domingo, 28 de mayo de 2017

Miradas de Plinio

Reflexiona Plinio: «A pesar de tanta mole, de tanto humo amarillo y crecimiento, a pesar de tanta improvisación y caos maquinado por locos y negociantes, todavía conservaba Madrid algo de aspecto clásico, de su estampa a lo Eduardo Vicente. Cúpulas de las viejas iglesias, la mole gris olvidada del Palacio Real, los viejos tejados con chimenea y boardillas del XIX. Torres con veletas, ringlas de árboles y el sol de siempre que hiere los vidrios más altos al huir. El Madrid de 1936, desde lejos tiene aspecto de ciudad provinciana, entre castellana y oriental, con no sé qué pobreza mal disimulada. No dominan los grandes edificios particulares oxidados con la pátina del tiempo. Falta arquitectura de solera. No se aprecia un trazado racional y clásico. Sobre viviendas deficientes y medianas, destaca el vuelo de las iglesias y la altura superdesarrollada de un palacio o edificio oficial. Aspecto de pueblo menestral o medianamente acomodado que no tuvo capacidad ni poder para alzarse más arriba de las torres (…)».

Esta meditada observación de Plinio, sobrenombre con que se conoce a Manuel González, jefe de la policía municipal de Tomelloso, aparece en la novela Las hermanas coloradas, con la que Francisco García Pavón gana el premio Nadal en 1969. En ella, el intuitivo policía viaja a Madrid para buscar a dos antiguas vecinas de Tomelloso residentes en la capital y tanto la investigación como el descubrimiento del misterio nos lleva a perfilar un suceso que se entrelaza con la historia reciente de España, acabada la guerra treinta años atrás, y un presente que parece ya alejado de todo aquello, pero que tal vez, en esa mirada de Plinio, no lo está tanto. Es una reflexión que nos traslada a las conversaciones de Andrés Hurtado con su tío el doctor Iturrioz, descritas por Baroja, tan pesimistas ellas, referidas a la fatalidad y al sometimiento de un país que no pierde su mentalidad de esclavo. El paisaje no varía, edificios oficiales e iglesias gigantescas que anonadan los hogares particulares y que recuerdan en todo momento donde está cada cual.

Sin embargo, por aquellos años Max Aub viaja por España tras treinta años de exilio y él sí ve cambios, tal vez porque pretende reencontrarse con la España que él dejó y que ya no existe, o existe sólo en su cabeza y en las cabezas de la mayoría de los exiliados que quisieran regresar y toparse con el mismo país, el mismo pueblo, y continuar la historia allí donde la dejaron, como si no hubiera habido guerra ni hubieran pasado todos esos años.

Pero si hoy paseáramos por Madrid y leyéramos esa meditación de Plinio, ¿sentiríamos o no algo parecido a lo que sintió el policía, acaso no tendríamos un pálpito semejante, que los edificios oficiales, ahora de bancos y empresas más que de administraciones públicas o de iglesias, dominan a base de superponerse a la ciudadanía, una ciudadanía a la que aún hoy carece de «capacidad ni poder para alzarse más arriba de las torres»?

Da grima atender hogaño a los debates públicos y percibir un sabor añejo porque poco han variado los temas a discutir. Desesperanza la falta de alternativas o lo rápido que se encauzan las energías emancipatorias que en España a veces, muy pocas veces a decir verdad, brotan resueltas, decididas, pero que resultan un espejismo en el que nadie cree a ciencia cierta. ¿Tienen acaso razón Andrés Hurtado y su tío? Tampoco Max Aub, en este sentido, parece entusiasmado por la nueva sociedad española, acaso él mismo vencido por afrontar que pertenece a una España que ya no es.


Quizá la mirada no es nunca hacia fuera, sino hacia dentro, vemos lo que hay dentro de cada uno y no lo que está fuera, del mismo modo que la belleza habita en los ojos que observan, no en los objetos observados. La cuestión es si resulta posible compartir las miradas. 

lunes, 8 de mayo de 2017

Letras y mundos

Ahora que no sólo se coloca la asignatura de literatura en un borde de los planes de estudio de la enseñanza obligatoria y la convierten en un apéndice de la asignatura de lengua o, directamente, se elimina, como ha ocurrido al parecer con la literatura universal de entre las asignaturas troncales, es buen momento para preguntarse qué incidencia e influencia reales tiene la literatura en nuestra sociedad contemporánea o en cualquier época pasada. No me refiero a la intervención de los escritores tipo Émile Zola con su «J´accuse» o Sartre, altavoz en la mano, clamando por la revolución, sino el papel de las obras en la cotidianidad social, planteando cuestiones claves para el debate público y privado, cambiando valores o introduciendo nuevas fórmulas y modos de sentir.

La cosa va más allá de ser un mero ente referencial con relación a la visión de una sociedad o de un sector social, no se trata de que los españoles puedan dividirse entre quijotescos o sanchos, esto es, idealistas o realistas con tendencia al fatalismo, o que atribuyamos cierto bovarismo a la cotidianidad de cierto tipo de esposas atribuladas por el ostracismo burgués (o de clase media hoy), por dar un par de ejemplos, sino que se trata de saber hasta qué punto la literatura sirve para algo más que para lo que parece que se atribuye en la actualidad, un mero entretenimiento, una oferta más del ocio, repartido entre múltiples posibilidades que nos brinda la sociedad de consumo (¿del espectáculo?).

Tal vez sea una pregunta que haya que formularse ahora mismo, en otras épocas no había tanto motivo, aunque puede que la perspectiva del tiempo edulcore mucho el pasado, lo idealice y uno tienda siempre a echar pestes del tiempo que le ha tocado en suerte y desear vagamente haber vivido en otra época. Sin embargo, parece hoy difícil que una novela (o una película, por hablar de una formato narrativo actual) como La Cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, pudiera incidir tanto en una polémica social, como lo fue el mencionado relato, en el debate sobre la esclavitud en los Estados Unidos, novela que fue sobre todo determinante para la toma de postura de muchos de sus lectores ante algo tan degradante como fue dicha institución. Tampoco es que no haya ninguna repercusión, es verdad, muchas veces una novela o una película permite fijar un debate, como ocurría en aquel mítico programa de la televisión pública española, La Clave. Pero a todas luces no es lo mismo.

Porque no parece haber hoy una gran incidencia de lo literario en la sociedad. Pero la hubo. El escritor francés La Rochefoucauld afirmó «que pocos se enamorarían si no hubiesen oído hablar del amor», y con ello se estaba refiriendo a la invención del amor como invento literario, que lo fue, en el sentido referido, aun cuando nos pueda parecer algo extraño, que la literatura haya creado, forjado y determinado algo tan cotidiano como el amor. Hoy nos parece normal que el amor guíe a las parejas y forma parte del ideal con que crece casi todo el mundo en Occidente. Pero nada más descabellado durante mucho tiempo que el que una pareja se amase. Hablamos de un amor que no es ágape, ni fraternal, sino que nos referimos a eso que hoy entendemos por amor que incluye la atracción, más vinculado a Eros, y un sentimiento que va más allá del afecto, que era lo que como mucho las relaciones de pareja. Porque a lo sumo eso era lo que debía existir, un maritatis affectio, en esa relación establecida entre dos personas, un hombre y una mujer, y que unía riqueza y dominio, propiedades y poder.

Este envoltorio material(ista) del matrimonio ha sido lo normal (y lo normativizado) durante siglos y en cierto modo lo sigue siendo hoy en gran parte del planeta, aunque es evidente que hoy la hegemonía de los valores es más global por obra y gracia del consumo de masas, e inserto en él el ocio y los productos culturales (porque la cultura se ha vuelto una industria).

Esta institución matrimonial, reflejo de un modelo social, político y jurídico imperante, permitió en el siglo XII a los poetas provenzales que jugaran en sus escritos con una modalidad nueva de amor, heredero de otros formatos, menos convencionales, más libres. La atracción carnal ─que nada tenía que ver con el matrimonio─ se une al sentimiento amoroso y se le da un formato que refleje la sociedad de su tiempo. El poeta corteja a la dama, su domina o dueña, esto es, le hace la corte, porque de lo que se trata es de utilizar el sistema medieval existente, el de la corte ─las cortes de los reyes, tan lejanas, pero también, a pequeña escala, las cortes señoriales o feudales─ para abrir una brecha allí donde la institución del matrimonio no llegaba, a lo sentimental. De este modo, aquello que se rechaza para el matrimonio, según Andreas el Capellán en su Arte Honeste Amandi, esto es, el amor carnal, se establece para el amor de lonh, lo que Gaston Paris denominó siglos después amor cortés, porque imita a la institución.


María de Champaña, hija de Leonor de Aquitania, cuando la poesía provenzal se había extendido por buena parte de Europa ─Fernando Fernán Gómez escribió una novela, El mal amor, sobre la llegada a un señorío fronterizo entre Castilla y Aragón de tal sentimiento novedoso─, encargó a Chretien de Troyes que escribiera las normas del amor cortés, lo que el escritor cumplió con su Tratactus de amore. De este modo, surge un sentimiento amoroso nuevo que brota creada por la literatura, la expanden los poetas y pronto los prosistas, e incluso lo institucionalizan los propios escritores. ¿Sería hoy posible algo así?

martes, 2 de mayo de 2017

«Tiempo sin aire»

¿En qué momento podemos afirmar que un conflicto social, un conflicto que causa dolor y sufrimiento, un conflicto que provoca pérdidas irreparables, resquemores, odios y desesperanzas se cierra de forma definitiva? En España hablamos aún de la guerra civil, de sus víctimas y de sus consecuencias, que aún despiertan encendidos debates y heridas, demasiadas heridas, cuando van desapareciendo las generaciones que vivieron la guerra, no así la larga dictadura que la siguió, aunque empieza a quedar también lejos en el tiempo. Si hablamos de Colombia, el proceso de pacificación está recién iniciado y nadie sabe a ciencia cierta cuando lo podremos cerrar, no los actos de guerra en sí, ya en la práctica inexistentes, sino la batalla más difícil, la de zanjar los odios y diferencias, la del perdón y la reconciliación, la de las víctimas que se enfrentan a su situación de maneras diversas, a veces muy opuestas.

Estos días, mientras se conmemoraba el octogésimo aniversario del bombardeo de Guernica, se entregaba el XIII Premio por la Paz y la Reconciliación al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y al líder de las FARC, Rodrigo Londoño “Timochenko”, otorgado por el Ayuntamiento de Guernica y Luno, el Museo de la Paz de Guernica, la Fundación Gogoratuz y la Fundación Pública Casa de Cultura. Los dos conflictos, la guerra civil española y el conflicto colombiano, unidos cuando también se habla desde hace tiempo de cómo afrontar el fin de la violencia en el País Vasco, en los tres casos centrados en el tema de las víctimas, tan hiriente y polémico a la vez, cuando en gran medida tampoco está claro el mismo concepto de víctima.

Hay, es evidente, las víctimas directas, las que han vivido sumergidas en la violencia, bien porque la han sufrido en propias carnes, han muerto o han quedado heridos, bien porque han participado de forma activa en ella, han tomado parte de actos violentos, causantes de sufrimiento, sí, pero también, en cierto modo, en grados diferentes, víctimas de esa misma violencia que generan. Hay quienes incluso se convierten en ambos tipos, son víctimas de la violencia ajena pero también de los actos violentos que generan. Los son también, de forma incuestionable, los familiares de quienes intervienen en un conflicto armado, ya sea como receptor de violencia -víctima física- ya sea como generador de actos violentos.

De todo esto nos habla la película «Tiempo sin aire», de los directores Samuel Martín Mateos y Andrés Luque Pérez, realizada en 2015, cuando se estaba ya negociando el proceso de paz colombiano y faltaba pocos meses para la adopción de los acuerdos entre el Gobierno de Colombia y las FARC, una de las guerrillas del conflicto. Nos narra la historia de María (Juana Acosta), enfermera que pierde a su marido, asesinado por la guerrilla, y a su hija de catorce años, violada por paramilitares y aparentemente asesinada por ellos, y que sale del país con su hijo pequeño hacia España con la idea obsesiva de vengarse de un mercenario español (Félix Gómez), para lo que contará con la ayuda inestimable del psicólogo del colegio donde estudia el hijo, Gonzalo, interpretado por Carmelo Gómez.

Asistimos a la ardua labor de María, que busca por todos los medios posibles a ese mercenario a quien ha visto frente a frente, le ha visto los ojos, crueles y sin piedad, pero al que vemos también a lo largo de la película como ese muchacho por completo normal, tierno, enamorado de su pareja, interpretada por Adriana Ugarte, pareja que va a ser víctima al ser golpeada por un conflicto lejano del que además no sabe nada. Es una búsqueda la de María a todas luces obsesiva, invadida por un odio ilimitado que le mantiene, lo dirá en algún momento, viva, lo único que le da sentido a la vida, una vida en la que no cabe aparentemente el perdón y la reconciliación, algo de lo que se habla mucho en los procesos de paz, fundamental para que la paz sea de verdad y no un mero escenario sin actos violentos, que ya sería importante, pero no es suficiente. Pero asistiremos a un proceso interno de María, en compañía en algún momento de la esposa del mercenario, ambas en busca también de una verdad sobre la que reconstruir su espacio vital.


Se trata de una historia de venganza, pero en el que cabe hablar también de duelo y de perdón, en la que hay también sus secretos, sus partes ocultas, aquello que no se cuenta, que cuesta sacar, que se va descubriendo, cuando se descubre, muy poquito a poco. Se trata de un relato que afecta a Colombia, pero que hubiera podido ocurrir en toda España durante la guerra civil, en el País Vasco hasta hace poco más de cinco años, u hoy en Siria, en Iraq, del mismo modo que ocurrió en los Balcanes o en tantos y tantos lugares. Una vez más lo local se convierte en universal y es atemporal. Condición humana, dirán algunos, no sin bastante razón.