domingo, 27 de diciembre de 2020

El Puente transbordador de Vizcaya

 


Cuando Teresita Zazá actuó en Bilbao, a finales de 1913, y puso en circulación la palabra Alirón, que los adeptos al Athletic hicieron suya, ya esta ciudad comenzó a tener un aire nuevo, renovado, industrial, burgués pero también proletario; hubo no obstante cierta añoranza del mundo tradicional y campesino, añoranza que se desataba por Santo Tomás, cuando los caseros bajaban al Arenal para pagar sus rentas a los propietarios de las tierras y colocar de paso sus productos, en un improvisado mercado popular. Bilbao empezaba a ser la ciudad que sería durante el siglo XX, ya estaban además levantados muchos de sus edificios emblemáticos.

Se construyeron sobre todo en el último tercio del XIX, cuando el enclave mercantil incorporó la industria como su segundo eje económico. Los cambios fueron enormes y la transición indujo a ciertos desajustes, muchos miedos, algún que otro intento de probar que todo aquello lo único que provocaba era caos, inmoralidad y no poco desorden en la vida tradicional del país. Hubo quien presagió un fin de los tiempos local, se temió que se perdieran las costumbres sanas, la apacibilidad de la vida campestre, el idioma antiquísimo, un tanto legendario. Otros, contrariando sus propios orígenes familiares, recelaron de la burguesía y el proletariado, abogaron por un clasicismo esteticista y algo reaccionario.

Sin embargo, se impuso esa idea de progreso imparable, tan propia de la época, y la ciudad se agrandó, surgieron cenáculos culturales y también lúdicos, como aquel Salón Vizcaya donde actuó Teresita Zazá años después, y quiso la burguesía bilbaína que la ciudad adoptara esa grandeza que creyeron merecida. Tal vez la cupletista contemplara el Teatro Arriaga de entonces, el que había construido Joaquín de Rucoba en 1883 sobre el solar del antiguo teatro, dañado éste por la última guerra carlista, y mientras lo observaba, quiero pensar que encandilada, no podía intuir, nadie podía, que justo un año después el teatro ardería y habría que reconstruirlo. Lo que sin duda también observase fue la Estación de la Concordia, la que unía Bilbao con Santander, con Valmaseda y con León, y su fachada modernista que poco ha cambiado desde entonces. Fue Severino Achúcaro quien la planeó, el mismo arquitecto que colaboró en el Plan Ensanche, en 1876, cuando la anteiglesia de Abando devino parte de Bilbao.



Las grandes familias burguesas sufragaron los cambios, miles de obreros aportaron su trabajo, muchas veces en condiciones abusivas y afrentosas que una enorme lucha sindical pudo paliar en parte. También entró capital de los denominados indianos, aquellos hombres y mujeres que emigraron a América, algunos de los cuales hicieron fortuna allí, sin que podamos decir que la mayoría lo consiguiera. Uno de los que volvió con capital y espíritu empresarial fue Alberto Palacio Montemayor, nacido en Gordejuela, en la comarca de Las Encartaciones, que regresó de México, tras triunfar en sus negocios y donde se casó con la vascofrancesa Estefanía Elissague. Tuvieron a su vuelta dos hijos, Silvestre y Martín Alberto, el primero estudió ingeniería y el segundo, arquitectura. Contagiados por la idea de progreso, ambos trabajaron juntos en la construcción del Puente Transbordador, conocido como Puente Colgante u hoy Puente de Vizcaya, que une ambos márgenes de la ría, Portugalete a la izquierda y Las Arenas de Getxo a la derecha, siguiendo la nomenclatura tradicional de ambos lados. Colaboró con ellos el ingeniero francés Ferdinand Arnodin, uno de los mayores expertos en este tipo de puentes y que Martin Alberto Palacio Elissague había conocido en París, donde también se relacionó con Gustave Eiffel.  

Quienes vivimos en el entorno del Puente nos hemos acostumbrado a su presencia, lo usamos con frecuencia, lo vislumbramos de pronto sobresaliendo por entre lo alto de los edificios o lo vemos en su amplitud desde miradores o a lo largo de los respectivos paseos junto a la ría, pero en aquel momento esta construcción de hierro debió de impresionar no poco. En gran medida, simbolizó esa idea de progreso imparable y el poderío económico de Vizcaya. No sé si Teresita Zazá pudo contemplarlo cuando pasó por Bilbao, está a poco más de diez kilómetros de la capital vizcaína y tal vez no tuviera ni tiempo ni ganas de ver los avances de su tiempo, aunque era una mujer sin duda curiosa e interesada por los aportes del progreso. En todo caso, mucha gente se acercó a observarlo, en aquel momento impresionada por esa construcción.

Hoy mantiene la utilidad para la que se construyó, pero además es una atracción sobre todo turística. No es que hayamos perdido la sorpresa ante los avances arquitectónicos y los logros de la ingeniería, pero ya no poseemos, me temo, esa fe ciega en el progreso colectivo. Ahora sorprenden esos inventos que tienen que ver con la cotidianidad más directa y más individual. El concepto de sociedad, parece ser, ya no tiene tampoco el mismo significado que antaño. Este año a punto de terminar ha añadido además no poco pavor a las aventuras colectivas.  

domingo, 20 de diciembre de 2020

El alirón de Teresita Zazá

 


A finales de 1913 el balompié causaba furor en Bilbao. No hacía ni siquiera veinte años que se inició la afición por este deporte, que entró de la mano –o de los pies, habría que decir– de los marineros ingleses que ocupaban sus horas muertas en el puerto jugando al football. Pronto se incorporarían algunos trabajadores locales que lo dieron a conocer a otros vizcaínos, en un momento en el que la actividad deportiva comenzaba a difundirse tanto en la capital como en la provincia, coincidiendo con un interés intenso por la salud y la higiene, que en buena medida fomentaron algunas organizaciones populares así como también algunos benefactores de cierta alcurnia, tal fue el caso de Manuel Aranaz Castellanos.

En 1898 surgió de entre algunos miembros de la Sociedad Gimnástica Zamacois la iniciativa de juntarse para jugar a este deporte. Le dieron incluso nombre al equipo, Athletic Club de Bilbao, al que se otorgó forma legal el 5 de abril de 1901 en una asamblea realizada en el céntrico Café García, sito en el número 8 de la Gran Vía de Bilbao.

Tal fue el arrebato causado por el fútbol en la ciudad que eran frecuentes las algaradas lúdico-festivas y aquel año apoteósico, 1913, no sólo el equipo ganó partidos y copas, sino que inauguró el campo de San Mamés. Tales celebraciones solían acabar en el barrio de San Francisco, zona por entonces de regocijo y diversión, en la que alternaban los señoritos bilbaínos, los hijos de las familias patricias de la ciudad y los mineros que bajaban al barrio los días de cobro a olvidarse de las duras jornadas de trabajo y de la vida precaria que llevaban.

Por aquel entonces el Barrio de San Francisco era conocido como la zona alegre y un tanto libertina de una ciudad liberal en muchos aspectos, pero también conservadora en sus costumbres. Parece que la fama de la zona, con sus garitos variados y sus querencias licenciosas, traspasó fronteras y llegó a oídos del mismísimo Bertolt Brecht, quien escribió La canción de Bilbao. Aunque puede que eligiera esta ciudad por la sonoridad de su nombre.

Sea lo que fuere, la noche del 29 de diciembre del año en cuestión cantaba en el afamado Salón Vizcaya, sito en el número 40 de la calle San Francisco, uno de los más frecuentados por señoritos y patricios bilbaínos, Teresita Zazá, una jovencísima cupletista extremeña, de nombre real Teresa Maraval Torres, que el año anterior había iniciado su carrera en el Triano Palace de Madrid y que empezaba a ser conocida entre los aficionados a ese género.



Entre los diferentes cuplés cantó uno que no pasó desapercibido por el público de aquella noche, compuesto mayoritariamente por aficionados del Athletic que celebraban uno de los triunfos del equipo, y en cuya letra se repetía:

En Madrid se ha puesto en moda la canción del 'Alirón,

y no hay nadie en los madriles que no sepa esta canción,

y las niñas ya no entregan a un galán su corazón,

si no sabe enamorarlas al compás del alirón.

Alirón, alirón, alirón pom, pom, pom...

 

Teresita Zazá ni imaginó que ese cuplé iba a tener una repercusión sin igual. Nadie conoce su destino ni el futuro de sus actos. Cuando llevaba poco más de un año de actuaciones por toda España, ni siquiera intuía que dos años después viviría en Argentina, donde obtuvo un éxito inmenso, que tendría una gira por varias ciudades latinoamericanas y que cantaría con Gardel.

Aquella noche sólo supo que un público enfervorizado cantó con ella la canción del alirón y a un donairoso se le ocurrió emplear el final del estribillo para ensalzar a su equipo y soltó, al terminar ella su cuplé, entre aplausos y vítores:

Alirón, alirón, ¡el Athletic campeón!

Corrió como la pólvora por las calles del Barrio. Puede que Teresita Zazá, habituada a esas zumbas, olvidase la ocurrencia del garboso, pero el bordón volvió a repetirse unos meses después, el 10 de mayo, cuando el equipo bilbaíno le ganó al equipo España de Barcelona y obtuvo gracias a ese triunfo el mayor galardón aquel año.

Ni qué decir tiene que resultaba pegadizo, aunque nadie sabía a ciencia cierta qué significaba aquello del alirón. Por ser Vizcaya en gran medida tierra minera, se dijo que la expresión derivaba de una locución del sector, all iron, que los capataces ingleses que gestionaban algunas empresas británicas, explotadoras de varias minas vizcaínas, sobre todo en Gallarta, colocaban en las carretillas cuando el hierro que portaban era de especial calidad y por el que los mineros recibían un complemento a su salario.

Otra versión indica que Alirón proviene de una palabra árabe, all´il´lán, que significa proclamación y durante un tiempo así lo indicó el diccionario de la RAE, aunque se eliminó a principios de este siglo.

Cuando Teresita Zazá regresó de América en 1927 para retirarse del espectáculo tras algunas actuaciones en Madrid y Barcelona, sólo intervino dos años después en la película La del soto del Parral, el alirón del Athletic ya estaba popularizado, sin que sepamos si la cupletista recordaba su actuación en el afamado Salón Vizcaya de San Francisco.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Sobre el vasco

 


En 1888 la Diputación de Vizcaya creó una cátedra de vasco por la que compitió Miguel de Unamuno, en concurrencia por cierto con Sabino Arana, fundador del PNV. Ninguno de los dos la obtuvo, sino que fue Resurrección María de Azkue quien consiguió la plaza. No sé si esta derrota supuso el inicio de un distanciamiento emocional e intelectual que poco a poco fue adoptando el insigne profesor bilbaíno y que pasó incluso por recomendar a sus conciudadanos vascos que se distanciaran del idioma, que asumieran incluso que lo mejor era «enterrar santamente el vascuence», como propuso en una conferencia en el teatro Arriaga de Bilbao, puro centro cultural y social de la capital vizcaína, en 1901.

Lo cierto es que la posición de Unamuno hacia el idioma local fue cuanto menos contradictoria, como no podía ser menos, a veces uno tiene la sensación de que el modo de pensar del filósofo era claramente dialéctico, pero una dialéctica llevada al extremo, llena de contradicciones y de dudas, un constante sí pero no. Hablaba de un idioma euskérico incapaz de trasladar el espíritu de los vascos a la modernidad debido a su dificultad y arcaísmo, pero al mismo tiempo lo había estudiado desde joven, había observado sus variantes locales, su variedad interna, y también afirmaba que un español medianamente cultivado debía conocer además el portugués –Unamuno era un iberista convencido– y cualquiera de las otras lenguas españolas.

Hay que tener en cuenta que el vasco, a diferencia del catalán en Cataluña, vivía una realidad muy territorial, no se hablaba, ni se habla hoy, en todos lados por igual, y era en las grandes ciudades, al igual que ocurría y ocurre con el gallego o el catalán de Valencia, donde se hablaba y se habla menos. Incluso hoy ocurre, cuando los ciudadanos menores de cuarenta años de la Comunidad Autónoma Vasca han estudiado en vasco, al menos una parte de sus asignaturas escolares, y gracias a ello en parte el idioma vive una evidente eclosión. Ocurre otro tanto en la zona media y norte de Navarra. En el Bilbao de Unamuno, durante su infancia y juventud, el vasco no era una lengua local, la escuchaban en boca de los baserritaras que bajaban a la villa por Santo Tomás a pagar sus rentas y a vender sus productos de la tierra. Pero la vida transcurría en castellano.



Claro que Unamuno asistió a la aparición de un nacionalismo que halló en la lengua uno de sus pilares. Sin duda, el debate identitario puso el idioma en el centro de la discusión de lo que somos como sociedad, y eso fue importante cuando había amenazas reales de desaparición o por lo menos de marginación extrema, pero casi nunca politizar un idioma es la mejor manera de extenderlo, al menos de extenderlo para que se hable y sea una lengua viva, más en un contexto que se fue radicalizando y dividió el país en bloques a veces antagónicos.

Sea lo que fuere, a finales del siglo XIX hubo un despertar del idioma, promovido en parte por ese nacionalismo que en su origen tuvo mucho de rancio, pero que también acabó teniendo una vertiente modernizadora, como la que representó Ramón de la Sota, que fue en realidad el artífice del actual PNV, más que la referencia mítica de Sabino Arana, nacionalismo que es hoy, además, mucho más amplio. Pero también hubo un interés cultural y social por el idioma, no tan determinado por las reivindicaciones nacionales, más cultural.

Es curioso que el vasco despertara también no poco interés entre los extranjeros que llegaron a los territorios vascos con la industrialización. Desde finales del siglo XIX sobre todo Vizcaya y Guipúzcoa atrajeron capital extranjero y con las inversiones arribaron también asesores británicos, franceses, belgas y alemanes. Menos politizados en los conflictos locales que los nativos, por tanto con menos prejuicios, algunos de ellos se sintieron atraídos por esa lengua extraña, complicada y un tanto legendaria. Fue el caso de Gerhard Bähr, nacido en Legazpi en 1900, hijo de un ingeniero alemán afincado en Guipúzcoa, y que se convirtió en un estudioso del idioma, aun cuando se dedicó profesionalmente a la química. Pero se interesó por el vasco y analizó el complicado sistema verbal en las variantes idiomáticas guipuzcoanas. En Alemania se formó un núcleo de estudiosos del euskera, herederos sin duda de Wilhem von Humboldt que en el salto del siglo XVIII al XIX viajó por el País Vasco y escribió sobre su idioma. Entre los estudiosos están Hugo Schuchardt o Karl Bouda.

Por cierto, en la misma época de Wilhem von Humbolt el hermano de Napoleón Bonaparte, Joseph, que se vio envuelto en la política española y elevado a Rey de España, ganando una mala fama que desde luego fue injusta, se interesó también por el idioma de los vascos.

Cuando en la actualidad se vuelve a discutir, y otra vez en forma de conflicto, de los idiomas del Estado, los idiomas oficiales, entiéndase, que de los otros ni se habla, por ejemplo del caló, que ni se plantea dársele un mínimo reconocimiento, uno no puede menos que recordar a Unamuno y a su sí pero no con el vasco y contemplar que nada hay nuevo en el debate, que se tiende a un maximalismo que no ayuda mucho a plantear la cuestión, olvidando que los idiomas sirven para comunicar y no para encerrarse en viejas atalayas.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Un lugar donde vivir

 


Es difícil comparar el estado de ánimo en los tres primeros decenios del siglo XX con el estado de ánimo actual, cuando estamos a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI. Uno tiene la impresión de que en aquel momento hubo un optimismo de época que no tenemos ahora, aun cuando las amenazas de entonces fueran también tremendas y la repercusión de las guerras no estuvieron exentas de crueldad y dramatismo, como tampoco lo estuvieron ciertas políticas que alcanzaron niveles de brutalidad y barbarie sin igual.  

Sin duda, la guerra civil española y la segunda guerra mundial, que forman parte de un mismo conflicto, aquella fue en cierto modo el inicio de ésta, marcan de pronto el final de una etapa de cierta fe ciega en el progreso. Que el mundo haya estado durante los últimos setenta y cinco años al borde del colapso nuclear y que la política se decantase por el posibilismo más que por la confianza absoluta en un futuro mejor, circunscrito ya a lo más inmediato, que no es poco, salir de la miseria, dignificar la vida cotidiana, pero que se quedó en ello, sin vislumbrar otros derroteros, y con algún que otro retroceso en los últimos lustros, indica bien a las claras un panorama emocional bien distinto. Para colmo hay que añadir una crisis ecológica consecuencia de nuestro modelo de vida y de organización social.

Ni qué decir tiene que el Bilbao de finales del XIX y de las primeras tres décadas del XX estuvo contagiada por esa esperanza y ese ideal de progreso que las clases pudientes de la villa, la de las familias burguesas y mercantiles, pudieron imbuirle a la sociedad entera. Claro que aparecieron no pocos reparos y temores ante los cambios, siempre ocurre, y el tradicionalismo, ciertas tendencias del nacionalismo bizkaitarra más aranista y un neoclasicismo intelectual que miraba más hacia atrás, a épocas de gloriosos imperios, fueron manifestaciones a veces más que evidentes de los mismos. Nada que no estuviera pasando en otros lugares.

La guerra civil y la toma de Bilbao, último bastión vasco afín a la República, a inicios del verano del 37, zanjó por completo el optimismo de época. El ideal burgués se diluía en lo más inmediato, reconstruir las fábricas, volver al trabajo, hacer caja otra vez bajo las nuevas circunstancias mientras que los ideales democráticos y los de la izquierda quedaron soterrados bajo capas de miedo y represión. Aunque las circunstancias del resto de Europa fueron bien diferentes, el aspecto emocional y la mirada ante el futuro no resultaron muy distintos. Lo apreciamos en la película de Florian Henckel von Donnersmarck Werk ohne Auter, titulada en España La Sombra del pasado, y en cómo vive el artista protagonista, Kurt Barnert, su proceso de aprendizaje artístico tras la guerra y la experiencia nazi. 

Es verdad que hubo ese paréntesis sesentayochista con el regreso a los ideales de ruptura y la recuperación de las experiencias de los ismos a través de la Internacional Situacionista, pero uno no deja de pensar que tuvo más de juego fingido, de pura tramoya en el gran teatro del mundo que de intento serio de darle la vuelta a la realidad. Claro que uno habla cuando todo aquello apenas es un mero recuerdo, a toro pasado…

En el País Vasco también vivió sus años de sesentayochismo ilusionante, con efectos, algunos, emancipadores, como los relativos a ciertas costumbres, pero también trágicos, funestos y lamentables a tenor de los resultados, que cada cual cave en su propia experiencia o en su mirar sobre lo que le rodea. Sirvió la década para comenzar una recuperación cultural que, como ocurrió en el cambio de siglo, sesenta años atrás, vino después de los cambios económicos y sociales. Ni qué decir tiene que para la cultura en vasco tal recuperación fue sobre todo vital, cuando la guerra y la dictadura pusieron cualquier expresión en esta lengua e incluso al propio idioma a las puertas de su extinción.



Que surgiera una figura como la de Gabriel Aresti, con su poesía en vasco aparecida en los sesenta, tuvo una influencia enorme en el surgimiento de grupos literarios posteriores, como el de Pott, en Bilbao, al poco del cambio de régimen, con una vocación más vanguardista, sin duda, pero sin la presencia del poeta bilbaíno la historia literaria hubiera sido bien diferente. Gabriel Aresti también influyó en un grupo de cantautores de su misma época, algunos de los cuales se agruparon en torno a un nombre otorgado por Jorge Oteiza, ez dok amairu, del que formaron parte Xabier Lete, Mikel Laboa, Lourdes Iriondo, Benito Lertxundi o Antton Valverde, entre otros.

Puede que Xabier Lete fuera el que mejor recogiera el estado de ánimo del momento. Bernardo Atxaga dijo de él que «vivió en tierra de nadie, siempre en tensión, en crisis perpetua por buscar el eje de las cosas». Hay que tener en cuenta que Xabier Lete fue poeta, él mismo se veía a veces más poeta que cantante, aun cuando fuera el autor de Xalbadorren heriotzean, convertida en una canción símbolo de la cultura vasca. Y un poeta que estuvo influido por cierto pesimismo, un nihilismo que bebió mucho del existencialismo tan presente en la canción francesa, que conoció bastante bien.

Al igual que Gabriel Aresti o del otro poeta esencial, aunque me temo que en proceso de que se le olvide, Gabriel Celaya, Xabier Lete no se alejó, pese a todo, de la realidad del país, aunque no pocas veces le incomodaba lo que estaba ocurriendo en él, escribió en un poema que le costaba querer a su pueblo, pero era incapaz de encontrar un lugar distinto donde vivir.

Murió hace diez años, a finales de 2010, cuando quedaba apenas tres semanas para que acabara el primer decenio del siglo XXI.

domingo, 29 de noviembre de 2020

El pintor Manuel Losada retrata al Doctor Areilza


 

El pintor Manuel Losada fue quien realizó el retrato del Doctor Enrique Areilza. Ambos se conocían. Habían nacido y vivían en la misma ciudad, Bilbao, después de haberse formado tanto en España como en el extranjero. Nacen los dos en familias de tendencia más bien tradicionalista, y aun cuando ellos sin duda en algún momento se inclinaran por ellas, con posiciones a veces fueristas y a veces cercanas al naciente nacionalismo vasco, proyectaron con el tiempo una mirada reformadora, avanzada y sensible hacia la realidad que les envolvía. Se les puede vincular por ello a la Generación del 98, si es que asumimos las etiquetas tan académicas de la historia literaria y cultural; de hecho, se relacionaron con Miguel de Unamuno, con Zuloaga, con Pío Baroja y participaban con asiduidad en numerosas tertulias y encuentros. El Dr. Areilza, que visitaba Castilla y la conocía bien, fue quien imbuyó a este grupo de escritores, pensadores y artistas de su interés por los paisajes castellanos.

Pero no sólo se dedicaron a la reflexión sesuda y circunspecta, participaron en una cierta bohemia urbana tan propia de la época, a veces para escándalo de los más recios bienpensantes. Manuel Losada había fundado junto a los pintores Ignacio Zuloaga y Anselmo Guinea el Kurding Club, sito en el mismo centro de la ciudad, en el número 6 del Paseo del Arenal, y hubo quien lo tachó de antesala del infierno, tanto por las ideas liberales y progresistas que ahí se defendían como por la cantidad de bebida que se consumía en sus salones. No en vano el nombre deriva del anglicismo Kurda, borrachera, aunque también se conocía el lugar como El Escritorio.

Claro que no se les recordará por ello, sino por los respectivos oficios.

Manuel Losada nace en 1865, en el seno de una familia vinculada a la actividad mercantil y con gran afición por la pintura. Aun cuando comienza la carrera de comercio, gana una beca de la Diputación de Vizcaya y marcha a París para estudiar bellas artes y allí se relacionará con otros artistas y comenzará a interesarse por el impresionismo. A su vuelta, abre un estudio y pronto llamará la atención por sus retratos. Pero no sólo pintará a personajes destacados, también se interesará por numerosos tipos populares, aldeanos vascos, gitanos, personas del mundo popular del país, además de recoger numerosas estampas bilbaínas románticas. Recordemos que en Bilbao bullía ya ese cambio tan veloz que llevó a la plácida ciudad mercantil a convertirse en un núcleo industrial.



De esto sabrá bastante el Dr. Areilza. Nacido cinco años antes que el pintor, estudia medicina en Valladolid y en París. En 1822, con veintidós años, obtiene la plaza de director de los hospitales mineros de Triano, Gallarta y la Arboleda. Son, junto a las de Miribilla, en el mismo Bilbao, las principales minas de Vizcaya las que allí se encuentran y que proveen de material a la importante industria vasca del hierro. Asiste a la llegada de miles de personas, hombres y mujeres, incluso niños, que trabajan a destajo en las minas, en circunstancias de absoluta precariedad, laboral y vital, con enfermedades propias del sector y numerosos accidentes que dejan a muchos tullidos de por vida. Esta situación indigna al médico. «¡Estos hombres vienen aquí a trabajar y a vivir!¡No vienen aquí a morir!», exclamará. Plantea la importancia de la prevención sanitaria y consigue en la primera década del siglo XX que se construya un sanatorio en Górliz con el objetivo de prevenir la tuberculosis.  



Llama no poco la atención que cien años después de la intervención social del Doctor Areilza sigamos planteando, en estos tiempos de pandemia, un debate no muy diferente respecto al papel de la sanidad y su planeamiento público, como si estuviéramos siempre dando vueltas alrededor de un mismo punto. Pero supongo que esto es ya otra historia.

Sea lo que fuere, tanto el pintor Manuel Losada como el Doctor Enrique Areilza vivieron con intensidad unos tiempos de cambio y se implicaron no sólo con su profesión, sino con el territorio en el que vivieron. Manuel Losada, al igual que el pintor Aurelio Arteta, gestionó durante unos años el Museo de Bellas Artes de Bilbao mientras que el Dr. Areilza no sólo se comprometió con el funcionamiento de la red de hospitales, sino que intentó que se creara una facultad de medicina en el País Vasco, sin lograr finalmente que la dictadura de Primo de Rivero lo aprobase.  

Ambos vivieron con intensidad esos años del cambio del siglo, aquella edad de plata de la cultura española, cuando se abrieron tantas posibilidades a un país lastrado por épocas de aislamiento y cerrazón, de monopolio absoluto en el mundo de las ideas, pero también por momentos necesitado de una reforma de la realidad. Aun cuando no fueron pocas las dificultades y las injustas condiciones de vida de una gran parte de la población, parecía que por fin el país se encarrilaba mal que bien. No se consiguió. Aun así, es imposible no envidiar el debate que existió durante los años en los que el pintor y el médico vivieron.

El médico murió en 1926. El pintor, en 1949. Les unió una ciudad y una época. Quedaron vinculados también a través del retrato que Manuel Losada le ofreció a Enrique Areilza.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Desde Miribilla

 


No pocas fueron las veces que Miguel de Unamuno contempló Bilbao desde Miribilla. Hoy aquel mirador improvisado se encuadra en un barrio de reciente edificación, una zona de calles amplias y luminosas, edificios innovadores, equipamientos modernos y zonas ajardinadas. En ese lugar concreto donde antaño se situaba Unamuno para mirar su ciudad hay ahora un parque desde el cual se puede seguir contemplando parte de Bilbao: el Casco Viejo con la calle Ronda donde nació el profesor, un pobladísimo barrio de Sokoloetxe y parte de Atxuri justo delante, al otro lado de la ría, casi ya río, y a esta parte de la montaña de Miribilla, a sus pies, las zonas de Bilbao la Vieja y San Francisco por un lado, el inicio del barrio de la Peña por el otro. Ambas orillas están unidas en este punto por el Puente cuyo nombre es el de la Iglesia que hay a su lado, San Antón. A la izquierda, un poco más lejos, se puede ver el Teatro Arriaga, el puente del Arenal y el inicio de Abando.

En la época de Unamuno, sin embargo, en esa zona de Miribilla había unas minas de hierro. Eran sobre todo tres en las que se trabajaba: Abandonada, Malaespera y San Luís. Solokoetxe apenas estaba poblada, eran unas campas de las afueras de Santutxu y que pertenecían a Begoña, no integrada en Bilbao como distrito hasta 1925. Atxuri seguía siendo el enclave medieval que fue cuando se llamaba Ibeni. Don Miguel, que nació en 1864, fue testigo del cambio de su pequeña ciudad, poco más grande que el actual Casco Viejo, urbe en la que predominaba el comercio pero que comenzó a crecer gracias a la minería y la industria. En 1870 la anteiglesia de Abando se convirtió en el barrio pudiente de la ciudad, allí donde pasó a residir la burguesía y donde se establecieron las sedes de numerosas empresas y bancos.

Los parajes que contempló Unamuno desde Miribilla se transformaron en los barrios obreros densamente poblados que son hoy. Se construyeron edificios para todas aquellas personas que llegaron a la ciudad y que se convirtieron en mano de obra barata en la industria, las minas y la actividad portuaria. La actitud de los bilbaínos de toda la vida no siempre fue muy correcta hacia los recién llegados: se despreció su miseria, su vida sórdida y menesterosa, el que pusieran incluso en peligro la cultura tradicional de la villa, las buenas costumbres o la lengua del lugar. Nada que por desgracia no escuchemos ahora respecto a los inmigrantes que llegan de más allá del sur cercano.



No obstante, la actitud de quienes trabajaban en fábricas, minas y servicios no fue siempre resignada y sumisa. A la vida mercantil y burguesa de la villa se sumó un movimiento obrero que supo dignificar el trabajo en la medida de lo posible y reivindicar mejoras. Miguel de Unamuno fue también testigo de ello. El 8 de marzo de 1889, por ejemplo, las cigarreras de una fábrica de tabaco en Santutxu se amotinaron ante sus condiciones nefastas de trabajo. Sus jornadas llegaban hasta las once de la noche y si el producto final no satisfacía las expectativas del patrón, no cobraban, aun cuando la responsabilidad no recayera en el esfuerzo de las trabajadoras, sino en la mala calidad del material que se les entregaba.

Miguel de Unamuno escribió a menudo sobre Bilbao. La ciudad fue, en gran medida, la protagonista de su novela Paz en la guerra y estuvo muy presente en su libro Recuerdos de niñez y mocedad. Su mirada fue a veces idealista, pero no por ello dejó de apreciar la realidad de unos tiempos tan intensos y los detalles de unos momentos tan contradictorios. José Miguel de Azaola, bilbaíno también, conoció a Unamuno en Salamanca cuando acudió como examinante a su universidad, estrecharon allí una gran amistad durante la cual la villa a menudo fue tema de conversación e incluso estudio. Rafael Sánchez Mazas encontró en sus paseos por Bilbao no poca inspiración para sus escritos, como ocurrió con Juan Larrea, Blas de Otero o Gabriel Aresti, entre tantos otros. Se podría decir que Bilbao es una ciudad literaria; pudo haberlo sido más, sin duda. Desde aquel mirador de Miribilla se aprecia una gama de grises muy evocadores de las muchas historias que ocurrieron en sus calles.



Es en la pintura donde tal vez encontremos un acercamiento especial a la ciudad y quizá sea el pintor Aurelio Arteta quien reflejó en gran medida las formas y los tonos de esta ciudad. Quizá sea cuestión de su carácter que haya reflejado tan bien Bilbao en su pintura, de ahí que el crítico de arte Juan de la Encina haya escrito que incide en su producción parsimoniosa la culpa «(…) de su modo de ser algo apocado, de su espíritu crítico, siempre alerta para paralizar sus impulsos creadores, y, sobre todo, de ese desolador ambiente nacional, tan áspero, tan inclemente y hostil a toda obra genuinamente espiritual». Creo que en gran medida con estas palabras está definiendo el crítico una forma de ser colectiva, si es que existe algo así.

Pero es innegable que en sus pinturas de Bilbao hay un reflejo de la cotidianidad en la villa, incluso en tiempos como los actuales, cuando la ciudad ya no es la urbe obrera e industrial que fue, cuando todo pareció decantarse por otros derroteros, más esteticistas, más brillantes, de una modernidad que se pretendía ejemplar y ejemplarizante. Durante los últimos cuarenta años ha habido cambios tan intensos en Bilbao como los hubo durante los cuarenta años siguiente al nacimiento de Unamuno. Tan intensos y no exentos muchas veces de una violencia palpable en muchos aspectos. No estoy seguro de que podamos hablar, tampoco hoy, de una ciudad ideal. Tal vez no exista al final ninguna ciudad ideal. Quizá el parón actual nos sirva para reflexionar sobre las entidades colectivas y lo que somos cada uno de nosotros en ellas. Puede que observar los cuadros de Aurelio Arteta nos ayude en la reflexión, tanto como una contemplación pausada de la ciudad desde Miribilla.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Memoria y silencio

 


En 1984 Imanol Uribe estrena una película, La muerte de Mikel, que a todas luces es un buen retrato del País Vasco de la época. Muestra bien a las claras el conservadurismo de la sociedad en su conjunto en medio del conflicto político y social que afectaba en aquel momento todos los ámbitos de la vida, incluido el personal, así como también una necesidad de transformación, de modernidad, de salir de la estrechez de miras que dominaba el ambiente entonces y a los propios personajes de la historia, que reflejaban bastante bien lo que sentían muchos en aquel momento. El farmacéutico protagonista, Mikel, interpretado por Imanol Uribe, tiene que confrontarse a lo que oculta desde hace tiempo, su homosexualidad. Nadie sabe en la pequeña localidad donde vive tal condición, ni su familia de clase media alta, ni en el ámbito político, abertzale y de izquierdas, donde milita, ni desde luego su esposa y sus amigos. El descubrimiento de su condición lo determina todo, pero bajo un silencio tremendo que todo lo rodea y determina los vínculos entre las personas. La historia acaba en drama, Mikel muere, alguien lo mata, y con ello se acentúan las contradicciones, pero sobre todo se mantiene el silencio que pesa como una losa entre quienes le sobreviven.

Es el mismo silencio que sigue dominando hoy, treinta y seis años después de la aparición de esta película, que sigue vigente en una sociedad que ya admite, en efecto, la homosexualidad sin grandes aspavientos, a nadie parece importarle hoy las tendencias sexuales de cada cual, pero que lo mantiene en muchos otros aspectos, por ejemplo el de la violencia que dominaba aquellos años. En la cinta la violencia política y social enmarca el drama personal de Mikel, parece algo normalizado, algo que incluso forma parte del paisaje. Hoy esa violencia ha desaparecido en gran manera, ya no existe ninguna de las organizaciones armadas que la ejercieron, tampoco se producen aquellas algaradas, pero se mantiene el silencio, un silencio que es sobre todo social, aun cuando se habla del conflicto en las instituciones, surge en los debates políticos y hay quienes rememoran aquella violencia, una y otra vez, como arma arrojadiza. Es cierto que ha comenzado también a ser tema de numerosas novelas, películas y series, pero llama la atención el silencio que sigue presente entre la población.

También es verdad que la sociedad vasca ha cambiado bastante en estos años, incluso en la estética de los pueblos y ciudades. Tanto, que quien no conociera hoy la historia del País Vasco durante los últimos setenta años se asombraría al enterarse de toda aquella violencia desatada por sus calles. Hasta el gran símbolo de la recuperación urbana de Bilbao, el Museo Guggenheim, inaugurado en 1997, tuvo su atentado, un intento de voladura que acabó con la vida del agente de la ertzaintza que lo evitó, muerto como consecuencia de un tiroteo. Además, por si no fuera suficiente la tensión política, la de los ochenta fue una década de crisis económica, con el cierre de grandes infraestructuras industriales, y también social, con el problema de la droga tal como se refleja en la película El Pico, de Eloy de la Iglesia, y su secuela, El Pico 2, que aparecieron a la par que la película de Imanol Uribe.

Hoy todo aquello queda muy lejano, parece incluso imposible que hubiera existido alguna vez. Tal vez tampoco creyera nadie entonces el cambio enorme que viviría la sociedad vasca tras el salto de siglo. Como era inimaginable pensar en 2001, el primer año del siglo XXI, que veinte años después viviríamos la situación actual que sin duda traerá cambios profundos.



Para el recuerdo se adoptó el Día de la Memoria en el País Vasco y se le dio una fecha, el 10 de noviembre, el único día en que no ha habido ningún atentado, ninguna víctima de la violencia ejercida por varias organizaciones armadas. Este año se volvió a conmemorar bajo las condiciones excepcionales que vivimos, con declaraciones muy parecidas a las de años atrás y los mismos desencuentros. Pero rodeado también de los mismos silencios. José Ramón Becerra habla de la «(…) lenta deriva hacia la inmovilidad, hacia la falsa quietud del olvido» que provoca el silencio generalizado. Los discursos resultan a todas luces huecos a estas alturas, tanto los institucionales como los discrepantes, que olvidan que lo único cierto es que no existen las violencias de antaño. Y fuera, sempiterno, el silencio.

Tal vez la literatura y el cine, al convertir toda esa violencia en el tema de sus relatos, ayuden a reflexionar sobre la cuestión. Pero no confundamos términos: los relatos pertenecen al ámbito de la ficción, no al de los hechos reales, objetivos, respecto a los cuales sólo caben las interpretaciones. El que se quiera establecer un relato sobre el pasado sólo contribuye a distanciarnos del mismo, no superarlo ni interiorizarlo. La ficción requiere verosimilitud. La realidad, veracidad. Cada cual tendrá su interpretación y hasta su juicio de valores, lo que no es malo, salvo que estos impidan la empatía suficiente como para entender que hubo verdaderos dramas en personas reales, de carne y hueso.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Muerte y resurrección de la ciudad ideal

 


Joseba Zulaika suele referirse al intento de su generación de reinventar una ciudad nueva, reflejo de una nueva sociedad y de una nueva vida individual y colectiva con que se pretendía romper con los moldes viejos de explotación y represión. Tuvieron esperanza, pero no tanto en el triunfo final, sino en el proceso que les permitiera acceder a un nuevo modelo social, a esa nueva ciudad ideal, ya fuese en forma de falansterio recuperado por los neomarxistas, ya fuese en forma de Reino de Dios en este mundo que defendían tanto los teólogos de la liberación como los teólogos partidarios y herederos de la reforma radical.

Vaclav Havel acertó plenamente al establecer que la esperanza no era tanto «la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, salga como salga». Con ello, la generación de los sesenta no puso sólo el acento en una sociedad futura que exigía el sacrificio del presente, como se entendía hasta entonces, aplicando a lo colectivo esa idea de que el sacrificio durante la juventud llevaría a una idílica vejez, sino que ese futuro se tenía que pergeñar aquí y ahora, que la nueva sociedad no se proyectaba ya como objetivo tras la toma del poder o de la destrucción de las estructuras de poder, según qué corriente libertadora se defendiese, sino que se tenía que reflejar ya en nuevas formas de relacionarse en el presente, del mismo modo que los teólogos ya no proyectaban el Reino de Dios a lo venidero tras la muerte, sino a lo que se construía en vida.

Veinte años después del año central de los sesenta, el mítico 68, poco quedaban de los viejos sueños e ideales, el Che había pasado a ser una imagen un tanto superflua en camisetas y carteles, incluso en anuncios publicitarios, sin significado alguno, tampoco permanecían ya algunos de los personajes totémicos de la Historia, el mencionado Che Guevara o Amílcar Cabral, por ejemplo, caídos ambos en combate, traicionados tal vez, otros siguieron igual suerte, y los que quedaron vivos, Cohn-Bendit o Ángela Davis, entre muchos otros, comenzaron a optar por el posibilismo, dicho esto no como recriminación, no hay ninguna voluntad de juzgar, sino como constancia de los cambios. Al fin y al cabo, hubo que asumir que en la España de los ochenta, sin ir más lejos, la figura admirada y que muchos jóvenes universitarios pretendían imitar no era otro que la del banquero Mario Conde (el destino, a veces sardónico, colocó el mismo nombre al protagonista de varias novelas de Leonardo Padura, que no debía conocer al banquero, su Mario Conde era bien diferente, no un triunfador, sino un policía con tono nihilista y siempre a salto de mata, un antihéroe aun cuando saliera airoso de sus investigaciones; el destino, siempre mordaz, mostró además que el Mario Conde banquero modélico tenía los pies de barro y no actitudes tan heroicas como parecía). En otros países pasó lo mismo.

Sea lo que fuere, visto desde hoy y sin atender los tiempos tenebrosos que vivimos, da la sensación de que la Historia no es tan dialéctica como pudimos considerar, sino que se balancea constantemente, quizá en plazos de veinte años, y que se dan frecuentes muertes y resurrecciones a lo largo del tiempo. Incluso es posible en este sentido que el concepto del fin del mundo no sea literal, sino que corresponda a cada generación, todas ellas tienen su fin del mundo tras el que se produce una resurrección.

En cuanto a la ciudad ideal del comienzo, aquella de la que habla Joseba Zulaika, es Bilbao, la ciudad de la vieja luna brechtiana, la que se toma como ejemplo de los muchos procesos que se dan en su seno. Tuvo varias fases de ascenso a lo largo de su historia.

La que comenzó a finales del siglo XIX fue una de ellas, tal vez la que la transformó con mayor intensidad. Para los sectores burgueses fue una transformación paradisiaca. La modificó económica y arquitectónicamente. Durante el último cuarto del siglo XIX pasó de tener apenas doce mil habitantes a acercarse a los cien mil. Se abrieron cafés, salones, museos; se establecieron bancos e industrias potentes; se debatió no sólo de política, también de arte y de literatura; se planteó un debate identitario intenso y muy dialéctico, cuyos flecos se han mantenido latentes hasta hoy. Claro que esa transformación paradisiaca, puede que imparable para muchos, tuvo su lado oscuro: la ciudad fue un infierno para los miles de hombres y mujeres que se trasladaron a ella con idea de ganarse la vida y, en la medida de lo posible, mejorar; se instalaron en las laderas del sur, alrededor de las minas, en barrios insalubres, en edificios muchos de los cuales recibieron el calificativo de edificios de goma, por lo mucho que tuvieron que estirarse para que cupieran más personas que las que correspondían. También llegaron a la periferia, a las poblaciones de la Margen Izquierda del Nervión. Es cierto que muchos mejoraron, ellos o su descendencia, pero no fue gratis, sino que se produjo como consecuencia de una lucha obrera tenaz, a veces cruenta, una lucha obrera que generó sindicatos, partidos y otras hermandades obreras, todas ellas con proyectos de un nuevo mundo a construir.

Este Bilbao como ciudad ideal tuvo su fin del mundo el 19 de junio de 1937, cuando se produjo la toma de la Villa por las tropas nacionales. Claro que, para ser exactos, hubo quien celebró esa toma, los tradicionalistas y los falangistas locales saludaron la victoria nacional como un nuevo renacer, también parte de las familias burguesas temerosas de aventuras revolucionarias, aun cuando la derecha vasca, la del PNV, se mantuvo afín a la República. Cinco años después, no obstante, el 15 de agosto de 1942, los incidentes de Begoña presagiaron que quienes pensaron en el ascenso tras la victoria definitiva no estaban tan seguros de ello, ese día falangistas y carlistas se enzarzaron en una batalla campal, con lanzamiento de granadas incluidas y un falangista condenado a muerte, Juan José Domínguez Muñoz.



Sea lo que fuere, tras años de silencio y miseria para una inmensa mayoría de la población, la ciudad comenzó a recobrar un cierto pulso, se reindustrializó, cuajaron nuevos vínculos, se recuperaron ideales de antaño, algunos de estos adoptaron nuevas fórmulas, surgió la generación de los sesenta, con una sensibilidad diferente y otras teologías posibles. Veinte años después, coincidiendo con la sacralización mundana de Mario Conde, asistimos también a una nueva muerte en forma de crisis económica y laboral, estamos ante la reconversión industrial, el Bilbao de las fábricas muere sin remedio y parece arrastrar consigo el movimiento social, el obrero y también el popular. Es el Bilbao de los enfrentamientos en la calle, de la kale borroka, la inquietud de unos años ochenta sin futuro, repleto de drogas y desesperanza.

Sin embargo, asistimos veinte años después, con el salto de siglo, a una nueva resurrección de la ciudad, pero esta vez con una vida bien distinta. Surgen las grandes obras de recuperación de los espacios abandonados por la industria y el puerto, el saneamiento de la Villa, su transformación absoluta y en la que la grúa Carola es hoy testigo mudo, evocador, de aquella muerte y resurrección. Nos hablan no sin humildad de ese Bilbao moderno, ejemplar, paradisiaco. ¿El fin de la historia unos años después de que se formulase tal final?

Hoy, veinte años después de ese glorioso cambio de siglo, nos damos de bruces de nuevo con la incertidumbre, la fatalidad y una sensación de que no hay futuro posible, a pesar de la belleza del paisaje, de este nuevo Bilbao que nada tiene que ver con la villa gris de antaño. La Historia, parece ser, mantiene pese a todo su balanceo.

jueves, 29 de octubre de 2020

Los teólogos y la emancipación


 

Victoriano Gondra nació en 1910. Pudo contemplar los años de esplendor en Bilbao como foco industrial y mercantil, también cultural, previos a la hecatombe de la guerra civil. Simpatizaba con el nacionalismo vasco, lo que a todas luces determinó su actitud ante el conflicto bélico, aun cuando lo viviera sin duda no sin ansiedad por el dilema que suponía tener que elegir entre sus simpatías políticas o la posición adoptada por la jerarquía católica que apostaba por el otro bando, el nacional, más por interés político y por mantener unos privilegios bien terrenales.

A pesar de la declaración de Manuel Azaña de que España había dejado de ser católica, referida sin duda al laicismo que adoptó la IIª República, el peso de la Iglesia Católica era enorme en la sociedad vasca y en la española, no sólo como centro de poder, las relaciones entre el Estado y la Iglesia marcaron en gran medida la historia de España, hasta el punto de confundirse en muchos momentos, también en las costumbres, en la cotidianidad de una población que no tenía casi opción de distanciarse de la religión oficial. La literatura lo reflejaba bien a las claras: La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín» o César o nada de Pío Baroja son dos novelas que dibujan esa influencia social de la Iglesia.

Lo que sí surgió a lo largo del siglo XX fue una reacción a todas luces hostil, incluso virulenta, contra la institución católica. Ocurrió en 1931, cuando se proclamó la República, pero sobre todo, de una forma desmesurada y sin duda a menudo injusta, durante la guerra civil. Sin embargo, en el País Vasco, donde el catolicismo ejerció la misma influencia social y estuvo vinculada a la política también de un modo estrecho, parte de esa Iglesia se desmarcó de la posición militante/militarista y ultramontana de su jerarquía. No hay que olvidar el carácter confesional del PNV, pese a lo cual se comprometió claramente con la República e incluso facilitó la viabilidad gubernamental en consonancia con otras organizaciones republicanas, pese a las diferencias que hubiese, no pocas, en especial con el PCE.

De ahí que Aita Patxi acabara de capellán de un Batallón de gudaris y que prestara su ayuda a otros batallones, incluso a aquellos formados por soldados que sin duda tuvieron actitudes hostiles con la iglesia. A inicios de la Guerra fue en el País Vasco el único lugar del bando republicano donde no hubo problemas para la celebración de eucaristías, misas y otras celebraciones católicas, y así continuó siendo cuando el Gobierno Vasco, ante la derrota del frente norte, se trasladó a Barcelona. Católico practicante era José Antonio Agirre, el primer lehendakari cuya palabras de aceptación del cargo ante el Árbol de Guernica fueron toda una proclamación de fe.

Resulta difícil hoy, cuando la sociedad ha dejado de ser claramente católica, en general religiosa, y las generaciones más jóvenes crecen ya sin ninguna referencia en tal sentido, entender lo que significó ese catolicismo tan férreo. Menos aún el ambiente casi integrista que adoptó el catolicismo después de la victoria del bando franquista, sobre todo en los primeros lustros, antes de que las costumbres comenzaran a relajarse un poco. Es difícil saber lo que pensaba Victoriano Gondra, conocido ya como Francisco, de toda aquella deriva de la posguerra. Estuvo preso, pero al final consiguió salir del campo de prisiones donde lo mantuvieron un tiempo y se integró de nuevo a la comunidad pasionista a la que pertenecía, ocupándose de los novicios y del ámbito rural en Guipúzcoa, hasta que en 1954 se incorpora al Santuario de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno de Deusto.

Es aquí donde lo conoce el antropólogo Joseba Zulaika, durante sus años de noviciado, siendo Gondra su confesor. Lo define como un hombre de aspecto serio, nada mundano y una religiosidad «troglodita», incluso grotesca. Parecía compartir el religioso una concepción que asociaba el ser católico con el martirio, fruto de una mirada un tanto traumática de Dios. Compartía sus quehaceres en el noviciado con sus trabajos en un hospital, lugar áspero, sin duda, pero creo que esa forma de ser descrita por Zulaika procede más de sus experiencias durante la guerra, pero sobre todo de la difícil disyuntiva a la que se enfrentó al tener que elegir entre sus opiniones y la posición oficial de la Iglesia, que, recuérdese, es un cuerpo jerárquico muy disciplinario. Su disidencia le llevó sin duda a una radicalidad religiosa que rozaba el integrismo. Es evidente que la posición social de este religioso despierta mis simpatías, apoyó al fin y al cabo la democracia frente a la reacción, no tuvo una actitud sectaria ni rechazó a los gentiles, a los no creyentes por serlo, se ocupó de los más pobres y de los enfermos, durante y después de la guerra, incluso intentó evitar el fusilamiento de un soldado asturiano, comunista además, al pedir que le fusilaran a él en su lugar. Puedo entender una deriva espiritual rígida, estricta, fruto de una contradicción que le debió de resultar angustiosa. Choca en todo caso que dicha actitud responda a una fe cuya expresión es la que comenta Joseba Zulaika. Supongo que las cosas de la fe tienen sus misterios.



No obstante, es una actitud bien diferente a la de otros religiosos, la de Valentín Bengoa, por ejemplo, también vasco, poco más de diez años más joven que Gondra, y que parte de una posición teológica y humana diferente. Bengoa es jesuita, pertenece a la comunidad de Loyola, en la que tanto influye Pedro Arrupe, y vive un tiempo en Nicaragua como misionero. Ahí se da de bruces con un tipo de pobreza extrema, la de los campesinos centroamericanos. Bengoa ha vivido en el seno de una familia sindicalista vasca, no ignora las dificultades de la clase obrera en circunstancias tan adversas como las de la posguerra. Pero le impresiona la experiencia americana. Conoce a Fernando Cardenal, sacerdote y militante revolucionario. A través de él, se relaciona con jesuitas que comienzan a afrontar la fe de otra forma, no tan centrada en el martirio ni en la resignación, más vinculada a la realidad social y al concepto de comunidad. Hay dos vascos entre ese grupo de teólogos, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, dos de los pilares de la denominada teología de la liberación.

Nicaragua le ha cambiado al jesuita vasco. Vive un proceso inverso que el de José María Valverde, pero que conduce al mismo punto. Valverde es un filósofo y poeta católico vinculado de joven al falangismo universitario, nada que ver con el ambiente obrerista y sindical de Valentín Bengoa, pero la crisis en la fe lleva al filósofo a buscar otras sendas, a cuestionar las rigideces de la fe, a escapar del cristianismo como martirio. Conoce también la experiencia de América Central, la de los teólogos de la liberación, es amigo personal de los hermanos Cardenal, lo que le conduce a una respuesta política radical por la emancipación.

Cuando Valentín Bengoa regresa al País Vasco, se encuentra un panorama bien distinto al que dejó. Hay una nueva industrialización en marcha y se va dejando atrás ese silencio que se ha impuesto en la posguerra más inmediata, las nuevas generaciones no están dispuestas a la resignación. Valentín Bengoa, que lleva bien dentro la experiencia vivida en América, tampoco lo está. Rechaza en todo caso la lucha armada de una incipiente resistencia vasca que ve en este modelo la vía de la emancipación nacional y social. Frente a la violencia, opta por la lucha sindical, por la apuesta por los más pobres y por los de abajo. Se vincula al sindicato ELA-STV, que es una organización que nació en 1911 en los astilleros Euskalduna, pertenecientes a la familia de la Sota, tan influyentes en la vida cultural de Bilbao y vinculada al PNV. Es por tanto un sindicato católico, nacionalista y con una fuerte tendencia interclasista. Lo sigue siendo el aparato sindical que se organiza desde el exilio, fuera del País Vasco, pero en el interior surge una estructura diferente formada por una militancia que rechaza el capitalismo, que se quiere deshacer del paraguas del PNV y lucha por un sindicalismo de clase y de resistencia. Es por este modelo por el que se decanta abiertamente el teólogo jesuita, que rechaza a su vez una estructura eclesial tan jerarquizada y reglamentista. Su modelo es el de la mesa compartida, tan presente en el Nuevo Testamento, una mesa compartida con los rechazados de la tierra y en la que caben también otros modos de vida.



Hay otro cura vasco que en la segunda mitad del franquismo apuesta también por la lucha sindical, Pedro Solaberria, nacido en Portugalete como Ignacio Ellacuría, y que actúa de forma directa en el mundo del trabajo, encuadrándose en fábricas de la Margen Izquierda. Es siete años más joven que Valentín Bengoa. Actúa en las grandes huelgas y movilizaciones de los sesenta y setenta. Forma parte de las Hermandades Obreras de Acción Católica y participa en las clandestinas Comisiones Obreras, con el tiempo acabará en la izquierda abertzale y en el sindicato LAB.

Los tres conocen ese Bilbao que a finales del siglo XIX pasa a ser un foco industrial que influirá y transformará no sólo Vizcaya, sino todo el País Vasco y que tanto cambiará hasta nuestros días postindustriales y un tanto distópicos. Victoriano Gondra murió en 1974; Pedro Solaberría, en 2015; Valentín Bengoa, en 2017. Sin duda, los tres fueron conscientes de los profundos cambios del país, no sólo en su modelo social, político y económico, también en el ámbito de las creencias. Sin duda, desde sus diferencias, los tres vivieron un catolicismo muy alejado del exceso de reglamentación de su Iglesia. Tal vez asumieran en su fuero interno un catolicismo no mayoritario en su sociedad, una parte más de una sociedad plural, variada, muy diferente a esa visión que aún se mantiene en el imaginario colectivo.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Victoriano Gondra y las expresiones de la fe

 


Es Joseba Zulaika, en su libro Vieja Luna de Bilbao, quien establece un paralelismo basado en la más pura contradicción, tanto de sus actitudes como de sus planteamientos, entre el fraile pasionista Victoriano Gondra, conocido como Padre Francisco o Aita Patxi, y el teniente coronel Wolfram von Richthofen, al mando de la Legión Cóndor, presentes los dos en Guernica durante su cruento bombardeo, el 26 de abril de 1937. El bando y los sentimientos de ambos son claramente opuestos. El militar alemán presta sus servicios en el bando de los militares sediciosos levantados en armas contra la República Española, es un nazi convencido que usa la  Cruz de Hierro y la esvástica en su uniforme, símbolos ambos adoptados por el régimen criminal de Hitler, mientras que el religioso vasco se pone al servicio del bando republicano, usa la Cruz cristiana y el lauburu, es capellán del batallón Rebelión de Sal, formado por gudaris bajo mando del Gobierno Vasco, y presta también su apoyo humanitario al Batallón Rosa Luxemburgo, formado por soldados de filiación comunista y socialista.

Ambos escriben un diario en el que reflejan lo que ven. Sendos diarios son también opuestos entre sí debido a la mirada contradictoria que ambos hombres adoptan ante la guerra incivil y en la que cada cual interviene de un modo tan diferente. El alemán alaba el militarismo y la guerra, halla incluso un esplendor esteticista en la destrucción de la ciudad simbólica de los vascos. Escribe en su diario: «El comienzo del fuego y la caída de algunas casas es un espectáculo muy interesante». El vasco, por el contrario, muestra todo su horror ante el bombardeo, se conmueve ante la desolación y los gritos de los heridos y la tragedia de quienes mueren. Escribe en el suyo: «Empezaron a tirar bombas, a quemar casas y a ametrallar el pueblo. ¡Qué angustia!».

No extraña la actitud del teniente coronel Wolfram von Richthofen, actúa como se espera de un militar nazi, firme partidario del régimen de Hitler y que deshumaniza al enemigo mientras exalta la guerra como espectáculo estético.

Tal vez nos sorprenda más que un fraile tome una actitud tan comprometida a favor de la República y por la independencia de los vascos. «Desertar es pecado», les gritaba a los gudaris y en general a todos los soldados republicanos, nos lo recuerda en uno de sus escritos Iñaki Anasagasti. No podemos olvidar que la jerarquía católica española se comprometió con firmeza con la causa de Franco, la calificó de cruzada, la bendijo y calificó la República de anticristiana. La jerarquía católica estuvo desde su creación muy vinculada al Estado Español, le dio durante siglos la argamasa ideológica con que se intentó unificar el país: un pueblo, una lengua, una religión. Claro que hubo disidencias en su seno desde el comienzo de esta historia, los erasmistas del siglo XVI, con su humanismo y sus deseos de renovación, la reflexión de Baltasar Gracián, la actitud de Bartolomé de las Casas, sin duda también la de muchos católicos anónimos. Pérez Galdós le dio nombre en una novela a uno de esos curas diferentes, Nazarín. Pero no podemos decir que la jerarquía fuese un poder proclive a los más débiles, más allá de una misericordia caritativa muy abstracta.

España era un país católico, y una parte lo era de verdad, otra por mera costumbre y la gran mayoría por decreto. La jerarquía católica tuvo durante siglos el monopolio de la enseñanza y también de la ley, lo que significó ser la única confesión permitida. Sólo a lo largo del siglo XIX se comenzó a abrir el país a la libertad confesional, pero no sin problemas. En la segunda mitad de la década de los treinta Georges Borrow, misionero protestante, recorre el país con fines proselitistas. Escribirá una crónica de su viaje y su misión que llevará el título de La Biblia en España. La traducirá por cierto Manuel Azaña, quien proclamó un siglo después, durante la República, creo que de un modo desacertado, que España había dejado de ser católica. No lo había dejado de ser, aun cuando el posicionamiento político de la jerarquía despertó no pocos odios y fue la excusa esgrimida para algunos excesos a comienzos de la guerra.

La jerarquía y los partidos católicos conspiraron contra la República. Salvo el PNV, partido confesional que contaba con el apoyo de no pocos religiosos y que al mismo tiempo se mantuvo fiel al modelo de democracia existente. De ahí que en el País Vasco no se practicaran esos excesos violentos contra la Iglesia que hubo en otras partes y que los jelkides denunciaron, rechazaron y se opusieron a ellos activamente. Aunque también hubo otras voces contrarias a tales violencias. El escritor José Bergamín, por ejemplo, afín al PCE y católico, fue rotundo en su rechazo a ellas. También hubo lugares donde los comités locales de CNT, UGT o del POUM pedían evitar lo desmanes.



Resulta difícil ahora, cuando la sociedad española ya no profesa de un modo mayoritario la fe católica, se asume la condición privada de la fe y aun cuando la jerarquía parece actuar como si tuviera un peso fundamental, sin tenerlo ya en absoluto, comprender todas aquellas pasiones. Pero las hubo.

Es en ese contexto en el que vive Victoriano Gondra, que adoptará el nombre de Francisco cuando entra en la Congregación de la Pasión. Es nacionalista vasco, pero se caracterizará también por una profunda reflexión sobre la fe cristiana y la vida cotidiana, que según él han de ir de la mano. Incidirá sin duda en su actitud durante la guerra y después de ella. Se comporta como fraile y consejero espiritual con aquellos soldados que son católicos y como apoyo emocional y sanitario con aquellos que no lo son. Acabó como prisionero en el campo de San Pedro de Cardeña, en Burgos, donde llegó a pedir que le fusilaran a él en vez de un soldado comunista. El Obispo Blázquez compara el gesto con el del sacerdote Maximiliano Kolbe, que murió en Auschwitz en lugar de un judío. Claro que Francisco Gondra no fue fusilado. Murió en 1974 en el hospital de Basurto, después de décadas residiendo, ya en libertad, en el monasterio de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno de Deusto, donde Joseba Zulaika fue durante un tiempo seminarista.

martes, 13 de octubre de 2020

Fragilidad

 


La vida entera es frágil. Nos lo ha demostrado de forma muy clara la pandemia que ha puesto patas arriba también un sistema que creíamos inamovible. Nos ha desconcertado no poco, cuando ya habíamos dejado de lado las viejas utopías, los ideales de transformación social, y como mucho mirábamos de reojo otras fórmulas, los pequeños cenáculos donde debatir sobre la vida, las experiencias de colectividades al margen del mercado y de los centros de decisión políticos, incluso buscábamos de vez en cuando alguna forma de cambiar el mundo sin tomar el poder, según la invitación de John Holloway, aunque un aparente baño de realidad de ciertas experiencias políticas que se proclamaban novedosas, nuevas formas de hacer política, nos decían, y que han resultado bien añejas, nos han devuelto al desánimo, al descreimiento, las mejoras concretas aportadas apenas consuelan de la sensación de que no es esto lo esperado.

De pronto la pandemia ha golpeado el sistema y la colleja ha sido sobre todo donde más duele, en el consumo, algo fundamental en el capitalismo actual y esencial en las vidas de quienes vivimos en países con alto grado de desarrollo. Aunque también en nuestra cotidianidad, nos hemos aislado mucho más. Por mucho que se utilizaran algunas fórmulas ñoñas, Saldremos más fuertes, mejores, no dejaremos a nadie detrás, no parece que vayamos a salir ni más fuertes ni mejores, y serán no pocos los que se queden atrás. Es posible incluso que estemos ante una nueva fase del capitalismo, que aprovechando la epidemia se esté superando el neoliberalismo para entrar en un modelo, quién sabe si en una nueva vuelta de tuerca.

Claro que somos muchos los que hemos dejado de mirar el futuro. Como sugiere la poeta brasileña Marilia García, el futuro queda a nuestra espalda, no lo podemos ver, y lo que tenemos de frente, lo que vemos y reconocemos es el pasado.

Tal vez sea cierto que conociendo el pasado podamos avanzar sin cometer errores, sin repetir tropelías. Sobre todo si relacionamos ese pasado con la cotidianidad de nuestras vidas. Por ello tal vez sea tan interesante ese movimiento de memoria que se centra en las víctimas olvidadas, que reclama investigar qué fue de los asesinados en las cunetas, los enterrados en fosas comunes, los torturados en sótanos desvencijados, las víctimas de las violencias. En definitiva, la intrahistoria, pero aplicada a quienes sufrieron la historia. Quién sabe si sólo así se podría conseguir lo del cuento de Zola, que los soldados de la próxima guerra se nieguen a combatir tras soñar con campas encharcadas con la sangre derramada.

Claro que un mero vistazo al panorama sirve para contemplar cierta circularidad del tiempo histórico. Se vuelve a la casilla de partida, a veces incluso sin necesidad de que desaparezcan físicamente las generaciones que conocieron los desaguisados de pasado más reciente. Se vuelve a erigir la bandera como única identidad, aunque en este presente tan extraño la bandera apenas tapa el negocio que hay a su sombra. Al mismo tiempo, una enorme foto de Stalin decoró en Bilbao la contracelebración del 12 de octubre. Para salir corriendo. Claro que nadie confía hoy en que esas ideologías de antaño vayan a construir la utopía en la tierra, ni siquiera quienes ondean la bandera con un histrionismo fuera de lugar y fuera del tiempo.

Entonces, ¿qué hacer?



Se me aparece Irune, la protagonista de la última novela de Txani Rodríguez, Los últimos románticos, una mujer que vive en una población cercana a Bilbao, que trabaja en una fábrica con un conflicto laboral latente, en un momento en el que el sindicalismo pierde fuelle, en una sociedad individualista en la que cada cual va a lo suyo, con amores que ya no poseen el barniz del romanticismo y adquieren canales fríos, distantes. Irune vive en la sociedad de la ansiedad, ansiedad por la vida, por el trabajo, por la salud, por el desasosiego. Una vida que parece no formar parte del hilo de la historia, qué lejos queda el pasado en su biografía. Sin embargo, en Irune están todos los conflictos, todas las esperanzas, todas las cuestiones latentes en la historia del rincón en el que vive y que no son diferentes al de otros rincones y otras vidas. De este modo avanza su pequeña rutina, a pasos breves que sin embargo emprenden grandes rutas que atraviesan toda esta fragilidad.

Quizá abrir brechas no requiera de grandes heroicidades, como creíamos, sino de confrontaciones con una vida que nos agobia. Hubo quien buscó paraísos en las glorias pasadas, pero Irune emprende su propio proceso cercenando la cabeza de su Medusa particular e íntima, sin necesidad de una heroicidad mitológica.

Aunque puede que todo esto no sea más que hablar por hablar.