticas llevadas a cabo en Tierra Santa, una buena parte de aquella soldadesca tenían otros objetivos no tan nobles. Se llevaron a cabo macabras masacres y el pillaje fue al mismo tiempo un modo de cobrarse tanto sacrificio.

El concepto de Cruzada, de Guerra Santa, con el correspondiente uso de la violencia organizada y su introducción en el sistema jurídico y de valores, incluidos los valores religiosos, cambió en gran medida la sociedad medieval y el cristianismo occidental, no en vano el mismísimo Obispado de Roma, cabeza de la cristiandad, se decía, llamaba a tomar las armas, lo justificaba y de este modo se alejaba a todas luces del mensaje bíblico por medio de las más variadas argumentaciones, que por fortuna no eran compartidas por toda la comunidad cristiana, surgieron voces discordantes que rechazaban esa violencia y cuestionaban ese alejamiento del mensaje de Cristo. Pero estas disidencias no frenaron ese proceso. El autor libanés, en este sentido, analiza el concepto de derecho que se establece en ese momento entre los cruzados y que ayudaría a reformular el concepto de derecho con que, un par de siglos después, comenzaría a plantearse en las nuevas organizaciones políticas que surgirán en Europa.

En esta época se forja la imagen del otro, en este caso del musulmán. No hay que olvidar que la expansión árabe del siglo VIII significó la ocupación de territorios europeos, como la península Ibérica o Sicilia, los árabes llegarían hasta Poitiers, donde se detuvo la conquista musulmana y comenzó el largo proceso denominado reconquista (no muy justo, por cierto, y bastante cuestionado). También se iniciaría una literatura que narraba estas luchas, como La Chanson de Roldan o el Poema del Mío Cid, obras éstas que resultaban de un sinfín de relatos versificados que contaban con múltiples versiones y que ayudaban a forjar la imagen del otro. 

Las cruzadas tuvieron, por su parte, lo cuenta Amin Maalouf, unas víctimas cuya existencia molestaba en ese intento de disponer de una visión simplificadora de la realidad, tan útil para la guerra que requiere siempre la división sin matices de los bandos: los cristianos ortodoxos. Al igual de lo que ocurre hoy, aunque sin duda con una proporcionalidad diferente, una parte de la población árabe profesaba la fe cristiana. La mayoría eran cristianos ortodoxos, seguidores de las Iglesias que surgieron con el Cisma de 1054 que dividió el cristianismo oriental, de rito griego, y el cristianismo occidental, de rito latino, pero también había otras comunidades cristianas cuyas raíces eran anteriores y que se habían adaptado a convivir con los musulmanes. Muchas de estas comunidades, al igual de lo que ocurre hoy empleaban el árabe en sus ritos. 

Los cruzados no supieron encajar muchas veces a estas comunidades en su estrecha visión del mundo. Por un lado las veían como aliados naturales, eran al fin y al cabo cristianos, pero su convivencia pacífica con los musulmanes y el que compartiesen una cultura con ellos los volvían sospechosos. No pocas fueron las veces que se convirtieron en víctimas de los cruzados. La guerra, ya se sabe, no permite ver las gamas de colores existentes y tampoco interesa. Los musulmanes, por su parte, comenzaron también a recelar de ellos tras lustros de convivencia, esa fe compartida con el enemigo despertaba también sospechas y en ocasiones se les persiguió.

Cuando han pasado más de siete siglos de la última cruzada, volvemos a padecer las mismas estrecheces de miras. Mantenemos el nosotros o ellos, ellos o nosotros, como base de un discurso belicista, divisorio y de bloques. El horror de los atentados en nombre del islamismo nos hiere y escandaliza por convertirnos a todos en objetivos, somos sin remedio del otro bloque. Pero el otro bloque exige también fidelidad absoluta. Sin duda el discurso del primer ministro francés Hollande tras los trágicos y desgraciados atentados de París, a finales de 2015, tendría su equivalente casi paralelo en cualquiera de las argumentaciones en favor de las cruzadas. Hemos sustituido la defensa de la fe por la defensa de la democracia y de nuestros valores, incluso una diplomática europea en España, en entrevista concedida a Radio Euskadi el pasado lunes 21 de Marzo, apela a razones identitarias para defender las restricciones de entrada de refugiados y migrantes.

Porque ésta es otra, al igual que entonces, en los tiempos de las cruzadas, hoy tenemos otras víctimas que están en medio de los dos bloques y que se convierten también en víctimas de esta locura: huyen de la guerra de Oriente Próximo y de un autoritarismo cruel y cruento, pero no se les permite entrar en el paraíso europeo, se les rechaza y se les tacha además de ser un peligro. Convierte en cierto aquello de que la historia se repite, lo cual es de verdad una desgracia.

lunes, 21 de marzo de 2016

Jean-Christophe Rufin

Jean-Christophe Rufin
Rouge Brésil
Editions Gallimard, 2001


El colonialismo tuvo cosas absurdas, como el intento de que las colonias fueran un reflejo de la
metrópoli incluso cuando saltaba a la vista -o al sentido común, más bien- las diferencias absolutas entre las poblaciones de uno y otro lado, y las muy diferentes que eran las referencias respectivas, lógicas por otro lado ya que se trataban de comunidades distintas. No tenía sentido que los niños de Guinea Bissau o de Angola, por poner un ejemplo, estudiaran como propios los ríos del Portugal europeo o la lista de los reyes portugueses, incluso de aquellos anteriores a los que fueran sus primeros ancestros colonizados. Sin duda, había un motivo que no era otro que la voluntad homogenizadora de los Estados modernos, esto es, los que surgieron tras el Renacimiento y que necesitaban con urgencia una naturaleza única, a diferencia de los imperios clásicos en los que no había esa obsesión por crear un único modelo social y cultural. Un pueblo, una patria, una lengua, una religión, en consecuencia un Estado: podría ser éste el eslogan que guiaba la senda a seguir y que, por desgracia, con el paso del tiempo, causó situaciones terroríficas. 

Claro que hubo casos en los que los colonizadores sí que llegaron a levantar un modelo parecido al de la metropoli. Fue el caso, por ejemplo, de las primeras colonias británicas en América del Norte, pobladas por ingleses y que en ocasiones eran copia exacta del país colonizador. Sin duda fue esa también la voluntad de los españoles que llegaron al denominado Nuevo Mundo y que bautizaban las nuevas ciudades con los nombres de las localidades de orígen. Se trataba, en definitiva, de imponer lo mismo que en Reino Unido, España o Portugal. En este sentido resulta recomendable leer la parte del ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe en la que Octavio Paz analiza el colonialismo español en América, lo compara al británico y saca sus conclusiones respecto a las consecuencias. 

Tal fue también la idea del vicealmirante francés Nicolas Durand de Villegagnon al partir en 1555 hacia tierras del sur de América y fundar la Francia Antártica en el territorio que hoy ocupa Rio de Janeiro, aventura a todas luces efímera de la que apenas se guarda hoy recuerdo. Esta historia la convirtió en novela el escritor francés Jean-Christophe Rufin, con la que ganó en 2001 el premio Goncourt. Rouge Brésil describe esa llegada de Villegagnon al Brasil con un grupo de hombres que reproducen en ese trozo considerado de Francia, la Francia de ultramar, el conflicto religioso tan presente tanto en Francia como en Europa durante el siglo XVI. Católicos y protestantes se enfrentarán por el dominio del territorio. Pero, al igual de lo que ocurría en Europa, ambos bloques no eran homogéneos, y así vemos como, aun cuando la fracción más puristas del bando hugonote, la más estricta y firme seguidora del modelo calvinista, parece crecer y fortalecerse, no hay una visión homogénea en el mismo, al grupo de anabaptistas que llegan en la primera expedición hay que sumar la actitud de algunos protestantes que intentan mantener la fidelidad al libre albedrío, como Quintin, que no se identifica con la situación, del mismo modo que en el bando católico, más poderosa militarmente, hay quien adopta posiciones eclécticas que también se dieron en Europa, no hay que olvidar a Erasmo de Rotterdam o en España a toda una generación -el Cardenal Cisneros, los hermanos Valdés, Luis Vives y tantos otros nombres- que estuvieron entre dos aguas, intentando entender y aprehender lo mejor, lo más lúcido, de ambos bandos, defendiendo siempre la libertad individual y la fidelidad a los principios sin imponérselos al contrario, es decir, al prójimo, por decirlo de un modo bíblico. 

En la novela de Jean-Christophe Rufin hay dos personajes, los hermanos Just y Colombe, a partir de los cuales se construye el relato y que van más allá del conflicto religioso, su presencia nos permite indagar cuál era la actitud de los colonizadores respecto a los indígenas y a aquella naturaleza,que tanto impactó a los europeos que veían por primera vez esa parte del mundo, un mundo que les costó entender y asumir. De este modo, Colombe, que durante un tiempo tuvo que fingir su condición de mujer y actuar como hombre para poder ser trasladada como trujamán al Brasil, se identifica con los hombres y mujeres de aquellos lares, se convierte en una de ellas. No fue empero el único caso de blanco que se inserta en las sociedades indígenas y que deben por ello romper con sus propios orígenes.

En cierto modo la novela alcanza una actualidad brutal si la leemos en clave de los varios conflictos que estallan al mismo tiempo y que requieren, para su superación, de mucho esfuerzo de empatía y negociación, lo que no siempre se da. El encontronazo entre los bloques se da, por tanto, con fuerza y al final parece imposible establecer un ambiente de libertad, por mucho que se hubiese planteado en algún momento. Aquella isla de Serigipe donde desembarca la expedición -y que hoy lleva el nombre de Villegagnon- deviene el símbolo de la Europa de entonces, aunque quizá también de la Europa de hoy, cuyo maltrato a los refugiados que llegan a sus fronteras nos produce a muchos verdaderas
nauseas.

jueves, 17 de marzo de 2016

¿Manuel Vázquez Montalbán olvidado?

Vaya por delante que uno desconoce el funcionamiento de las empresas en estos tiempos de capitalismo calificado como salvaje. Es sabido, aunque no del todo asumido, que el objetivo principal de una empresa es obtener beneficios. Sin ellos no se puede mantener la estructura empresarial, con sus salarios, balances, resultados y cotizaciones, y desde una mera lógica sistémica, es legítimo que así sea. No obstante, uno acaba considerando que, guste o no este sistema económico, se esté o no de acuerdo con sus lógicas, se sea más o menos conservador, reformista o transformador, no todo se debe medir de acuerdo al dinero.

Las editoriales son empresas. Reconocido esto, se debe también asumir que en ellas funciona la referida lógica de los beneficios. Pero al mismo tiempo hablamos de una empresa cultural, donde la materia a producir es la literatura -aclaro que hablo sobre todo de las editoriales centradas en la literatura, las de ficción y poesía, también las que se especializan en el ensayo-, y la literatura no siempre es rentable, al menos desde la lógica de un sistema basado en los beneficios económicos. Por tanto hemos de acudir a otro tipo de beneficios que no se miden de acuerdo a las declaraciones societarias a que todas las empresas se deben. La literatura, y esto puede ser objeto de otra reflexión más larga y sesuda que yo ahora mismo no asumo ni pretendo, aporta a la sociedad un cierto valor cultural comunitario. Sin sus escritores y poetas las sociedades, todas las del planeta, serían más sosas y no habría referencias comunitarias ni simbólicas que permitieran el intercambio de ideas y sensibilidades. Reconocido esto, tenemos también que reconocer que las editoriales, además de asegurarse su continuidad mediante la obtención de los beneficios necesarios, posee otro compromiso con la cultura y deben apostar por mantener viva la herencia recibida, lo cual no siempre es fácil, se choca con unas realidades económicas no siempre gratas.

La larga lista de títulos descatalogados así lo indican. Es cierto que hay autores que están llamados inevitablemente al olvido sin que tengamos que derramar muchas lágrimas de cocodrilo, pero también lo es que a veces eso que llaman el mercado como gestor de nuestras vidas comete injusticias brutales y hay olvidos -o procesos de olvido- que resultan hirientes.

Recomendé a un conocido brasileño de viaje a Barcelona que buscara en las librerías la novela de Manuel Vázquez Montalbán El Pianista. Las razones de dicha recomendación son obvias: se trata de una novela sensible, bien escrita, lírica y bella, de tema histórico reciente y también de ecos políticos a los que mi conocido es muy afín. El que se tratara de un escritor de la segunda mitad del siglo XX, muy ligado a esa ciudad, Barcelona, y a su realidad social y política, una referencia cultural de enorme prestigio además, mencionado con frecuencia en los cenáculos intelectuales y sociales, sobre quien se realizan no pocas conferencias, simposios y alguna que otra investigación universitaria me indujo a pensar que no resultaría difícil encontrar la mencionada novela, sin duda una de las mejores del autor. 

La desagradable sorpresa fue saber que dicha novela está en el limbo de los libros descatalogados, que ninguna de las principales librerías de la ciudad guardaba ejemplar alguno del mismo y en alguna incluso se aconsejó acudir a las librerías de viejo, las de segunda mano donde quizá se podría encontrar la novela en cuestión.

¿Manuel Vázquez Montalbán olvidado? Eso parece. O al menos va en camino de ser uno de esos escritores a los que se menciona con frecuencia pero cuyos libros han desaparecido, de momento de las librerías. Ya digo, ignoro los mecanismos internos de las editoriales y las razones de sus políticas de edición, pero que El Pianista no se pueda ya comprar en ninguna librería de esa mejor tienda que es Barcelona, como decía una antigua promoción publicitaria de esa ciudad, le deja a uno por lo menos desencajado.

sábado, 12 de marzo de 2016

Nostalgia

La razón fue un rapto de locura de los dioses, que en un instante efímero dejaron de creer en sí mismos. En ese instante, abandonaron su instinto y permitieron que la lógica dominara sus vidas. Comenzaron por el lenguaje, poco a poco dejaron las metáforas y las parábolas, buscaron explicaciones con las que procuraban una vana satisfacción vital. Pero se sintieron vacíos y, a medida que se imponía la racionalidad, llegaron a sentir el dolor, no del cuerpo, ni de la carne, ni de los músculos, sino de algo intangible pero que a medida que se imponía dentro de sí les hundía en el llanto y la pena. Dejaron de ser dioses. Y los humanos que nos relacionábamos con ellos dejamos de ser héroes.

En ese momento Álvaro se calló y los tres nos quedamos en silencio ante la bahía. Al otro lado, vimos las luces de Santurce y Portugalete. El mar era como un agujero negro. No había luna. Nos estiramos sobre la hierba y Lorena se apretujo a mi lado. Qué triste y qué bello, susurró. Ojalá siempre estuviéramos así, pensé. No sé si lo llegué a decir. Pero al día siguiente de nuevo nos íbamos a separar. Lorena regresaba a Berlín, a su trabajo en una empresa de ingeniería, Álvaro volvía a Londres, a continuar con sus trabajos precarios, a afirmar en sus largas y afligidas cartas que la vida carecía de sentido y sobre todo a escribir, escritor maldito cuando dejaba la mitología y los sentimientos hermosos, mientras que yo partía para Lisboa, a retomar mis clases. Dejábamos de nuevo Algorta, ese rincón de Vizcaya donde habíamos crecido, inseparables los tres. 

Recordé que cerca de allí, en la playa, habíamos prometido nunca separarnos. Estaremos siempre juntos, nos dijimos cuando acabamos el Instituto, pero qué efímeras son las promesas de los humanos, consideré aquella noche imitando el tono lírico-mitológico de Álvaro, nos habíamos separado, forzados por las necesidades, cierto, pero incapaces de mantener nuestra palabra. Nuestra primera despedida fue también triste. El vino y la cerveza apenas disipó la pena. Los besos de Lorena, ya de madrugada, cuando la primera claridad asomaba por detrás de las montañas, me supieron a lágrimas tal como había vaticinado Álvaro con ese toque suyo poético-tremendista: los besos sabrán a lágrimas y se convertirán en sal, había dicho. 

Hacía muchos años habíamos jugado los tres por las calles del barrio viejo, por entre los árboles que bajaban la cuesta hacia la playa. Os acordáis de los helados de Arretche, preguntó de pronto Lorena entre risas, claro que sí, respondimos los tres al unísono, toda nuestra infancia habían sido los helados del Arretche, los mejores helados del mundo, los de limón que quitaban la sed, por lo menos a mí eran con diferencia los que más me gustaban. Sabes a helado de limón, me dijo Lorena la primera vez que la besé. Besarla a ella me dejó un dulce frescor de final de verano, cuando comenzaban las tormentas, deberías de ser un sabor del Arretche, le susurré al oído.

Cuándo volveremos a vernos, preguntó Lorena. Coincidir en verano había sido casualidad. Tal vez en Navidad, comentó Álvaro. Sí, en Navidad, afirmé rotundo. Guardamos silencio. No pude menos que odiar los arranques de locura de los dioses que habían desembocado en toda esta razón desasosegante de nuestros tiempos.