jueves, 27 de octubre de 2016

Guy de Maupassant

En el verano de 1864 un joven de catorce años salva de morir ahogado al poeta decadente inglés Algernon Charles Swinburne. El suceso ocurre en Étretat, una bella localidad de la costa normanda. El muchacho, Guy de Maupassant, se había reencontrado allí con el pintor paisajista Jean Baptiste Camille Corot, por entonces ya anciano. Buena parte de su obra ya está realizada y despierta el interés de algunos jóvenes que unos años después iniciarán una renovación pictórica que se conocerá como impresionismo.  Pero ese muchacho que le acompaña ese verano y que salva al poeta inglés no es pintor, pero sí es una persona de intensa sensibilidad con tendencia a la escritura, tal vez, en ese momento, de una manera vaga, banal, sin saber a ciencia cierta si se trata de una vocación, de una afición o de algo pasajero. Seguramente tiene en la cabeza las preocupaciones que le despiertan la mala situación en su hogar. Sus padres se han separado y su padre se ha trasladado a París. La economía familiar tampoco es buena y se resiente aún más. Cuesta salir adelante o, como mínimo, disponer de unas perspectivas de futuro que permita encarar la vida con un mínimo de optimismo.

Puede parecernos aquellos años, sin embargo, como de grandes esperanzas y de una actitud positiva ante la vida. De hecho, se ha impuesto una idea de progreso que algunos creen sin fin. La Europa central se industrializa y la burguesía ocupa no sólo la economía, sino que empieza a manejar las estructuras de poder de los Estados y a incidir también en el arte, a medida que se impone su estilo de vida. Al mismo tiempo, como contrapunto, surge la clase obrera y sus organizaciones nacionales e internacionales, con una visión utópica de un mundo mejor y que reacciona a las malas condiciones de vida con una lucha intensa por una sociedad sin explotación e igualitarista, con libertad, justicia y fraternidad universal. Se desarrollan las ciencias, en concreto una ciencia positiva que incide en gran medida en la cotidianidad, mejora la vida de las personas, y que permite a su vez una nueva tecnología, al principio vista no sin desconfianza, pero de inmediato asumida como parte de ese progreso imparable. No obstante, surge también en paralelo algunas actitudes que se distancian del optimismo, que rozan el pesimismo profundo. Resurge un materialismo que cuestiona la metafísica del momento. Se abre un proceso al Dios cristiano que tiende a la formulación, años después, de su muerte: parece que el mundo no Le necesite para explicarse a sí mismo.

En aquellos años al joven Maupassant no le preocupa tanto todas esas cuestiones. Se plantea cada vez más la literatura no sólo como quehacer, como modo de ocupar el tiempo, sino como forma de vida, aunque esto pueda sonar un tanto rimbombante. Sea lo que fuere, ha comenzado a escribir y muestra a personas adultas próximas, más volcadas en tales menesteres, sus primeros escritos. Una de las personas a las que acude es Louis Bouilhet, bibliotecario de Rouen, que le manifiesta su agrado por la poesía, por los poemas del joven, y le invita a continuar por ese camino. Pide consejo también a Gustave Flaubert, amigo de su madre y con el tiempo inseparable de él mismo e introductor en ambientes literarios. Intensos, bellos, apasionantes y apasionados serán los artículos que publicará años después en la revista Gil Blas o en La revue moderne et naturaliste y que describirán los encuentros con Flaubert, Zola, Mendés, los hermanos Goncourt, Mallarmé o Huysmans, entre otros. Flaubert le anima a avanzar en la prosa.

Con veinte años, en 1870, vive una experiencia espeluznante, terrible, cruel. Ha estallado la guerra con Prusia y Maupassant se halla en París durante el asedio. Conoce de primera mano todo el horror de la guerra, la muerte que produce, la destrucción que provoca. La guerra de Prusia causa en su momento una fuerte impresión. Zola escribe un hermoso relato en el que los soldados de ambos lados se niegan a combatir tras un sueño que todos comparten y en el que contemplan un campo regado de sangre. A raíz de esa experiencia Maupassant se vuelve antimilitarista y rechaza las guerras, cualesquiera que fuesen sus causas. La guerra de Prusia muestra a su vez hasta qué punto esa tecnología que ayuda a la industria, a mejorar de un modo u otro la economía, la sociedad y la vida cotidiana, sirve también a la destrucción, a la deshumanización. Será un avance, apenas un reflejo, de las dos grandes guerras del siglo XX que asolarán Europa, y de otras guerras parciales no menos exentas de violencia y crueldad. Pero esto Maupassant no lo conocerá, ya tuvo bastante con aquel asedio de Paris y sin duda comenzará allí también una visión del mundo no tan plácida como pudiera parecernos la fascinación resplandeciente ante tanto progreso.

Maupassant se sumerge en la literatura. Escribe relatos y poemas, surgen los primeros bocetos de algunas novelas, publica crónicas en revistas. En 1879 aparece su poema «Une fille» en la La revue moderne et naturaliste que le supone una denuncia por ultraje a las buenas costumbres. Hay cosas que esa burguesía mojigata y moralista, que ya se cree dueña de la ética y de la sociedad, no está presta a admitir. Flaubert interviene a su favor y logra, como gran escritor que ya es, que el proceso no vaya a más y se paralice antes de juicio. Aquel incidente no será óbice para que Maupassant comience una década intensa en la escritura. Escribirá buena parte de su obra literaria en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, su salud empeora, aparecen los primeros síntomas de una enfermedad nerviosa que le acompañará hasta la muerte. Le atrae en algún momento la hipnosis, el espiritismo y la psicopatología, que tan de moda están tanto en Europa como en América. No podemos olvidar en este sentido que tales temas aparecen en la literatura gótica, muy presente en la tradición anglosajona, por ejemplo en el escritor, Edgar Allan Poe, que murió cuando Maupassant ni siquiera había nacido, y que escribió relatos de tono macabros y de terror, o a Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. El escritor portugués, contemporáneo de Maupassant, José María Eça de Queirós, aunque de estilo social y realista, roza el misterio y tal vez lo hipnótico en novelas cortas como O mandarim y A reliquia. Quizá la atracción por esos temas indique que la idea de progreso tuvo sus sombras y aunque el materialismo pareció en algún momento ganar la batalla de las ideas, había una necesidad de conocer es otro lado de lo material que la razón no podía explicar del todo.


Del mismo modo que Maupassant no pudo comprender la enfermedad mental que afectó a su hermano Hervé, que acabará en una casa de salud en 1889, donde morirá en noviembre. Maupassant profundiza su pesimismo y empeora su salud. Mariane Bury, doctora en literatura francesa y experta en la obra de Maupassant, recoge una carta que el escritor dirige a su amigo Henri Cazalis en diciembre de 1891 y en la que escribe: «Je suis irrémédiablement perdu. Je suis même à l´agonie… C´est la mort imminente et je suis fou. Ma tête bat la campagne. Adieu ! ami, vous ne me reverrez pas». Unos días después, la noche del 1 de enero, intentará suicidarse. No lo logra. Morirá ese mismo año, unos meses después, en el verano.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Disidencias y memoria

En su libro La Resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, el profesor Jordi Gracia plantea la situación complicada y a todas luces ambigua que vivieron algunos pensadores y artistas al tener que optar por un bando en 1936. Pone el acento en aquellas personas que no se encuadraban bien en ninguno de ellos, como es el caso de aquellos liberales que no se identificaban en absoluto con el filofascismo de la Falange, con el integrismo de los carlistas de la época o con el autoritarismo de los militares, pero tampoco se sentían cómodos en una República inestable que corría el peligro, según estos liberales, de sucumbir a los cantos de sirena del comunismo soviético o de aventurarse por otras sendas revolucionarias. Era el caso, por ejemplo, del Doctor Marañón o del filósofo Ortega y Gasset

Pero no sólo fueron los liberales de los años treinta quienes tuvieron que tomar decisiones difíciles y sin duda transcendentales en momentos poco aptos para una reflexión pausada.  Hubo también casos como el de Pío Baroja, lo menciona Jordi Gracia, a quien desde luego no se le puede encuadrar como liberal, ni mucho menos, no es de fácil catalogación en el plano ideológico, pero en todo caso se sentía también muy distanciado de aquellas, por lo menos, dos Españas, más por actitud que por ideología. Sea lo que fuera, tuvieron que elegir y optaron por lo que consideraron el mal menor. Al mismo tiempo, en los dos bandos en que se dividió el país pervivieron subgrupos que tenían que tomar decisiones rápidas, muchas veces sin que pudieran atenderse a los matices que a todas luces merecían tenerse en cuenta.

En el bando republicano anarquistas -agrupados en la CNT, en la FAI, también en una red de asociaciones culturales o de forma de vida- y militantes del POUM tuvieron que discutir qué hacer ante el gobierno del Frente Popular, si formar parte de esta coalición y del gobierno que conformó o distanciarse de él y de su gobierno, en una situación además de asedio de los sectores reaccionarios. En el campo anarquista saltaba a la vista la contradicción que existía entre sus planteamientos ácratas y la necesidad de formar parte de un gobierno que, por muy izquierdista que fuera, tenía que gestionar un Estado, con lo que ello comportaba. En el caso del POUM, la presión recayó sobre todo en el sector que provenía del trotskismo, los militantes que habían sido parte de la Izquierda Comunista, mientras el propio Trotski lanzaba diatribas contra el Frente Popular por su carácter interclasista. Conocemos el golpe de mesa que impuso el PCE en ese momento y el final trágico en las filas del anarquismo y del POUM. Frente a estos sectores, había una derecha en el País Vasco y en Cataluña identificada con los respectivos nacionalismos vasco y catalán, y que encontraron en la República una cierta vía de solucionar el conflicto entre el Estado central y las naciones periféricas. Sin embargo, en el caso catalán, más afín su derecha a posiciones liberales, se encontraron con un mismo dilema que los liberales españoles, tuvieron que elegir entre la República, ideológicamente más próxima, o el Alzamiento, que les daba más seguridad frente a aventuras revolucionarias. En muchos casos optaron por lo segundo.

En el bando llamado nacional hubo también una pluralidad ideológica que no siempre fue fácil gestionar. Falangistas, carlistas, monárquicos isabelinos, los sectores más derechistas de la CEDA y los mencionados sectores liberales, catalanistas incluidos, confluyeron en apoyar el golpe y posterior bando derivado de él. En 1937 el mando militar ordenó una unificación que no todos compartieron, pero acataron al menos durante la guerra, más por imperativos militares que por convicción. Se crea la Falange Española Tradicionalista y de las JONS en 1937. Casi en la misma época en que estalla en el lado republicano un enfrentamiento entre los partidarios de la revolución, donde se sitúan el POUM y un sector de los anarquistas frente al gobierno, principalmente frente al PCE y al PSUC, se da una primera disensión en el lado nacional, la que protagoniza uno de los líderes de la Falange, Manuel Hedilla, que se opone a la unificación que, según él, traiciona los principios de la Falange. Se impone no obstante la disciplina militar y tras una serie de detenciones se logra silenciar cualquier disidencia, que surgirán mucho después, tras la guerra. Habrá nuevas disidencias falangistas, como la de Dionisio Ridruejo, así como también el cada vez mayor distanciamiento de los carlistas, al menos de un sector importante del mismo, también de los monárquicos isabelinos. Llama la atención que llegara un momento en el que los dos pretendientes al trono, Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, y Carlos Hugo de Borbón, por la línea carlista, se distanciaran del régimen. El primero vivió en Portugal. El segundo fue incluso expulsado de España por orden gubernativa.

Sin duda, si los protagonistas de aquellos años tuvieran, como nosotros, el privilegio de la distancia temporal, tomarían con toda seguridad decisiones muy diferentes. La ventaja de contemplar los hechos desde dicha distancia temporal, en este caso cuando ya han pasado décadas, es que conocemos el final, jugamos con las cartas marcadas, que es al fin y al cabo lo que ocurre cuando evaluamos hechos históricos. Frente al conflicto español del 36 tenemos una posición, sí, pero conociendo lo que ocurrió. Aquellos que se identifiquen con las posiciones liberales pueden hoy distanciarse de los liberales de la época, muchos de los cuales apoyaron el alzamiento nacional creyendo que su victoria iba a reportar algo de seguridad y calma, que iba a ser un periodo transitorio que desembocaría en una rápida democratización. Ahora sabemos que fue un error pensar así, que la dictadura se mantuvo en el tiempo hasta que su adalid murió. Pero es difícil tomar una decisión cuando los hechos transcurren con vehemencia y parecen exigir una toma de postura sin dudas ni connotaciones. Del mismo modo, las otras corrientes en ciernes adoptarían posiciones muy diferentes.

Sin embargo, es evidente que en la toma de decisiones resulta muy diferente el papel de los políticos, de los cuadros que ocuparon puestos en cada uno de los partidos y organizaciones en ciernes, respecto al papel de pensadores, escritores, artistas en general que tuvieron que reflexionar sobre hechos que les afectaban, pero de los que no eran protagonistas directos. Aunque aquí sin duda habría mucho que matizar porque en algunos casos no siempre las fronteras estaban muy definidas. Hubo escritores, como José Bergamín o el citado Dionisio Ridruejo que tuvieron un papel muy importante en la acción política, en su caso en bandos opuestos. También hay que indicar que buena parte de la intelectualidad se puso a favor de la República, donde se hallaba además la legitimidad legal. Lo reconoce el propio Ridruejo al comparar, una vez acabada la guerra, el material gráfico de ambos lados y darse cuenta de la superioridad cualitativa y cuantitativa de revistas, ediciones de libros, materiales varios en el bando republicano. A lo que habría que añadir de la cada vez mayor distancia que adoptaron muchos de los pensadores y escritores que apoyaron al bando nacional, la del propio Ridruejo, o la de otros nombres como Sánchez Mazas, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales, Antonio Tovar o en menor medida, por ser más joven, José María Valverde, entre otros.


Es evidente que juzgamos hechos que están aún muy próximos, aun cuando hayan pasado tantos años desde que se iniciara la denominada transición, la cual se construyó, por cierto, a partir de pactos de silencio que a lo mejor no fueron tan convenientes: al final acaba saliendo a flor de piel muchos aspectos y heridas, como parece que está ocurriendo en estos días con una exposición en Barcelona, un sinfín de sentimientos no siempre muy razonados -son sentimientos- ni racionales, aunque en ocasiones parece que dominan intereses políticos locales. El amplio movimiento de recuperación de la memoria histórica procura aclarar las responsabilidades en la opresión y muerte de miles de personas que por pertenecer al bando perdedor o en gran medida a la población susceptible de represaliar, los descendientes de los vencidos, sufrieron en mayor medida el silencio impuesto. Hay quien sostiene que remover ese pasado cercano supone despertar viejas rencillas. No es verdad, no es necesario acudir a la historia para despertar rencillas, más bien parece que haya quien se encuentre muy cómodo entre las verdades oficiales y las leyes basadas en el silencio. Pero sin duda es una labor necesaria y existió esa disidencia entre quienes defendieron el alzamiento que ha cuestionado las actitudes propias, aunque muchos de las personas citadas ya hayan muerto y no pueden hoy aportar su grano de arena. Más cuando nos podemos permitir una reflexión mucho más pausada.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Símbolos, identidad e identificación

Es evidente que todos los grupos humanos rememoran hechos y gestas que se constituyen en símbolos de su identidad. Cuando más grandes son dichos grupos humanos, más compleja resulta la construcción de la identidad y el símbolo identitario puede llegar a ser más difícil de homogenizar, pues no todos sus miembros se identifican con él y pierde por tanto su efectividad de significado. Todo esto es más evidente cuando el agente encargado de organizar políticamente el grupo es un Estado, que tiene una historia, una o varias ideología(s) en ciernes y unos intereses grupales nunca homogéneos ni coincidentes. Los Estados modernos comenzaron a organizarse a partir del siglo XVI, siendo España uno de los Estados que iniciaron entonces su construcción, junto a Francia, Portugal y Reino Unido.

Estos Estados nacieron en una época turbulenta. Sus poblaciones estaban lejos de ofrecer una imagen de unicidad absoluta. A excepción de Portugal, en lo lingüístico más unificada, existían diversas expresiones culturales en su seno. Tampoco existía una única religión. No sólo había en los territorios referidos comunidades judías y, en el caso de España y Portugal, moriscas, esto es, musulmanas, el cristianismo era también plural, aunque el Obispado de Roma, Primado del Catolicismo, ya estaba creando a su vez mecanismos de absoluta unidad doctrinal. La reforma religiosa iniciada por Lutero en 1517 creó mayor dificultad a la hora de facilitar esa necesaria unidad que requería el Estado -una lengua, una religión, un pueblo (lo de una sola ley llegaría más tarde, a partir del siglo XVIII)-, a lo que hay que añadir que la libre interpretación de la Biblia, uno de los fundamentos del protestantismo, impidió una unidad doctrinal en esta corriente, al contrario de lo que ocurría en el Catolicismo, donde se crearon mecanismos más férreos de control ideológico.


Por si todo esto no fuera ya suficiente para enmarañar el proceso de construcción del Estado, hay que sumar que se iniciaba un proceso de expansión por el mundo. Los europeos llegaron a América y los cuatro Estados mencionados, junto a los holandeses, pusieron sus miras en ocupar nuevos territorios allende los mares: británicos y franceses en la parte norte y el Caribe, los portugueses en la parte sur y los españoles -en concreto, los castellanos, vascos y navarros incluidos, que los habitantes del Reino de Aragón quedaron durante un tiempo excluidos de la aventura americana- en todo el continente. Portugal, por su parte, también avanzó en ese momento hacia África y Asia, donde colonizó algunos territorios en ambos continentes.

La historia es conocida: dicha expansión supuso en muchos casos la mengua de muchas culturas propias, sobre todo en América, donde incluso desaparecieron etnias y lenguas. Nada nuevo, por otro lado: la experiencia de imperios anteriores, el romano o el persa, por ejemplo, el chino en oriente, supuso también la eliminación de lenguas y culturas, aunque es verdad que hubo una concepción imperial distinta. Los imperios clásicos no buscaban en sí mismo la destrucción de otros pueblos, al contrario, intentaron muchas veces incorporarlos con sus lenguas, religiones e incluso leyes propias reconocidas en su ámbito. Los imperios modernos, los que surgen con el Estado, buscan por el contrario homogenizar, no siempre de un modo pacífico, tal como estaba ocurriendo también en los territorios europeos, hay por tanto una voluntad de conversión de los pueblos a su fe, con la Cruz pero también con la espada, se procura dotarles de sus lenguas respectivas como expresión de cultura. La Historia de la humanidad es en gran medida la historia de sus crímenes.


De compañera del Imperio, calificó sin embargo Antonio de Nebrija a la lengua castellana. No era por oposición y eliminación de otras lenguas -ibéricas o americanas- que se estableció dicho predominio, aunque es evidente que el castellano no sólo pasó a ser la lengua del Imperio, de sus leyes y de prestigio en su cultura, sino la lengua empleada por sus clases dominantes. Las otras lenguas pasaron a ser de uso privado o, en muchos casos, lenguas asociadas a lo marginal cuando no a lo turbio o a lo bajo. Es interesante observar en la Historia de Catalina de Erauso, escrita por ella misma como los vascos y navarros que intervinieron en la gobernanza de las tierras de ultramar empleaban entre ellos, en sus conversaciones privadas, el vasco mientras que ordenaban la cotidianidad mediante el castellano, la compañera del Imperio. Mientras, el término algarabía como lengua atropellada o ininteligible procede del árabe de los moriscos, de la incomprensión que producía a los no hablantes de dicha lengua hablada sobre todo en el Algarve portugués. En este sentido, con una misma lógica, el barcelonés Juan Boscán traducía al castellano los versos al itálico modo porque el castellano era la lengua de cultura en ese momento. A medida que el Estado español se iba conformando ideológicamente de un modo más homogéneo, más dura y más insidiosa devino la exaltación simbólica, llegando al cénit su plena identificación -el castellano, el catolicismo, ciertas prácticas y costumbres- con lo español durante la dictadura franquista. De un modo análogo se convirtió el inglés en lengua predominante en el Reino Unido y en las colonias de América. El francés, por su parte, se impuso como única lengua de enseñanza y casi de cultura durante el siglo XIX, cuando se volvió efectiva la centralidad legal y política de la Francia de la Revolución. Tanto en el Reino Unido como en Francia han llegado a reducir bastante el predominio de otras lenguas, hasta el punto que muchas de ellas son ahora marginales, inexistentes en buena parte del territorio donde se hablaba, lo que no ha ocurrido en España.

Ante esta historia, ¿cabe mantener la Hispanidad como fiesta identitaria, asumiendo un descubrimiento, algo a todas luces etnocentrista, y sobre todo la parte negativa que tiene todo Imperio, esto es, las masacres, la esclavitud, la explotación? Es evidente que muchos no nos identificamos con ese símbolo identitario tal como ha sido construido. Para suavizar este pasado hay quien habla de encuentro entre culturas, aunque en muchos casos habría que hablar de encontronazo. Por otro lado, aunque no nos guste la forma en que se desarrolló el pasado, aunque no nos identifiquemos con los hechos ni con las exaltaciones patrióticas -y patrioteras- que se derivaron de aquellos, resulta innegable que de una forma u otra forman parte de cierta identidad colectiva. El tiempo es el que es, era el lema en la ficción del Ministerio del Tiempo que guarda a todas luces una enorme verdad. Otra cosa son las interpretaciones, ante las que debemos guardar ciertos reparos, hay mucho de acronía en ellas cuando no intereses políticos que procuran imponer otras identidades basadas en manipulaciones y medias verdades o que buscan a su vez otras identidades, no menos legítimas, aunque con los mismos anhelos homogenizadores. ¿Qué hacer por tanto con la fiesta identitaria?

Francia ha encontrado como gran símbolo de la identidad actual el 14 de Julio, que rememora la toma de la Bastilla, la revolución que permitió la construcción de un Estado burgués, ciudadano e igualitario. Posee un significado a todas luces progresista que no gusta desde luego al cada vez más minúsculo movimiento monárquico-legitimista francés, ni siquiera sostenido por la extrema derecha francesa, que asume y exalta también los valores republicanos (aunque sea para barrer para casa). Pero tampoco gusta a los defensores de los grupos con lenguas diferentes, como los vascos o los bretones, que asocian la Revolución de 1789 con la pérdida de las leyes propias por mor de un republicanismo ciudadano. Tampoco encuentra este símbolo identitario la identificación de muchos ciudadanos franceses de orígenes distintos al europeo que no se sienten tal vez amparados por los valores republicanos derivados de 1789.


Tal vez haya acertado más Portugal, al elegir como fecha simbólica la de la muerte de un poeta, Luis de Camões, que murió el 10 de junio de 1580. Este autor escribir Os Luisadas, un poema épico que narra la aventura de los navegantes portugueses con elementos fabulosos, rememoración de la cultura clásica europea y reminiscencias de la epopeya medieval. Nada mejor que un poeta se convierta en el gran símbolo de la identidad nacional. Al fin y al cabo la literatura contribuye a que nos identifiquemos mejor, de un modo menos sangriento, con el pasado, lejos de una Historia redactada siempre por los vencedores.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Cândido de Oliveira

Durante la IIª Guerra Mundial el régimen de Salazar se mantuvo neutral. Lisboa, no obstante, se convirtió en el puerto de salida de miles de personas que huían del nazismo y de la guerra con destino América. Pero además Portugal, por su posición atlántica y sus colonias en África, podía volverse un problema para Alemania si se aliaba a Gran Bretaña, cortando así las ansias expansionistas del IIIer. Reich. El objetivo era aislar a los británicos, para lo cual Alemania proyectó un plan, la Operación Félix, con la intención de limitar, incluso impedir, la libre circulación por el Atlántico de los navíos del Reino Unido. Ya había conversaciones con la España de Franco para invadir Gibraltar, un lugar clave para el ejército británico y un territorio una y mil veces reclamado por España. El Reich se planteó también invadir Portugal y así impedir de raíz cualquier tentación del gobierno de Salazar de dar cobertura al gobierno de Londres.

La Dirección de Operaciones Espaciales (Special Operations Executive – SOE) organizó la denominada red Shell, un servicio de agentes y espías cuya principal tapadera era sobre todo dicha empresa de distribución energética de los que muchos de ellos eran empleados, de allí su nombre, con el fin de boicotear, llegado el caso, la ocupación de Portugal. Se montó un sistema de comunicación en clave, imprescindible para poder transmitir la información que la red de espías y agentes necesitaban que llegara con seguridad a los responsables en Londres. Había que prever varios medios de transmisión. Para ello contó, entre otros, con un empleado de CTT, el servicio portugués de correos, teléfonos y telégrafos, un ciudadano de Portugal, convencido demócrata, enemigo acérrimo de Salazar y del fascismo, Cândido de Oliveira.

Contra lo que se pudiera pensar, no se trataba de un tipo gris, introvertido, apartado del mundo, según los cánones al uso en el género de espionaje. Cândido Plácido Fernandes de Oliveira era desde 1912, año en que debutó en el fútbol a través de la asociación lisboeta, un jugador reconocido entre los aficionados. Entre 1914 y 1920 jugó en el Benfica, uno de los mejores equipos futbolísticos portugueses. En 1920 fundó, junto a otros antiguos beneficiados de la Casa Pía lisboeta, como lo fue el propio Oliveira, la Casa Pía Atlético Club, con la que jugó otros seis años. En estos tiempos se funda la Selección Portuguesa de Fútbol, que se estrena el 18 de diciembre de 1921, en un partido con España, y aunque perdió, los medios de comunicación destacaron el estilo de Cândido de Oliveira, que fue el primer capitán del equipo. No en vano, nadie ponía en duda su capacidad física, se trataba al fin y al cabo de un gran aficionado al deporte, practicaba incluso, entre otros, la lucha grecolatina.

Pero además era un lector empedernido. Le interesa sobre todo la literatura clásica que lee con fruición. Posee una desbordante imaginación, le recuerdan como contador de historias, algunas inventadas mientras las narra, para entretenimiento de sus colegas de equipo, y es su enorme capacidad comunicativa lo que le permite desarrollar su otra faceta, la de fino cronista deportivo en los medios de comunicación, como la revista Stadium, de aquella época o A Bola, que funda en 1945, y que se convierte en el principal medio deportivo, con unas crónicas las suyas leídas con pasión e interés. Compagina su labor periodística, una vez abandona el juego tras doce años como futbolista, con el puesto de entrenador de varios equipos, incluso llega a estar en Brasil como entrenador del Flamingo de Río de Janeiro.


Sin embargo, no concibe el puesto de entrenador como una profesión. El fútbol de ese momento comienza a profesionalizarse, ciertamente, pero está muy lejos del nivel al que ha llegado en nuestros días. De ahí que Cândido de Oliveira entre a trabajar en CTT. Tampoco olvida la realidad que le circunda, esa dictadura en Portugal que impide la libre circulación de las ideas, que persigue cualquier disidencia, que se basa en la opresión, opresión que mata y tortura a los disidentes. Además, está lo que ocurre en Europa, la terrible guerra civil que afecta al país vecino, a España, y que culmina con una nueva dictadura. Alemania está gobernada a su vez por una ideología criminal, racista y reaccionaria, se convierte en una verdadera amenaza para las pocas democracias que van quedando en el continente y la expansión del IIIer. Reich, al iniciarse la guerra, es un nuevo peligro que, Cândido de Oliveira está convencido de ello, hay que combatir. Con la discreción imprescindible en un país como Portugal, bajo el régimen autoritario de Salazar, el exjugador de fútbol y flamante entrenador va hablando con personas de confianza. Es así como entra en contacto con una resistencia que, ante el peligro de ocupación alemana, se pone al servicio del contraespionaje británico. El 23 de abril de 1941 el abogado inglés John Beevor, residente en Lisboa, notifica a Londres la incorporación de un nuevo agente, «Pax» será su nombre en clave, experto en telecomunicaciones.

Durante poco más de un año ejerce sus funciones como espía para la red SHELL. En junio de 1942, ya bajo sospechas de la Policía de Vigilancia y Defensa del Estado (PVDE, en 1945 cambiara la V por la I de Internacional, la sangrienta PIDE), es detenido y se le lleva al campo de concentración de Tarrafal, en Cabo Verde, situado en una zona pantanosa de la Isla de Santiago y donde permanecerá como preso hasta enero de 1944. Regresa a Lisboa donde se va incorporando en la medida de lo posible a la normalidad. Vuelve a su pasión periodística y funda en 1945 la revista A Bola. De su paso por Tarrafal quedan sus impresiones que escribirá, resultando un libro, O pântano da morte, que aparecerá publicado una vez se derroca la dictadura, en 1974, tras la Revolución de los Cláveles.


No llega sin embargo a vivir ese día de Abril del 74 en que un puñado de capitanes asesta un golpe mortal al régimen. Muere mucho antes, en 1958, durante el transcurso de la Copa del Mundo de la Fifa que tiene lugar en Estocolmo donde estaba cubriendo para su revista el evento deportivo. 

domingo, 2 de octubre de 2016

Transición

Crono devora a sus hijos. Se los va comiendo a medida que Rea los tiene hasta que, cansada de tal locura, esconde al último, Zeus, y lo que entrega a su esposo es una piedra envuelta en pañales que el dios engulle. A veces da la impresión de que la Historia es un poco así, devoradora de sus hijos, destructora de los protagonistas de cada una de las etapas que se suceden desde que el mundo es mundo.

Esta imagen de Crono -nombre que se asimila a Chronos, tiempo en griego- devorando a sus hijos viene a cuento porque parece que la denominada Transición española está pasando de nuevo factura a uno de sus hijos, al PSOE, que vive una crisis sin igual en su historia. De las cinco fuerzas políticas que constituyeron la Comisión Constitucional de 1977 y que redactaría la Constitución del 78 -UCD, PSOE, PCE, CiU y AP-dos no existen -UCD y CiU, desaparecida esta última hace bien poco y sus dos fuerzas constitutivas en proceso a su vez de desaparición-, otra, el PCE, quedó diluida a mediados de los ochenta, tras una crisis profunda, alguna que otra escisión incluida, en IU, coalición que ahora se ha diluido a su vez en otra fuerza política nueva. El PSOE se ha mantenido hasta hace bien poco, ha gobernado el país en varias legislaturas, al igual que varias comunidades autónomas -mantiene ahora Andalucía- y varios ayuntamientos, hasta que ha comenzado a retroceder desde hace un par de años, sufriendo ahora mismo una crisis cuyo final es difícil de prever. AP, por su parte, se fusionó con varios de los grupos que salieron de UCD y conformaron el actual PP. Tal vez sea la única fuerza política, ahora mismo, que goce de cierta “salud” electoral, aunque a todas luces resulta difícil poder decir, a la vista de los casos de corrupción en que se ve envuelta -y no sólo este partido, es cierto-, que vaya a mantenerla por mucho tiempo, corre el peligro de verse afectada también por el tiempo destructor. Es curioso que las dos únicas fuerzas políticas de aquella época con representación parlamentaria y estables aún, el PNV y ERC, sean fuerzas que en su momento se abstuvieron en el Congreso ante el proyecto de Constitución, e incluso ERC pidió el no en el referéndum. No es que se pueda sacar una conclusión de ello, al fin y al cabo ambos partidos han tenido sus crisis y este último, incluso, ha estado alguna que otra vez a punto de desaparecer electoralmente, pero resulta cuanto menos curioso esos caprichos de la Historia.

Hay quien habla, en definitiva, de crisis del régimen del 78. Claro que no es una crisis de nuevo cuño, da la sensación de que estamos asistiendo a los mismos problemas de siempre, El día de la Marmota con una dimensión histórica. En un breve ensayo del profesor Eliseo Aja sobre la historia de las constituciones españolas, se habla de tres problemas a los que se enfrenta el país una y otra vez hasta 1936, cuando se da al traste con las constituciones democráticas: el problema de la tierra, que es el de la justicia social en un país que fue hasta entonces mayoritariamente agrícola; las relaciones centro-periferia o, dicho de otro modo, el problema territorial o la relación de las diferentes realidades socioculturales; y, por último, la relación Iglesia-Estado. Una mirada a la España actual nos indica que no andamos muy bien -¿alguna vez lo tuvimos resuelto?- de justicia social, con un desempleo galopante y una angustiosa precariedad laboral, incluso de nuevo vemos que se emigra al extranjero como alternativa al desempleo o a los salarios bajos; volvemos a levantarnos todos los días con un problema de, se dice ahora, encaje de la pluralidad nacional; y la cuestión de la relación Iglesia-Estado parece que es el más resuelto hoy, aunque más porque una gran mayoría de la población se ha distanciado de la práctica religiosa y hace ya años que aumentan los matrimonios civiles, descienden los bautizos y poco caso se hace ya a los comentarios políticos de la jerarquía católica (porque cuando hablamos de relaciones Iglesia-Estado hablamos de la Iglesia católica), que además son cada vez menos, como si empezaran sus representantes a asumir que no poseen tanto peso social, como indican los datos de los matrimonios y los bautizos.

Sea lo que fuere, esta transición comienza a ser objeto de cada vez más estudios académicos, entendiendo la transición como ese periodo que va desde inicios de los setenta, cuando en el aparato del Régimen hay quien percibe que hay que cambiar cosas (¿para no cambiar nada o lo esencial?) hasta 1982, cuando el PSOE gana las elecciones generales y la sociedad descubre que no pasa nada por un cambio de gerentes del Estado. También se da una mirada a esos años desde el cine y la literatura. Hay que tener en cuenta que la mirada histórica del arte se centró sobre todo durante mucho tiempo en la Guerra Civil y en los primeros años del franquismo. De hecho, la Guerra Civil española es uno de los acontecimientos de la historia no sólo más estudiados tanto en España como fuera de ella, sino con más contenidos en cine y en literatura.

En este sentido, el cine se ha acercado más pronto a este periodo de tiempo, con alguna excepción en literatura, entre ellas las novelas del escritor y político vasco Mario Onaindia. Curiosamente, siendo un poco simplificador, hay dos temas principales en que se centran la mayor parte de las películas en un primer momento: ETA como fenómeno político y social (por cierto, ETA tampoco existe ya, aunque sólo sea en la práctica, lo que ya es bastante), con películas como El proceso de Burgos, La fuga de Segovia, Lobo, Operación Ogro o La Muerte de Mikel, aunque esta última sólo tenía como trasfondo el conflicto vasco, el tema era otro, el reconocimiento de la homosexualidad por parte de su protagonista; el otro tema, más costumbrista, es el del cine denominado quinqui, aquellas cintas que narraban las vidas de la periferia de las ciudades, con jóvenes delincuentes adictos a la heroína y sin un gran porvenir en una España en crisis (sempiterna) económica y social. Algunas de estas películas se basaron en algunos tipos reales, verdaderos personajes de su época, como El Vaquilla o el Torete (Perros Callejeros I y II).


En cuanto a la literatura, es interesante el acercamiento que realiza Ignacio Martínez de Pisón, muchos de cuyos relatos los encuadra perfectamente en ese periodo de cambio que es la transición. Destacan dos novelas: El tiempo de las mujeres y El día de mañana. Otro escritor a destacar en este sentido es Juan Madrid, cuya serie de novelas encuadradas en Brigada Central recoge en buena medida el tema quinqui, antes referido, aunque con un marco más político detrás. En otra novela, Días Contados, se adentró también en el tema ETA (existe una serie de RTVE basada en Brigada Central y una película basada en esta novela). Inolvidable resulta por otro lado la ambientación de los primeros meses de gobierno socialista en la primera parte de El Pianista, de Manuel Vázquez Montalbán. Por otro lado, es interesante como recrea Pedro Ugarte cierta cotidianidad social de los años de transición y posteriores en sus novelas bilbaínas, sin convertirse desde luego en el tema central.


El que se caiga a pedazos parte del decorado de la transición puede conllevar un interés por este periodo y tal vez un aumento de obras que construyan, como se dice ahora, un relato del tiempo vivido. Tal vez sea un buen ejercicio antes de entrar en otro periodo histórico aburrido y con sabor a tarde de domingo.