En el verano de 1864 un joven de catorce años salva de morir ahogado
al poeta decadente inglés Algernon Charles Swinburne. El suceso ocurre en
Étretat, una bella localidad de la costa normanda. El muchacho, Guy de
Maupassant, se había reencontrado allí con el pintor paisajista Jean Baptiste
Camille Corot, por entonces ya anciano. Buena parte de su obra ya está
realizada y despierta el interés de algunos jóvenes que unos años después iniciarán
una renovación pictórica que se conocerá como impresionismo. Pero ese muchacho que le acompaña ese verano y
que salva al poeta inglés no es pintor, pero sí es una persona de intensa
sensibilidad con tendencia a la escritura, tal vez, en ese momento, de una
manera vaga, banal, sin saber a ciencia cierta si se trata de una vocación, de
una afición o de algo pasajero. Seguramente tiene en la cabeza las
preocupaciones que le despiertan la mala situación en su hogar. Sus padres se
han separado y su padre se ha trasladado a París. La economía familiar tampoco
es buena y se resiente aún más. Cuesta salir adelante o, como mínimo, disponer
de unas perspectivas de futuro que permita encarar la vida con un mínimo de
optimismo.
Puede parecernos aquellos años, sin embargo, como de grandes
esperanzas y de una actitud positiva ante la vida. De hecho, se ha impuesto una
idea de progreso que algunos creen sin fin. La Europa central se industrializa
y la burguesía ocupa no sólo la economía, sino que empieza a manejar las
estructuras de poder de los Estados y a incidir también en el arte, a medida
que se impone su estilo de vida. Al mismo tiempo, como contrapunto, surge la
clase obrera y sus organizaciones nacionales e internacionales, con una visión
utópica de un mundo mejor y que reacciona a las malas condiciones de vida con
una lucha intensa por una sociedad sin explotación e igualitarista, con libertad,
justicia y fraternidad universal. Se desarrollan las ciencias, en concreto una
ciencia positiva que incide en gran medida en la cotidianidad, mejora la vida
de las personas, y que permite a su vez una nueva tecnología, al principio
vista no sin desconfianza, pero de inmediato asumida como parte de ese progreso
imparable. No obstante, surge también en paralelo algunas actitudes que se
distancian del optimismo, que rozan el pesimismo profundo. Resurge un
materialismo que cuestiona la metafísica del momento. Se abre un proceso al
Dios cristiano que tiende a la formulación, años después, de su muerte: parece
que el mundo no Le necesite para explicarse a sí mismo.
En aquellos años al joven Maupassant no le preocupa tanto todas esas
cuestiones. Se plantea cada vez más la literatura no sólo como quehacer, como modo
de ocupar el tiempo, sino como forma de vida, aunque esto pueda sonar un tanto
rimbombante. Sea lo que fuere, ha comenzado a escribir y muestra a personas
adultas próximas, más volcadas en tales menesteres, sus primeros escritos. Una
de las personas a las que acude es Louis Bouilhet, bibliotecario de Rouen, que
le manifiesta su agrado por la poesía, por los poemas del joven, y le invita a
continuar por ese camino. Pide consejo también a Gustave Flaubert, amigo de su
madre y con el tiempo inseparable de él mismo e introductor en ambientes
literarios. Intensos, bellos, apasionantes y apasionados serán los artículos
que publicará años después en la revista Gil
Blas o en La revue moderne et
naturaliste y que describirán los encuentros con Flaubert, Zola, Mendés,
los hermanos Goncourt, Mallarmé o Huysmans, entre otros. Flaubert le anima a
avanzar en la prosa.
Con veinte años, en 1870, vive una experiencia espeluznante, terrible,
cruel. Ha estallado la guerra con Prusia y Maupassant se halla en París durante
el asedio. Conoce de primera mano todo el horror de la guerra, la muerte que
produce, la destrucción que provoca. La guerra de Prusia causa en su momento una
fuerte impresión. Zola escribe un hermoso relato en el que los soldados de
ambos lados se niegan a combatir tras un sueño que todos comparten y en el que
contemplan un campo regado de sangre. A raíz de esa experiencia Maupassant se
vuelve antimilitarista y rechaza las guerras, cualesquiera que fuesen sus
causas. La guerra de Prusia muestra a su vez hasta qué punto esa tecnología que
ayuda a la industria, a mejorar de un modo u otro la economía, la sociedad y la
vida cotidiana, sirve también a la destrucción, a la deshumanización. Será un
avance, apenas un reflejo, de las dos grandes guerras del siglo XX que asolarán
Europa, y de otras guerras parciales no menos exentas de violencia y crueldad.
Pero esto Maupassant no lo conocerá, ya tuvo bastante con aquel asedio de Paris
y sin duda comenzará allí también una visión del mundo no tan plácida como
pudiera parecernos la fascinación resplandeciente ante tanto progreso.
Maupassant se
sumerge en la literatura. Escribe relatos y poemas, surgen
los primeros bocetos de algunas novelas, publica crónicas en revistas. En 1879
aparece su poema «Une fille» en la La
revue moderne et naturaliste que le supone una denuncia por ultraje a las
buenas costumbres. Hay cosas que esa burguesía mojigata y moralista, que ya se
cree dueña de la ética y de la sociedad, no está presta a admitir. Flaubert
interviene a su favor y logra, como gran escritor que ya es, que el proceso no
vaya a más y se paralice antes de juicio. Aquel incidente no será óbice para
que Maupassant comience una década intensa en la escritura. Escribirá buena
parte de su obra literaria en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, su salud
empeora, aparecen los primeros síntomas de una enfermedad nerviosa que le acompañará
hasta la muerte. Le atrae en algún momento la hipnosis, el espiritismo y la
psicopatología, que tan de moda están tanto en Europa como en América. No
podemos olvidar en este sentido que tales temas aparecen en la literatura
gótica, muy presente en la tradición anglosajona, por ejemplo en el escritor,
Edgar Allan Poe, que murió cuando Maupassant ni siquiera había nacido, y que
escribió relatos de tono macabros y de terror, o a Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. El
escritor portugués, contemporáneo de Maupassant, José María Eça de Queirós,
aunque de estilo social y realista, roza el misterio y tal vez lo hipnótico en
novelas cortas como O mandarim y A reliquia. Quizá la atracción por esos
temas indique que la idea de progreso tuvo sus sombras y aunque el materialismo
pareció en algún momento ganar la batalla de las ideas, había una necesidad de
conocer es otro lado de lo material que la razón no podía explicar del todo.
Del mismo modo que
Maupassant no pudo comprender la enfermedad mental que afectó a su hermano
Hervé, que acabará en una casa de salud en 1889, donde morirá en noviembre.
Maupassant profundiza su pesimismo y empeora su salud. Mariane Bury, doctora en
literatura francesa y experta en la obra de Maupassant, recoge una carta que el
escritor dirige a su amigo Henri Cazalis en diciembre de 1891 y en la que
escribe: «Je suis irrémédiablement perdu.
Je suis même à l´agonie… C´est la mort imminente et je suis fou. Ma tête
bat la campagne. Adieu ! ami, vous ne me reverrez pas». Unos días
después, la noche del 1 de enero, intentará suicidarse. No lo logra. Morirá ese
mismo año, unos meses después, en el verano.