viernes, 27 de octubre de 2017

Yiddish

Isaac Bashevis Singer afirmó que «un autor pertenece legítimamente al corpus literario de la lengua que utiliza como vehículo de expresión». Él escribía en una lengua minoritaria, el yiddish, la lengua de una comunidad pequeña que se repartía sobre todo entre Polonia, los países bálticos y Rusia. Hubo comunidades que hablaban esta lengua en otras regiones del Este europeo, pero también en Estados Unidos, a donde muchos judíos emigraron desde finales del siglo XIX. El propio Singer emigró a Nueva York en 1935.

 No se trataba de una comunidad por completo homogénea, había en su seno diferencias de tipo religioso, principalmente entre quienes practicaban el jasidismo, una interpretación rigurosa y mística del judaísmo, y otras comunidades que, aunque ortodoxas, habían incorporado una tradición más lógica e incluso científica a su visión religiosa y del mundo. El pensamiento renovador de estas comunidades apareció sobre todo a partir del siglo XVIII, cuando surgió la Haskala, un movimiento cultural que recogía buena parte de la Ilustración europea del momento, que rechazaba la superstición y una religiosidad que renunciaba al mundo, y procuraba un diálogo filosófico y social con las sociedades en las que vivían. Moses Mandelsshohn (1729-1786) fue la figura más importante que inició tal movimiento y que influyó más allá de las comunidades judías de lengua yiddish, también entre los judíos de Europa central. Buena parte de quienes se sumergieron en este pensamiento modernizador tendió a una mayor inquietud por las cuestiones sociales, no hay que olvidar que se trataba de comunidades castigadas por penurias materiales, pero en un momento además de proletarización en las ciudades, lo que los atrajo en algunos casos al socialismo a la vuelta del siglo y también a la aparición del sionismo entre algunos cenáculos judíos.

Hay que tener en cuenta que en ese cambio de siglo, entre el XVIII y el XIX, surge en muchos países movimientos nacionalistas o que se plantean la cuestión de la propia identidad. No es de extrañar que las comunidades judías, muchas de las cuales vivían al margen de las sociedades, aisladas del resto de convecinos, con una religión diferente, a veces perseguidos o cuanto menos rechazados, se plantearan la cuestión judía también como cuestión identitaria. Nace así el sionismo, un nacionalismo judío que plantea terminar con la diáspora y que la nación judía tuviera su propia tierra donde constituirse en país. No todos los judíos y sus comunidades estuvieron de acuerdo con ese movimiento. Por un lado, hubo quienes planteaba que, aun cuando existiera una cuestión judía, los judíos estaban integrados en sus países respectivos y participaban bien en la sociedad burguesa bien en el naciente movimiento obrero, internacionalista por principio. Por el otro, muchas comunidades ortodoxas, entre ellas las jasídicas, rechazaban un Estado de los judíos en los términos que se planteaban en ese momento porque no tenía una base mesiánica sino secular. Incluso hoy muchos judíos jasídicos rechazan a Israel como patria de los judíos.

Este debate sobre la identidad judía y la idoneidad o no del sionismo surge también por otra consecuencia de la Haskala que tiene que ver con la cita de Singer al principio: la recuperación del hebreo como lengua de comunicación. El hebreo era el idioma de lo sacro, la lengua que se empleaba en los ritos religiosos, en la Sinagoga, pero no era la lengua común en la que se expresaban los judíos, que habían adoptado las lenguas de los lugares donde vivían como lenguas propias o, en el caso de los judíos del Este europeo, el yiddish como idioma de la comunidad, del mismo modo que el ladino era el idioma de las comunidades sefardíes. Incluso en la época de Jesús, por acudir a una referencia cristiana, el hebreo ya era una lengua ritual y los judíos hablaban normalmente arameo o griego, entre otras, en su vida cotidiana. Por tanto, el hebreo era un idioma ritual y sólo cuando un judío se trasladaba a otro lugar cuyo idioma desconocía empleaba el hebreo para comunicarse con la comunidad local.

La búsqueda de una identidad propia entre comunidades muy diferentes entre sí llevó a contemplar el hebreo como ese idioma común que proporcionaba un rasgo más al ser judío. La identidad judía pasaba a contemplarse, de este modo, como una identidad basada no sólo en la religión, lo que podría dejar fuera a los no practicantes estrictos, sino también en elementos culturales, como el idioma, además de otros rasgos socioculturales. De nuevo entre los judíos jasídicos hubo muestras de rechazo a que el hebreo dejara de ser la lengua ritual para convertirse en lengua vehicular. Para esto ya tenían el yiddish.

Pese a este rechazo o a la dificultad de convertir una lengua ritual en lengua de comunicación más extendida, muchas comunidades comenzaron a estudiar el hebreo para emplearla más allá de las sinagogas. El propio Isaac Bashevis Singer se ganó la vida en su juventud dando clases de hebreo a los hijos e hijas de familias adineradas. No obstante, el yiddish siguió siendo la lengua de comunicación en las comunidades judías del Báltico, de Rusia y de Polonia, y es la que empleaban los escritores que aparecieron en el renacimiento cultural durante la segunda mitad del siglo XIX, con autores como Sholem Yakov Abramovitch o Scholem Aleichem, autor del Violinista en el tejado, aunque hubo escritores como I. L. Peretz que emplearon las dos, el yiddish y el hebreo, como lenguas de escritura.

También en los Estados Unidos el yiddish fue un idioma vivo en la comunidad judía. Surgen revistas como Di Yunge, que tiene una enorme influencia literaria y publica a poetas en lengua yiddish de Estados Unidos y de Europa, además de traducir a poetas simbolistas franceses a esa lengua. El propio Isaac Bashevis Singer colabora incluso antes de su traslado a Nueva York en el The Jewish Daily Forward, dirigido por Abraham Cahan.

En este sentido, las comunidades judías de lengua yiddish de ambos lados del océano estaban muy vinculadas entre sí, por lazos familiares, pero también, como vemos, culturales. Cuando Singer llega a Nueva York no sufre la soledad del emigrante, la comunidad judía es grande, ha aumentado en aquellos años treinta que siente ya la amenaza del nazismo y posee herramientas de convivencia y de cultura importantes. Aunque no es un mundo homogéneo, la lengua yiddish, un idioma de raíz germánica, apenas tiene grandes diferencias entre comunidades de distintas regiones. Recibe, sí, influencias de diferentes idiomas -el polaco, el ruso, las lenguas bálticas, el húngaro, incluso el italiano y el inglés-, pero todos sus hablantes poseen referencias comunes, las de la cultura judía de Europa del Este. De ahí que la afirmación de Isaac Bashevis Singer, «un autor pertenece legítimamente al corpus literario de la lengua que utiliza como vehículo de expresión», tenga pleno sentido. Un escritor en lengua yiddish de cualquier ciudad rusa, de Lituania, de Varsovia o de Nueva York se entendían a la perfección y transmitían a sus lectores imágenes, referencias o figuras que todos comprendían en todos sus sentidos.


¿Podemos decir lo mismo de otras lenguas más extendidas, del castellano, por ejemplo, o del portugués? Sin duda, compartimos idioma con latinoamericanos, en el caso del portugués con africanos también. Sin embargo, qué duda cabe que estos idiomas recogen aspectos culturales muy diferentes en cada región del mundo donde se habla. ¿Podemos hablar entonces de un corpus literario en castellano o en portugués, sin más precisión, global? En cierto modo sí, siempre que tengamos en cuenta que estas lenguas se hablan para mundos referenciales diferentes. Del mismo modo, ¿podemos decir que un autor en lengua yiddish de Varsovia sea muy diferente a un escritor de la misma ciudad en polaco? En este caso podríamos esgrimir las referencias, una judía y otra polaco-cristiana, distintas, aunque no creo que sean más fuertes que las diferencias personales que pudiera haber entre los dos escritores porque, al final, hablamos de un mismo escenario. Hablamos de identidad, para la cual es un factor muy importante, casi central, el idioma, pero varias identidades distintas pueden estar contenidas en un mismo idioma, de igual manera que una misma identidad se puede expresar en dos o más idiomas en aquellos territorios en los que se hablan dos o más lenguas. En este sentido, la experiencia de los escritores en lengua yiddish pueden aclarar muchas cosas de algo tan dinámico como es la identidad.

miércoles, 18 de octubre de 2017

Los flagelantes

Su música y sus canciones era lo primero que se escuchaba de lejos, por los caminos de Europa y también en las plazas de las villas, ciudades y aldeas donde paraban aquellas cofradías itinerantes. Solían ser cantos ásperos y monótonos, acompañados de golpes repetitivos que no eran más que el eco de las flagelaciones que los miembros de aquellos grupos se daban a sí mismos. Aquellos cantos y aquella música tenían mucho de los acordes populares de aquel momento, no en vano sus letras estaban en las lenguas vernáculas de aquellas tierras de donde provenían sus cantores, cualquiera de los dialectos e idiomas de Italia, primero, de la Europa del sur y central después, cuando los flagelantes se extendieron por el continente. Pero también influían los Laude spirituale de los monasterios que a su vez se expandieron en el siglo XII y XIII con renovado brío. Tal música y sus cantos reciben incluso un nombre, Geisslerlieder o canciones de los flagelantes.

Si su música producía en quien la escuchaba no poca turbación del espíritu, era la melodía de un tiempo en crisis, un tiempo de hambre, enfermedad y guerra, males todos ellos que asolaron principalmente el siglo XIII, sobre todo sus años centrales, el espectáculo que la acompañaba no impresionaba menos, era digno sin duda de haber inspirado a Dante Alighieri, que asistiría al paso de alguna de aquellas cofradías, o, dos siglos después, al pintor El Bosco. Eran grupos de hombres y alguna mujer también afectados por el hambre o por la peste que se propagó en 1259 por buena parte de Europa. Eran personas a las que la enfermedad, muchas veces, había desfigurado, y cuando no era la peste, era la guerra, hay que tener en cuenta que estamos inmerso en las guerras entre güelfos y gibelinos, en los combates en la península ibérica, en las luchas entre condados en amplias regiones de Europa o en las cruzadas que ya entonces perdían efervescencia y entusiasmo. Sus miembros avanzaban por caminos, sin rumbo fijo, mientras sus miembros se flagelaban sin descanso. Buscaban el dolor porque era sin duda el dolor lo que les reportaría un mínimo aliento.

No en vano detrás de aquellas cofradías y de su actitud había una reflexión del y sobre el mundo. Unos lustros antes de que aparecieran con fuerza estos grupos, Joaquín de Fiore, un franciscano calabrés, proponía una observancia más estricta de las reglas monacales y una concepción de la historia que, consideraba, tenía un sentido promovido por Dios para la humanidad y que consistía en la renovación de la vida hacia el perfeccionamiento, cuyo ideal era la vida monacal. Joaquin de Fiore elaboró su pensamiento a finales del siglo XII, cuando se acababa una amplia época de cierto optimismo en el que había florecido la literatura, una concepción hedonista del amor, un interés por lo que sucedía allende los límites de Europa. Frente a esta época de expansión, nos encontramos con nuevas circunstancias adversas. Las guerras interiores de las que hablamos habían destruido las bases económicas de muchas regiones europeas y, con ellas, surgieron las enfermedades y el hambre. Se instaló una visión del mundo basada en el dolor y en la introversión.

De allí que muchos monjes y bastantes creyentes se volvieran a sí mismos en busca de una salvación que, por contra, no hallaban en la Iglesia ya institucionalizada y que estaba más apegada a las cosas del mundo, en un momento de gran necesidad espiritual ante los males materiales y frente a los cuales, a todas luces, no era fácil obtener satisfacción. Pronto surgiría la idea de la posibilidad de alcanzar la salvación por mérito propio, sin necesidad de la Iglesia o al margen de ella.  El monje dominico Rainier, en Perugia, organizó la primera procesión en 1260, donde los intervinientes acudían a las flagelaciones para renovarse por dentro y curarse de la zozobra y la angustia. A partir de entonces se organizaron numerosas cofradías que, contra lo que se pudiera imaginar, no eran en absoluto caóticas, sino que estaban dotadas de una disciplina enorme, hasta el punto de que eran una especie de monasterio andante, con sus reglas internas y a pesar de la situación de cada una de las personas que intervenía en ellas. O quizá por esa misma situación individual la disciplina de las cofradías ofrecía algo de seguridad en quien vive en la zozobra. En todo caso, fue tal el peso y la incidencia de éstas que el Papa Clemente VI declaró herejes a sus miembros.

Las cofradías de los flagelantes no eran los únicos grupos que surgieron en la época en busca de respuestas al mundo, hubo otros y algunos partían de una concepción más optimista, menos apocalíptica, aunque la época no daba muchas alas a la esperanza y los flagelantes, sin duda, eran la expresión más bárbara del pesimismo dominante. Ochocientos años después, a finales del siglo XX, se inició también una época de fatalidad, de muerte de la utopía y de la esperanza. El siglo XX, que comenzó con tanto optimismo, nos ofreció imágenes tremendas por el alcance del mal. En su cenit, sin duda, está el nazismo, por su propia filosofía tan nociva basada en la catalogación y degradación de los seres humanos, y por sus efectos, que hemos podido ver a través de la fotografía y el cinematógrafo. En el cambio de siglo asistimos a varias guerras étnicas, genocidas, al renacimiento del nacionalismo o el etnocentrismo, pero también al individualismo. No obstante, aun cuando se tiende a la introversión como medio de buscar respuestas, tal como ocurría en gran medida con los flagelantes, se ha mantenida la necesidad de asociarse, de juntarse aun cuando fuese, como ocurrió con las cofradías, para hallar la salvación mediante el dolor propio, personal e intransferible.


Puede que actitudes como la de los flagelantes las hallemos ahora en otros continentes. Tal vez también en Europa, aun cuando nos parezca demasiado materialista, en su peor acepción, como para que se busquen salvaciones espirituales. Sin embargo, no son pocas las expresiones filosóficas o religiosas que guardan ciertas similitudes con las de aquellas cofradías y que se expanden también aquí y por otros ámbitos. De hecho, ese hedonismo del que se hace gala hoy no deja de ser una manera introvertida y a veces flagelante de buscarse respuestas a los mismos males o a males no muy diferentes que nos siguen aquejando de una forma monótona y repetitiva. 

jueves, 12 de octubre de 2017

Imperios

Ryszard Kapuściński publicó en 1998 Ébano, una crónica de sus viajes por África. Comenzó a recorrer el continente africano en 1959, cuando se había iniciado el proceso de descolonización y las colonias fueron obteniendo su independencia. Fueron años de enormes esperanzas, las poblaciones locales confiaban en poder controlar los recursos e incidir en la realidad política y social de sus respectivos países, hasta ese momento en manos de las metrópolis, todas ellas europeas, que se habían dividido el continente africano en el Congreso de Berlín celebrado a finales del siglo XIX, entre 1883 y 1885. Sin embargo, las independencias, en muchos casos más una concesión que una conquista de las poblaciones, salvo en el caso de las colonias portuguesas, que se enfrentaron a Portugal y ganaran una sangrienta y devastadora guerra, supusieron que se erigieran estructuras de Estado que seguían patrones europeos: se decantaron por imitar en algunos casos el modelo soviético, en otros se dotaron de mecanismos democráticos a imagen y semejanza de los países que los colonizaron y otros acabaron en dictaduras caprichosas, caricaturas a veces de las pretensiosas dictaduras europeas.   

Ryszard Kapuściński es a todas luces testigo de esa frustración. El colonialismo en África no había eliminado la memoria ni la presencia de estructuras sociales diferentes a las de Europa, por ello imponer estructuras estatales según los modelos europeos supuso en gran medida establecer una vestimenta incómoda, poco acorde a las realidades de África y que a la larga no impidió, incluso acentuó, los conflictos tanto internos como entre países vecinos. El proceso de construcción de los Estados modernos fue un proceso largo que surge en el Renacimiento, que procura una homogeneización interna de los países europeos, que elabora identidades y símbolos, que cruza por un sinfín de ideologías y contradicciones. Llevó su tiempo y no fue en ningún caso un proceso pacífico. Lo que se pretendió en África es que sus países, con composiciones sociales y realidades tan diferentes, adquieran en apenas días unas estructuras políticas copiadas de Europa, aun cuando a veces los hombres y mujeres que organizaron el proceso de liberación tuvieran claro que era necesario de dotarse de herramientas propias.  

Al fin y al cabo, los imperios que surgen tras 1492, año del descubrimiento de América, o del encontronazo entre América o Europa, se basaron en que el intento de homogeneización interior se extrapolara también al exterior. Es lo que distingue los imperios modernos de los antiguos. El imperio romano, por ejemplo, no buscó tanto que en todos los rincones del mismo se hablara la misma lengua, se rezara del mismo modo o a los mismos dioses o incluso que los países dominados se organizaran según los patrones de Roma, era una estructura de poder pura y dura, una maquinaria militar con unas normas jurídicas básicas que acompañaban al Imperio, pero que no eliminaban las estructuras políticas y jurídicas propias en los diferentes rincones del mismo. Los imperios modernos, por el contrario, no reconocían en absoluto al otro, ni siquiera como pueblo dominado con sus propias estructuras. Debían sus pueblos someterse a los patrones de sus colonizadores porque, tras el debate de su condición humana que duró algunos años -¿tenían o no alma los indígenas de las Américas?-, estos devinieron súbditos de las coronas europeas, por tanto tenían que compartir los mismos patrones que cualquier súbdito de las metrópolis y por tanto no había lugar a la diferencia, salvo las raciales, claro está, que eran inevitables.

A partir del siglo XIX se añadió un elemento más: el papel de Europa como faro de civilización, civilizador a su vez allende sus fronteras. No hay que olvidar que la Revolución francesa contempló la necesidad de extender su influencia más allá de Francia, era una revolución para el mundo, y Napoleón Bonaparte lo aplicó de un modo material, invadió medio Europa: fracasó en lo militar, pero la mayor parte de los países europeos se dotaron de códigos napoleónicos. Por su parte, Rudyard Kipling escribió en 1899 Carga del hombre blanco, libro sobre la misión de extender las influencias, según él bondadosas, de la cultura y de los valores británicos y por ende europeos.

Hoy se cuestiona ese proceso de homogeneización. Se ha trasladado incluso a los Estados constituidos tal controversia. Se ve la pluralidad cultural e incluso política como un valor. La propia Francia ha dado pasos por reconocer que existen otras lenguas en sus fronteras, el vasco está a todas luces más presente hoy, por ejemplo, en el País Vasco francés como lengua de cultura, de educación e incluso de participación política, cuando había sido considerado hasta hace cuatro días muchas veces como un rasgo folclórico, un atractivo turístico. Sin embargo, es difícil cambiar las concepciones homogeneizadoras labradas durante quinientos años. Al fin y al cabo, la cultura europea sigue siendo el faro y el modelo para el mundo.  Idiomas como el francés o el portugués crecen en hablantes nativos gracias sobre todo a África, hasta el punto de que hace unos años Mitterrand considerase que el francés había dejado de ser patrimonio de Francia y Portugal ha tenido muy claro desde 1974, tras años de alardes discursivos imperiales, que es una minoría entre los países lusófonos.


Se mantiene por tanto una mentalidad de imperio, vive el imperio en nuestras cabezas porque no es fácil desasirse de valores dominantes, por decirlo de un modo un tanto pomposo, psicoantropológico. Incluso en el Imperio Romano, que no se impuso en lo cultural, logró que el latín deviniera, sobre todo en su parte occidental, en la lengua referencial, igual que el griego en la parte oriental. Hay evidentes mecanismos sociales. Hoy los medios de comunicación achican el mundo y la televisión china CCTV acaba el año del calendario europeo con una fiesta televisada, fuegos artificiales incluidos, sin contradicción con el año nuevo chino que se celebra mes y medio después. Claro que tal vez no sea tan malo que sea así, tampoco es un fenómeno nuevo este de las mezclas o las culturas que se superponen para crear otra cosa. Sin embargo, no podemos considerarlo como algo natural, no deja de ser efectos de mecanismos de poder y por lo tanto no dejan de desaparecer idiomas, culturas, rasgos o hábitos, a la sombra de modelos dominantes, de imperios que se mantienen intactos en las mentalidades.

jueves, 5 de octubre de 2017

Malos tiempos para la lírica

Malos tiempos para la lírica, cantaban los de Golpes Bajos en 1998, toda una declaración en un momento en que se había impuesto lo evidente frente a la esperanza, la aceptación frente a la rebeldía, y se desdeñaba el sentimiento como forma de ser o de actuar. Las cosas son como son, se aceptaba. Ahora se diría el tiempo es el que es, que es lo que se afirma en la serie El Ministerio del Tiempo, ente creado en esta ficción -¿ficción?- para que la historia no se modifique, quién sabe si con la intención de que quede claro lo anterior: que las cosas son como son y que no pueden ser de otra manera, cualquiera que sea nuestra voluntad o la de las generaciones anteriores.

Claro que eso de que sean malos tiempos para la lírica tal vez no sea tan cierto. A través de la lírica se transmiten sentimientos y se busca despertarlos en el receptor. El autor, porque hablar de lírica nos remite a bote pronto a la literatura, sea poeta o narrador, bardo o cantor, comparte su sentir. Si es ágil, si es sutil y agudo, despierta en el lector o en el oyente un mismo sentimiento o sentimientos análogos. Es esta lírica, a todas luces, la que sufre de malos tiempos porque la literatura ya no le interesa a casi nadie, se desdeña o se considera como mucho un mero barniz, un ocio, un entretenimiento, pero la lírica se ha trasladado a otros ámbitos, el de la política, por ejemplo, que parece moverse a golpe de sentir desenfrenado y de ahí que se pueda ser a veces partidario de cualquier cosa y de su contrario, y se defienda tal cual, sin complejos, sin sentido del ridículo. Aunque esto se deba más bien a que son malos tiempos para el pensamiento.

Claro que eso del empleo de la lírica como expresión política, esto es, el uso del sentimiento más primario tampoco es cosa de nuestros tiempos (malos o buenos da igual, son los que son), ha sido sin duda un recurso de otros momentos, de otros tiempos.  Saint-Just, pomposo, histriónico, enfático y grandilocuente, afirmaba en 1793 que el pueblo francés vota la libertad del mundo. Con tal declaración es fácil comprender que en nombre de la libertad y de la democracia, de la igualdad y de la fraternidad se cortasen cabezas, se persiguiera a quienes pensaban diferente o no tenían muy claro lo qué pensar y, a la vuelta del siglo, con el mandato de tal votación, Napoleón Bonaparte se dedicara a invadir países. No sé si es oportuno añadir que de esos tiempos, de esos discursos encendidos y ampulosos vienen nuestra democracia actual, legalista y representativa, forjada por tanto a golpe de guillotina y de líricos discursos. Con ello tampoco es que se esté apoyando o aceptando la violencia como método político, nada más lejos. Pero a veces estar inmerso en una vigorosa dinámica impide ver las cosas con una mínima crítica y puede que el tiempo nos dé esa patina que permite distinguir grandes grumos de horror y de ridículo en la sopa de la historia.

Pero tampoco con lo dicho se debe deducir que el sentimiento sea mala compañera de viaje en este actuar en el mundo. El sentimiento de horror ante las injusticias, de rechazo a la opresión, de caridad -sí, también de caridad: Fernández Buey la reclamaba para el rebelde y el revolucionario- ante las víctimas de este mundo, que es el que es, está sin duda en la base de todo planteamiento político o de vida. En la película Another Country (1984) dos estudiantes de un colegio de élite se unen por su condición de outsiders. Uno es homosexual y no lo esconde; el otro, comunista. La actitud un tanto exhibicionista del primero le lleva a enfrentarse a la estrecha moral del momento, los años treinta del siglo pasado, y el amigo le aconseja recatada contención. No puedo, se defiende aquel, es homosexual y así es su sentimiento, no lo va a reducir a la nada; el comunista le replica que eso es imposible, no hay sentimiento verosímil y admisible en el comportamiento humano, la razón ha de ser el único faro para su conducta, para su estar en el mundo, es lo que parece sugerirle, y la respuesta, entonces, le deja sin replica posible: ¿tú eres comunista porque lees a Marx o lees a Marx porque eres comunista?

Visto también en qué acabó el sueño comunista, tanto en su vertiente racional como emocional, pero institucional en ambos casos, tampoco es para echar cohetes. Al final se podría imponer la tentación de rechazar razón y sentimiento, aunque no parece posible escapar a su incidencia. Imposible por inevitable, digo. Seguimos moviéndonos a golpe de sentimiento, más en estos nuestros tiempos, la racionalidad no está muy valorada, su sueño crea monstruos, pero tampoco nos lleva a nada bueno, más cuando, ya se ha dicho, ni siquiera hay quien intente evitar, o disimular al menos, las contradicciones: se defiende al mismo tiempo una posición y su contraria; movidos por la marea a veces no escuchamos ciertos argumentos -¿argumentos?-, como pretender que ciertas decisiones no supongan consecuencias o que la obtención, muy legítima por cierto, de independencia no conlleve que los ciudadanos del nuevo país dejen de mantener el pasaporte del país del que se independizan, que algunos dirigentes lo han llegado a formular tal cual. Claro que, frente a ellos, quienes se basan en la más pura racionalidad legal y la defensa de la ley y el orden democráticos no dudan, como sus precursores de la Francia revolucionaria, aunque sin tanta crudeza, por fortuna, en emplear la fuerza para mantenerlos. Casi es mejor lo de aquellos, al menos nos reímos del o con el ridículo.

Se echa de menos esa racionalidad que planteaba Tomas Moro en la que la razón estaba al servicio de la ley natural y era la herramienta para la belleza y la felicidad. No es casual que Moro viviese en unos tiempos también muy turbios, pero que no eran en absoluto malos tiempos para la lírica, no pocos fueron los autores que acudieron a la literatura, a una prosa muchas veces lírica, para formular sus tesis, Utopía sin ir más lejos no deja de ser una pieza literaria, y lo mismo hizo su amigo Erasmo de Rotterdam, uno de los pensadores cruciales del siglo XVI, o en España Alfonso de Valdés, con sus dos libros en forma de diálogos, al estilo de los clásicos griegos, en los que analizó el pensamiento y la política del momento.


Pero estamos en el mundo en que estamos, eso es inevitable y hay que partir de ahí. Aceptarlo es preciso para entender las cosas del mundo. Aunque Giorgio Bassani recomienda que «en la vida, si alguien quiere comprender, verdaderamente comprender, cómo marchan las cosas de este mundo, se debe morir, al menos una vez». Morir en el sentido metafórico, claro está, que es el volver a nacer bíblico, lo que conlleva cuestionarlo todo, partiendo de uno mismo y así desmontar la realidad como si pudiera trocearse como un puzle, aunque intentando que las piezas no coincidan y así impedir que las cosas vuelvan a ser iguales. Pero sin más lírica y menos épica no parece que vaya a ser posible.