A finales de la década de
los sesenta se produjo al suroeste de Nigeria una de las crisis humanas más
graves del mundo. A la inestabilidad política y social del país, que se plasmó
en un golpe de Estado y en los enfrentamientos tribales y de diverso tipo que
azuzaron toda Nigeria, se unió la declaración de independencia de Biafra, una
zona de mayoría Igbo, con una pretendida política progresista y muchos recursos
en su suelo, por tanto objeto de demasiados intereses, lo que dio paso a un
guerra, pero también a una hambruna que afectó a buena parte de la población y
que produjo incluso más muertos que los propios enfrentamientos bélicos.
A diferencia de otras
guerras y otras tragedias anteriores, la crisis de Biafra fue la primera en
transmitirse casi de forma directa y en todo el mundo por televisión, que en
ese momento ya estaba lo bastante desarrollada como para informar de lo que
pasaba en ese rincón del mundo y además se había extendido su uso en numerosos
hogares, sobre todo en los países europeos y en Estados Unidos, pero también en
otros muchos lugares. De este modo, las imágenes de las hambrunas y de la
locura de la guerra se vieron en muchos de esos hogares, lo que provocó a su
vez la primera oleada de indignación y de exasperación global ante las escenas
retransmitidas, y de solidaridad internacional.
No será exagerado afirmar
que con aquel conflicto se comprobó por primera vez la importancia de un medio
como la televisión para incidir en la realidad, no sólo porque se vio en
directo las consecuencias del conflicto, sino también porque provocó la primera
campaña de ayuda humanitaria en un sentido moderno, tal fue la sensibilidad y
el horror provocados en numerosos hogares anónimos, pero también en los de
algunos responsables políticos, el de Nixon entre ellos, que en 1968 alcanzaba
la presidencia de Estados Unidos y declaró que no era posible mantenerse ajeno
a lo que ocurría en Biafra. Hoy estamos acostumbrados a tales escenas
retransmitidas por los medios de comunicación y por desgracia los efectos son
ahora menos tremendos, se diluyen más rápido los efectos emocionales que
producen, casi ha dejado de afectarnos las tragedias, y cuando nos afectan, las
olvidamos con excesiva rapidez.
Pero además, aun cuando
se comprobara la capacidad de la televisión para difundir hechos y para incidir
en la visión de las cosas, hoy son las redes sociales las que muestran tal
capacidad, no creo que se pueda afirmar de un modo absoluto que esa difusión haya
contribuido a comprender plenamente y mejor los hechos que se muestran, a
entenderlos en toda su envergadura por medio de la información y del
periodismo, entre otros motivos porque los medios muestran la realidad a menudo
como si fueran hechos naturales, como si ocurrieran las guerras o las hambrunas
del mismo modo que brotan las flores en primavera, sin permitir entender la
realidad plena de los conflictos y menos aún interpretarla, y así lo entiende
la mayoría de las veces la opinión pública, cualquier cosa que sea ésta, que
son inevitables además de naturales, sin pretender ir más allá, a las raíces de
los problemas y los conflictos. Lo expresa a la perfección la escritora chilena
Lina Meruane: «Nos mostraban las
hambrunas pero no nos hablaban de sus porqués». Y esto se aplicó en la
guerra y en la hambruna de Biafra, pero también en tantos otros conflictos y
situaciones terribles que se han ido dando a lo largo y ancho del mundo. La
consecuencia de todo esto se refleja no en que haya ahora, como antes de los
grandes medios de comunicación, una única versión de la realidad, la oficial
del lugar donde uno haya nacido, sino que se ha perdido mucha capacidad para
interpretar la realidad y lo que se transmite son meros hechos sin más, sin que
los podamos asimilar, entenderlos o al final interpretarlos. El resultado es
una misma manipulación, aunque cabe que peor, porque normaliza el horror hasta
la pura indiferencia.
Sin embargo, hay otras
vías de acercamiento a tales hechos que tal vez muestren una capacidad por
medio de la sensibilidad de acercarnos a la realidad. A todas luces, la
literatura es uno de ellos. No en vano Marx afirmó que le habían servido mucho
más las novelas de Zola para comprender los mecanismos sociales que los sesudos
estudios económicos y sociológicos de la época. Y eso sigue ocurriéndonos hoy,
más aún cuando, como se intuye, parece dominar lo más superficial, la mera
fachada, el espectáculo.
Por ello, si quiere uno
acercarse al conflicto de Biafra y entender lo que pasó en Nigeria a finales de
los años sesenta, teniendo en cuenta además la escasa información accesible
sobre lo que ahí ocurrió entonces, lo mejor es una novela, Medio Sol Amarillo de la escritora Chimamanda Ngozi Adichie, aparecida
en 2006 y en castellano publicada por la editorial Random House en traducción
de Laura Rins Calahorra. No sólo el lector podrá disfrutar de una novela formidable,
de unos personajes bien construidos, de unas situaciones bien diseñadas, con
sus conflictos y sus detalles, también podrá descubrir un África distinta a la
que los tópicos y estereotipos nos tienen acostumbrados. Porque la novela,
además de los logros literarios –no en vano hablamos de una de las mejores
escritoras africanas del momento–, recoge esa intrahistoria del país en el
sentido del que hablaba Marx respecto a la obra de Zola. Y lo hace además sin
pelos en la lengua, mostrando todas las contradicciones, todas las
manipulaciones y toda la crueldad posible en el ser humano.
Quien no conozca las
sociedades africanas podrá darse de bruces con unos países que, aún diversos
entre ellos –África no es un país, recuérdese, es un continente tan variado y
diverso como cualquiera de los otros continentes–, poseen todos ellos, ya lo poseían
en los años sesenta, cuando una gran parte de los países se fueron
independizando, un pluralidad interior enorme, no sólo tribal o étnica, lo que
más llama la atención, quizá, a los europeos, cuyos países son más homogéneos,
poseen poca pluralidad interior, pero encontrarán también una enorme variedad social,
en África existen las clases con intereses diferentes, y cultural, con miradas
sobre la realidad muy distintas entre ellas, por lo que no resulta, en este
aspecto social, tan diferente a lo que pasa en Europa. Descubrimos de este
modo, además de las aldeas con su cultura tribal, una burguesía que gestiona su
capital dentro y fuera del país, percibimos un estamento intelectual que debate
y discute, apreciamos también la misma preocupación por los sin voz, «¿Cómo se pueden saber los sentimientos de
aquellos que no tienen voz?», se pregunta en un momento dado Olanna, una de
las protagonistas principales de esta novela coral, o la ansiedad ante la vida
y la muerte, un sentimiento sin duda universal y que se acentúa además al
encontrarse en medio de una guerra.
En este sentido, todos
los personajes se enfrentan a conflictos universales y sienten lo mismo que lo
que sienten millones de personas en todo el mundo, aun cuando incidan rasgos
propios de las culturas locales. Llama la atención que el joven Ugwu, un
adolescente que se adentra en la vida con las mismas pulsiones que cualquier
joven de cualquier lugar, se plantea en un momento dado si realmente «no estaba viviendo la vida: la vida le
estaba viviendo a él», un conflicto interior que sin duda es común a tantos
otros adolescentes del mundo, a lo que todos nos hemos enfrentado en un momento
dado de nuestras vidas.
En lo básico nada hace
distinto, ni mucho menos peor, a África de lo que son otros continentes con sus
sociedades y sus conflictos. Tal vez la diferencia resida sólo en las miradas,
que no siempre son justas y están repletas de estereotipos y de evidente
supremacismo. «Las guerras de esta gente
nunca son civilizadas», afirma en la novela un personaje europeo cuando se
inicia el conflicto en Biafra, como si hubiera alguna guerra civilizada, como
si las dos guerras mundiales del pasado siglo, originadas y llevadas a cabo en
Europa lo hubieran sido, como si la guerra civil española o el conflicto
yugoslavo hubieran dado muestras vivas de civilidad y buenas maneras, como si
las guerras coloniales de Portugal en Guinea Bissau, Angola o Mozambique, que
estallaron casi al mismo tiempo que la guerra de Biafra, probaran por parte del
colonizado una exquisita sensatez en sus gestos y actos. O como si la actitud
fría, por no decir indiferente, de los Estados europeos ante la tragedia del
Mediterráneo que ahora mismo está ocurriendo fuese una prueba de superioridad
civilizatoria. Pero mantenemos como sociedad esa mirada desde una pretendida
superioridad, sin querer ver que los que transmite Chimamanda Ngozi Adichie en
su novela es lo mismo que lo que ocurrió aquí, entre nosotros, no hace tanto
tiempo, lo que podría volver a ocurrir aunque se niegue, el mismo horror y la
misma insensibilidad que mantenemos ahora, una misma actitud como sociedades
que, la verdad sea dicha, no da mucho espacio a la esperanza.