Es el nuevo proyecto
megalómano anunciado a bombo y platillo a orillas del Nervión, la salida a
concurso del solar para la construcción de un rascacielos residencial en
Barakaldo, en ese terreno ganado a la industria, junto a la ría, y que se suma
al proyecto de nuevo barrio en la isla de Zorrozaurre, a poquísimos kilómetros,
ya en Bilbao, y un poco más allá, hacia el sur, a la reforma del barrio de San
Francisco, aprovechando las obras en la Estación de Abando, pospuesta una y
otra vez al retrasarse la llegada del AVE a la Comunidad Autónoma Vasca. En el
caso de Barakaldo, se trata de un edificio de 21 pisos que dispondrá de 121
viviendas, plazas de aparcamiento y varios locales comerciales y cuyo proyecto
lo refrendó el ayuntamiento en 2020.
Reconozco que no me gustan
los rascacielos, en general los edificios enormes que tienden a deshumanizar
las calles, a colocarnos a los seres humanos en la más absoluta pequeñez, casi
en la invisibilidad. Cuando vemos fotos de ciudades repletas de rascacielos
apenas apreciamos a las personas, no las vemos, quedan invisibles ante el
esplendor de los edificios, como si la ciudad no fuese para sus habitantes sino
al revés, estos quedan reducidos a meros apéndices de las construcciones
titánicas, como decorados, como ornamentos que se han de adaptar a un modo de
estar y de ser, rascacielos ya presentes en Bilbao, la Torre Iberdrola, por
ejemplo, que se eleva retadora, a la vista de todos, reafirmando su poderío de
cristal.
No es casualidad por otro
lado que todos los regímenes autoritarios que en la historia han sido opten por
esta estética urbana del edificio grandioso y deshumanizador, el estalinismo o
el fascismo, en todas sus variantes, se pusieron a construir bloques altos y
poderosos, reflejo de su propia exaltación e inhumanidad. El capitalismo tardío,
con tantas ínfulas como ostentación, repite esquemas.
No niego que algunos de
estos edificios grandiosos están dotados en ocasiones de belleza. Ahí están las
catedrales, por ejemplo, repletos de hermosura, de pulcritud y magnificencia.
Pero no están construidas para el recogimiento y la paz interior, sino para aterrarnos
por nuestra frágil insignificancia, es la peor imagen arquetípica del Dios del
Antiguo Testamento el que volvió a los nuevos templos, el que parece esperarnos
en esos inmensos espacios donde todo nos recuerda nuestra pequeñez. Los
rascacielos surten el mismo efecto, nos reducen a la mínima expresión, nos
encierran en un rincón insignificante de su estructura colosal.
Bilbao quiere adaptarse a
ese modelo de ciudad esplendorosa, luminosa. Ha dejado atrás el modelo
industrial, ya no está rodeada e invadida de fábricas y talleres, las fachadas
ya no están sucias de contaminación. Se abrieron las calles a parques amplios y
jardines aptos para el paseo y el descanso, incluso en barrios periféricos y
marginales, como Otxargoaga o Txurdinaga. Por un momento nos creímos que la
ciudad optaba por un modelo más humano que sus dimensiones, además, favorecían,
cambios que también adoptaban las ciudades de su periferia, como Barakaldo. Pero
no, es el modelo de parque temático el que se va imponiendo y en el que vale
mucho más el continente que el contenido, que se muestra vanidosa, una ciudad
para el mero disfrute insustancial, una ciudad siempre en vacaciones para
diversión asegurada del visitante.
Hay otras ciudades que
nos llevan la delantera en este proceso. Algunas ya ni siquiera son ciudades de
verdad, sino meros parques temáticos en las cuales incluso sus procesos
políticos responden a esa lógica del espectáculo. La pandemia no parece que
haya abierto los ojos y nos demos cuenta de que algo fallaba en lo que estábamos
construyendo y siendo. Todo ha quedado en el mero gesto superficial, en el
aplauso ilusionante de las ocho al personal sanitario para luego darnos igual
que haya despidos o precarización en su sector: el espectáculo debe continuar,
se debe retomar la economía, hay que construir rascacielos y barrios para
mostrar, bien delineados, en los que poder estar solo en compañía. Son los
tiempos, dicen. La nueva normalidad.