miércoles, 20 de diciembre de 2017

Del bertsolarismo, la tradición y la modernidad

El evento fue en el BEC de Barakaldo, el Bilbao Exhibition Center o, lo que es lo mismo, la nueva Feria de Muestras de Bilbao, un edificio moderno de aspecto acoplado, inaugurado en 2004, enorme, flamante, digno de estos tiempos nuestros, tan exhibicionistas, en los que prima la arquitectura grandiosa, a veces exagerada y que a menudo es propia, no hay que olvidarlo, de formas muy autoritarias de gestionar la realidad o adecuadas a momentos de excesiva fachada y pocos contenidos. Hay quien, de forma clara y directa, lo califica de bilbainada, no en el sentido del género musical, sino en el de esa exageración que se atribuye a las gentes del lugar. Sea lo que fuere, allí está, símbolo de esa ciudad que la Academia del Urbanismo ha declarado hace algunas semanas mejor ciudad europea, nada menos.

El domingo 17 de diciembre el edificio se llenó de gente. Suele haber en él ferias, conferencias, encuentros sobre nuevas tecnologías, congresos de temas varios, con frecuencia científicos o de las nuevas actividades económicas, incluso conciertos y otros acontecimientos macrosociales. No son infrecuentes en nuestros tiempos y en las ciudades europeas las grandes aglomeraciones para asistir a actividades de diversos pelajes en enormes edificios imponentes. El fútbol sin duda se lleva la palma, es la gran apoteosis, el rito social y simbólico más importante a tenor de la atención que se le presta, y Bilbao no es una excepción, incluso parece vivirse con más pasión visto el gran número de banderas del equipo local que lucen los bares de la ciudad y alrededores, que no son pocos. Para el fútbol se levantan nuevos estadios. Porque cada vez más se tiende a crear grandes escenarios, continentes de formas variopintas, para los grandes eventos de nuestro tiempo,

En todo caso, no era fútbol lo que iban a ver las 15.000 personas aproximadas que se acercaron ya de buena mañana el domingo y se quedaron hasta la tarde. Tampoco se trataba de un concierto. Sino de algo más tradicional por estas tierras, sobre todo más literario en un tiempo en que la literatura parece algo propio más bien de pequeños cenáculos o de cada vez menos personas, las que aún que gustan de leer o, menos aún, de escuchar odas, cuentos y versos. Se trataba de la Bertsolari Txapelketa Nagusia de 2017, el Campeonato Principal de Versolarismo de este año. Sin duda, a bote pronto, es lo que más puede chocar, esa confrontación entre la tradición y la modernidad, entre antaño y hogaño, fiel reflejo de una sociedad más y más compleja y en la que parecen convivir mundos tan diferentes, sin que por ello se anulen unos a otros.

Lejos quedan desde luego los tiempos de Basarri, como se le conocía a Ignacio Eizmendi, unos de los versificadores clásicos del siglo XX, que se aficionó de niño en la taberna de sus padres, en Zarautz, a los retos entre improvisadores de versos que apostaban muchas veces por ver quien lograba las mejores rimas. Porque de rimar se trata cuando hablamos del bertsolari. O koblakari, como se les llama en el País Vasco francés, aunque no es exactamente lo mismo. En todo caso, las tabernas y las sidrerías eran los lugares habituales donde se reunían los versificadores que improvisaban sus rimas, sus versos y estrofas. Los demás feligreses les iban proponiendo temas o palabras sobre las que componer de inmediato la estrofa y a veces se narraban historias completas o se lanzaban chanzas, incluso sátiras abiertamente políticas. Conocida debió de ser la tirria que sentía Txirrita, sobrenombre de José Manuel Lujanbio, por Cánovas del Castillo. Había llegado el fin de los fueros de las Vascongadas, se iniciaba un nuevo tiempo político y cultural, y el entonces jovencísimo bertsolari lanzó no pocas invectivas contra el gobernante y ante un tiempo que chirriaba por todos sus poros. No siempre es fácil moverse por entre la dialéctica de la polarización.

De las tabernas, sidrerías, tascas y otros establecimientos salió a las plazas de las villas, pueblos e incluso llegó a las capitales. Las fiestas patronales o las ferias eran buena excusa para que se organizasen concursos y competiciones. El bertsolarismo devino de este modo toda una tradición. Hubo otros lugares donde se han mantenido costumbres similares: en Gales y en Irlanda también se improvisan versos en alegres cervecerías, en Albania persisten los rapsodas que narran viejas historias y hay la tradición de los Griots, en África occidental, que acompañan sus estrofas con la música de la kora. Tampoco se puede olvidar la tradición medieval de la rapsodia popular, la de los juglares, por ejemplo, que cruzaban las tierras con sus odas, sus estrofas y sus poemas épicos. El término koblakari, el que se utiliza en la parte francesa del País Vasco para referirse a los bertsolaris, también posee el significado de juglar.

Cabría preguntarse entonces de donde surge esta tradición, la de los versificadores e improvisadores de versos, aunque es difícil responderla, o tal vez absurdo planteársela, a no ser que queramos darle una respuesta un tanto exagerada, como la que dio Manuel de Lekuona en el Congreso Vasco de 1930, que situó el origen del bertsolarismo en el neolítico, toda una bilbainada del académico y escritor, aunque fuera de Oyarzun. Claro que cualquier manifestación humana procede de un modo u otro del neolítico, que es cuando todo comenzó a polarizarse, así que nada nuevo,

La edad media también vivió esa dialéctica de la polarización, la lucha entre lo nuevo y lo viejo, la tradición y la modernidad. Los juglares se enfrentan de algún modo a los trovadores, que son los rapsodas de las cortes y los centros de poder, muchos de ellos también caballeros y hombres de las castas dominantes. También mujeres, que las hubo, y no pocas. Eran la cultura oral y la cultura escrita que se enfrentaban, el anonimato y la autoría, lo popular y lo culto, o lo considerado como culto según las reglamentaciones sociales al uso. Parece en todo caso que la escritura vence a la oralidad. Sin embargo, imposible no conmoverse ante el aedo ciego que memorizó, y sin duda improvisó muchas veces, el largo viaje de Odiseo.

Los primeros juegos florales se celebraron en 1324 en Toulouse, la Tolosa de Occitania también conocida como Ciutat Mondina, dando un gran impulso a la poesía provenzal, que tanto influyó en el renacimiento de las letras, en Provenza y en buena parte de Europa. Quinientos años después, en un resurgimiento de la cultura popular con ánimo de reconocimiento e impulso poético, Antoine d´Abbadie lo traslada al ámbito de la lengua vasca e instaura los juegos florales en la labortana Uruña, dando impulso a esta vez a la poesía vasca, pero también a los bertsolaris, enlazados a la tradición oral. Quizá no sea casual que sea Labort la zona vasca elegida para tal sede; al fin y al cabo, fue la que vivió con mayor intensidad el renacimiento cultural y el dialecto labortano se adoptó en gran medida como lengua literaria en el siglo XVI.

Sean de un lado u otro del Pirineo, los poetas vascos recogen no pocos versos de la tradición oral, tan rica en las tierras vascas como en cualquier otro lugar, existiendo un magma sin duda conectado entre sí y que vincula los distintos rincones del mundo. De un modo u otro todos los individuos y pueblos se enfrentan a los mismos hechos, a los mismos problemas y a las mismas interioridades. En todos los momentos se buscan también identidades que singularicen las comunidades, aun cuando se parta siempre de unas mismas bases. Es esa necesidad de épicas que refuercen el concepto nosotros y la oralidad, a veces, fortalece tal concepción. Esteban de Garibay nos habla, en este sentido, como propio, en pleno siglo XVI, de las mujeres improvisadoras y recoge él mismo cantos y versos como los dedicados a la muerte de Milia de Lastur o el canto de Urrexola, entre otros, los cuales se podrán vincular a tradiciones y letras de otros lugares, en un ejercicio de comparación que sin duda nos reportaría sorpresas.

Siempre hay puentes entre la cultura popular y la cultura libresca, entre la oralidad y la escritura, en las grandes culturas como en las pequeñas. El cine es a todas luces buena prueba de ello.
No es fácil discernir en todo caso por qué hay tradiciones que se conservan en algunos rincones del mundo y se pierden en otros. Se impone la cultura escrita, en Europa es evidente, se elitiza el saber, la oralidad se desliga de la literatura, que a partir de cierto momento sólo será lo que se escribe. Sin embargo, permanecen los puentes entre oralidad y cultura escrita y no pocas veces se han retroalimentado. Y sin saber muy bien por qué, se mantienen ciertas tradiciones, como la del bertsolarismo, y se retoma con fuerza, incluso, como es el caso, cuando se trata de una lengua minoritaria.

Tal vez por eso mismo, por ser una lengua minoritaria y no fácil de ahondar en ella, el reto del bertsolarismo adquiere no poca intensidad y brillantez. Suele hablarse muchas veces de los procesos lingüísticos de adaptación al medio y a los tiempos, aunque a menudo se cae en la trampa de la utilidad o del utilitarismo para evaluar los diferentes idiomas que en el mundo hay. Es cierto que cuando a una lengua se la limita a un ámbito marginal, casero o ritual pierde muchas potencialidades y es difícil recuperarla, aunque no imposible, y allí está al hebreo para demostrarlo. Y una lengua se recupera cuando se puede hablar o escribir en ella cualquier aspecto que afecte a sus hablantes, sean cuestiones añejas o actuales.


En este sentido, no es casualidad que este año el certamen lo haya ganado una mujer, Maialen Lujanbio, que habla en sus improvisaciones de cuestiones sociales, de marginaciones modernas, de nuevas formas de entender el mundo y entenderse a sí mismo. Porque ya desde un idioma como el vasco se habla del mundo, algo que puede sorprender tanto, o no, como que el certamen se haya celebrado en un edificio moderno de aspecto acoplado que poco tiene que ver con añejas tradiciones o que tanta gente se pase un domingo escuchando chanzas, cuentos y rimas.

domingo, 17 de diciembre de 2017

De las generaciones y sus miradas

En 1997 el escritor Ray Loriga realizaba su primera película, La pistola de mi hermano, emitida hace poco por TVE y basada en su novela Caídos del cielo. En aquel momento, la crítica cinematográfica recibió la película con cierta frialdad, cuando no con poco rechazo. Sin embargo, a pesar de tales opiniones y quizá por el tiempo transcurrido, veinte años nada menos, tiempo que contribuye a que la sensibilidad se modifique o las claves de percepción sean diferentes, la película resulta hoy interesante, engancha la historia y los diálogos son atractivos e intensos.

Un chico, no llegamos a saber su nombre, interpretado por Daniel González, introvertido, poco hablador y con una estrecha relación con su hermano, interpretado por Andrés Gertrudix, obtiene una pistola que recibe, según él mismo cuenta, de un modo cuasi mítico, y mata a un guardia de seguridad en un supermercado. Comienza así una persecución tras robar un coche con la hija del propietario dentro, personaje rebelde y también problemático, interpretado por Nico Bidasolo, con quien inicia una relación.

En los diálogos entre los dos personajes centrales, el chico y la chica, así como entre el inspector, interpretado por Karra Elejalde, encargado de la investigación y persecución de aquel, y el hermano y la madre, interpretada por Anna Galiena, hay constantes alusiones al miedo, a la desolación y a la falta de objetivos en la vida. Tal vez por ello se haya hecho una lectura generacional de la película. No hay que olvidar que se encuadra la cinta en los años noventa, una década que fue muy dada a hablar de una generación de jóvenes a todas luces perdida en unos años sin muchas ilusiones, en la que las utopías parecían haberse ya diluido por completo, ganaba el individualismo más brutal, producto del neoliberalismo feroz que se iniciaba entonces y que produjo miles de víctimas sociales en forma de marginados de todo tipo, marginado reales y simbólicos.

Sin embargo, esa generación de jóvenes -y no tan jóvenes, aunque estamos ya en una sociedad que ha asumido a su vez otra división, la de la edad- desdibujada y sin horizontes no pertenece sólo a los años noventa, también existió, se nos dice, en la década de los cincuenta e inicios de los sesenta, con James Dean, convertido en ícono de esa desilusión y angustia juvenil y de época, como emblema de un momento en que tampoco parece que hubiera grandes horizontes. Es el Jim Stark de Rebeldes sin causa, donde tampoco se disponen de perspectivas ni individuales ni colectivas. Son los personajes de Historias del Kronen, película de Montxo Armendáriz de 1995, basada en la novela de José Ángel Mañas, pero que hubiera podido escribirse y filmarse en los cincuenta.

Cabe, sí, una lectura generacional, aunque esto de las generaciones tiene demasiado de análisis académico y academicista de la realidad, es un modo de estructurar lo real, aunque luego tengamos que desasirnos de tal mirada. Lo debiéramos al menos, aunque sin duda lo académico con sus estructuras hayan acabado dominando la percepción y nos cueste mirar la realidad sin las compuertas creadas por los analistas. No hay que olvidar, por ejemplo, que en la edad de plata de la cultura española, nombre con el que asignó José Carlos Mainer al periodo que parte de finales del siglo XIX hasta el inicio de la guerra civil, convivieron varias generaciones literarias en un mismo espacio y durante un mismo tiempo, sin que los autores de cada una de ellas se encerrara en sí mismas y dejaran de relacionarse con la cultura en general y con la sociedad en entera libertad y plenitud. Sirve la catalogación en generaciones para el estudio, en efecto, pero se corre el peligro de que las gradaciones acaben dominando la lectura y el entendimiento.

Por eso tal vez atribuir personajes sin ilusiones o desolados, sin objetivos vitales, sin horizontes, a los noventa o a los cincuenta sea un error. Es cierto que la década de los sesenta dio lugar a una época de utopía, rebelde en lo político, en lo social y, sobre todo, en las costumbres, pero que desembocó en la decepción de los setenta, una generación, aceptemos el término de forma provisional, cercana a la de los años veinte y treinta, que vivirá la decepción a finales de esta última década, pero principalmente en los cuarenta, cuando sea patente la brutalidad humana. Parece que la segunda década de nuestro siglo se haya volcado de nuevo por la utopía, por las protestas ante unas realidades insoportables, aunque también hay la sensación de que la decepción ha llegado antes de lo esperado.

Da un poco la impresión de que se trate de un mero baile: a una generación utópica y rebelde le sigue otra desolada y con un miedo paralizante, en un mecanismo dialéctico que se cernirá a lo largo de la historia. No obstante, no deja de ser una lectura demasiado restringida y, a la larga, quién sabe si dañina. El análisis acaba asfixiando lo analizado, por ello quizá los vientos de aire puro de principio de nuestra década se hayan podrido tan pronto.


Por ello haya que esforzarse por escapar a una lectura generacional de las cosas. El choque con la realidad de los personajes de La pistola de mi hermano se da en cualquier momento, en cualquier época, en cualquier generación. Del mismo modo que la exaltación de la juventud se da de un modo artificial a partir de los años cuarenta, creando una subcultura que se potencia para dividir más la vida. La réplica del chico en La pistola de mi hermano sea tal vez el inspector de policía, un personaje que asume su propia desolación y su falta de objetivos con mucho cinismo, atributo tal vez de su experiencia y edad, pero que no está muy lejos de la de su contrincante. Explica en todo caso la diferente actitud o la facilidad de su decisión al final de la película, mucho más rápida que la del muchacho, que carece a todas luces de la malevolencia que da la vida. 

jueves, 7 de diciembre de 2017

Alegorías del Muro de Berlín

Los aficionados a los símbolos, metáforas, símiles y demás imágenes alegóricas no pueden evitar dar a los hechos del mundo un significado referencial. Debe de haber una mentalidad cabalística en tal actitud, una idea que se pretende trascendente en el modo de aproximarse y contemplar la realidad, con la cual intentamos alejarnos de la frialdad con que la ciencia y la tecnología explican hoy las cosas, pero también las ciencias sociales. Es además un modo de observar que se ha trasladado también a otros ámbitos; por ejemplo, a la historia de la literatura, muchas veces convertida en mero retablo de años, generaciones, siglos, datos estadísticos que al final nada indican, más allá de una mera ordenación de datos que puede sernos útil para estudiar historia de la literatura, pero no para entender la literatura.

Porque los hechos, así como los relatos con que recreamos la realidad, también significan cosas o al menos aleccionan en lo que uno es, de un modo individual o colectivo, al margen de las estructuras académicas, pero sobre todo de los espacios temporales al uso. Nos definen cuando nos acercamos a ellos, a cada uno de los hechos en sí mismos, al margen de épocas y tiempos, o cuando los intentamos entender o participamos en ellos de un modo u otro. Lo cual nos lleva a considerar que los hechos van más allá de los límites que nos marca ese sistema procedimental con que nos acercamos a la realidad porque repercute en nuestro modo de estar en el mundo. De este modo, por ejemplo, los siglos entendidos como unidades de cien años no indican nada más allá de una mera referencia temporal con que calculamos el tiempo exterior, pero que no siempre coincide con el tiempo real, interno, y a la larga con lo que somos.

Así, el siglo XX, en su dinámica de significados y trascendencias varias, no empieza en 1901 y culmina el año 2000, es mucho más corto, porque sin duda el siglo XIX se alarga unos años más, se adentra casi tres lustros en esa referencia temporal que llamamos siglo XX, tres lustros de crisis profunda que desembocan en la primera guerra mundial, pero sobre todo en la Revolución Soviética que será la espina dorsal del siglo XX. Por esto, este siglo terminará con la caída del muro de Berlín, poco más de diez años antes de que termine formalmente el siglo.

A todas luces, la caída de ese muro supuso un símbolo tremendo, repentino, primordial y que inició una nueva etapa, la entrada en el siglo XXI. Pudo parecer por un momento, engañosa sensación, que daba al traste con las fronteras y los bloques monolíticos, que volvíamos a esa Europa rememorada por Stefan Zweig en la que cualquier persona podía viajar sin necesidad siquiera de un pasaporte, algo que se truncó con aquella primera gran guerra (gran por sus dimensiones, no por la grandeza que nunca tendrá la guerra). La Europa del siglo XX será legalista, reglamentaria, severa con la libertad de movimiento entendida como un derecho, algo que nunca se entendió como tal. Incluso hoy no parece reconocerse, al menos de un modo universal.

Claro que no se impidió que millones de personas, movidas por la necesidad económica, se trasladaran durante el siglo XX a América -irlandeses, españoles, portugueses, italianos, nórdicos, polacos, griegos- como mano de obra y muchas veces como seres que escapaban, literal, del hambre. O que se iniciará otro movimiento tremendo, el de los refugiados, millones de seres humanos que escapaban por razones ideológicas. Los hubo en Rusia, reconvertida en la URSS, asilados por no ser comunistas o por serlo de un modo poco acorde con el poder soviético. Los hubo en Alemania, personas que escapaban a la locura nazi. Los hubo en España tras su guerra, durante la dictadura.

La caída del Muro de Berlín produjo no pocas esperanzas de un mundo nuevo, pero sólo duró un decenio ese estado de gracia: el atentado de Nueva York, junto a otras acciones cruentas, terminó con las ilusiones de ese mundo nuevo, más pacífico, sin antagonismos, más preocupado por la justicia mundial y el reparto de la riqueza entre los pueblos.

Parece, por todo lo que se ha acumulado en estos años, que ha pasado mucho tiempo desde entonces, queda muy lejos la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 en la que Berlín se desbordaba por la celebración de ese muro derribado. Hubo quien mostró sus dudas acerca de lo que iba a pasar a partir de entonces. Günter Grass las expresó abiertamente, creó una luenga polémica que narró en Ese cuento largo. Es evidente en todo caso que fue un hecho trascendental que incidió en la literatura, sobre todo alemana. El escritor vasco Fernando Aramburu, residente en Alemania, escribió sobre las perspectivas que brindó la caída del muro para los escritores de la Alemania del Este que iban a poder escribir y publicar sin las limitaciones del autoritarismo político del estalinismo.

En España han aparecido dos novelas en los últimos años que tienen la caída del muro como epicentro de sus relatos. Hace unos meses aparecía La hija del comunista, de Aroa Moreno Durán, que nos cuenta la vida de una alemana oriental de origen español que decide, como tantos otros ciudadanos de la República Democrática, escapar de la atmósfera opresiva de Berlín Oriental.  Es un relato intimista, poético, sensible en muchos momentos, donde hay una rememoración de lo vivido a veces con no poco escepticismo.

Jesús Ferrero, por su parte, publica en 2015 Nieve y Neón donde asistimos al presagio de una realidad que no tiene nada que ver, sin duda, con las esperanzas creadas de un mundo nuevo y mejor que muchos tuvieron en ese instante. El autor escribe sobre la violencia, en ese momento subterránea, que se desató durante y tras la caída del mundo, las perspectivas de una nueva economía vinculadas a mafias, a negocios turbios, a relaciones de dominio no siempre normativizadas, aunque con frecuencia vinculadas a los aparatos del Estado.

Sin duda el tiempo nos otorga una perspectiva que permite darles significados a los hechos. Conocer los acontecimientos y pensar a posteriori son las cartas marcadas del tahúr que puede permitirse una mejor aproximación a lo que ha pasado en el mundo. La caída del muro de Berlín fue per se, a todas luces, un avance, un acto emancipatorio para millones de personas. Bastaría tal vez con eso, justificaría celebrarlo. Sin embargo, no parece realmente que el muro haya desaparecido en sí mismo. No sólo el muro físico: han surgido otros muros que impiden el paso de seres humanos, incluso a poca distancia de donde esto se escribe, hace unos días, se levantó uno, frente al puerto de Bilbao, para no permitir el acceso a personas que pretenden ir a Gran Bretaña. Tampoco los muros mentales: Europa ahora mismo es una fortaleza en la que surgen, para colmo, diversos nacionalismos separadores, supremacismos perversos y afrentosos.


El muro de Berlín, quizá, nunca haya desaparecido de verdad. Permanece entre brumas normativas y sensación de libertad.

jueves, 30 de noviembre de 2017

Televisión

Hace ya bastantes años, al principio de siglo, en unas jornadas de crítica social convocadas al calor del movimiento antiglobalización -ya no se habla, por cierto, con tanto énfasis del antiglobalismo (o antimundialismo, como se dice en francés)-, un activista sueco comentaba entre pasillos la degradación de la televisión en los países capitalistas más desarrollados. Ya os llegará, nos dijo a los españoles presentes, dando por sentado que en España la calidad de la televisión era más que pasable, bastante aceptable, afirmó él cuando se le recriminó que tratase como un oasis en Europa a la televisión española.  O a las televisiones españolas, puesto que ya llevaban algo más de una década las privadas.

Quince años después las palabras de aquel activista sueco, cuyo nombre se ha diluido por el paso del tiempo, resultaron a todas luces clarividentes en el momento en que se expresaron a tenor de lo que ha ocurrido en televisión. Salvo excepciones, alguna serie, algún programa, la zafiedad parece dominar el panorama televisivo y a veces hasta parece que se compite por ofrecer las mayores cuotas de chabacanería y vulgaridad.

Huelga decir que tampoco se trata de tener unas televisiones hipercultas, con programación para doctorandos y profundos debates intelectuales, un modelo así resultaría pedante e irreal, llegaría también a aburrir cuando no a deprimir, un análisis permanente de todo en todo momento, pero desde luego no parece que lo que tenemos sea susceptible de elogio. Al igual que en aquellas clases donde los niveles son muy diferentes entre los alumnos que dan lugar a que el nivel se rebaje hasta lo mínimo, modelo Los Simpsons, cuyos capítulos, por cierto, son cada vez visiones más veraces del mundo moderno, parece que se haya decidido que la programación televisiva en general reduzca su calidad lo máximo posible. Hay muchos concursos de todo tipo en los que al menos sus participantes ofrecen alguna competencia. Frente a estos, que se han vuelto la crême de la crême del entretenimiento ante el panorama general, se extienden un montón de programas cuyos participantes están y se dan a conocer sin que sepamos muy bien qué ofrecen, llegándose incluso a mostrar el más simple -simplón- cotilleo o nadería. No se habla en realidad de nada. Hay uno incluso donde lo que se ofrece son simples ligoteos entre chicos y chicas, todos ellos y ellas muy guapos y guapas, que llegan a sufrir, llorar, enfadarse por cómo avanzan sus historias de amor o de atracción.

Nos quedan, eso sí, las series y algunas películas que por lo menos equilibran algo el cutrerío general. Es evidente que uno puede entonces, si la televisión generalista no colma las ansias de entretenimiento, acudir a otras fuentes, váyase al cine, al teatro o a internet, dirán con razón muchos, donde es posible combinar mejor lo que uno quiere ver, tome un libro o apúntese a las televisiones de pago, añadirán, más elitistas en los contenidos frente a las generalistas. Hay alternativas; por tanto, la crítica se convierte, es posible concluir, en un ejercicio de autobombo, queda bien el crítico de todo, una actitud a su vez un tanto elitista y de intelectual a la violeta.

Sin embargo, se puede establecer un vínculo entre lo que se ofrece en las televisiones generalistas y el modelo de sociedad a la que se destina. Antes que nada, habría que aclarar que no es tan evidente la relación oferta-demanda, no es siempre cierto que el mercado ofrezca lo que la sociedad demanda, esto es, que se emiten los programas que los espectadores expresen seguir con mayor interés, sino que a veces parece que funcione justo lo contrario: se demanda y se consume lo que se ofrece. Lo que en televisión significaría que se ven los programas, cualesquiera que estos sean, que se emitan en las diferentes franjas horarias en las que los espectadores se sientan ante el televisor. Y seguramente se vea más la televisión de dos a cuatro de la tarde y de ocho a once de la noche por razones obvias, sus programas por tanto son los más vistos no por su atractivo, sino por su horario. Ello nos llevaría a plantearnos si existe una mano invisible que potencie la zafiedad. Nos viene entonces aquella vieja idea de que es más fácil gobernar una sociedad acrítica. De aquí, uno puede desprender otras conclusiones más radicales.

No obstante, existe la competencia entre cadenas, es cierto, señal, podemos concluir, de que hay un movimiento de telespectadores que determina lo que se emite. En este caso, da miedo pensar qué tipo de sociedad se impone mediante extraños mecanismos internos que se escapan a toda lógica. Ahí estaría también para probarlo el nivel más bajo del debate político al uso en la actualidad, por poner un ejemplo, algo que se da tal vez porque sí, sin que haya una razón.

Claro que a lo mejor todo ello sea una reflexión inane producto más de la edad: toda generación piensa, al fin y al cabo, que la que le sigue es más tonta y más simplona.


jueves, 16 de noviembre de 2017

relatos

Escribía el poeta Gabriel Celaya que la literatura es un arma cargada de futuro. Con ello, recogía una visión de la literatura a todas luces optimista de su utilidad, una visión que se basaba en que los libros -ya fuesen novelas, ya fuesen poemarios- podían incidir en la realidad hasta tal punto que se convertían por sí mismos en un instrumento de cambio. De hecho, hubo libros que sí pudieron cambiar aspectos de la realidad al incidir en la sensibilidad de los lectores. En 1852, por ejemplo, la norteamericana Harriet Beecher Stowe publicó La Cabaña del Tío Tom, una novela que trató de la esclavitud en los Estados Unidos y provocó debates cuanto menos impetuosos al respecto con las correspondientes tomas de postura por parte de muchos de sus lectores, que se lanzaron a una activa campaña contra tal execrable práctica. Es evidente que esa novela influyó en el fin de la esclavitud, cambió muchas cosas en aquel país: a todas luces aquel relato contribuyó a que la ciudadanía norteamericana adoptara en un momento concreto una postura al respecto del esclavismo. Sensibilizó y mucho a un gran número de personas, las hizo mejores al cambiar su percepción de la realidad y de lo humano, y en gran medida esa fue su contribución a un cambio en el sentido indicado por el poeta vasco.

Hay que tener en cuenta, además, que esa novela estaba ligada al realismo y al naturalismo que tanto en Europa como en América se impuso como estética durante el siglo XIX. La novelística, según los patrones al uso, pasó a describir la realidad, muchas veces la realidad de las fábricas, de los barrios obreros y populares de las ciudades industrializadas. Sirvió a los lectores, una gran parte de ellos encuadrados en la burguesía y en las clases altas, para que adquirieran conciencia de lo que estaba ocurriendo entre las capas situadas en la base de la pirámide social y para que una parte importante de la clase obrera conociese su propia realidad y comenzara a organizarse a favor de un cambio social. Muchas veces esos relatos literarios se convirtieron en verdaderas tesis de la realidad, de la sociedad entera, así lo reconoció Karl Marx, que dijo haber aprendido más sociología en las novelas de Balzac que en los estudios académicos. En España la escritora Emilia Pardo Bazán publicó La Tribuna, una narración que sirvió para conocer las condiciones de trabajo y de vida de las mujeres, doblemente explotadas por su condición de mujeres y de obreras. No hay que olvidar que España fue uno de los primeros países del mundo en darle a las mujeres el derecho al voto, algo a lo que tal vez contribuyó aquel relato publicado en 1883.

 Por tanto, la pregunta es obvia: ¿sirve de algo la literatura?¿Incide en la realidad?¿Puede cambiar el mundo, el entorno, la sociedad?¿Realmente es un arma cargada de futuro? Responder no es fácil, menos en unos tiempos como los actuales donde no parece que la literatura goce de mucho interés, menos en las sociedades del ocio en las que surgen otros entretenimientos. Además, da la impresión de que en las sociedades actuales la literatura se concibe más como eso mismo, un mero entretenimiento, un barniz de cultura que es bueno tener, aunque se puede soslayar porque son otros los valores imperantes. No es desde luego como en otros momentos en los que el relato formaba parte de la vida comunitaria. Impresiona saber que el amor, el amor como eros tan normalizado hoy, fue un invento literario. Las cántigas galaicoportuguesas, las de amor, tratan en gran medida de relaciones esporádicas no muy diferentes a los ligues de una noche de nuestros tiempos, descritos en el cine y en la literatura, y el amor emocional, sensible y erótico a la vez, proviene de la poesía provenzal y del amor cortés medieval. La literatura -el relato, la narrativa y la épica, así como la lírica- formaba parte de la vida social, describía pero también constituía y construía la realidad.

No parece que eso ocurra ahora. Más bien al contrario: el concepto de relato lo han extirpado de la literatura, de la teoría de la literatura, para insertarlo como herramienta en la sociología. En la actualidad, el relato se ha convertido no en una narración imbuida de una estructura literaria, la obra de un autor destinada a la sociedad como reflejo de una percepción personal, la del escritor, sino que el propio relato se impone a la realidad, un relato de los hechos sociales cuya lectura legitima según qué posiciones no siempre acordes con la cordura o el sentido de la realidad. A veces incluso hablamos de construcciones que buscan más bien imponer miradas, estén o no acordes con la sociedad y sus hechos. El relato ya no lo escribe un escritor, sino que lo organiza un político y su cohorte de sociólogos y asistentes. Iván de la Nuez escribía un tuit estos días en el que decía: «Desde que el discurso se ha desentendido de los hechos, el análisis político está obligado a ser crítica literaria». No está desencaminado. Sin embargo, no siempre se trata de buenos relatos porque en esa atalaya política la literatura se ejerce desde el mero espectáculo. Debord Guy estaría hoy encantado de la vida.


Una ojeada a lo vivido en Cataluña muestra bien a las claras como el concepto de relato es un instrumento al servicio de unas políticas cuyos gestores no dudan, en aparente interés de la narrativa, en cambiar con absoluta desfachatez sus afirmaciones y la interpretación de los mismos. De una flamante proclama republicana hemos pasado al mero simbolismo sin efectos de la misma, y de allí a un repentino y sorpresivo bueno sí, pero todos sabíamos que no era posible. Frente a ello, asistimos a la defensa democrática a porrazo limpio. El lenguaje se convirtió una vez más en campo de batalla, de un modo que, en efecto, los hechos quedaban desatendidos. Resulta difícil no creer que un magnífico guionista pudiera haber estado detrás de todo esto, con momentos encomiables de clímax álgido y desenlaces imprevisibles.  Mirado con perspectiva, todo tiene su propia lógica interna, todo resulta verosímil, como en las buenas novelas. Claro que es imposible reconocer los hechos detrás de toda esta palabrería. Para colmo, el tema para un buen relato, de haber sido todo este embolado una novela, era delimitar quién podía ser el sujeto político de una decisión como la de establecer qué relación adopta una determinada sociedad con el Estado vigente. Y aquí, en vez de relatos, hubieran podido dedicarse a los argumentos políticos y sociales y no dedicarse tanto a la literatura. Pero han optado por pretender relatos que sustituyeran la realidad y han enturbiado tanto la trama que lo han convertido en un nudo gordiano. La narración aún no parece terminarse y esto puede ser un problema: en literatura hay que saber zanjar un relato, hay que saber acabarlo a tiempo para que todo quede bien cerrado y no resulte empalagoso.


martes, 7 de noviembre de 2017

Diez días que estremecieron al mundo

Fueron, en efecto, unos días que estremecieron al mundo, tal como los describe el escritor norteamericano John Reed. Nadie esperaba que se diera un vuelco semejante a la sociedad, menos aún en un país periférico como era la Rusia zarista, un imperio, sí, pero alejado de los centros de poder europeos, con una clase obrera endeble y una capa enorme de campesinos en régimen de cuasi servidumbre, poco faltaba para que la pudiéramos definir como esclavitud, que incluía a numerosos artesanos, y que, aun cuando legalmente se había restringido cincuenta años antes, se mantenía bajo una realidad escabrosa de pobreza, incertidumbre y zozobra.

Porque para entender aquella revolución que cumple su primer centenario, al igual que cualquier otra revolución habida en el mundo, se esté o no de acuerdo con los principios que la inspiraran o que expandió desde entonces, hay que partir de un hecho incuestionable: las revoluciones se hacen cuando no queda ya nada que perder. Los obreros, los artesanos, los campesinos, los soldados, los pequeños comerciantes, todos ellos llegaron a un punto en que no podían más. Las condiciones de trabajo, cuando lo había, eran infames y la pobreza corroía por dentro a miles de personas. La guerra añadió más desesperación si cabe: los hijos acababan muriendo lejos por intereses que nadie comprendía.

Mientras, la aristocracia y la alta burguesía, apenas una franja social de banqueros y empresarios vinculados al extranjero, mantenían unos niveles de vida de lujo, ajenos por completo a las necesidades de la mayoría.

Tolstoi refleja las condiciones de vida del campesinado. Gorki describirá la vida dura de la clase trabajadora. Dostoievski nos trasladará el estado moral de una sociedad corrompida en su conjunto. Bábel hablará de los soldados y de la vida en la Rusia central. Chejov, por su parte, desgranará con las dotes de análisis del médico que era la cotidianidad de una vida que, aun manteniendo un aparente orden, poseía detrás todo el caos de aquel final del XIX. Una vez más la literatura nos describe, a todas luces mejor que los sesudos estudios históricos y sociológicos, la realidad que llevó a la revolución.

Lenin y Trotski, entre otros muchos, heredaron los análisis de ese movimiento obrero organizado que creció a medida que la revolución industrial transformaba el paisanaje social europeo y coincidieron con las altas cuotas de desesperación entre el proletariado, el campesinado y unas capas populares empobrecidas hasta un nivel insoportable, la analizaron y teorizaron, y por último actuaron. Pero la revolución fue obra de la desesperación y de la sensación de que el futuro, vivido así, no merecía la pena. Es algo a tener muy en cuenta a la hora de analizar y evaluar aquella revolución del 17 y de entender otros fenómenos políticos y sociales, anteriores o posteriores.

Veinte años después el nuevo Estado de los Soviets se había transformado en una asfixiante maquinaria opresora y de control. Los procesos de Moscú se dirigieron no sólo contra los enemigos del socialismo, sino en gran medida, por extraño que pueda parecer a bote pronto, se dirigieron sobre todo contra los defensores del socialismo, los peores enemigos del aparato (neo)soviético. Rosa Luxemburgo ya había advertido de los peligros del autoritarismo. Trotski fue sin duda su víctima más simbólica, asesinado por un agente del GPU, antecesor del KGB, Ramón Mercader, militante comunista español. Leonardo Padura los recoge de un modo magistral en su novela El hombre que amaba a los perros. De hecho, no es casual esa presencia española: unos años antes del asesinato de Trotski, en 1937, al mismo tiempo que los procesos de Moscú, se exporta ese clima de terror que se vivía en Rusia a España y se persigue con argumentos de contrarrevolución cualquier disidencia comunista, la de Andreu Nin y los militantes del POUM, o revolucionaria, la de los anarquistas. Martínez de Pisón habla de esa atmósfera turbia y enrarecida en Enterrar a los muertos. Por su parte, el historiador francés Pierre Broué escribirá sobre las víctimas comunistas de aquellos lustros, Comunistas contra Stalin, un estudio pormenorizado de la represión estalinista.

Ese modelo autoritario, absolutista, tiránico en muchos momentos, comenzó a derrumbarse con la caída del muro de Berlín, por casualidad un 9 de noviembre, pero de 1989, dos días después del revolucionario 7 de noviembre (25 de octubre del calendario juliano utilizado en Rusia en aquel momento), como si el tiempo, caprichoso, quisiera jugar con las fechas. Por el camino, además de aquellos procesos de Moscú y su atmósfera turbia, tenemos la obsesiva Albania de Enver Hoxha, el culto a la personalidad de Ceaucescu, la revolución cultural maoísta, los Khmers rojos de Kampuchea. Permanece como pieza de un museo de la historia Corea del Norte. Hay países, sí, nominalmente comunistas, como China, Laos o Vietnam, pero escapan ya del modelo de entonces.


 La caída de aquel modelo autoritario estremeció también el mundo. Estaban ya en marcha los procesos neoliberales que han transformado el capitalismo, iniciados por Tatcher o por Reagan y que ahora son hegemónicos. Hubo quien planteó en la última década del siglo XX que, con el fin del comunismo, el mismo concepto de historia variaba, se extinguía. Lo cierto es que ha aumentado la precariedad y la pobreza, incluso en países europeos que habían gozado de amplias políticas sociales. Olvidan sin duda que lo que de verdad estremece al mundo es la falta de horizontes.

sábado, 4 de noviembre de 2017

visiones sociales

En su libro Soñar y contar, en el capítulo dedicado a política y cultura, Hanif Kureishi reflexiona sobre los conceptos de nación, racismo, exclusión, comunidad (o la idea de comunidades en una misma sociedad), individualismo y, sin citarlo, escribirá de eso tan indefinible como es la integración. Habla sobre todo de la Inglaterra de los años ochenta, en un momento en que se impone una concepción ultraliberal de la política, la que inició Margaret Thatcher y se extendió por Europa hasta hoy, una concepción que desdeñó la educación, o al menos esa educación integral imperante hasta entonces, la que contemplaba al individuo como un todo y no sólo como una mercancía o como una unidad de producción, que es lo que domina hoy. En la sociedad que surge entonces la cultura comienza a despreciarse, ni siquiera la conciben como un lujo, esas clases pudientes y que alcanzan por fin el poder ya la consideran inútil, no disimulan su nulo interés cultural, incluso alardean de ello, por lo que no hay necesidad de lucirla como un barniz, como le ocurría a la burguesía del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX. Ahora predomina lo práctico, y la burguesía y esas nuevas clases pudientes -la cada vez mayor clase media, cualquier cosa que sea esto, la clase trabajadora cualificada de ingresos medio altos- se miden ya por otros patrones: sus casas, sus viajes exóticos, su capacidad de exhibirse.

La Inglaterra en la que crece Hanif Kureishi, los años sesenta, los setenta, hasta convertirse en los ochenta en el escritor y guionista que es hoy, aun cuando mantenga la imagen idílica de una Inglaterra semicampestre, ya es una sociedad que hoy calificamos como multicultural. Gran Bretaña ha dejado de ser un imperio, el imperio que fue unos años atrás, pero a la metrópoli llegan muchos habitantes de las antiguas colonias, una parte importante ocupa el grado ínfimo del proletariado, aunque también habrá muchos que se dedicarán al comercio, un comercio que será ínfimo en un primer momento, pero que poco a poco permitirá que muchos de ellos sean parte de la clase media y de la burguesía comercial.

Es un paisaje que se da en otros países, como Francia, con rasgos muy parecidos a los de Gran Bretaña -potencia colonial, pérdida de los territorios de ultramar, llegada de la emigración-, como Alemania con características diferentes a los dos países citados, aunque es también uno de los Estados potentes, y también en otros países periféricos de Europa, como Portugal, que pierde sus colonias un poco más tarde, en los setenta, como Italia, Bélgica y Países Bajos, y por último como España, que es la última en llegar a ese modelo multicomunitario.

En los años setenta y ochenta España estaba muy lejos de poseer, como Gran Bretaña, comunidades formadas por extranjeros o personas de origen extranjero (los hijos e hijas de los inmigrantes, nacidos ya en el país). Habían empezado a llegar, eso sí, los primeros latinoamericanos que escapaban, muchos de ellos, a las dictaduras que por desgracia se impusieron en varios países americanos. También comenzaron a llegar algunos marroquíes. Pero el paisaje humano estaba muy lejos de parecerse a lo que se podía vivir en Londres en ese mismo momento. No obstante, se despierta en esas dos décadas un enorme interés por la literatura latinoamericana, serán los años del, mal llamado, boom de los narradores americanos, descubiertos en España, pero a todas luces provenientes de una impresionante tradición literaria. Es en la literatura en castellano donde el otro incide, influye y enriquece.

Sin embargo, aun cuando no hubiera esa presencia del otro en la sociedad española de ese momento, no podemos decir que fuese un país homogéneo en lo cultural, en lo lingüístico, incluso en lo étnico. La dictadura franquista, de la que se salía a mediados de los setenta, intentó imponer la idea de una nación única, un solo pueblo de Vigo a Murcia, de Baleares a Ayamonte, de Bilbao a Málaga. Se quiso dar la imagen de que las variedades que saltaban a la vista eran mero folclore, la expresión diversa de una misma unicidad. Se buscó eliminar de la memoria las expresiones políticas de la diversidad real, el regionalismo, el nacionalismo periférico y el independentismo, e incluso la expresión jurídica de las legislaciones forales, preliberal, que indicaban a todas luces que la homogeneidad no era real. Incluso existían los gitanos y los mercheros, etnias sin territorio, pero presentes en la sociedad, sin que nunca obtuviesen el más mínimo reconocimiento público e institucional, incluso ahora, cuando se ha reconocido la pluralidad -en forma de nacionalidades, de nación de naciones o de lo que sea, que no se acaba de establecer- no hay el más mínimo reconocimiento y ni siquiera aparecen en planes de estudio sobre el sempiterno problema de lo que sea España.

Hay que observar que la mayoría de los países europeos, en su proceso de construcción del Estado (central, centralizador y centralista), ha conseguido de un modo u otro minimizar la diversidad interna a su mínima expresión, reducir o eliminar lenguas, culturas, e incluso Gran Bretaña, que reconoce la existencia de cuatro territorios con organización y administración propia -Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del norte-, posee una única lengua hegemónica. Sólo Bélgica y Suiza, territorios plurilingüísticos, aunque en realidad monolingües cada una de las partes que los conforman, Finlandia, que reconoce el sueco y el lapón en pie de igualdad con el finés, y los países del Este, con realidades diferentes, reconocen la pluralidad interna.

Ahora España tiene que añadir a esa diversidad interna la presencia de comunidades de ciudadanos extranjeros y de origen extranjero. Tal reconocimiento se ha realizado ya, a regañadientes muchas veces. En lo religioso, por ejemplo, ha dejado de ser, esta vez sí, decenios después de que lo afirmara Azaña, católica. O hegemónicamente católica, no sólo porque se ha reducido la práctica de esta confesión, sino porque ha aumentado la presencia de protestantes -ahora que estamos en el V centenario- y musulmanes, así como la presencia de otros credos, que han llegado sobre todo de la mano de las comunidades extranjeras.

Por otro lado, a España han llegado también, tarde sin duda, pero por desgracia ineludibles, esas concepciones que han acompañado las nuevas formulaciones ultraliberales que se dieron en Gran Bretaña durante los ochenta, con una misma actitud desdeñosa por la educación -hay que aprender en la escuela sólo lo que sea práctico para enriquecerse, en este caso en una España en la que era tan fácil, dijo un ministro del primer gobierno socialdemócrata, hacerse rico- y sobre todo por la cultura, algo que desde luego no ha ayudado a avanzar en la comprensión de sí mismos y que ha incidido en la actual crisis, a tener de los argumentos esgrimidos por todos, que resultan a todas luces de patio de colegio o de cháchara tabernaria.

Puede que lo que esté en crisis es el modelo de Estado, ese modelo organizativo que nace en la Edad Moderna y que se basó en la homogeneidad porque era más fácil así gestionar los territorios. Sin duda tiene razón el diputado catalán Joan Tardà, al analizar estos días la actual crisis, cuando afirma que el problema es que el Estado español no ofrece soluciones del siglo XXI (claro que tampoco parece que una reclamación nacional, por muy legítima que sea, y la voluntad de forjar un Estado sean cuestiones muy del siglo XXI).


Hanif Kureishi muestra bien a las claras en sus guiones y sus novelas cómo los conflictos interculturales se expresan y afectan a la cotidianidad. Pone sobre la mesa una crisis social que es cultural, pero también repercute en lo individual, al concepto de identidad y a las identificaciones propias de cada cual, y que pone en jaque los valores y las convicciones establecidos. Aparecen nuevos movimientos que cuestionan los modelos estatales y asumen la interculturalidad como un elemento esencial en unas sociedades que, además, reciben los efectos de las nuevas tecnologías, entre ellas la inmediatez en las comunicaciones, aunque a veces esto se traduce en una borrachera de información, imposible de asimilar. Son en los países africanos donde encontramos una enorme pluralidad lingüística y cultural, y en muchos de ellos, por curioso que pueda parecer, no es fuente, sin embargo, de tensiones, algo que deberíamos tener en cuenta a la hora de otorgar grados de civilización.

viernes, 27 de octubre de 2017

Yiddish

Isaac Bashevis Singer afirmó que «un autor pertenece legítimamente al corpus literario de la lengua que utiliza como vehículo de expresión». Él escribía en una lengua minoritaria, el yiddish, la lengua de una comunidad pequeña que se repartía sobre todo entre Polonia, los países bálticos y Rusia. Hubo comunidades que hablaban esta lengua en otras regiones del Este europeo, pero también en Estados Unidos, a donde muchos judíos emigraron desde finales del siglo XIX. El propio Singer emigró a Nueva York en 1935.

 No se trataba de una comunidad por completo homogénea, había en su seno diferencias de tipo religioso, principalmente entre quienes practicaban el jasidismo, una interpretación rigurosa y mística del judaísmo, y otras comunidades que, aunque ortodoxas, habían incorporado una tradición más lógica e incluso científica a su visión religiosa y del mundo. El pensamiento renovador de estas comunidades apareció sobre todo a partir del siglo XVIII, cuando surgió la Haskala, un movimiento cultural que recogía buena parte de la Ilustración europea del momento, que rechazaba la superstición y una religiosidad que renunciaba al mundo, y procuraba un diálogo filosófico y social con las sociedades en las que vivían. Moses Mandelsshohn (1729-1786) fue la figura más importante que inició tal movimiento y que influyó más allá de las comunidades judías de lengua yiddish, también entre los judíos de Europa central. Buena parte de quienes se sumergieron en este pensamiento modernizador tendió a una mayor inquietud por las cuestiones sociales, no hay que olvidar que se trataba de comunidades castigadas por penurias materiales, pero en un momento además de proletarización en las ciudades, lo que los atrajo en algunos casos al socialismo a la vuelta del siglo y también a la aparición del sionismo entre algunos cenáculos judíos.

Hay que tener en cuenta que en ese cambio de siglo, entre el XVIII y el XIX, surge en muchos países movimientos nacionalistas o que se plantean la cuestión de la propia identidad. No es de extrañar que las comunidades judías, muchas de las cuales vivían al margen de las sociedades, aisladas del resto de convecinos, con una religión diferente, a veces perseguidos o cuanto menos rechazados, se plantearan la cuestión judía también como cuestión identitaria. Nace así el sionismo, un nacionalismo judío que plantea terminar con la diáspora y que la nación judía tuviera su propia tierra donde constituirse en país. No todos los judíos y sus comunidades estuvieron de acuerdo con ese movimiento. Por un lado, hubo quienes planteaba que, aun cuando existiera una cuestión judía, los judíos estaban integrados en sus países respectivos y participaban bien en la sociedad burguesa bien en el naciente movimiento obrero, internacionalista por principio. Por el otro, muchas comunidades ortodoxas, entre ellas las jasídicas, rechazaban un Estado de los judíos en los términos que se planteaban en ese momento porque no tenía una base mesiánica sino secular. Incluso hoy muchos judíos jasídicos rechazan a Israel como patria de los judíos.

Este debate sobre la identidad judía y la idoneidad o no del sionismo surge también por otra consecuencia de la Haskala que tiene que ver con la cita de Singer al principio: la recuperación del hebreo como lengua de comunicación. El hebreo era el idioma de lo sacro, la lengua que se empleaba en los ritos religiosos, en la Sinagoga, pero no era la lengua común en la que se expresaban los judíos, que habían adoptado las lenguas de los lugares donde vivían como lenguas propias o, en el caso de los judíos del Este europeo, el yiddish como idioma de la comunidad, del mismo modo que el ladino era el idioma de las comunidades sefardíes. Incluso en la época de Jesús, por acudir a una referencia cristiana, el hebreo ya era una lengua ritual y los judíos hablaban normalmente arameo o griego, entre otras, en su vida cotidiana. Por tanto, el hebreo era un idioma ritual y sólo cuando un judío se trasladaba a otro lugar cuyo idioma desconocía empleaba el hebreo para comunicarse con la comunidad local.

La búsqueda de una identidad propia entre comunidades muy diferentes entre sí llevó a contemplar el hebreo como ese idioma común que proporcionaba un rasgo más al ser judío. La identidad judía pasaba a contemplarse, de este modo, como una identidad basada no sólo en la religión, lo que podría dejar fuera a los no practicantes estrictos, sino también en elementos culturales, como el idioma, además de otros rasgos socioculturales. De nuevo entre los judíos jasídicos hubo muestras de rechazo a que el hebreo dejara de ser la lengua ritual para convertirse en lengua vehicular. Para esto ya tenían el yiddish.

Pese a este rechazo o a la dificultad de convertir una lengua ritual en lengua de comunicación más extendida, muchas comunidades comenzaron a estudiar el hebreo para emplearla más allá de las sinagogas. El propio Isaac Bashevis Singer se ganó la vida en su juventud dando clases de hebreo a los hijos e hijas de familias adineradas. No obstante, el yiddish siguió siendo la lengua de comunicación en las comunidades judías del Báltico, de Rusia y de Polonia, y es la que empleaban los escritores que aparecieron en el renacimiento cultural durante la segunda mitad del siglo XIX, con autores como Sholem Yakov Abramovitch o Scholem Aleichem, autor del Violinista en el tejado, aunque hubo escritores como I. L. Peretz que emplearon las dos, el yiddish y el hebreo, como lenguas de escritura.

También en los Estados Unidos el yiddish fue un idioma vivo en la comunidad judía. Surgen revistas como Di Yunge, que tiene una enorme influencia literaria y publica a poetas en lengua yiddish de Estados Unidos y de Europa, además de traducir a poetas simbolistas franceses a esa lengua. El propio Isaac Bashevis Singer colabora incluso antes de su traslado a Nueva York en el The Jewish Daily Forward, dirigido por Abraham Cahan.

En este sentido, las comunidades judías de lengua yiddish de ambos lados del océano estaban muy vinculadas entre sí, por lazos familiares, pero también, como vemos, culturales. Cuando Singer llega a Nueva York no sufre la soledad del emigrante, la comunidad judía es grande, ha aumentado en aquellos años treinta que siente ya la amenaza del nazismo y posee herramientas de convivencia y de cultura importantes. Aunque no es un mundo homogéneo, la lengua yiddish, un idioma de raíz germánica, apenas tiene grandes diferencias entre comunidades de distintas regiones. Recibe, sí, influencias de diferentes idiomas -el polaco, el ruso, las lenguas bálticas, el húngaro, incluso el italiano y el inglés-, pero todos sus hablantes poseen referencias comunes, las de la cultura judía de Europa del Este. De ahí que la afirmación de Isaac Bashevis Singer, «un autor pertenece legítimamente al corpus literario de la lengua que utiliza como vehículo de expresión», tenga pleno sentido. Un escritor en lengua yiddish de cualquier ciudad rusa, de Lituania, de Varsovia o de Nueva York se entendían a la perfección y transmitían a sus lectores imágenes, referencias o figuras que todos comprendían en todos sus sentidos.


¿Podemos decir lo mismo de otras lenguas más extendidas, del castellano, por ejemplo, o del portugués? Sin duda, compartimos idioma con latinoamericanos, en el caso del portugués con africanos también. Sin embargo, qué duda cabe que estos idiomas recogen aspectos culturales muy diferentes en cada región del mundo donde se habla. ¿Podemos hablar entonces de un corpus literario en castellano o en portugués, sin más precisión, global? En cierto modo sí, siempre que tengamos en cuenta que estas lenguas se hablan para mundos referenciales diferentes. Del mismo modo, ¿podemos decir que un autor en lengua yiddish de Varsovia sea muy diferente a un escritor de la misma ciudad en polaco? En este caso podríamos esgrimir las referencias, una judía y otra polaco-cristiana, distintas, aunque no creo que sean más fuertes que las diferencias personales que pudiera haber entre los dos escritores porque, al final, hablamos de un mismo escenario. Hablamos de identidad, para la cual es un factor muy importante, casi central, el idioma, pero varias identidades distintas pueden estar contenidas en un mismo idioma, de igual manera que una misma identidad se puede expresar en dos o más idiomas en aquellos territorios en los que se hablan dos o más lenguas. En este sentido, la experiencia de los escritores en lengua yiddish pueden aclarar muchas cosas de algo tan dinámico como es la identidad.

miércoles, 18 de octubre de 2017

Los flagelantes

Su música y sus canciones era lo primero que se escuchaba de lejos, por los caminos de Europa y también en las plazas de las villas, ciudades y aldeas donde paraban aquellas cofradías itinerantes. Solían ser cantos ásperos y monótonos, acompañados de golpes repetitivos que no eran más que el eco de las flagelaciones que los miembros de aquellos grupos se daban a sí mismos. Aquellos cantos y aquella música tenían mucho de los acordes populares de aquel momento, no en vano sus letras estaban en las lenguas vernáculas de aquellas tierras de donde provenían sus cantores, cualquiera de los dialectos e idiomas de Italia, primero, de la Europa del sur y central después, cuando los flagelantes se extendieron por el continente. Pero también influían los Laude spirituale de los monasterios que a su vez se expandieron en el siglo XII y XIII con renovado brío. Tal música y sus cantos reciben incluso un nombre, Geisslerlieder o canciones de los flagelantes.

Si su música producía en quien la escuchaba no poca turbación del espíritu, era la melodía de un tiempo en crisis, un tiempo de hambre, enfermedad y guerra, males todos ellos que asolaron principalmente el siglo XIII, sobre todo sus años centrales, el espectáculo que la acompañaba no impresionaba menos, era digno sin duda de haber inspirado a Dante Alighieri, que asistiría al paso de alguna de aquellas cofradías, o, dos siglos después, al pintor El Bosco. Eran grupos de hombres y alguna mujer también afectados por el hambre o por la peste que se propagó en 1259 por buena parte de Europa. Eran personas a las que la enfermedad, muchas veces, había desfigurado, y cuando no era la peste, era la guerra, hay que tener en cuenta que estamos inmerso en las guerras entre güelfos y gibelinos, en los combates en la península ibérica, en las luchas entre condados en amplias regiones de Europa o en las cruzadas que ya entonces perdían efervescencia y entusiasmo. Sus miembros avanzaban por caminos, sin rumbo fijo, mientras sus miembros se flagelaban sin descanso. Buscaban el dolor porque era sin duda el dolor lo que les reportaría un mínimo aliento.

No en vano detrás de aquellas cofradías y de su actitud había una reflexión del y sobre el mundo. Unos lustros antes de que aparecieran con fuerza estos grupos, Joaquín de Fiore, un franciscano calabrés, proponía una observancia más estricta de las reglas monacales y una concepción de la historia que, consideraba, tenía un sentido promovido por Dios para la humanidad y que consistía en la renovación de la vida hacia el perfeccionamiento, cuyo ideal era la vida monacal. Joaquin de Fiore elaboró su pensamiento a finales del siglo XII, cuando se acababa una amplia época de cierto optimismo en el que había florecido la literatura, una concepción hedonista del amor, un interés por lo que sucedía allende los límites de Europa. Frente a esta época de expansión, nos encontramos con nuevas circunstancias adversas. Las guerras interiores de las que hablamos habían destruido las bases económicas de muchas regiones europeas y, con ellas, surgieron las enfermedades y el hambre. Se instaló una visión del mundo basada en el dolor y en la introversión.

De allí que muchos monjes y bastantes creyentes se volvieran a sí mismos en busca de una salvación que, por contra, no hallaban en la Iglesia ya institucionalizada y que estaba más apegada a las cosas del mundo, en un momento de gran necesidad espiritual ante los males materiales y frente a los cuales, a todas luces, no era fácil obtener satisfacción. Pronto surgiría la idea de la posibilidad de alcanzar la salvación por mérito propio, sin necesidad de la Iglesia o al margen de ella.  El monje dominico Rainier, en Perugia, organizó la primera procesión en 1260, donde los intervinientes acudían a las flagelaciones para renovarse por dentro y curarse de la zozobra y la angustia. A partir de entonces se organizaron numerosas cofradías que, contra lo que se pudiera imaginar, no eran en absoluto caóticas, sino que estaban dotadas de una disciplina enorme, hasta el punto de que eran una especie de monasterio andante, con sus reglas internas y a pesar de la situación de cada una de las personas que intervenía en ellas. O quizá por esa misma situación individual la disciplina de las cofradías ofrecía algo de seguridad en quien vive en la zozobra. En todo caso, fue tal el peso y la incidencia de éstas que el Papa Clemente VI declaró herejes a sus miembros.

Las cofradías de los flagelantes no eran los únicos grupos que surgieron en la época en busca de respuestas al mundo, hubo otros y algunos partían de una concepción más optimista, menos apocalíptica, aunque la época no daba muchas alas a la esperanza y los flagelantes, sin duda, eran la expresión más bárbara del pesimismo dominante. Ochocientos años después, a finales del siglo XX, se inició también una época de fatalidad, de muerte de la utopía y de la esperanza. El siglo XX, que comenzó con tanto optimismo, nos ofreció imágenes tremendas por el alcance del mal. En su cenit, sin duda, está el nazismo, por su propia filosofía tan nociva basada en la catalogación y degradación de los seres humanos, y por sus efectos, que hemos podido ver a través de la fotografía y el cinematógrafo. En el cambio de siglo asistimos a varias guerras étnicas, genocidas, al renacimiento del nacionalismo o el etnocentrismo, pero también al individualismo. No obstante, aun cuando se tiende a la introversión como medio de buscar respuestas, tal como ocurría en gran medida con los flagelantes, se ha mantenida la necesidad de asociarse, de juntarse aun cuando fuese, como ocurrió con las cofradías, para hallar la salvación mediante el dolor propio, personal e intransferible.


Puede que actitudes como la de los flagelantes las hallemos ahora en otros continentes. Tal vez también en Europa, aun cuando nos parezca demasiado materialista, en su peor acepción, como para que se busquen salvaciones espirituales. Sin embargo, no son pocas las expresiones filosóficas o religiosas que guardan ciertas similitudes con las de aquellas cofradías y que se expanden también aquí y por otros ámbitos. De hecho, ese hedonismo del que se hace gala hoy no deja de ser una manera introvertida y a veces flagelante de buscarse respuestas a los mismos males o a males no muy diferentes que nos siguen aquejando de una forma monótona y repetitiva. 

jueves, 12 de octubre de 2017

Imperios

Ryszard Kapuściński publicó en 1998 Ébano, una crónica de sus viajes por África. Comenzó a recorrer el continente africano en 1959, cuando se había iniciado el proceso de descolonización y las colonias fueron obteniendo su independencia. Fueron años de enormes esperanzas, las poblaciones locales confiaban en poder controlar los recursos e incidir en la realidad política y social de sus respectivos países, hasta ese momento en manos de las metrópolis, todas ellas europeas, que se habían dividido el continente africano en el Congreso de Berlín celebrado a finales del siglo XIX, entre 1883 y 1885. Sin embargo, las independencias, en muchos casos más una concesión que una conquista de las poblaciones, salvo en el caso de las colonias portuguesas, que se enfrentaron a Portugal y ganaran una sangrienta y devastadora guerra, supusieron que se erigieran estructuras de Estado que seguían patrones europeos: se decantaron por imitar en algunos casos el modelo soviético, en otros se dotaron de mecanismos democráticos a imagen y semejanza de los países que los colonizaron y otros acabaron en dictaduras caprichosas, caricaturas a veces de las pretensiosas dictaduras europeas.   

Ryszard Kapuściński es a todas luces testigo de esa frustración. El colonialismo en África no había eliminado la memoria ni la presencia de estructuras sociales diferentes a las de Europa, por ello imponer estructuras estatales según los modelos europeos supuso en gran medida establecer una vestimenta incómoda, poco acorde a las realidades de África y que a la larga no impidió, incluso acentuó, los conflictos tanto internos como entre países vecinos. El proceso de construcción de los Estados modernos fue un proceso largo que surge en el Renacimiento, que procura una homogeneización interna de los países europeos, que elabora identidades y símbolos, que cruza por un sinfín de ideologías y contradicciones. Llevó su tiempo y no fue en ningún caso un proceso pacífico. Lo que se pretendió en África es que sus países, con composiciones sociales y realidades tan diferentes, adquieran en apenas días unas estructuras políticas copiadas de Europa, aun cuando a veces los hombres y mujeres que organizaron el proceso de liberación tuvieran claro que era necesario de dotarse de herramientas propias.  

Al fin y al cabo, los imperios que surgen tras 1492, año del descubrimiento de América, o del encontronazo entre América o Europa, se basaron en que el intento de homogeneización interior se extrapolara también al exterior. Es lo que distingue los imperios modernos de los antiguos. El imperio romano, por ejemplo, no buscó tanto que en todos los rincones del mismo se hablara la misma lengua, se rezara del mismo modo o a los mismos dioses o incluso que los países dominados se organizaran según los patrones de Roma, era una estructura de poder pura y dura, una maquinaria militar con unas normas jurídicas básicas que acompañaban al Imperio, pero que no eliminaban las estructuras políticas y jurídicas propias en los diferentes rincones del mismo. Los imperios modernos, por el contrario, no reconocían en absoluto al otro, ni siquiera como pueblo dominado con sus propias estructuras. Debían sus pueblos someterse a los patrones de sus colonizadores porque, tras el debate de su condición humana que duró algunos años -¿tenían o no alma los indígenas de las Américas?-, estos devinieron súbditos de las coronas europeas, por tanto tenían que compartir los mismos patrones que cualquier súbdito de las metrópolis y por tanto no había lugar a la diferencia, salvo las raciales, claro está, que eran inevitables.

A partir del siglo XIX se añadió un elemento más: el papel de Europa como faro de civilización, civilizador a su vez allende sus fronteras. No hay que olvidar que la Revolución francesa contempló la necesidad de extender su influencia más allá de Francia, era una revolución para el mundo, y Napoleón Bonaparte lo aplicó de un modo material, invadió medio Europa: fracasó en lo militar, pero la mayor parte de los países europeos se dotaron de códigos napoleónicos. Por su parte, Rudyard Kipling escribió en 1899 Carga del hombre blanco, libro sobre la misión de extender las influencias, según él bondadosas, de la cultura y de los valores británicos y por ende europeos.

Hoy se cuestiona ese proceso de homogeneización. Se ha trasladado incluso a los Estados constituidos tal controversia. Se ve la pluralidad cultural e incluso política como un valor. La propia Francia ha dado pasos por reconocer que existen otras lenguas en sus fronteras, el vasco está a todas luces más presente hoy, por ejemplo, en el País Vasco francés como lengua de cultura, de educación e incluso de participación política, cuando había sido considerado hasta hace cuatro días muchas veces como un rasgo folclórico, un atractivo turístico. Sin embargo, es difícil cambiar las concepciones homogeneizadoras labradas durante quinientos años. Al fin y al cabo, la cultura europea sigue siendo el faro y el modelo para el mundo.  Idiomas como el francés o el portugués crecen en hablantes nativos gracias sobre todo a África, hasta el punto de que hace unos años Mitterrand considerase que el francés había dejado de ser patrimonio de Francia y Portugal ha tenido muy claro desde 1974, tras años de alardes discursivos imperiales, que es una minoría entre los países lusófonos.


Se mantiene por tanto una mentalidad de imperio, vive el imperio en nuestras cabezas porque no es fácil desasirse de valores dominantes, por decirlo de un modo un tanto pomposo, psicoantropológico. Incluso en el Imperio Romano, que no se impuso en lo cultural, logró que el latín deviniera, sobre todo en su parte occidental, en la lengua referencial, igual que el griego en la parte oriental. Hay evidentes mecanismos sociales. Hoy los medios de comunicación achican el mundo y la televisión china CCTV acaba el año del calendario europeo con una fiesta televisada, fuegos artificiales incluidos, sin contradicción con el año nuevo chino que se celebra mes y medio después. Claro que tal vez no sea tan malo que sea así, tampoco es un fenómeno nuevo este de las mezclas o las culturas que se superponen para crear otra cosa. Sin embargo, no podemos considerarlo como algo natural, no deja de ser efectos de mecanismos de poder y por lo tanto no dejan de desaparecer idiomas, culturas, rasgos o hábitos, a la sombra de modelos dominantes, de imperios que se mantienen intactos en las mentalidades.