miércoles, 27 de diciembre de 2023

Los ángeles caídos, de Eleine Etxarte

 


Nos mirábamos el ombligo.

Creímos en la posibilidad de ser únicos. Cada uno en particular, en su más absoluta individualidad. No nos dimos cuenta de la soledad que ese gesto entrañaba: romper los lazos con los otros, vivir ensimismados, falsamente orgullosos de los paraísos artificiales que íbamos creando, pero que tan lejos estaban de un paraíso verdadero. Sin querernos dar cuenta, tan ciego era nuestro orgullo, levantamos muros tan altos como un nuevo Babel posmoderno y tan pretencioso como el primigenio.

También fracasamos.

Nos mirábamos el ombligo y, con ello, perdimos el gusto por lo cercano, la posibilidad de contemplar los colores de las flores, de la tierra, de los campos, el lubricán de la madrugada, la hermosura calma de los rayos atravesando las nubes, esa luga que anuncia que el mundo es bello, aun cuando no lo viéramos en la cima de nuestra vanagloria porque apenas nos ocupábamos de nosotros mismos.

Nos creímos creadores de mundos.

Pero el mundo estaba ya creado, uno solo, el nuestro, al que no queríamos contemplar, tan encerrados estábamos en nuestra vanidad. Perdimos el placer de la primera maresía, el olor de la tierra henchida, incluso el petricor que provocaba la lluvia cuando de pronto, en la canícula, caían las primeras gotas sobre nuestros caminos empedrados. No supimos apreciar lo que existía ante nuestros ojos. Cegados de soberbia, de ambiciones nulas, ebrios de jactancia y suficiencia.

Perdimos nuestras alas, pero sobre todo perdimos nuestra mirada.

Cuando estuvimos en la cima de la más alta atalaya, descubrimos el horror de nuestra pequeñez. Vimos ríos de humanos que avanzaban en los cauces construidos entre edificios gigantescos. Vimos la tristeza de seres encerrados en sus reductos mínimos, pegados unos a otros, enormes colmenas para hombres y mujeres que vivían solos en compañía. Vimos el sin sentido, el absurdo, la conquista fatua sobre el tiempo inapelable.

Qué hermosas son nuestras ruinas, sin embargo.

Nos mirábamos el ombligo y eso nos convirtió a cada uno de nosotros en una nueva versión de Caín. Vagamos desde entonces, tras descubrir ante el espejo nuestra condición de desterrados, arrastramos la culpa por los caminos, sin entender la razón de tal condición de, a la vez, expulsados y protegidos.

De las ruinas también resurge la belleza, susurramos esperanzados. Lo importante tal vez sea el camino, nada más.

Queremos creerlo. Aunque tal vez seguimos en la actitud de mirarnos al ombligo.

 


jueves, 23 de noviembre de 2023

La vivienda


 

Puede que sea pronto, según las normas no escritas de la cortesía política, para lanzar los primeros dardos de la crítica, aunque a estas alturas ya muchos tenemos la experiencia suficiente como para tomar distancias, o no, respecto a qué partidos, qué gobiernos, qué políticos. Se deja engañar quien no tenga memoria o vivencias bastantes, quien sufre de candor, ingenuidad o incluso de una bobería fruto de la llaneza de espíritu, o tal vez sea simple interés a que las cosas no cambien, entiéndase a mejor. Puede también que se trate de un mero desliz, una de esas afirmaciones inoportunas que se formulan sin pensar, o sin pensar lo suficiente, aunque reflejan, qué duda cabe, una toma de posición, una sensibilidad que se dice ahora.

Que la recién nombrada Ministra de la Vivienda, Isabel Rodríguez, haya dicho en sus primeras horas, casi minutos, de la toma de posesión de su cargo que «defenderemos a los pequeños propietarios» deja cierto remusguillo a posición tomada, y no en favor de una inmensa mayoría, todo hay que decirlo, y no porque los pequeños propietarios puedan no tener sus problemas, sus preocupaciones, sus derechos, pero en un país donde el acceso a la vivienda alcanza, aun cuando no se presente así, se evite la formulación, niveles de verdadero problema, asusta no poco semejante declaración.

Porque los precios empiezan a ser inalcanzables para buena parte de la población, los precios de venta y los precios de alquiler. Que en muchas ciudades los alquileres no bajen de los mil euros, novecientos como mucho, cuando el salario mínimo supera en poco los mil euros, esos mismos mil euros, eso cuando el contrato sea de jornada completa, en un momento de altísima inflación, en competencia también con los pisos turísticos, y que en consecuencia muchos barrios se vayan vaciando por la expulsión de sus vecinos o la imposibilidad de acceder a ellos por jóvenes o recién llegados, o que obliguen a mucha gente, y no sólo jóvenes, a tener que compartir piso, tener que, como obligación, por mucho que se saquen de la manga modas posmodernas de repartir por afición el espacio de un apartamento y sus gastos, que no es voluntario, sino necesidad, pudiera llevar a matizar quien es la parte más débil en este estado de cosas.

Claro que no es un problema de ahora, sino que ha sido algo latente en muchos momentos. Así lo ha reflejado la literatura, muchas veces empeñada en traer a colación la intrahistoria, la vida cotidiana. Inolvidable resulta la novela de Rafael Azcona El pisito, escrita en 1957 y que dos años después trasladaban al cine Mario Ferreri e Isidoro M. Ferry. El propio autor de la novela comentó que se basó en un caso real leído en la prensa, el matrimonio de un inquilino con la anciana propietaria del apartamento para así asegurarse la vivienda en el futuro. En 1962, la novelista valenciana Concha Alós publicaba Los enanos, ahora recuperada por la editorial La Navaja Suiza, que cuenta la vida en una pensión donde comparten espacio unos personajes que sueñan, muchos de ellos, con adquirir el deseado piso que les permita avanzar en el anhelo de mejorar, salir tal vez de la pobreza y sentirse clase media, aunque nadie sepa muy bien qué es eso de la clase media.

Por tanto, un problema que perdura en el tiempo, de allí que a veces se considere que es algo natural, como las flores en primavera, que la vivienda sea inaccesible bien porque la población es pobre, antaño, o la vivienda es cara hasta el exceso, hogaño. Siempre habrá pobres, se dice a veces como justificación de la omisión de políticas que resuelvan este problema. Siempre será cara la vivienda, afirmarán hoy, aun cuando lo caro no es construir vivienda, sino su especulación. Mientras, se engrandecen los casos de impagos, ocupaciones, maltratos a la propiedad u otros abusos, que son en todo caso bien minoritarios, periféricos, una buena parte de los arrendatarios hacen encajes de bolillo por mantener los pagos a tiempo.

No entramos en formulaciones legales sobre el derecho constitucional a una vivienda digna, que es tema de leguleyos que admite, ya se sabe, interpretaciones varias.

Ha habido, sí, intentos desde varias administraciones de resolver el entuerto, admitamos las buenas intenciones, pero al final han quedado en aguas de borraja, bien por incapacidad, imposibilidad o mera adaptación de los políticos bienintencionados a acuerdos, oportunidades (oportunismos), bien por esa filosofía de andar por casa que se basa en la expresión es lo que hay, muy común por estos lares y que refleja bien a las claras el fatalismo hispánico.

Sobre todo el cine está aprovechando el filón del problema, que recoge como tema central o tangencial la cuestión. Mientras, seguimos a la espera de ver resuelto el problema y que la ministra nos demuestre que lo suyo ha sido un mero desliz.

 

 

miércoles, 18 de octubre de 2023

Adania Shibli

 


Todo empezó el año pasado a raíz de la invasión rusa a Ucrania. La reacción europea contra la agresión rusa conllevó, entre otras delicias, la suspensión de un curso sobre Dostoievski en la Universidad de Milán y que la Filmoteca de Andalucía quitara de su programación la película Solaris de Tarkovsky. Se propuso incluso derribar la estatua del escritor ruso en Florencia, disparate este que por suerte no contó con la anuencia del alcalde de la ciudad, que en un arrebato de sentido común tan escaso en el jardín europeo vio claro el catetismo de este despropósito, por decirlo de un modo suave.

Este año, ante esta nueva fase del conflicto entre Israel y Palestina con una nueva masacre en marcha, la Feria del Libro de Frankfurt ha cancelado la concesión de un galardón a la escritora Adania Shibli, autora de la novela Un detalle menor, ambientada en 1948 en la tierra hoy de nuevo ensangrentada. El director de la feria lo justifica alegando la condena al atentado sangriento de Hamás. Poco importa que Adania Shibli, palestina ella, en efecto, nada tenga que ver con la organización reaccionaria, como tampoco tiene que ver con el fundamentalismo la mayoría de los habitantes de Gaza ni los muchos manifestantes que han reaccionado a esta situación, aun cuando haya quienes vean en estas concentraciones una llamada a la Yihad que sólo existe en unas mentes que amparan un discurso cerrado de bloques, el nosotros y el ellos, que invocan pagar los muertos con más muertos, da igual de donde salgan los mismos.

Es evidente que está reacción sin sentido contra la cultura es apenas una anécdota menor ante la catástrofe de la guerra y el ataque encarnizado contra los civiles, que al final, como en Ucrania o como en cualquier otra parte, son los que sufren las decisiones ajenas, las de los Estados, las de los dirigentes que se arrogan la representatividad, las de los intereses comerciales de la industria de la guerra, que son al fin quienes sacan tajada de todo esto. Quizá porque la cultura es uno de los pocos ámbitos de sensatez que caben ante tanto disparate criminal.

Lo de hacerle pagar a Dostoievski el desatino de ocupar un país, cualquiera que fueran los argumentos esgrimidos, y bombardear un territorio, por tanto a una población civil, es una majadería en toda regla, una patochada, un absurdo que refleja bien a las claras una mentalidad cuanto menos estúpida. El que se suspenda la concesión del galardón sólo porque la autora en cuestión sea palestina supone legitimar a su vez un ataque desproporcionado e injusto a una población que no es responsable del atentado, bastante tiene con sobrevivir en su situación. Las instituciones culturales, en vez de ser puente y permitir la comunicación y el conocimiento, toman partido por la barbarie.

No he leído Un detalle menor, publicada en España por Hoja de Lata, ni siquiera conocía a esta autora, pero sin duda el (mal) gesto de la cancelación es una invitación para leerla, como habría que leer a los autores israelíes, sin duda más interesantes para conocer la realidad que los discursos llenos de odio de parte de los dirigentes políticos y militares locales. O de los silencios cómplices esparcidos por el mundo. Ha quedado claro una vez más que quienes fomentan las guerras no sólo asesinan, también pretenden silenciar las voces que explican las intrahistorias de los pueblos. Da igual de que bando sean.

jueves, 21 de septiembre de 2023

Idiomas

 


Decía Unamuno que un español culto debía por lo menos entender el portugués y el catalán, y sugería que conociese algunas de las lenguas españolas, además de la oficial y de la lengua vecina.

No es mala idea cuando de nuevo la cuestión de los idiomas vuelve a saltar a la palestra tras la aprobación de que se puedan utilizar las lenguas cooficiales en el Congreso, esto es, las lenguas de aquellas Comunidades que las ha reconocido legalmente, utilizadas en la administración e introducidas en los respectivos sistemas educativos. No son todas las que hay, porque además existen otras, a medio camino entre idioma o dialecto, las fronteras son a menudo difusas, en algunos casos consideradas lenguas protegidas –el asturiano, el aragonés, el asturleonés, el extremeño– o en otros situadas en un limbo, como el portugués hablado en la raya de Cáceres y Badajoz, la gacería o el caló, lengua esta última olvidada de pleno porque pesan siempre los prejuicios, parece ser.

El primer debate del Congreso con posibilidad de emplear las lenguas cooficiales tuvo momentos muy esclarecedores. Los representantes de Vox, que tienen como una de sus señas de identidad el patriotismo español, marcharon de la Cámara en cuando se escuchó las primeras palabras en lengua distinta a la castellana o española. Parece ser que en su España tan amada como idealizada no caben los otros idiomas, da igual que existan o no. El PP se opuso también, pero permanecieron en el debate, aun cuando no se pusieron el correspondiente pinganillo. La nota de color la puso su representante Borja Sémper, que utilizó el vasco, aunque fuera para criticar tal uso, en un guiño que nos recuerda en su momento la oposición del PP a la reforma legal para permitir el matrimonio homosexual, que pese a todo se aprobó, y cuya oposición, pese a todo, no fue óbice para que muchos dirigentes del partido acudieran a la boda de Javier Maroto, dirigente del PP, con un hombre tiempo después de la referida votación. Política de hechos, lo llaman.

De este modo, las tres lenguas cooficiales, el gallego, el vasco y el catalán, las utilizaron las formaciones nacionalistas, con lo que no nos quitamos esa idea de que dichos idiomas son en buena medida una parte de las reivindicaciones soberanistas, y no una realidad que debiera estás más o menos asumida. Esto es, nos mantenemos en la politización de las lenguas, que invade, tal vez debiera decirse más bien que contamina, la filología. Hay quien reclama desde ciertas posiciones afines al PP que el valenciano es idioma distinto al catalán, lo que defendía el blaverismo de antaño, e incluso en algunos carteles y servicios aparece diferenciado, como si el reconocimiento de ser una misma lengua supusiera la pertenencia a una misma comunidad política, y así dando a la variedad título de lengua. Con dicha lógica debiéramos reconocer al andaluz la condición de idioma. En su momento el filólogo Joan Fuster llegó a solicitar que se recuperara el nombre Llemosí para denominar a la lengua hablada en Cataluña, Valencia y Baleares.

El uso de las otras lenguas en el Congreso y en el Senado tiene un simbolismo sin duda necesario o importante. Positivo, sin duda, porque parte de un reconocimiento social e institucional. Claro que también puede llegar a ser engorroso, ralentiza el trabajo, obliga a tener un servicio de interpretación cuando todos los miembros del Parlamento hablan el castellano. Es una situación diferente la de España a la de Suiza o Bélgica, por ejemplo, donde no hay cooficialidad, sino que cada cantón o las regiones tienen un único idioma, sin que la población pueda llegar a saber, ni está obligado a ello, las otras lenguas del país.



Quizá el paso debiera ser el reconocimiento de dichas lenguas como idiomas también de Estado. Obligaría a que toda la documentación oficial se tradujera para su entrada en vigor. Un gasto, dirán algunos, pero es lo que tiene la pluralidad. Al fin y al cabo se asumen otros gastos sociales imprescindibles para la buena marcha de la sociedad.

Y no quiero ni pensar qué ocurriría si se plantease el reconocimiento del caló, por justicia y acto de desagravio hacia la comunidad gitana, o se tuviera en cuenta otros idiomas aportados por las comunidades inmigradas a España. Se abriría todo un melón, que se dice ahora.

domingo, 6 de agosto de 2023

Declives

 


Lo comenta Irene Vallejo en El infinito en un junco, una de las consecuencias del declive del imperio romano fue el descenso de encargos que recibían los copistas, cuya función era la reproducción para la correspondiente difusión de los escritos literarios y reflexivos que se acumulaban en bibliotecas privadas y públicas. Estas últimas, las públicas, las organizó Roma de un forma que intentaba emular la red creada por el mundo griego. El modelo ideal, a todas luces, fue la Biblioteca de Alejandría, que pretendió recopilar todo el saber del mundo. Pero en el siglo V d. C. la crisis profunda social, política y económica colocó el interés por la cultura en un segundo plano. No sólo se saquearon muchas bibliotecas y se destruyó su contenido, sino que se desatendieron muchas de ellas, sin duda debido también a la pérdida de interés por las muchas materias contenidas en aquellos pergaminos.

No en vano, nos lo cuenta la autora del libro mencionado, el historiador Amiano Marcelino se quejaba del abandono cada vez mayor de la lectura seria, y por ende, imagino, de la curiosidad por los saberes. No es casual que por entonces las ciudades, que siempre son centros de cultura e investigación, de intercambio y difusión cultural, redujeran sus habitantes de un modo brutal. Fueron malos tiempos, sin duda, con una administración debilitada, enormes amenazas en ciernes, miseria extendida –¿qué época no la sufrió?– y sin duda una superficialidad que se expandió por toda la sociedad.

Podríamos pensar que las crisis sociales traen consigo una pérdida de interés y de la actividad cultural, aunque no es así. La primera mitad del siglo XX fue un ejemplo de crisis absoluta, se desmoronaba la Europa decimonónica y hubo dos guerras mundiales, pero qué duda cabe que se vivió un auge cultural más que notable. Coincidieron en Europa muchas corrientes estéticas, hubo un enorme interés por el arte africano y por la filosofía oriental, al tiempo que la enseñanza se extendía a las capas desfavorecidas de la sociedad. En España se vivió una edad de plata de la cultura y entraron en contacto la literatura de las dos orillas, tras un largo periodo dándose la espalda. Todo ello en un momento de enorme violencia, crisis económica y desasosiego generalizado. Cuando además asistimos en el continente a la barbarie en su grado máximo.

A veces aterra esa coincidencia en un mismo espacio y en un mismo tiempo de lo sublime y lo terrorífico.

Por otro lado, ese interés cultural fue siempre minoritario, quedaron al margen, por razones varias que sería largo describir, muchas capas sociales, a menudo preocupadas más por la mera supervivencia.

Otro factor incidió en aquella crisis del Imperio Romano, el cristianismo se convirtió en religión oficial y, con ello, esta religión se transformó sin duda por completo. En 529 Justiniano prohíbe a los paganos dedicarse a la enseñanza. La Academia de Atenas, que se remontaba a Platón, acaba desapareciendo. Se persigue cualquier idea que se considerase contraria al cristianismo, en una interpretación que es más política que religiosa. El poder empleó también esta religión como argamasa que legitimara sus políticas. No obstante, al mismo tiempo, serán los monasterios los ámbitos donde se conservó la cultura, se mantuvieron no pocos pergaminos que se copiaron en sus estudios y se reflexionó sobre sus contenidos.



Algunos siglos después de aquella caída del Imperio Romano se impuso la idea de progreso y de que la expansión de la educación y de la cultura permitiría sociedades más libres y democráticas. Sin duda, hay una base de verdad en ello, una sociedad sin valores ni referencias, sin debate, no podrá ser una sociedad libre. Pero qué duda cabe que una sociedad culta, con una tradición riquísima en expresiones culturales, no está exenta de la barbarie. Volvemos al siglo XX, a Europa Central, a la brutalidad más tremenda. En el mismo libro de Irene Vallejo encontramos una cita de Walter Benjamin: «No hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie».

Lo dicho, hay un elemento discordante en el género humano, una dicotomía entre polos opuestos que vuelve difícil la comprensión de los mecanismos no siempre claros de toda sociedad. Efecto de las complejidades, tal vez.

Asistimos en nuestro tiempo, por su parte, a un desinterés por la cultura, o por lo menos a una notable infantilización de la sociedad. Hemos asistido en España, por ejemplo, en los últimos meses a dos campañas electorales que se han caracterizado por los discursos huecos, por la inexistencia de mensajes ni contenidos, por la repetición de lemas que, salvo excepciones, se extienden a todas las opciones. Es consecuencia de una demanda nada exigente, nos dicen, la despreocupación por lo público y su consecuencia en el correspondiente debate por parte de la población general conduce a ello. Pudiera ser. Aunque pudiera responder a intereses de las propias élites. Quizá en otras épocas tampoco fuera diferente, tal vez idealicemos el pasado frente al desconsuelo que produce el presente. Pero hay algo de ese fin de época que nos acerca a otros declives. O por lo menos los recuerda bastante. Por ejemplo a esa decadencia romana que nos describe Irene Vallejo al final de su ensayo, un libro que a todas luces habla de nosotros mismos, herederos seguro, también contemporáneos.

domingo, 9 de julio de 2023

Las fronteras de dentro

 


Las fronteras no son sólo los límites de los Estados, las líneas más o menos reales o ficticias que marcan los confines de los países, establecidas siempre por leyes, convenios y acuerdos que a menudo resultan de conflictos armados, guerras que provocan muertos –aunque muchas veces las fronteras estables y ordenadas los siguen provocando, demasiados muertos siempre, sin necesidad de declarar la guerra–, y que en ocasiones son fuente de tensión, de discusión, aunque hay rencillas que han quedado en el olvido, que ya no crean tensiones, las vemos como límites normales entre Estados.

Por ejemplo, España tiene varios tipos de fronteras. Unas son exageradas, duras, defensivas: las fronteras de Ceuta y Melilla, convertidas ahora en la frontera sur de Europa, con concertinas durante un tiempo en lo alto de las vallas, sustituidas ahora por barrotes, y fuerte presencia policial. Nada tiene que ver con éstas la frontera de Olivenza, territorio reivindicado por Portugal, país que no reconoce el trazado fronterizo actual, aunque ya dé igual, no existe presencia policial, ambos Estados son firmantes del Tratado de Schenger, sólo la falta del cartel anunciador de que se entra en Portugal indica que algo hubo hasta hace bien poco. Algo parecido ocurre con la frontera del Bidasoa, afectada por varios conflictos –la ocupación de Navarra por Castilla, en 1512, la guerra Hispano Francesa entre 1635 y 1659 y que terminó con el Tratado de Westafalia, la Guerra de Independencia entre 1808 y 1814–, con esa curiosa Isla de los Faisanes cuya soberanía es compartida entre Francia y España. El nacionalismo vasco reivindica, por su parte, la unidad de un País Vasco dividido entre los dos Estados. Hay lugar también a cierto absurdo, como la de la localidad de Riohonor de Castilla, en Zamora, o Rio de Onor en la región de Trás-os-Montes, una misma localidad dividida entre dos países.

Existen también las fronteras asépticas de los aeropuertos, con una zona que no pertenece al país donde estén ubicados, pura ficción, y que suelen ser accesos fríos, parecidos unos a otros, incómodos a pesar del diseño.

Pero las fronteras de las que habla José Miguel Aragón en su libro de relatos Las fronteras de dentro son bien distintas, están formadas por tópicos y prejuicios, por desconocimiento y temores, aparecen en la cotidianidad, a menudo por hechos intrascendentes que dan luz a personas que no son de aquí, no las reconocemos muchas veces, ni los vemos a veces, o las reconocemos de repente, casi por casualidad. Las suyas son historias sencillas, rutinarias, personas con quienes se cruzan todos los días o con las que compartimos espacios –un edificio de viviendas, un equipo de fútbol, una biblioteca, un lugar festivo o vacacional– y tras las cuales, de pronto, discernimos una historia más intensa, profunda y a menudo dolorosa.



José Miguel Aragón se refiere sobre todo a un grupo concreto de emigrantes, los que llegan a la península saltando las vallas o en patera, que deambulan sin papeles, viven una situación irregular, con trabajos sin contrato, cuando consiguen un trabajo, o venta callejera, los Top-manta, el autor los conoce bien a partir de su actividad en la Asociación El Olivar de Madrid, que presta ayuda y techo a algunos de ellos.

La inmigración en España se ha convertido en debate público y tema de campaña electoral. No siempre para bien, el debate se ha enredado de tal forma que se asocia inmigración con inmigración irregular o, peor aún, con delincuencia. Aunque sí, también hay personas extranjeras, entre ellas algunos sin papeles, que delinquen, no hablamos de héroes de cine o de santos sempiternos, no son, al fin, ni mejores ni peores que la gente local, pero ciertos planteamientos oportunistas, interesados y alarmistas quieren dar una visión catastrofista, cuasi terrorífica, aun cuando los que delinquen sean los menos. Mientras, en los cultivos, los servicios y las obras miles de personas inmigradas ejercen sus labores con absoluta normalidad, cualquier cosa que sea esto de la normalidad. La realidad, en consecuencia, admite varias tonalidades, lo que nos lleva a no asumir ni un discurso buenista ni la constante acusación malintencionada de una inmigración siempre conflictiva. Esta evidencia, en todo caso, nos fuerza a plantear el tema en claves de absoluta equidad.

Mientras, los relatos de Las fronteras de dentro nos pueden ayudar a una mirada diferente a la que, por desgracia, se nos impone en estos tiempos aciagos.

 

miércoles, 28 de junio de 2023

Bienvenido, Monsieur Dupont

  


En abril de 1953 se estrenaba en el Cine Callao de Madrid la película Bienvenido, Mister Marshall. Fue la primera película que dirigió Luis García Berlanga él solo, aunque en un principio Juan Antonio Bardem, que fue coguionista junto a Miguel Mihura y el propio director, iba también a dirigirla. Pero hubo desavenencias y Berlanga se encontró ante el reto de dirigir al equipo. Un rodaje, por cierto, lleno de conflictos y problemas, lo que afectó en algún momento a su propia consideración de la película, porque tal vez, pese al éxito y aun cuando se convirtiera en una de las cintas claves de la historia del cine español, ese mal recuerdo llevó a Berlanga a que no siempre tuviese por ella toda la estima que pudiera merecer.

Pasó el control de la censura, no sabemos si porque quien se ocupó de que la película atendiera a las normas de decencia y corrección política no percibió las críticas que contenía entre líneas o tal vez porque hubo un gesto de cierta permisibilidad en un momento en que el régimen de Franco –recuérdese que poco antes del año del estreno España no había sido admitida en la ONU– establecía relaciones diplomáticas con Estados Unidos y el embajador de este país presentaba sus credenciales por esas fechas, lo que exigía de algún signo de apertura por parte de la dictadura.

En todo caso, parecía que la película no iba a durar mucho en cartelera, aunque la buena acogida en el Festival de Cannes con la correspondiente concesión de un par de premios y una mención especial, a pesar, aquí también, de ciertas protestas de algún que otro productor norteamericano por considerar ofensiva alguna escena, cambió las tornas y empezó a ser bien recibida en España, no sólo por el humor que desprendía, también por una mirada general que supo entender la parodia que había tras el tono desenfadado y sarcástico de la película.

En la película se cuentan los preparativos que un alto dignatario provincial solicita, entre otros, al alcalde de Villar del Río para que el pueblo entero reciba a un representante norteamericano de un modo acogedor, solemne y festivo. Es importantísimo que se dé buena imagen, España entera podría recibir las inmensas ayudas que estaba recibiendo Europa occidental para su desarrollo económico, por su parte también el pueblo y sus habitantes iban a ser receptores de regalos que cambiaría por completo la suerte y el destino de la población, quien sabe si también el añorado ferrocarril.

El pueblo se engalana, incluso intenta mostrar una identidad que no se corresponde a la idiosincrasia local, todo para que los norteamericanos se lleven la mejor impresión de Villar del Río y de sus habitantes acogedores y alegres. La imagen que obtengan los visitantes se traducirá en regalos e inversiones que manarán por doquier. Hay que dejar de lado las exaltaciones del pasado heroico e imperial o incluso no se debe de ser tan melindroso con las herejías del otro, los tiempos cambian y es importante que la imagen se fortalezca y atraiga la nueva jauja en los tiempos presentes.

No obstante, el representante norteamericano, junto a su sequito, pasa por el pueblo, sí, pero pasa de largo, ni siquiera se detiene para atender a los habitantes y a su alcalde, el inmenso esfuerzo queda en aguas de borraja y los vecinos han de pagar a escote todo el dispendio.

Setenta años después del estreno de la película, volverla a ver crea no poca ternura y consideración. Apreciamos también otras lecturas, otros detalles que la parodia berlanguiana nos va indicando entre líneas, desde luego nos muestra una España muy diferente a la actual, una España que entonces se debate y forcejea entre el pasado y el futuro, entre el inmovilismo y una prosperidad que se espera con impaciencia. Setenta años después, con circunstancias distintas, conocemos lo que vino después. Hubo un desarrollismo que a menudo no fue ni equitativo ni justo, tuvo mucha precariedad y el sacrificio de muchos no siempre agradecido, pero hubo un giro, una mejora general, el régimen consiguió mal que bien atraer a otros países y a los inversionistas extranjeros para que invirtieran aquí, ciegos todos ellos a un régimen dictatorial que tuvo demasiados claroscuros en su haber, aunque sin duda la España democrática actual, nada que ver con la de entonces, y sus empresas multinacionales actúan hoy de un modo muy parecido con terceros países.



Queda, eso sí, en esta posmodernidad contemporánea, la obsesión por la imagen, el mostrar las mejores galas, aunque nos cuesten caras, para obtener futuras prebendas que ensalcen lo nuestro, «el mundo entero nos estará mirando», nos dicen también hoy y lo creemos con firmeza. Justo setenta años después de que don Pablo, el alcalde de Villar del Río, embarque a todo su pueblo en un festejo cordial y afectuoso, un tanto ridículo sin duda, asistimos al inicio del Tour de Francia en suelo vasco y varias instituciones locales se han enredado en una ocasión sinigual para que todo el mundo contemple, en los pocos segundos que dura el paso de los ciclistas por cada rincón afortunado, el territorio que ha de resultar atractivo a los futuros turistas y visitantes que vengan a nuestra tierra, el actual maná del que depende, parece ser, el futuro de nuestro bienestar. El espectáculo del Tour como gran oportunidad colectiva. Cualquier parecido con la ficción es pura coincidencia.

domingo, 11 de junio de 2023

Philomena Franz. Una vida gitana

 


El final de la segunda guerra mundial trajo consigo la evidencia del horror del nazismo, la constatación de que esos campos de concentración se constituyeron como centros del genocidio sistemático de un Estado totalitario y supremacista, construidos, además, en pleno corazón de Europa, que se erigía ya ante el mundo como faro de la civilización y la cultura.

Contamos con imágenes de tales campos de la muerte en muchísimas fotos, algunas reflejan montones de cadáveres abandonados en los campos, pero otras nos muestran también la actitud de todas esas víctimas sobrevivientes que contemplan en silencio la entrada de las tropas liberalizadoras, posan resignadas, inactivas y apáticas, todas ellas con esos uniformes a rayas que no ocultaban la delgadez de los cuerpos.

Las víctimas son indistinguibles, son todas iguales entre sí, nos resulta imposible diferenciar la etnia, la nacionalidad, la ideología, las circunstancias de cada una de ellas.

Pero la historiadora María Sierra nos recuerda que «no todas las víctimas iban a ser tratadas de igual manera». Tampoco recordadas de igual modo, al menos durante mucho tiempo. Los gitanos tuvieron que esperar varios lustros para que fueran reconocidos como víctimas de ese genocidio sistemático y por tanto objetivo como grupo de las políticas criminales del régimen nazi.

En los años setenta del siglo pasado surge un activismo romaní que pretende no sólo el final de la discriminación, sino también que se dejara de tratar la persecución de los sinti, el nombre con que se designaba a los gitanos de Centroeuropa, como una consecuencia de su condición asocial y no por un programa de persecución planificada y arbitraria. Hubo incluso sentencias judiciales, un decenio después de acabada la guerra, que referían que los gitanos eran «propensos a la delincuencia, en especial al robo y al fraude. En muchos casos carecen de impulsos morales para respetar la propiedad ajena porque, como hombres primitivos, tienen un instinto de apropiación descontrolado» (sentencia del Tribunal Federal de Justicia, 1956, mencionada por María Sierra), como si lo sufrido por los gitanos respondiera a otras causas, a esa mala fama que los acompaña siempre, ese tópico que supone su tarjeta de presentación, incluso hoy.

Surgen testimonios que dejan claro que las comunidades romaníes de Alemania y de los países ocupados fueron también víctimas de aquella política criminal, de igual modo que los judíos, los minusválidos, los disidentes políticos o cualquier colectivo o persona que no se adaptaran a los cánones del régimen. Entre estos testimonios, el de Philomena Franz, Entre el amor y el odio. Una vida gitana, publicado en Alemania en 1985 y que en España lo publicó 2021 la editorial Xordica.



La autora nos distingue en su testimonio dos momentos: el de los años previos al nazismo y el inicio de su acceso al poder, cuando Philomena Franz era una joven que empezaba a asomarse a la vida, y el del genocidio, cuando ella mismo es internada en campos de concentración, entre ellos el zigeunerlarger de Auschwitz, el lugar destinado en este campo de concentración a los romanís.

Cuenta en la primera parte la vida cotidiana de una familia sinti, la tradición y la incorporación al medio, a una sociedad que tiene recelos hacia ellos, pero también admiración por su cultura propia, mientras que asistimos en la segunda parte a una cotidianidad siniestra, la de esos campos donde «se asesinaba a personas en masa, con un procedimiento sistemático y casi industrial».  A renglón seguido, ella misma se pregunta: «¡¿Cómo es posible algo así en este país rico en cultura, historia y sentimiento?!». Edurne Portela nos responde, en su novela Maddi y las fronteras, con una recomendación: «no intentes entender sus motivos». Pero qué duda cabe que necesitamos entender, nunca justificar, aunque lo que importe sean las consecuencias o haya, como ocurre en el caso de Philomena Franz, un intento de pasar página, incluso de perdonar, aunque eso no signifique olvido, como lo demuestra el propio libro o las muchas charlas que dio en escuelas y otros lugares.

Porque su testimonio nos sigue interpelando hoy, cuando persiste el racismo, cuando hay quien pretende cuestionar el horror, cuando surgen partidos y organizaciones que exaltan el autoritarismo o intentan reducir la memoria de sus efectos, cuando se aplican políticas de exclusión. También cuando hablan algunos de un jardín europeo que se muestra inocente y ajeno a la brutalidad del mundo, como si esta no tuviera nada que ver consigo.

lunes, 5 de junio de 2023

El Serantes

 


 

Ya lo comentaba Aymeric Pinaud en el siglo XII, el de los vascos era un país de muchos montes y gente ruda. Abundan en sus montañas la hierba verde, los robles y las hayas, las encinas y los tejos, aunque hace tiempo se introdujeron los eucaliptus, por exigencia sobre todo de la industria del papel, algo que se ha empezado a cuestionar en los últimos años, incluso más allá de los ámbitos medioambientalistas. Lo menciona de pasada, como una reflexión secundaria de su protagonista, Txani Rodríguez en su novela Los últimos románticos.

Pero no sólo las papeleras han modificado la naturaleza, lo sabemos bien en el País Vasco, estamos en una zona industrial, incluso ahora, aun cuando ya no existan los Altos Hornos de Vizcaya o se hayan abandonado las minas. Abundan en el país las fábricas, los talleres, los barrios de edificios altos, las carreteras, los puentes, las vías del tren. Muchas montañas muestran las heridas de su condición, antaño, de canteras o minas a cielo abierto. De momento, el verde es el color que lo domina todo, un verde intenso y vivo. Llueve en abundancia, aunque a todas luces mucho menos que hace unos lustros, quien ya tiene cierta edad lo sabe. Hace más calor y en los últimos meses hemos vivido olas de calor que, aunque cortas, nos llevan a pensar que los ironías de una Vasconia tropical ya no nos las podemos tomar a chufla. Tres cuartas partes de la Península pueden ser en 2050 zonas desérticas y sólo el Cantábrico se salvaría, aunque con un clima que se parecería al que tenía hasta ahora el Mediterráneo. En Álava o en Navarra se empiezan a cultivar frutas que son más bien de otras latitudes, más de secano.   

La crisis ecológica ya está asumida, sólo un puñado de iluminadas la niegan. Ha entrado en la agenda de gobiernos y organizaciones internacionales. Se realizan cumbres en tal sentido. La catástrofe, dicen, puede dar lugar a otras oleadas de emigraciones tan intensas como las que producen el hambre o la miseria. Está en boca de todos lo sostenible o la necesidad de que la producción se adapte a las circunstancias.

Claro que todo indica que en la práctica estamos más bien inmersos en el ámbito del discurso y las buenas intenciones. La realidad va por otros derroteros. En esta Vasconia donde se dice que el medio ambiente es una de las mayores preocupaciones colectivas aún no hemos llegado a propuestas estrafalarias como la de luchar contra el cambio climático cultivando flores en los balcones, pero se habla de la gravedad del problema mientras se inauguran ramales de autopistas, nuevas autovías que rodean las ciudad –la super sur en Bilbao– o túneles subterráneos para comunicar por carretera los dos márgenes de la ría. No parece que la gestión de las comunicaciones se planteé desde la necesidad de reducir el tráfico de automóviles. Al mismo tiempo, se avanza en el proceso de trasladar Mercabilbao desde su ubicación actual, en Basauri, a las campas de Ortuella, una de las pocas zonas verdes en la Margen Izquierda, que es, recuérdese, una de las comarcas más pobladas del país. Basauri y todo el sur de Bilbao se destina, parece ser, a convertirse en la zona de crecimiento urbanístico del área metropolitana bilbaína, por tanto para la construcción de vivienda.



Si esto no fuera poco, se recuerda una propuesta de la Autoridad Portuaria de Bilbao planteada en enero de 2022: la de modificar el monte Serantes para construir dos superficies en sus laderas para un uso logístico e industrial. Se trataría de que el Puerto de Bilbao ganara casi 150.000 metros, para lo cual se necesitaría retirar dos millones de metros cuadrado de tierra. Todo un corte para un monte cuya silueta se distingue en buena parte de la Vizcaya occidental. Por ahora el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico ha solicitado, dado que los puertos dependen del Estado, un estudio del impacto ambiental.

No tiene que ver con el proyecto, pero ya en abril se llevó a cabo en el Serantes un corte de pinos en la ladera norte del monte, auspiciada por la Diputación Foral de Vizcaya, lo que motivó algunas protestas en Santurce.

El Serantes es uno de los montes más pintados, aparece en numerosos cuadros que podrán alimentar algún día, al paso que vamos, la nostalgia por una naturaleza que habrá desaparecido.

 

viernes, 19 de mayo de 2023

Un lugar donde podrás sacar la mejor foto

 


En su libro Gozo, la escritora Azahara Alonso plantea entre otros temas relativos al trabajo y el tiempo libre (liberado) la cuestión del turismo y sus características actuales en muchas ciudades y parajes. El tema está generando ya a estas alturas bastante debate y cierta reprobación más allá de los sectores críticos que hasta hace bien poco eran los únicos que cuestionaban los modelos turísticos imperantes, incluso algunas administraciones, bien alejadas de planteamientos más o menos radicales de izquierda, comienzan a plantear medidas que buscan reducir los efectos, se entiende que negativos, del turismo masificado en algunas ciudades. Es el caso, por ejemplo, del ayuntamiento de Donostia – San Sebastián, gestionado por el PNV, que ha empezado por no proporcionar más licencias a pisos turísticos.

Azahara Alonso escribe sobre sus reflexiones durante su año sabático en una pequeña isla maltesa. La isla forma parte ya de esa red de lugares convertidos en destino turístico, que hay que conocer y ver, o, como dice la autora, «consumir con los ojos», uno más entre los lugares «donde podrás sacar la mejor foto», como diría alguna que otro eslogan publicitario. El mundo ya no para conocer, sino para fotografiar. Menciona el caso de Xiapu, un pueblo del sur de China reconvertido en mero decorado para que los turistas puedan contemplar y fotografiar un enclave tradicional. Ya no hay vecinos en Xiapu, sino actores que representan escenas de otra época, por supuesto se debe pagar una tarifa para acceder al pueblo y el de guía se ha convertido en un oficio fundamental en él. «La tierra ya no es de quien la trabaja, sino de que la enseña», ironiza la autora.

El ejemplo que menciona en el libro no es desde luego nuevo ni único. Incluso se va más allá y a finales del siglo pasado se construyeron parques temáticos en zonas de turismo masificado para deleite de turistas ociosos en busca de experiencias excepcionales, un viaje de aventura en toda regla, aunque, eso sí, siempre cómodo y seguro. Port Aventura se llama casualmente uno de los, entonces, más novedosos, un decorado para revivir historias del pasado o exóticas, del mismo modo que también se reconvirtieron los escenarios en Almería donde se rodaron no pocos spaghetti westerns.

Azahara Alonso habla de la uniformización de las ciudades, concebidas como mera representación, cuyo eje actual es el turismo de masas. La atracción turística entraña un consumo masivo, gestionado por las mismas cadenas en todas partes. No sólo se compra lo mismo, sino que se tiende a realizar actividades muy parecidas en unas y otras, apenas cambian los detalles. Los habitantes, cuando no tiene que irse al extrarradio por los altos precios de los pisos, se convierten en parte del decorado, en personajes. Su rutina se ha de adecuar a las necesidades del negocio. Hace unos años, en Barcelona, durante una manifestación de 1º de mayo que desembocó en altercados, un turista francés, sin duda con cierta noción del pasado obrero de la ciudad que visitaba, rememoraba aquella Rosa de fuego que fue la ciudad, capital del anarquismo europeo, y sintiese tal vez que estaba ante una recreación de aquel pasado épico.



Hay una subclase en esta categoría de turista que es el turista de crucero, recorre en un barco una ruta marítima concreta y se detiene por unas horas en algunas ciudades portuarias que visitará por unas pocas horas, apenas un tiempo para hacerse una idea del lugar visitado y sobre todo para consumir recuerdos efímeros (souvenirs). Muchas ciudades portuarias fomentan este tipo de oferta turística. Compiten por recibir el crucero más grande, más poblado, más lujoso, poco importa que contaminen aún más los mares ya recalentados por la subida paulatina de temperaturas, que la crisis ecológica no enturbie el decorado glamuroso, aunque se preparen agendas medioambientales que tienen el valor del papel mojado. En el estuario del Nervión, cercano a donde vivo, contemplo los muchos cruceros que paran en el muelle de Getxo, algunos enormes, incluso lo hay que inicia y termina su andadura en Vizcaya, para satisfacción de los gestores locales, en una parodia posmoderna de Bienvenido Mr. Marshall que se pretende exenta de catetismo.

Los dos años de pandemia supuso un freno repentino al proceso de reconversión de muchas ciudades en parques temáticos. En algunos casos, la situación era ya insostenible. En Barcelona hasta los propios turistas se quejaban en algunas encuestas de la presencia absoluta de un turismo abrumador. El Mediterráneo español se había convertido, de un modo mayoritario, en un destino de sol, playa y fiesta todo el día. Acabada la pandemia, volvemos a lo mismo, se añaden otras ciudades y zonas, se incorporan nuevos proyectos, algunos de lujo, como el que se ha sacado de la chistera hace unos días la Junta de Andalucía, un complejo turístico junto a Doñana, donde la sequía aprieta y los daños en ese parque nacional empiezan a ser inmensos. Sobre todo porque el agua escasea y hay que empezar a optar: o turismo o agricultura.

La fiesta, sin embargo, no puede parar. El turismo concebido como industria genera beneficios. Aunque también precariedad laboral y vital para miles de personas, además de consecuencias medioambientales. De los cambios culturales en ciudades y regiones enteras mejor no hablamos. Tampoco lo mencionan, por cierto, los defensores acérrimos de las múltiples identidades existentes, reales o no.

lunes, 24 de abril de 2023

Las hadas de las historias

  


            La escritora francesa Marie Charrel nos relata en su novela Les mangeurs de nuit una historia ambientada en el trato dado a la comunidad japonesa de Canadá a raíz de la entrada de Japón en la segunda guerra mundial.

La autora narra la vida de una nissei, una descendiente de japoneses nacida en la Columbia Británica, y su encuentro, tras sufrir un accidente con un oso, poco tiempo después de haber escapado a un campo de internamiento y sobrevivir junto a otras mujeres en una naturaleza agreste y montaraz, con un hombre canadiense, blanco pero que vivió su infancia en una familia nativa. Él, un solitario que recorre la región para calcular los salmones en los ríos y elaborar los informes con que establecer las cuotas de pesca, se encargará de los cuidados para su recuperación. También deberá aislarla durante su convalecencia para evitar que sufra las consecuencias del racismo y los rumores que corren sobre los japoneses de la región. De este modo, nacerá entre ellos una complicidad estrecha y tendrá mucha importancia el bagaje de las historias, mitos y leyendas que ambos poseen, cada uno de sus respectivas tradiciones, la japonesa y la tsimshian.

Porque estos relatos y su importancia en las comunidades constituyen uno de los temas esenciales de la novela. No sólo porque el relato esté repleto de pequeñas leyendas y mitos que se intercalan a lo largo de la narración, también porque uno de los temas del libro son las palabras y cómo éstas recrean la realidad. Se va más allá: las palabras tienen el poder de inventar el mundo, dice uno de los personajes en un momento dado. Hasta es posible que la enemistad entre los pueblos nazca de las diferentes palabras que emplean, lo que dificulta muchas veces el entendimiento, aun cuando no deja de ser cierto que todos los seres humanos, al final, sean iguales y respondan a idénticas cuestiones y pulsiones. Pero las formas de asumir la realidad cambian tanto que, en ocasiones, dividen los grupos humanos hasta la confrontación.

Porque además las palabras no sólo sirven para entender el mundo, para establecer marcos de identidad, además se emplean para manipular. La autora incorporará a lo largo de la novela noticias breves de un diario local que acentúan la animadversión contra la comunidad japonesa, en una forma que conocemos bien hoy, ha sido técnica que ha existido y existe todavía, sabemos a la perfección las competencias de manipulación social al uso, aun cuando se cae en ellas una y mil veces, nos siguen delimitando.

De este modo, el lenguaje se convierte también en un arma, en un instrumento de confrontación. Legitima discursos y actuaciones sociales, conforma ciertas conductas y procederes, alimenta la exaltación nacional. De allí que los Estados y sus élites lo empleen con sumo cuidado para crear consensos –las palabras tienen el poder de inventar el mundo, recuérdese– y George Orwell hable de una neolengua en su novela 1984 con la que el poder recrea la realidad. Podemos recordar esa guerra de Irak de hace veinte años en la que la prensa jugó su papel, extendiendo falsificaciones de la realidad cuando no directamente mentiras. Aunque este poder del lenguaje no sólo se da en los ámbitos políticos y de poder, sabemos bien cómo las palabras determinan nuestra cotidianidad, moldean la vida, también hieren cuando se emplean de cierta forma, seamos o no conscientes de ello.

Hannah, el personaje femenino, cuenta que su padre le decía que hay hijas del viento, hadas de las historias, que vagan perdidas en el cielo y que sólo encuentran su destino cuando los contadores de relatos las liberan mediante las palabras. Algo parecido debe de ocurrir con los espíritus malignos que reciben la ayuda inefable de los propagadores de rumores, servidores casi siempre de los poderosos, que necesitan que las palabras dividan para mantener su orden de las cosas.

 

lunes, 20 de marzo de 2023

Entender sus motivos

 


«¿En qué infierno macabro estamos, Dios?», se pregunta Maddi, la protagonista de la nueva novela de Edurne Portela, Maddi y las fronteras. A todas luces, no cabe otra pregunta, el nazismo es ya por sí mismo un horror con su política genocida y su programa espeluznante basado en una ideología nauseabunda de supremacismo y desprecio, de desigualdad absoluta entre los seres humanos. Pero aterra sobre todo que se pudiera poner en práctica ante una permisibilidad generalizada que dio prioridad a los negocios, al orden, en un mundo atribulado que miró hacia otro lado, sin querer ver lo que se avecinaba, lo que ya devino una realidad, que se produjera, además del genocidio sistemático, una nueva guerra mundial veintiún años después del fin de la primera gran guerra.

Lo que a muchos nos desasosiega es que todo siga sonando demasiado contemporáneo.

Aunque a decir verdad sólo han pasado noventa años desde que se iniciara toda aquella crueldad, noventa años nada más de su inicio, forma parte con todas las de la ley de nuestra contemporaneidad. El 24 de marzo de 1933 se le dio a su líder los plenos poderes para aplicar su política. Se crearon los campos de la muerte contra judíos, gitanos, opositores, personas que no se adecuaban a los modelos raciales y humanos del nazismo. Ante un silencio sólo roto de vez en cuando por voces que clamaron en el desierto. El expansionismo llevó a una nueva guerra mundial. A la hecatombe en medio de la cual lo narrado en el libro de Edurne Portela es apenas una parte ínfima, una gota de agua en aquel mar de horror, pero un infierno, el peor escenario posible, para quienes lo vivieron.

Maddi y las fronteras es la historia de Maria Josefa Sansberro, o Maria Josefa Nicolas, el apellido de su segundo marido, pero conocida como Maddi, un personaje real, una mujer nacida en Guipúzcoa pero que vivió desde niña al otro lado de la frontera, en el País Vasco Francés, y allí asistió a la guerra de España y después a la entrada del ejército alemán en Francia, mientras vivían imbuidos en la pura cotidianidad, entre chismorreos vecinales, trabajo y un niño adoptado que crecía día a día.

Edurne Portela va rellenando con imaginación, lo explica ella misma, lo que no cuentan los datos confusos a los que accede. En este juego de ficción, verosimilitud y realidad que es la literatura, la representación nos permite afrontar el horror, pero también el valor, que hay en los hechos de la vida, no sólo los del día a día, como solucionar la subsistencia o las relaciones interpersonales, la cotidianidad más próxima, con sus problemas diarios y sus alegrías, cuando las hay, también las cuestiones que parecen estar allí fuera, en las instituciones o en los grandes hechos de cada época, que nos parecen lejanos, qué lejos está París o Berlín cuando se vive en los Pirineos, cuestiones tan ajenas, pero que acaban afectando. Incluso se vuelven un infierno macabro.



Me llama la atención, por otro lado, el silencio extraño que se impone hoy ante el horror sistemático de lo ocurrido en el corazón de Europa. Bueno, quizá no es silencio la palabra adecuada, al fin y al cabo se han estudiado bastante el nazismo y la guerra, los campos y la represión, han sido materia también de un sinfín de novelas y películas. Quizá sea mejor hablar de distancia. O de cómo parece que todo aquello no va con nosotros, con nuestro presente, que sea cosas de otra época, utilizamos esta fórmula, de otra época, para marcar esa distancia temporal y con la idea de que no puede volver a pasar, mientras nos estremece los genocidios actuales, los de África, los que han ocurrido no hace tanto tiempo en Kampuchea, o en Yugoslavia, fuera de la Europa fortaleza, lo que ocurre en definitiva en regiones en las que no se da valor a la vida, lo decimos así, no dan valor a la vida, [ellos]. Mientras, vendemos armas a países en guerra y legitimamos regímenes tiránicos llevándoles mundiales de fútbol o contribuyendo con tecnología ultramoderna, su represión es cosa interna, como lo fue la política del gobierno alemán durante el lustro anterior a la guerra.

Qué rápido hemos pasado página.

Qué fácil olvidamos que el jardín europeo tiene demasiados claroscuros.

Maddi, mujer creyente, católica firme, lanza su diatriba a un Dios que guarda silencio. Elie Wiesel, superviviente de los campos de concentración, se formuló también muchas de las preguntas que se va planteando la protagonista de la novela. Claro que con independencia de las respectivas fes, todo indica que la crueldad, la maldad o el horror tienen una naturaleza demasiado humana. Por mucho que las guerras se bendigan en Iglesias o en Mezquitas y resuene otra vez el grito medieval Dieu le veult, son otras las motivaciones, las razones de tanto desvarío.

Claro que tal vez sea en vano buscar explicaciones o pretender discernir los porqués de tanto horror y lo mejor sea seguir lo que la propia Maddi aconseja, «no intentes entender sus motivos».

jueves, 23 de febrero de 2023

Retórica ante una guerra

 


Vuelve la retórica rancia, la de antaño, como si el tiempo volviera atrás y retrocediéramos más de cien años, a esos primeros lustros del siglo pasado, a ese inicio del XX en el que parecía que el sistema burgués triunfaba y se expandía mal que bien, y se expandió, en efecto, la gran burguesía reflejada en las novelas del XIX salía triunfante, aunque se fuera diluyendo poco a poco hacia una vaga idea vaporosa y etérea de la actual clase media y mediocre, aunque todo apunta a que persiste la gran burguesía y tiene aún la sartén por el mango, tenemos la ventaja, la perspectiva, de vivir en el siglo siguiente, aunque en un ahora que lo resitúa todo bajo la pátina del tiempo, conocemos el final de aquella historia, o la reescribimos a nuestro gusto, o al gusto imperante, más bien, todo un clásico esto de los valores dominantes, siempre tan distorsionadores, pese a lo cual es imposible no tener en cuenta los ecos de un movimiento obrero entonces en ascenso, amenazante, aun cuando roto ya entre moderados o etapistas y radicales o revolucionarios, frente al cual se removía una nobleza de estética imperial que se adaptaba, a pesar de sus galas palaciegas, a la economía liberal, quien no se adapta muere, puro darwinismo social.

Vuelven hogaño las retóricas de antaño. Putin habla de una Rusia invencible, gloriosa y eterna, se dirige a todas las capas de la Gran Rusia, Patriarca inclusive que escucha entusiasmado la defensa de las buenas costumbres y de las esencias patrias, oriente frente a occidente, como si estuviéramos en alguno de los escenarios de la novela rusa de la época, o mejor dicho de los líbelos de exaltación de la patria. Por su parte, Biden acude a la defensa de nuestro modo de vida, de nuestra libertad, libertad a consumir, entiéndase, el mismo concepto defendido por otra política de nuestros lares, y defensa de la democracia que merecen los ucranianos, aunque sea una democracia de encuadre difícil, más limitado, pero democracia al fin, algo que no merecieron los iraquíes, a los que se invadió bajo la excusa de armas tremendas de destrucción masiva que luego resultó, por arte de birlibirloque, que no existían, ni la merecen hoy los yemeníes, atacados con armas, cosas del mercado, construidas bien cerquita, por nuestras empresas armamentísticas, ni tampoco la merecen los palestinos o los saharauis, entre otros muchos pueblos. Mencionarlo tal vez sea demagógico o idealista o inepto para entender los mecanismos de la realidad.

Retórica añeja otra vez, en todo caso, que evalúa las situaciones según convenga, según beneficie a los poderosos de la tierra, Venezuela deja de ser un régimen opresivo para convertirse en un aliado, importa poco que su población siga o no en condiciones paupérrimas o peligren sus libertades como parecían peligrar hasta hace un año. Y lo que pasa en Perú queda en alguna columna mínima, cuando hay sitio en el diario o apenas unos segundos, como mucho, en los informativos de la radio.

Cosa en definitiva de esos discursos solemnes, legitimadores de las más sucias barrabasadas. En 1957 Stanley Kubrick saltaba a la fama con una película polémica, Paths of Glory (“Senderos de gloria”), que contaba un capítulo vergonzante de la primera guerra mundial, la de unos soldados franceses a los que se envía a una acción suicida, la toma de una posición imposible, ante lo cual el regimiento opta por la retirada y se inicia así un juicio incoado por el alto mando militar, que disimula su incompetencia con una retórica de honor y valentía, de exaltación patriótica y defensa de las sacras instituciones. La acogida de la película no fue pacífica, molestó a muchos de los gestores del (des)orden establecido, se prohibió en algunos lugares y en Francia no se proyectó la cinta hasta 1972. Las retóricas y la pompa ceremonial son cosas serias, al fin. Y se siguieron utilizando, mal que bien, un 23 de febrero de hace poco más de cuarenta años, por un teniente coronel que intentó salvar España. Queda incluso coherente como día previo al otro aniversario, el de la invasión de Ucrania para mayor gloria de los sueños imperiales y muerte cruenta para población civil y militar.

Tan serias son las retóricas y la pompas que no dejan lugar a voces disonantes, el pacifista responsable de nuestros días ha de ser, nos dicen, partidario del envío de armas al ejército de Ucrania y el ciudadano ruso de orden ha de estar presto a entrar en filas si así se lo requieren, ya nos hablarán otro día de los beneficios a esa industria armamentística o el negocio que será en su momento reconstruir un país desolado, buen negocio sobre todo para quien resulte vencedor, o para ambos. Entiéndase para sus empresas. Eso sí, quienes claman fervorosamente por la guerra, sea por la patria o para conseguir una extraña paz, difícilmente se les verá en los campos de batalla, salvo visita cordial y televisiva. Que se maten los de siempre, los que no tengan más remedio.