Romeo
y Julieta se ha convertido en el paradigma de la historia de
amor que acaba en tragedia. La obra de Shakespeare no fue la primera, es evidente
que tampoco la última, en trazar un relato sobre amores prohibidos. Por tanto,
es inevitable encontrar los paralelismos en una película brasileña, Era uma vez (2008) del director Breno
Silveiro, que muestra un amor imposible no por el enfrentamiento entre dos
familias, como en la obra de teatro, sino entre dos mundos distintos que
comparten un mismo espacio físico, la ciudad de Río de Janeiro. Porque ese amor
que vincula a Dé y Nina da luz a las diferencias entre la favela de Cantagalo,
un lugar marginal, pobre y violento, donde crece él, e Ipanema, el barrio rico
de princesas y triunfadores sociales a golpe de generaciones o de trabajo duro,
donde vive ella. Por tanto, hablamos de un tema eterno: chico conoce chica y su
amor es todo un reto para el muchacho que busca, tras una tensa, pese a su
juventud, biografía repleta de violencia, muerte y segregación, salir adelante,
ser digno para su amada, no tener que avergonzarse por su origen ni que se
avergüence ella, pero también de una realidad social que se descubre de pronto
en toda su aridez.
Porque el romance,
inevitable, es la antesala de la tragedia. Lo cual nos permite asistir a la
descripción de los dos mundos, el de los ricos y el de los pobres, ambos
dominados por una ruda fogosidad para mantener y conseguir el dominio y el
poder, aunque nos resulte más evidente toda esa violencia ambiciosa en el mundo
de la favela, sin ser patrimonio de la misma, que también existe en el mundo
civilizado aun cuando esté disimulado en el bosque de las normas y de las
leyes, de las formulas de cortesía y la buena educación. Del mismo modo se
impone la evidencia de que ese mundo de la marginalidad está repleto de tipos
como Dé, víctimas al final de prejuicios que se extienden a toda una zona, que
dificulta la comunicación y crea muros invisibles, pero tan firmes como los
visibles.
Esos muros no existen
sólo en Río de Janeiro, ni en general en las grandes ciudades de América
Latina, también se levantan en nuestra geografía. A veces los levantan los
intereses políticos que convierten la segregación en un instrumento de poder
político y social. Cualquiera de los distintos barrios en que se dividen nuestras
ciudades se vuelve escenario de división creados por prejuicios infundados y
que a menudo la política y su expresión más teatralizada, el de las elecciones,
cada vez más banales, buscan convertir en verdades absolutas. Prejuicios contra
comunidades, contra etnias, contra grupos sociales, prejuicios en definitiva
que se vuelven armas arrojadizas, de eso es de lo que hablamos, de verdades que
no permiten ver la realidad.
En el cine resulta muy
fácil darse cuenta del error de ciertas actitudes, vemos a Dé tan formal, tan
trabajador, tan bello, tan atento, tan afanoso y empeñado por avanzar, mejorar
y vivir una vida que es la que quisiéramos que, al final, nos duele como acaba
todo. Pero es lo que tiene el cine, es fácil tomar partido. La
realidad, al parecer, no va por las mismas sendas y entonces no es tan evidente
que haya otros Dé en otros grupos humanos, o al menos no los vemos. No los
vemos porque no los queremos ver, siempre es mucho más fácil la mera
simplificación. Claro que en el cine todo es mucho mejor, ya se sabe que la
realidad supera la ficción, sobre todo cuando se trata de tragedias.
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