miércoles, 26 de abril de 2017

Guernica

Guernica bullía a esa hora. Era día de mercado, se habían acercado vecinos de otros pueblos y lugares próximos, pero además estaban los desplazados por la guerra que se hallaban en Guernica a la espera de que aquel enfrentamiento bélico desencadenado nueve meses antes se acabara, aunque no había visos de que fuese a terminar pronto. Hacia las cuatro y media de la tarde se inició el bombardeo. Se calcula que pudiera haber 12 000 personas en la que era, además, símbolo del Pueblo Vasco, la ciudad emblemática, la del árbol que representaba y representa las libertades de Vizcaya, y por ende la de los vascos, donde unos meses antes, en octubre, José Antonio Aguirre había realizado su acto de investidura como primer Lehendakari, modelo para los nuevos Lehendakaris una vez reestablecida, varios lustros después, la autonomía vasca.

No fue casual que se eligiera Guernica, aunque no fue la única ciudad bombardeada en el País Vasco: Durango, Otxandio, Lequeitio, Irún, Éibar, Elgeta o Elorrio lo fueron también, y otras muchas atacadas por tierra, como también lo fueron tantas otras ciudades, bombardeadas y atacadas, en España en aquella cruenta guerra. Como muchas otras ciudades en la segunda guerra mundial que la siguió. El sufrimiento no admite gradaciones, el horror de los gernikarras no fue mayor o menor al de otras poblaciones bombardeadas, pero su ciudad quedó destrozada casi por completo, sólo se respetó la zona industrial y las vías del tren, lo que demuestra que el ataque de la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana estaba planificado, una vez recibieron, en opinión del historiador Xabier Irujo, la orden por parte de los jerarcas del bando nacional.

Fue, eso sí, un acto atroz. La guerra ya no iba a respetar, como alguna vez se pretendió establecer, la vida de los civiles, no iban a mantenerse unas mínimas normas bélicas que evitase en la medida de lo posible las matanzas generalizadas. El bombardeo de Guernica fue un avance de lo que ocurriría después en otras muchas ciudades. Se plantea incluso que para la Legión Cóndor el bombardeo fuera un ensayo de nuevas formas de hacer la guerra. El objetivo era extender el daño lo máximo posible, afectar al mayor número de personas, sin importar siquiera las posiciones ideológicas de sus víctimas potenciales. Como recuerda José Ángel Etxaniz, del Grupo de Historia Gernikazarra, en Guernica hubo aquel día una buena parte de la población que incluso simpatizaba con el bando nacional. De lo que se trataba era de instaurar el terror, la guerra como propaganda mediante el espanto y la barbarie, sin más consideraciones, una vez más las personas convertidas en moneda de cambio de los intereses ajenos.

Un mes después Pablo Picasso comenzó a pintar el cuadro con el que se reflejó el horror de aquel bombardeo, convertido en símbolo de todas las víctimas de la guerra. Porque por desgracia el ataque a Guernica no fue único. La Segunda Guerra Mundial fue atroz en víctimas civiles, víctimas colaterales las llamarían hoy en lo que no es más que mero terrorismo, por muy legitimadas que se pretendan las guerras, ocurran en Iraq o en los Balcanes, en Liberia o en Siria. Porque el terror de la guerra no se acabó con la segunda guerra mundial, con las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

Porque a los ochenta años del bombardeo de Guernica las guerras siguen produciendo miles de víctimas civiles, en las calles europeas con los atentados terroristas o en las calles de ciudades de todo el mundo, en Alepo o en Bagdad, ya sean por atentados o por bombardeos que también producen sus víctimas y su horror, por muy justificadas que se pretendan los mismos. Pero la guerra, por otra parte, es también un negocio. Se estima en ochocientos millones de euros el valor de las armas vendidas por empresas afincadas en el País Vasco, según cifras de varias organizaciones civiles y pacifistas.

Revertir la lógica de la guerra parece una labor titánica, se trata a la vez de una concepción de Estado -recuérdese, y no es algo ingenuo, que todo Estado se adjudica el monopolio de la violencia y se vuelve a hablar de la defensa de la civilización, del nosotros y/o ellos- y de una lógica de mercado -es una industria más, incluso se apelaría a la defensa de los puestos de trabajo de querer limitar o destruir tal industria-, en definitiva, de unos paradigmas bien instalados en el inconsciente colectivo, si es que existe algo así. Desactivar la lógica de la guerra precisa sin duda también de símbolos, como el del bombardeo de Guernica, que sean claros. Por ello es interesante que Guernica, en el octogésimo aniversario de su bombardeo, acoja una campaña de solidaridad con los refugiados en general, con los sirios en particular.

Plataforma Ongi Etorri Errefuxiatuak: http://bizkaia.ongietorrierrefuxiatuak.info/


viernes, 21 de abril de 2017

Andrés Hurtado

Si la vida de Andrés Hurtado se desarrollase poco más o menos un siglo después de ese final de siglo XIX y comienzo del XX en que la situó Pío Baroja -su novela, El árbol de la ciencia, se publicó en 1911-, sin duda tampoco escaparía a la zozobra, al desasosiego y al sinsentido ante una sociedad y una época agobiantes e indecisas. Puede que incluso se sintiera peor, ya que en su tiempo aún cabía, pese a todo, creer en un progreso que él no creyó posible, pero que estaba allí, latente y en apariencia imparable, aun cuando no la compartiera y su visión fuese negativa o más bien fatalista. Hoy ni siquiera parece posible sostener la utopía como posibilidad de futuro y la pasividad de la sociedad española, ahora como entonces, resulta monumental, incomprensible a tenor de una situación a todas luces deprimente, recomendable objeto sin duda de un profundo estudio que permitiera entender los mecanismos que impiden una reacción a todo lo que sucede alrededor de cada ciudadano, en un estado de cosas que merecería una respuesta frontal, drástica.

Andrés Hurtado -y por ende su autor, Pío Baroja- vive al final de un siglo que ha visto tres guerras civiles, el intento de una profunda reforma liberal y burguesa de las estructuras del Estado que no acaba de cuajar, una guerra colonial que irrumpe provocando un vacuo patriotismo de salón, una brecha enorme entre una población con mentalidad sumisa, de esclavo la calificará Andrés en sus diálogos con su tío Iturrioz, tan fatalista como su sobrino, más volcado tal vez por ello en el cuidado de sí mismo, de su temple interior, población sumisa esta frente a unos gobernantes y burgueses tan inocuos y con los pies de barro que resultan incluso, en ocasiones, ridículos.

Un siglo después el panorama no es mucho más alentador. Los que hemos visto el cambio de siglo, en nuestro caso del siglo XX al XXI, hemos visto acabar un siglo con dos dictaduras, la segunda mucho más larga y con los rasgos absolutistas heredados de los casi cuatro siglos anteriores, hemos asistido a una transición elitista, basada en el olvido y en la aceptación de una normalidad establecida, impuesta y única, tras una segunda etapa de la dictadura que suplió las carencias de las reformas burguesas del Estado, a golpe de pito, eso sí, con la comodidad que le brindaba a la burguesía que las reformas se las materializara la propia dictadura. También tuvimos una etapa de exaltación del patriotismo de salón, por fortuna no en forma de guerra, sino de la mano de los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal que situaron a dos ciudades españolas en el mapa y las convirtieron en faros de atracción turística, con tendencia a ser hoy más bien puestos de feria, decorados de cartón piedra para disfrute del ocioso turista, que ciudades de verdad, con habitantes como sujetos de intervención social. La pasividad hoy es también brutal, aun cuando hubo un 15m como oasis, a veces más un mero espejismo visto el desarrollo posterior de aquella energía desatada y poco a poco encauzada, y que no ha podido enfrentarse a una mayor si cabe degradación social y política.

Sesenta y ocho años antes de la publicación de El árbol de la ciencia, otro libro, en este caso un informe del evangelizador Georges Borrow devenido en modelo de libro de viajes, La Biblia en España, da una imagen tremenda de una sociedad cerrada, con una población también pasiva y sumisa a las opiniones oficiales o institucionales. Si a su vez Borrow pudiera volver a realizar su viaje por tierras españolas cien años después, en la década de los cuarenta del siglo XX, tampoco variaría mucho el sentido de su escrito, sólo cambiarían los detalles. Lo tremendo es pensar además que tampoco iría muy desacertado si se refiriera a la sociedad española contemporánea. Dirán que no es así, que las condiciones materiales han mejorado y mucho, lo cual es cierto y no carece de importancia, pero desde luego hay elementos que se mantienen inalterables, incapaces de cambiar, más cuando no hay tampoco alternativas que ahora mismo se pudieran considerar viables mientras a nadie se le escapa que las cosas tal como están no ofrecen mucha salida.

El ejercicio de situar a Andrés Hurtado en nuestros días, contemplando nuestra realidad, asistiendo a las aulas universitarias -¿es posible hablar aún de la Universidad después de la aplicación del plan Bolonia?-, observando la cotidianidad en las ciudades -el campo tampoco parece ya existir más allá de ser un mero extrarradio de las ciudades-, leyendo los actuales diarios, contemplando una ciudadanía convertida en mera comparsa de intereses creados y debates inanes -no hay más que darse una vuelta por los debates anodinos en Cataluña, con argumentos superficiales, parvos, paradigma de todos los debates actuales, aunque cualquiera de ellos sería paradigma de la falta de discusión real, mera tertulia radiofónica-, sería un buen ejercicio tal vez para entender el presente. O para huir de él.


Releer una novela no en función de su autor y de la época en que se escribió sino del lector y de la época en que se lee puede ayudar a comprendernos a nosotros mismos y entender el tiempo en que vivimos. Tener a Andrés Hurtado como contemporáneo, con todas sus cuitas, sus posiciones y actitudes, es una colleja en toda regla porque sin duda no variaría ni un ápice en sus posiciones. Nos lleva a plantearnos si es posible el cambio más allá de la mera hipótesis, tanto en lo individual como en lo colectivo. Nos conduce a los mismos interrogantes que hace cien años. El horror es esta sensación de absoluta inmovilidad.

viernes, 14 de abril de 2017

Kanimambo

¿Es posible grabar la cotidianidad?¿La lenta cotidianidad, además, de unas aldeas en un país de África, donde el tiempo pasa lento y nada parece ocurrir, pero ocurre, relatos que se enlazan, que se encadenan a un contexto, que nos remiten a la historia, que nos hablan de gente corriente, tan corrientes sus vidas como las de cualquier otro lugar, como las cotidianidades de otras aldeas o pueblos o ciudades en las que la gente vive, se enferma, muere, se relaciona?

La cotidianidad está muy presente en los tres capítulos o cortos de Kanimambo, realizado en Mozambique en 2012, abriga a los personajes, forma parte de los tres relatos a medio camino entre la ficción y el reporterismo, formato mestizo que logra transmitir el día a día difícil, sin duda, de Mozambique, difícil, sí, aunque la valoración provenga más bien del punto de vista, del lugar físico y metafórico desde donde se vea la película.

El primer corto es «Custodio», realizado por el director y actor ceutí Abdelatif Hwidar, y narra la vida de un padre y su hijo, Custodio, que vela la enfermedad de aquel y su traslado a un hospital, a cinco kilómetros de su aldea, donde le asiste un médico español. La enfermedad, una infección, nos lleva a la guerra de liberación de Mozambique y a la posterior guerra civil, pero cuenta también la relación entre el hijo y el padre en contraste con la relación del médico español con su hijo que se nos insinúa.

El segundo relato es «Madalena», realizado por la directora catalana Carla Subirana, presentado como su propia deuda hacia una mujer, Madalena, que conoció dos años atrás y a quien prometió que grabaría en lo que sería su primera película africana. La correspondencia entre ambas mujeres se corta de repente, Madalena deja de escribir después de tener una hija a la que llama Carla. El corto narra la búsqueda de esa mujer que se encarna en otras mujeres mozambiqueñas.

El tercer corto es «Joana», del director valenciano Adrián Aliaga y nos habla de una huérfana, Joana, acogida por su tía, enfermera del doctor que aparece en la primera parte de la cinta, y que es sorda. Joana se convertirá en la lazarillo de un cantante ciego, un griot, como se les llama en África occidental a quienes narran en sus canciones relatos cotidianos. Se contará su viaje a Maputo para la visita a un especialista.

Las tres historias se enlazan tanto en el lugar de origen, un mismo territorio de Mozambique, como a través de unos personajes que se cruzan sin conocerse. Son historias que reflejan las condiciones duras de vida, pero están exentas del dramatismo al uso en cierto topo de acercamiento a los problemas africanos. La vida, en efecto, es dura si las comparamos a la vida media en Europa o de cualquier país avanzado económicamente, pero sin caer en lamentos o exhibicionismos que buscan conmover. Pero es que podrían identificarse con cada uno de los relatos incluso personas con problemas en cualquiera de esos lugares donde parece que no haya problemas equiparables, pero los hay, hay situaciones complicadas también, porque al final no se trata de ellos y nosotros, sino de un nosotros compuesto por personas que se enfrentan a la vida desde las complicaciones cotidianas, sin duda idénticas en lo esencial, pero diferentes en los detalles, sin que estos detalles carezcan de importancia, que la tienen.


Kanimambo significa gracias en lengua changane, porque lo que hay entre los personajes son pequeñas ayudas, pequeñas en apariencia, que contribuyen a limar las asperezas de esas cotidianidades que a veces adquieren una condición heroica.