domingo, 29 de noviembre de 2020

El pintor Manuel Losada retrata al Doctor Areilza


 

El pintor Manuel Losada fue quien realizó el retrato del Doctor Enrique Areilza. Ambos se conocían. Habían nacido y vivían en la misma ciudad, Bilbao, después de haberse formado tanto en España como en el extranjero. Nacen los dos en familias de tendencia más bien tradicionalista, y aun cuando ellos sin duda en algún momento se inclinaran por ellas, con posiciones a veces fueristas y a veces cercanas al naciente nacionalismo vasco, proyectaron con el tiempo una mirada reformadora, avanzada y sensible hacia la realidad que les envolvía. Se les puede vincular por ello a la Generación del 98, si es que asumimos las etiquetas tan académicas de la historia literaria y cultural; de hecho, se relacionaron con Miguel de Unamuno, con Zuloaga, con Pío Baroja y participaban con asiduidad en numerosas tertulias y encuentros. El Dr. Areilza, que visitaba Castilla y la conocía bien, fue quien imbuyó a este grupo de escritores, pensadores y artistas de su interés por los paisajes castellanos.

Pero no sólo se dedicaron a la reflexión sesuda y circunspecta, participaron en una cierta bohemia urbana tan propia de la época, a veces para escándalo de los más recios bienpensantes. Manuel Losada había fundado junto a los pintores Ignacio Zuloaga y Anselmo Guinea el Kurding Club, sito en el mismo centro de la ciudad, en el número 6 del Paseo del Arenal, y hubo quien lo tachó de antesala del infierno, tanto por las ideas liberales y progresistas que ahí se defendían como por la cantidad de bebida que se consumía en sus salones. No en vano el nombre deriva del anglicismo Kurda, borrachera, aunque también se conocía el lugar como El Escritorio.

Claro que no se les recordará por ello, sino por los respectivos oficios.

Manuel Losada nace en 1865, en el seno de una familia vinculada a la actividad mercantil y con gran afición por la pintura. Aun cuando comienza la carrera de comercio, gana una beca de la Diputación de Vizcaya y marcha a París para estudiar bellas artes y allí se relacionará con otros artistas y comenzará a interesarse por el impresionismo. A su vuelta, abre un estudio y pronto llamará la atención por sus retratos. Pero no sólo pintará a personajes destacados, también se interesará por numerosos tipos populares, aldeanos vascos, gitanos, personas del mundo popular del país, además de recoger numerosas estampas bilbaínas románticas. Recordemos que en Bilbao bullía ya ese cambio tan veloz que llevó a la plácida ciudad mercantil a convertirse en un núcleo industrial.



De esto sabrá bastante el Dr. Areilza. Nacido cinco años antes que el pintor, estudia medicina en Valladolid y en París. En 1822, con veintidós años, obtiene la plaza de director de los hospitales mineros de Triano, Gallarta y la Arboleda. Son, junto a las de Miribilla, en el mismo Bilbao, las principales minas de Vizcaya las que allí se encuentran y que proveen de material a la importante industria vasca del hierro. Asiste a la llegada de miles de personas, hombres y mujeres, incluso niños, que trabajan a destajo en las minas, en circunstancias de absoluta precariedad, laboral y vital, con enfermedades propias del sector y numerosos accidentes que dejan a muchos tullidos de por vida. Esta situación indigna al médico. «¡Estos hombres vienen aquí a trabajar y a vivir!¡No vienen aquí a morir!», exclamará. Plantea la importancia de la prevención sanitaria y consigue en la primera década del siglo XX que se construya un sanatorio en Górliz con el objetivo de prevenir la tuberculosis.  



Llama no poco la atención que cien años después de la intervención social del Doctor Areilza sigamos planteando, en estos tiempos de pandemia, un debate no muy diferente respecto al papel de la sanidad y su planeamiento público, como si estuviéramos siempre dando vueltas alrededor de un mismo punto. Pero supongo que esto es ya otra historia.

Sea lo que fuere, tanto el pintor Manuel Losada como el Doctor Enrique Areilza vivieron con intensidad unos tiempos de cambio y se implicaron no sólo con su profesión, sino con el territorio en el que vivieron. Manuel Losada, al igual que el pintor Aurelio Arteta, gestionó durante unos años el Museo de Bellas Artes de Bilbao mientras que el Dr. Areilza no sólo se comprometió con el funcionamiento de la red de hospitales, sino que intentó que se creara una facultad de medicina en el País Vasco, sin lograr finalmente que la dictadura de Primo de Rivero lo aprobase.  

Ambos vivieron con intensidad esos años del cambio del siglo, aquella edad de plata de la cultura española, cuando se abrieron tantas posibilidades a un país lastrado por épocas de aislamiento y cerrazón, de monopolio absoluto en el mundo de las ideas, pero también por momentos necesitado de una reforma de la realidad. Aun cuando no fueron pocas las dificultades y las injustas condiciones de vida de una gran parte de la población, parecía que por fin el país se encarrilaba mal que bien. No se consiguió. Aun así, es imposible no envidiar el debate que existió durante los años en los que el pintor y el médico vivieron.

El médico murió en 1926. El pintor, en 1949. Les unió una ciudad y una época. Quedaron vinculados también a través del retrato que Manuel Losada le ofreció a Enrique Areilza.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Desde Miribilla

 


No pocas fueron las veces que Miguel de Unamuno contempló Bilbao desde Miribilla. Hoy aquel mirador improvisado se encuadra en un barrio de reciente edificación, una zona de calles amplias y luminosas, edificios innovadores, equipamientos modernos y zonas ajardinadas. En ese lugar concreto donde antaño se situaba Unamuno para mirar su ciudad hay ahora un parque desde el cual se puede seguir contemplando parte de Bilbao: el Casco Viejo con la calle Ronda donde nació el profesor, un pobladísimo barrio de Sokoloetxe y parte de Atxuri justo delante, al otro lado de la ría, casi ya río, y a esta parte de la montaña de Miribilla, a sus pies, las zonas de Bilbao la Vieja y San Francisco por un lado, el inicio del barrio de la Peña por el otro. Ambas orillas están unidas en este punto por el Puente cuyo nombre es el de la Iglesia que hay a su lado, San Antón. A la izquierda, un poco más lejos, se puede ver el Teatro Arriaga, el puente del Arenal y el inicio de Abando.

En la época de Unamuno, sin embargo, en esa zona de Miribilla había unas minas de hierro. Eran sobre todo tres en las que se trabajaba: Abandonada, Malaespera y San Luís. Solokoetxe apenas estaba poblada, eran unas campas de las afueras de Santutxu y que pertenecían a Begoña, no integrada en Bilbao como distrito hasta 1925. Atxuri seguía siendo el enclave medieval que fue cuando se llamaba Ibeni. Don Miguel, que nació en 1864, fue testigo del cambio de su pequeña ciudad, poco más grande que el actual Casco Viejo, urbe en la que predominaba el comercio pero que comenzó a crecer gracias a la minería y la industria. En 1870 la anteiglesia de Abando se convirtió en el barrio pudiente de la ciudad, allí donde pasó a residir la burguesía y donde se establecieron las sedes de numerosas empresas y bancos.

Los parajes que contempló Unamuno desde Miribilla se transformaron en los barrios obreros densamente poblados que son hoy. Se construyeron edificios para todas aquellas personas que llegaron a la ciudad y que se convirtieron en mano de obra barata en la industria, las minas y la actividad portuaria. La actitud de los bilbaínos de toda la vida no siempre fue muy correcta hacia los recién llegados: se despreció su miseria, su vida sórdida y menesterosa, el que pusieran incluso en peligro la cultura tradicional de la villa, las buenas costumbres o la lengua del lugar. Nada que por desgracia no escuchemos ahora respecto a los inmigrantes que llegan de más allá del sur cercano.



No obstante, la actitud de quienes trabajaban en fábricas, minas y servicios no fue siempre resignada y sumisa. A la vida mercantil y burguesa de la villa se sumó un movimiento obrero que supo dignificar el trabajo en la medida de lo posible y reivindicar mejoras. Miguel de Unamuno fue también testigo de ello. El 8 de marzo de 1889, por ejemplo, las cigarreras de una fábrica de tabaco en Santutxu se amotinaron ante sus condiciones nefastas de trabajo. Sus jornadas llegaban hasta las once de la noche y si el producto final no satisfacía las expectativas del patrón, no cobraban, aun cuando la responsabilidad no recayera en el esfuerzo de las trabajadoras, sino en la mala calidad del material que se les entregaba.

Miguel de Unamuno escribió a menudo sobre Bilbao. La ciudad fue, en gran medida, la protagonista de su novela Paz en la guerra y estuvo muy presente en su libro Recuerdos de niñez y mocedad. Su mirada fue a veces idealista, pero no por ello dejó de apreciar la realidad de unos tiempos tan intensos y los detalles de unos momentos tan contradictorios. José Miguel de Azaola, bilbaíno también, conoció a Unamuno en Salamanca cuando acudió como examinante a su universidad, estrecharon allí una gran amistad durante la cual la villa a menudo fue tema de conversación e incluso estudio. Rafael Sánchez Mazas encontró en sus paseos por Bilbao no poca inspiración para sus escritos, como ocurrió con Juan Larrea, Blas de Otero o Gabriel Aresti, entre tantos otros. Se podría decir que Bilbao es una ciudad literaria; pudo haberlo sido más, sin duda. Desde aquel mirador de Miribilla se aprecia una gama de grises muy evocadores de las muchas historias que ocurrieron en sus calles.



Es en la pintura donde tal vez encontremos un acercamiento especial a la ciudad y quizá sea el pintor Aurelio Arteta quien reflejó en gran medida las formas y los tonos de esta ciudad. Quizá sea cuestión de su carácter que haya reflejado tan bien Bilbao en su pintura, de ahí que el crítico de arte Juan de la Encina haya escrito que incide en su producción parsimoniosa la culpa «(…) de su modo de ser algo apocado, de su espíritu crítico, siempre alerta para paralizar sus impulsos creadores, y, sobre todo, de ese desolador ambiente nacional, tan áspero, tan inclemente y hostil a toda obra genuinamente espiritual». Creo que en gran medida con estas palabras está definiendo el crítico una forma de ser colectiva, si es que existe algo así.

Pero es innegable que en sus pinturas de Bilbao hay un reflejo de la cotidianidad en la villa, incluso en tiempos como los actuales, cuando la ciudad ya no es la urbe obrera e industrial que fue, cuando todo pareció decantarse por otros derroteros, más esteticistas, más brillantes, de una modernidad que se pretendía ejemplar y ejemplarizante. Durante los últimos cuarenta años ha habido cambios tan intensos en Bilbao como los hubo durante los cuarenta años siguiente al nacimiento de Unamuno. Tan intensos y no exentos muchas veces de una violencia palpable en muchos aspectos. No estoy seguro de que podamos hablar, tampoco hoy, de una ciudad ideal. Tal vez no exista al final ninguna ciudad ideal. Quizá el parón actual nos sirva para reflexionar sobre las entidades colectivas y lo que somos cada uno de nosotros en ellas. Puede que observar los cuadros de Aurelio Arteta nos ayude en la reflexión, tanto como una contemplación pausada de la ciudad desde Miribilla.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Memoria y silencio

 


En 1984 Imanol Uribe estrena una película, La muerte de Mikel, que a todas luces es un buen retrato del País Vasco de la época. Muestra bien a las claras el conservadurismo de la sociedad en su conjunto en medio del conflicto político y social que afectaba en aquel momento todos los ámbitos de la vida, incluido el personal, así como también una necesidad de transformación, de modernidad, de salir de la estrechez de miras que dominaba el ambiente entonces y a los propios personajes de la historia, que reflejaban bastante bien lo que sentían muchos en aquel momento. El farmacéutico protagonista, Mikel, interpretado por Imanol Uribe, tiene que confrontarse a lo que oculta desde hace tiempo, su homosexualidad. Nadie sabe en la pequeña localidad donde vive tal condición, ni su familia de clase media alta, ni en el ámbito político, abertzale y de izquierdas, donde milita, ni desde luego su esposa y sus amigos. El descubrimiento de su condición lo determina todo, pero bajo un silencio tremendo que todo lo rodea y determina los vínculos entre las personas. La historia acaba en drama, Mikel muere, alguien lo mata, y con ello se acentúan las contradicciones, pero sobre todo se mantiene el silencio que pesa como una losa entre quienes le sobreviven.

Es el mismo silencio que sigue dominando hoy, treinta y seis años después de la aparición de esta película, que sigue vigente en una sociedad que ya admite, en efecto, la homosexualidad sin grandes aspavientos, a nadie parece importarle hoy las tendencias sexuales de cada cual, pero que lo mantiene en muchos otros aspectos, por ejemplo el de la violencia que dominaba aquellos años. En la cinta la violencia política y social enmarca el drama personal de Mikel, parece algo normalizado, algo que incluso forma parte del paisaje. Hoy esa violencia ha desaparecido en gran manera, ya no existe ninguna de las organizaciones armadas que la ejercieron, tampoco se producen aquellas algaradas, pero se mantiene el silencio, un silencio que es sobre todo social, aun cuando se habla del conflicto en las instituciones, surge en los debates políticos y hay quienes rememoran aquella violencia, una y otra vez, como arma arrojadiza. Es cierto que ha comenzado también a ser tema de numerosas novelas, películas y series, pero llama la atención el silencio que sigue presente entre la población.

También es verdad que la sociedad vasca ha cambiado bastante en estos años, incluso en la estética de los pueblos y ciudades. Tanto, que quien no conociera hoy la historia del País Vasco durante los últimos setenta años se asombraría al enterarse de toda aquella violencia desatada por sus calles. Hasta el gran símbolo de la recuperación urbana de Bilbao, el Museo Guggenheim, inaugurado en 1997, tuvo su atentado, un intento de voladura que acabó con la vida del agente de la ertzaintza que lo evitó, muerto como consecuencia de un tiroteo. Además, por si no fuera suficiente la tensión política, la de los ochenta fue una década de crisis económica, con el cierre de grandes infraestructuras industriales, y también social, con el problema de la droga tal como se refleja en la película El Pico, de Eloy de la Iglesia, y su secuela, El Pico 2, que aparecieron a la par que la película de Imanol Uribe.

Hoy todo aquello queda muy lejano, parece incluso imposible que hubiera existido alguna vez. Tal vez tampoco creyera nadie entonces el cambio enorme que viviría la sociedad vasca tras el salto de siglo. Como era inimaginable pensar en 2001, el primer año del siglo XXI, que veinte años después viviríamos la situación actual que sin duda traerá cambios profundos.



Para el recuerdo se adoptó el Día de la Memoria en el País Vasco y se le dio una fecha, el 10 de noviembre, el único día en que no ha habido ningún atentado, ninguna víctima de la violencia ejercida por varias organizaciones armadas. Este año se volvió a conmemorar bajo las condiciones excepcionales que vivimos, con declaraciones muy parecidas a las de años atrás y los mismos desencuentros. Pero rodeado también de los mismos silencios. José Ramón Becerra habla de la «(…) lenta deriva hacia la inmovilidad, hacia la falsa quietud del olvido» que provoca el silencio generalizado. Los discursos resultan a todas luces huecos a estas alturas, tanto los institucionales como los discrepantes, que olvidan que lo único cierto es que no existen las violencias de antaño. Y fuera, sempiterno, el silencio.

Tal vez la literatura y el cine, al convertir toda esa violencia en el tema de sus relatos, ayuden a reflexionar sobre la cuestión. Pero no confundamos términos: los relatos pertenecen al ámbito de la ficción, no al de los hechos reales, objetivos, respecto a los cuales sólo caben las interpretaciones. El que se quiera establecer un relato sobre el pasado sólo contribuye a distanciarnos del mismo, no superarlo ni interiorizarlo. La ficción requiere verosimilitud. La realidad, veracidad. Cada cual tendrá su interpretación y hasta su juicio de valores, lo que no es malo, salvo que estos impidan la empatía suficiente como para entender que hubo verdaderos dramas en personas reales, de carne y hueso.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Muerte y resurrección de la ciudad ideal

 


Joseba Zulaika suele referirse al intento de su generación de reinventar una ciudad nueva, reflejo de una nueva sociedad y de una nueva vida individual y colectiva con que se pretendía romper con los moldes viejos de explotación y represión. Tuvieron esperanza, pero no tanto en el triunfo final, sino en el proceso que les permitiera acceder a un nuevo modelo social, a esa nueva ciudad ideal, ya fuese en forma de falansterio recuperado por los neomarxistas, ya fuese en forma de Reino de Dios en este mundo que defendían tanto los teólogos de la liberación como los teólogos partidarios y herederos de la reforma radical.

Vaclav Havel acertó plenamente al establecer que la esperanza no era tanto «la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, salga como salga». Con ello, la generación de los sesenta no puso sólo el acento en una sociedad futura que exigía el sacrificio del presente, como se entendía hasta entonces, aplicando a lo colectivo esa idea de que el sacrificio durante la juventud llevaría a una idílica vejez, sino que ese futuro se tenía que pergeñar aquí y ahora, que la nueva sociedad no se proyectaba ya como objetivo tras la toma del poder o de la destrucción de las estructuras de poder, según qué corriente libertadora se defendiese, sino que se tenía que reflejar ya en nuevas formas de relacionarse en el presente, del mismo modo que los teólogos ya no proyectaban el Reino de Dios a lo venidero tras la muerte, sino a lo que se construía en vida.

Veinte años después del año central de los sesenta, el mítico 68, poco quedaban de los viejos sueños e ideales, el Che había pasado a ser una imagen un tanto superflua en camisetas y carteles, incluso en anuncios publicitarios, sin significado alguno, tampoco permanecían ya algunos de los personajes totémicos de la Historia, el mencionado Che Guevara o Amílcar Cabral, por ejemplo, caídos ambos en combate, traicionados tal vez, otros siguieron igual suerte, y los que quedaron vivos, Cohn-Bendit o Ángela Davis, entre muchos otros, comenzaron a optar por el posibilismo, dicho esto no como recriminación, no hay ninguna voluntad de juzgar, sino como constancia de los cambios. Al fin y al cabo, hubo que asumir que en la España de los ochenta, sin ir más lejos, la figura admirada y que muchos jóvenes universitarios pretendían imitar no era otro que la del banquero Mario Conde (el destino, a veces sardónico, colocó el mismo nombre al protagonista de varias novelas de Leonardo Padura, que no debía conocer al banquero, su Mario Conde era bien diferente, no un triunfador, sino un policía con tono nihilista y siempre a salto de mata, un antihéroe aun cuando saliera airoso de sus investigaciones; el destino, siempre mordaz, mostró además que el Mario Conde banquero modélico tenía los pies de barro y no actitudes tan heroicas como parecía). En otros países pasó lo mismo.

Sea lo que fuere, visto desde hoy y sin atender los tiempos tenebrosos que vivimos, da la sensación de que la Historia no es tan dialéctica como pudimos considerar, sino que se balancea constantemente, quizá en plazos de veinte años, y que se dan frecuentes muertes y resurrecciones a lo largo del tiempo. Incluso es posible en este sentido que el concepto del fin del mundo no sea literal, sino que corresponda a cada generación, todas ellas tienen su fin del mundo tras el que se produce una resurrección.

En cuanto a la ciudad ideal del comienzo, aquella de la que habla Joseba Zulaika, es Bilbao, la ciudad de la vieja luna brechtiana, la que se toma como ejemplo de los muchos procesos que se dan en su seno. Tuvo varias fases de ascenso a lo largo de su historia.

La que comenzó a finales del siglo XIX fue una de ellas, tal vez la que la transformó con mayor intensidad. Para los sectores burgueses fue una transformación paradisiaca. La modificó económica y arquitectónicamente. Durante el último cuarto del siglo XIX pasó de tener apenas doce mil habitantes a acercarse a los cien mil. Se abrieron cafés, salones, museos; se establecieron bancos e industrias potentes; se debatió no sólo de política, también de arte y de literatura; se planteó un debate identitario intenso y muy dialéctico, cuyos flecos se han mantenido latentes hasta hoy. Claro que esa transformación paradisiaca, puede que imparable para muchos, tuvo su lado oscuro: la ciudad fue un infierno para los miles de hombres y mujeres que se trasladaron a ella con idea de ganarse la vida y, en la medida de lo posible, mejorar; se instalaron en las laderas del sur, alrededor de las minas, en barrios insalubres, en edificios muchos de los cuales recibieron el calificativo de edificios de goma, por lo mucho que tuvieron que estirarse para que cupieran más personas que las que correspondían. También llegaron a la periferia, a las poblaciones de la Margen Izquierda del Nervión. Es cierto que muchos mejoraron, ellos o su descendencia, pero no fue gratis, sino que se produjo como consecuencia de una lucha obrera tenaz, a veces cruenta, una lucha obrera que generó sindicatos, partidos y otras hermandades obreras, todas ellas con proyectos de un nuevo mundo a construir.

Este Bilbao como ciudad ideal tuvo su fin del mundo el 19 de junio de 1937, cuando se produjo la toma de la Villa por las tropas nacionales. Claro que, para ser exactos, hubo quien celebró esa toma, los tradicionalistas y los falangistas locales saludaron la victoria nacional como un nuevo renacer, también parte de las familias burguesas temerosas de aventuras revolucionarias, aun cuando la derecha vasca, la del PNV, se mantuvo afín a la República. Cinco años después, no obstante, el 15 de agosto de 1942, los incidentes de Begoña presagiaron que quienes pensaron en el ascenso tras la victoria definitiva no estaban tan seguros de ello, ese día falangistas y carlistas se enzarzaron en una batalla campal, con lanzamiento de granadas incluidas y un falangista condenado a muerte, Juan José Domínguez Muñoz.



Sea lo que fuere, tras años de silencio y miseria para una inmensa mayoría de la población, la ciudad comenzó a recobrar un cierto pulso, se reindustrializó, cuajaron nuevos vínculos, se recuperaron ideales de antaño, algunos de estos adoptaron nuevas fórmulas, surgió la generación de los sesenta, con una sensibilidad diferente y otras teologías posibles. Veinte años después, coincidiendo con la sacralización mundana de Mario Conde, asistimos también a una nueva muerte en forma de crisis económica y laboral, estamos ante la reconversión industrial, el Bilbao de las fábricas muere sin remedio y parece arrastrar consigo el movimiento social, el obrero y también el popular. Es el Bilbao de los enfrentamientos en la calle, de la kale borroka, la inquietud de unos años ochenta sin futuro, repleto de drogas y desesperanza.

Sin embargo, asistimos veinte años después, con el salto de siglo, a una nueva resurrección de la ciudad, pero esta vez con una vida bien distinta. Surgen las grandes obras de recuperación de los espacios abandonados por la industria y el puerto, el saneamiento de la Villa, su transformación absoluta y en la que la grúa Carola es hoy testigo mudo, evocador, de aquella muerte y resurrección. Nos hablan no sin humildad de ese Bilbao moderno, ejemplar, paradisiaco. ¿El fin de la historia unos años después de que se formulase tal final?

Hoy, veinte años después de ese glorioso cambio de siglo, nos damos de bruces de nuevo con la incertidumbre, la fatalidad y una sensación de que no hay futuro posible, a pesar de la belleza del paisaje, de este nuevo Bilbao que nada tiene que ver con la villa gris de antaño. La Historia, parece ser, mantiene pese a todo su balanceo.