lunes, 20 de marzo de 2023

Entender sus motivos

 


«¿En qué infierno macabro estamos, Dios?», se pregunta Maddi, la protagonista de la nueva novela de Edurne Portela, Maddi y las fronteras. A todas luces, no cabe otra pregunta, el nazismo es ya por sí mismo un horror con su política genocida y su programa espeluznante basado en una ideología nauseabunda de supremacismo y desprecio, de desigualdad absoluta entre los seres humanos. Pero aterra sobre todo que se pudiera poner en práctica ante una permisibilidad generalizada que dio prioridad a los negocios, al orden, en un mundo atribulado que miró hacia otro lado, sin querer ver lo que se avecinaba, lo que ya devino una realidad, que se produjera, además del genocidio sistemático, una nueva guerra mundial veintiún años después del fin de la primera gran guerra.

Lo que a muchos nos desasosiega es que todo siga sonando demasiado contemporáneo.

Aunque a decir verdad sólo han pasado noventa años desde que se iniciara toda aquella crueldad, noventa años nada más de su inicio, forma parte con todas las de la ley de nuestra contemporaneidad. El 24 de marzo de 1933 se le dio a su líder los plenos poderes para aplicar su política. Se crearon los campos de la muerte contra judíos, gitanos, opositores, personas que no se adecuaban a los modelos raciales y humanos del nazismo. Ante un silencio sólo roto de vez en cuando por voces que clamaron en el desierto. El expansionismo llevó a una nueva guerra mundial. A la hecatombe en medio de la cual lo narrado en el libro de Edurne Portela es apenas una parte ínfima, una gota de agua en aquel mar de horror, pero un infierno, el peor escenario posible, para quienes lo vivieron.

Maddi y las fronteras es la historia de Maria Josefa Sansberro, o Maria Josefa Nicolas, el apellido de su segundo marido, pero conocida como Maddi, un personaje real, una mujer nacida en Guipúzcoa pero que vivió desde niña al otro lado de la frontera, en el País Vasco Francés, y allí asistió a la guerra de España y después a la entrada del ejército alemán en Francia, mientras vivían imbuidos en la pura cotidianidad, entre chismorreos vecinales, trabajo y un niño adoptado que crecía día a día.

Edurne Portela va rellenando con imaginación, lo explica ella misma, lo que no cuentan los datos confusos a los que accede. En este juego de ficción, verosimilitud y realidad que es la literatura, la representación nos permite afrontar el horror, pero también el valor, que hay en los hechos de la vida, no sólo los del día a día, como solucionar la subsistencia o las relaciones interpersonales, la cotidianidad más próxima, con sus problemas diarios y sus alegrías, cuando las hay, también las cuestiones que parecen estar allí fuera, en las instituciones o en los grandes hechos de cada época, que nos parecen lejanos, qué lejos está París o Berlín cuando se vive en los Pirineos, cuestiones tan ajenas, pero que acaban afectando. Incluso se vuelven un infierno macabro.



Me llama la atención, por otro lado, el silencio extraño que se impone hoy ante el horror sistemático de lo ocurrido en el corazón de Europa. Bueno, quizá no es silencio la palabra adecuada, al fin y al cabo se han estudiado bastante el nazismo y la guerra, los campos y la represión, han sido materia también de un sinfín de novelas y películas. Quizá sea mejor hablar de distancia. O de cómo parece que todo aquello no va con nosotros, con nuestro presente, que sea cosas de otra época, utilizamos esta fórmula, de otra época, para marcar esa distancia temporal y con la idea de que no puede volver a pasar, mientras nos estremece los genocidios actuales, los de África, los que han ocurrido no hace tanto tiempo en Kampuchea, o en Yugoslavia, fuera de la Europa fortaleza, lo que ocurre en definitiva en regiones en las que no se da valor a la vida, lo decimos así, no dan valor a la vida, [ellos]. Mientras, vendemos armas a países en guerra y legitimamos regímenes tiránicos llevándoles mundiales de fútbol o contribuyendo con tecnología ultramoderna, su represión es cosa interna, como lo fue la política del gobierno alemán durante el lustro anterior a la guerra.

Qué rápido hemos pasado página.

Qué fácil olvidamos que el jardín europeo tiene demasiados claroscuros.

Maddi, mujer creyente, católica firme, lanza su diatriba a un Dios que guarda silencio. Elie Wiesel, superviviente de los campos de concentración, se formuló también muchas de las preguntas que se va planteando la protagonista de la novela. Claro que con independencia de las respectivas fes, todo indica que la crueldad, la maldad o el horror tienen una naturaleza demasiado humana. Por mucho que las guerras se bendigan en Iglesias o en Mezquitas y resuene otra vez el grito medieval Dieu le veult, son otras las motivaciones, las razones de tanto desvarío.

Claro que tal vez sea en vano buscar explicaciones o pretender discernir los porqués de tanto horror y lo mejor sea seguir lo que la propia Maddi aconseja, «no intentes entender sus motivos».