Inquietud. Es la sensación
que produce la imagen de la familia Puccio en la película de Pablo Trapero El clan (2015). Una tremenda inquietud
que hubiera podido ser todavía peor si este director argentino hubiese optado
por ser más incisivo en su forma de contar una historia real de la Argentina de
los ochenta, unos años también terroríficos en algún momento, llenos de malestar
y zozobra colectiva en toda aquella etapa que deambuló entre la dictadura y la
restauración democrática, vía guerra narrada –justificada– con toda la épica
posible.
Pero Pablo Trapero se
concentró en esa familia y la mostró con toda claridad, de un modo magnífico, acertado,
sin misterios ni alharacas, tal cual, con un estilo hiperrealista. El
espectador asiste a la cotidianidad modélica de una familia con posibles, de
normalísima clase media, ejemplar a veces, comen, rezan, hablan, comparten, se
alegran y se apenan con las incidencias de cada uno de sus miembros, y la
confronta con esa otra faceta oculta a los demás, a los vecinos y amigos, a los
clientes y colegas, la de secuestradores y recaudadores de rescates, la de
asesinos sin escrúpulos, y que nosotros, espectadores, vemos compartir en un
mismo espacio, el de su casa y escondite de secuestrados, sin que los hábitos
familiares se vean rotos por la atención que prestan a sus víctimas.
El padre, Arquímedes
Puccio, interpretado por Guillermo Francella, logra crear una cierta ambigüedad,
consigue el actor que veamos al personaje de un modo cordial, incluso tierno,
por ese aspecto que a veces nos puede resultar frágil y sensible. Pero vamos
viendo también su implicación con el régimen dictatorial, a cuyos servicios de
inteligencia ha pertenecido y descubrimos cómo compagina la atención hacia sus
hijos –las clases de matemáticas, las alegrías por los éxitos deportivos y
personales del hijo mayor– con la preparación y ejecución de los secuestros, con
la gestión de estos, con la crueldad fría con que exige los rescates. Y con el terrible
acto de matar, que a lo sumo es, en uno de los casos, un contratiempo. Descubrimos
que es un manipulador neto, que sabe mover a quienes le rodean, los utiliza
como el narcisista que es y que se aprecia en algunas de sus miradas, en
algunos de sus gestos, en el tono con que procura siempre justificarse.
La contraparte del padre
es Alejandro Puccio, el hijo mayor, colaborador incluso necesario, deportista
de éxito y comerciante en ciernes, nos parece un modelo de los ochenta,
compagina su liderazgo deportivo con la alegría de la vida entre las clases
acomodadas, sabe disfrutar de las fiestas y seduce a una joven y bella cliente
de su tienda. Presta sin embargo su apoyo a las actividades criminales del
padre, es incluso un sostén imprescindible, aun cuando nadie sea capaz de
creérselo y sus propios compañeros o su novia confían en él incluso cuando las
evidencias se le ponen en contra. Pero el propio Alejandro Puccio, a diferencia
de su padre, duda, tiene remilgos morales, no está del todo seguro de que esa
otra vida sea la mejor opción, incluso intenta reaccionar, aunque es incapaz de
huir de la culpabilidad inculcada por su padre. ¿Le hace esto mejor?¿Mengua en
algo su papel, su responsabilidad?
Lo que impresiona de la
película es tal vez que ambas facetas del clan de los Puccio conviven entre sí con
absoluta normalidad, asistimos a todo ello desde el principio, como si la cinta
fuera en realidad un reportaje naturalista de la vida en vez de una ficción,
aunque sea una ficción basada en la realidad. La vida es así, parece querérsenos
decir en algún momento; la normalidad es esto, no juzguen, impresiónense si
quieren, pero no juzguen. Asistimos al fin y al cabo a esa misma combinación de
horror y tranquilidad, de ferocidad y civilidad, en nuestra cotidianidad, todo
Estado se mantiene sobre sus cloacas y nuestras modélicas sociedades
occidentales se han ido construyendo sobre un pozo sin fondo de crueldad e
ignominia. Lo podemos ignorar voluntariamente o asumir, hemos llegado incluso a
un punto en que no parece que se acepte la denuncia, aunque sea una denuncia
formal, sólo intelectual, sin más efectos que los historiográficos, incluso
ésta llega a estar mal vista en nuestros modelos de vida, que son, ya se sabe,
los mejores o los menos malos.
De este modo la
normalidad se va aceptando a base de frases hechas, de afirmaciones asumidas de
un modo acrítico. Lo normal no se cuestiona. Ya ni se interpreta, se acepta un
relato de los hechos y la propia realidad se va soportando a veces como si
fuese un espectáculo que siempre ha de continuar. Sólo de esta forma se
entiende que el terrible doctor Lecter de El
silencio de los corderos acabe siendo aceptado como personaje aun cuando se
trate de un criminal tremendo y cruel, de igual forma que asumimos todo el
horror producido por nuestra propia historia. Que nada nos saque del sosiego de
la normalidad, al fin.
La normalidad, de este
modo, se convierte en el gran tema, en nuestra identidad. Erich Fromm la llegó
a analizar como patología.
La actual crisis del
coronavirus nos ha mostrado que nuestro magnífico sistema sanitario sólo
funciona de un modo ejemplar cuando nada ocurre, se nos dijo que era el mejor
sistema del mundo, incluso podía mantenerse a pesar de recortes y
privatizaciones, éstas incluso contribuían a su ejemplaridad. Ha bastado una
epidemia de base desconocida para ponerlo todo patas arriba, del mismo modo que
el sistema bancario ejemplar previo a la crisis de 2008 –el sistema bancario
español goza de buenísima salud, se llegó también a decir – necesitó ayudas del Estado durante el cambio
de decenio.
Ahora nos hablan de la nueva normalidad que habrá de surgir al
final de la epidemia y tras el estado de alarma. No sé, visto lo visto da no
poco miedo lo que pueda traer consigo.