miércoles, 27 de abril de 2016

25 de Abril

Si hay un hecho de la historia de Portugal que se conoce en la vecina España -tal vez el único: por desgracia apenas se sabe nada del otro Estado ibérico al este de la raya, que Galicia es otro cantar-, sin duda es la Revolución de los Claveles, del que estos días conmemoramos el cuadragésimo segundo aniversario, el que todo el mundo cita, el que está en la retina de mucha gente, por el que muchos jóvenes se interesan de repente, tal vez debido al romanticismo que rodea aquella última revolución en territorio europeo y que cierra en cierto modo ese periodo de luchas sociales y rebeldías de los años sesenta.

En la madrugada del 25 de Abril de 1974 y tras la emisión por la radio del Grândola Vila Morena de Zé Afonso, una parte del ejército, liderado por un movimiento de capitanes rebeldes, cansados de una guerra colonial cruenta tanto para la población portuguesa como para los pueblos africanos sometidos al imperio portugués, distanciados de una dictadura cuyo origen se remontaba a 48 años atrás, al golpe de Estado del 26 de Mayo de 1926, sale a la calle y se enfrenta al aparato de un Estado caduco. El presidente del Consejo de Ministro, Marcello Caetano, sustituto del que había sido hombre fuerte del régimen desde 1932, António Salazar, que en 1968 sufre una enfermedad que le impide mantenerse en el gobierno y que morirá en 1970, cederá a la presión tanto de los Capitanes izquierdistas como de António de Spinola, militar y político disidente del Estado Novo, uno de los hombres claves del régimen que, posibilismo manda, se da cuenta, ya antes del 25 de Abril, de la necesidad de un cambio en el país y sobre todo de acabar con esa guerra colonial que llevaba, durante más de diez años, diezmando la sociedad y provocando una verdadera sangría en las colonias.

Resulta evidente que en los acontecimientos pesó mucho la lucha (militar y simbólica) por mantener un caduco imperio, el último imperio europeo con un sabor a todas luces añejo, decimonónico. Portugal poseía bajo su bandera los territorios de Angola, Mozambique, Guinea Bissau –en los tres se daban enfrentamientos militares desde principios de la década de los sesenta-, Santo Tomé y Príncipe, Cabo Verde –en África-, Macao y Timor Oriental –en Asia. En 1961 India había invadido los territorios portugueses de Goa, Damián y Diu, a pesar de los intentos por parte del Estado portugués de mantener el discurso patriótico-imperial y conservar estos enclaves que, según ese discurso, formaban parte de la patria del mismo modo que Algarve o el Alentejo.

¿Por qué Portugal se empeñó en mantener un imperio que le estaba costando ya no sólo un enorme capital, sino, más importante aún, demasiadas vidas humanas y cuando además Francia o Gran Bretaña ya habían negociado y reconocido las independencias de sus colonias africanas y asiáticas, e incluso la dictadura de Franco había dado la independencia a la colonia de Guinea Ecuatorial, una de las dos que España mantenía en África? A nadie se le escapa que la aventura de ultramar tuvo en la historia de Portugal, en su imaginario, en el simbolismo que posee cualquier país, una importancia sustancial. Pero habría que añadir que quizá en Portugal la aventura de ultramar poseía incluso un carácter fundamental para mantener su identidad como país y casi su legitimidad como Estado independiente. No en vano había un latente miedo a ser engullido por el vecino, primero por Castilla, reino activo y potente, y luego por el Reino de España, al que perteneció durante un corto periodo de tiempo, entre 1580 y 1640, en la que hubo una Unión Real (Regia), sesenta años de unión ibérica. De este modo, el colonialismo devenía un rasgo de identidad que aseguraba la independencia del país, sin el cual, sin la Portugal de Ultramar, el país podría perder su soberanía. Así, el imaginario, la visión identitaria, alcanzaba un peso determinante en la gestión de la realidad. Incluso parte del progresismo lusitano tenía asumido este discurso.

No obstante, la realidad fue terca y rompió ese discurso simbólico a base de una guerra sangrienta, el absurdo de mantener como suelo patrio territorios lejanos cuya población comenzaba a mostrar su disconformidad por la gestión de la metrópoli y el cansancio, tanto para los colonizados como para la propia población portuguesa, de una dictadura que no podía sustentarse a base de represión y un modelo económico que mantenía una enorme pobreza –material y espiritual- en amplios sectores sociales. Con este sentimiento de cansancio, de hartazgo, y que desembocó en rebeldía, fue con la que se identificaron muchos cuadros del Ejército, cuya estructura no pudo tampoco evitar la implicación en él de sectores progresistas y revolucionarios.


El 25 de Abril significó para Portugal una ruptura. Hubo por parte de los capitanes de Abril una voluntad incluso revolucionaria, Otelo de Carvalho fue tal vez la persona más conocida de esta tendencia. El proceso iniciado en el 74 se recondujo, empero, hacia canales más moderados y Portugal, junto a España, que iniciaría año y medio después con la muerte del Jefe del Estado, Francisco Franco, un proceso de reforma hacia la democracia liberal, entrarían en la CEE, después UE, con lo que sus sistemas se amoldaron al del resto de Europa Occidental. Ambos países viven hoy una crisis social, económica y política que está poniendo patas arribas los fundamentos de sus propios sistemas. Resulta curioso comprobar, no obstante, que Portugal ofrezca hoy, pese a todo, una mayor estabilidad que España. En todo caso, el porvenir no está nada claro en ninguno de los dos países. Y si nos ponemos, en ningún lado.

lunes, 18 de abril de 2016

Lluis Maria Todó
El último mono
Club Editor, 2015

Afirmaba Marx que había aprendido más sociología en las novelas de Balzac que en los profundos mamotrecos de sociología de su época. Quizá sea también una posible respuesta, bastante idónea, a la pregunta de para qué sirve la literatura. Nos puede transmitir imágenes de la realidad, como una foto fija que nos permite observar gestos y actos, relaciones y verdades hegemónicas, foto fija que, a lo mejor, no hay que tomársela al pie de la letra, no podemos convertir lo acontecido en una novela como verdad absoluta, al fin y al cabo es una obra de ficción que tal vez cumple con la regla de la verosimilitud, mas ficción al fin y al cabo, pero que nos puede ofrecer algunas claves interesantes de lo que hemos o han vivido en determinadas épocas. Claro que a lo mejor tampoco es recomendable que nos tomemos al pie de la letra algunas materias objetivas, como la historia -la escriben los vencedores- o la sociología -tan ideologizada-, así que quizá la cita de Marx no resulta en modo alguno desafortunada.

Hay otro acercamiento a la realidad que a mí me interesa mucho más, la que vincula la ficción y un espacio físico real, más en concreto la novela y la ciudad. Hay ejemplos evidentes, no descubro nada nuevo: podemos recorrer Madrid a través de las páginas de Galdós o de García Hortelano, Lima a través de las obras de Bryce Echenique o  Julio Ramón Ribeyro o Nueva York a través de Paul Auster, por hablar de tres ciudades elegidas al tuntún.

Barcelona está presente en la novela de Lluís María Todó El último mono -cuidado con atenerse al significado inmediato que en seguida nos viene a la mente- de un modo magistral, porque no sólo aparece como decorado físico de lo que se narra, sino como decorado o referencia temporal, sin duda muy claro para quien haya conocido los cambios en dicha ciudad durante la transición y los años que le siguen, una vez acabada esta etapa político-cultural, pero desde luego no circunscrita sólo a esta ciudad. Porque no es una descripción que se deba limitar a dicha ciudad, sin duda desde otros lugares del Estado español, incluso de Europa, hay rasgos que removerán al lector en su cajón de los recuerdos particular, cualquiera qua haya sido la ciudad donde haya crecido, como el tema de la droga, tan presente, sobre todo la nefasta heroina, la aparición de nuevas formas de familia o una nueva manera de comprender y moverse en la cultura, con nuevos formatos, como la música que rompe con añejas armonías o el cine, ese arte del siglo XX.

También se da una descripción de un grupo social concreto, la de los hijos y nietos de una burguesía que viven y crecen entre los setenta y los inicios del siglo XXI, que se apoderan de las calles, de la cultura, del imaginario colectivo, que crean un mundo y sobre todo una sensación del tiempo, porque en cierto modo cada generación se apodera sobre todo del tiempo, de su tiempo. Me ha resultado inevitable recordar otra novela barcelonesa rememorada ya aquí, El Pianista de Manuel Vázquez Montalbán, en concreto la primera de sus tres partes, la que narra la noche de un grupo de amigos con características similares a las de la novela de Todó y aunque las comparaciones sean odiosas, hasta de mal gusto, por lo que habrá que pedir disculpas, aun cuando no haya intencionalidad de comparar en sentido estricto, lo cierto es que entre ambos relatos se puede aprehender qué pasaba en las calles, en un sector determinado de la sociedad.

Uno no ha podido evitar, pues, leer la novela como el relato de un apoderamiento del tiempo, pero también como la expresión de no poca culpabilidad que, por su parte, se va apoderando de algunos personajes, culpabilidad por haber abierto fallas respecto a las generaciones anteriores, naturales sin duda, pero también de haber determinado la vida de la generación posterior o de haberla lanzado al mal, a la zona obscura, no en vano es la pregunta que resuena una y otra vez en esas reflexiones del narrador de la novela.

sábado, 16 de abril de 2016

Chico Buarque

Chico Buarque
Budapeste
Publicaçoes Dom Quixote
Lisboa, 2003
Companhia das Letras
Brasil, 2003

¿Somos las mismas personas cuando hablamos otro idioma, cuando nos identificamos con otra lengua?¿Nos contemplamos a nosotros mismo de un mismo modo o nos ven igual cuando comunicamos en una u otra lengua?¿Y cuando pasamos tiempo en otra ciudad?

En un mundo donde domina el multilingüismo o la multiculturalidad, cualquier cosa que sea lo que queramos decir con esas palabras -con esos palabros, que diría Miguel de Unamuno-, ese es en cierto modo, también, el tema de esta novela del escritor, además de cantante, Chico Buarque. 

La vida de José Costa, convertido en Zsoze Kósta, la vemos tremolar cuando, tras un accidentado viaje de regreso a casa, a Río de Janeiro, ha de pasar una noche en una solitaria habitación de hotel a cargo de la compañía aérea en Budapest. De pronto se ve atrapado por ese idioma que, según las malas lenguas, es la única lengua que el diablo respeta, el hungaro.

Y a través de la confusión de lenguas -propia de la tradición de la torre de Babel-, el escritor anónimo, negro que escribe por encargo y algunas de cuyas obras firman otros, pagándoselo a precio de oro, ve cuestionar su vida burguesa en la muy cosmopolita Río, con estancia más o menos larga, y sobre todo paralela, en Budapest. ¿Doble vida, vidas paralelas? Que cada lector saque sus propias consecuencias. Sea lo que fuere, el dominio de varios idiomas, reflejo cada una de ellas, según se dice, del alma de los pueblos, no nos salva de la turbación, de la soledad o de la crisis, sea o no de mediana edad.

Dominar varios idiomas, con lo que podemos comunicar más con más gente, no nos libera de una sensación de soledad extraña -la soledad es en realidad mero vacío, escuché decir una vez-, como tampoco las nuevas tecnologías, con eso que llaman redes sociales, nos impiden el aislamiento. Quizá porque el idioma -o las palabras que las componen- es al fin y al cabo un instrumento y eso del alma se lo damos cada uno de nosotros, mero reflejo de nuestros deseos o frustraciones.

Claro que al menos nos queda la capacidad de crear belleza por medio de las palabras. No nos salvarán de la soledad, del vacío o de la sensación de absurdo, pero al menos nos brindarán la posibilidad de sentirnos mejor, de sanarnos incluso, no en vano es una forma de liberarse de los males del alma, contarlos y mejor si es mediante la escritura, de componer por medio de las palabras una tela con la que confrontar nuestra realidad.

Quizá sea una posible interpretación de la novela, quedarnos con la sonoridad de las palabras, en cualquier idioma, que se vuelven un símbolo mágico, esa palabra turca, Zil, que significa campana y que ha quedado grabada en la memoria del narrador, como pudiera ser janela, ventana en portugués, que para mí tiene también no poco simbolismo, no sé si mágico. O tal vez tengamos que aceptar que el único sentido es la mera búsqueda de belleza, única forma de restituirnos del castigo de Babel.


jueves, 14 de abril de 2016

Francisco Ximénez de Cisneros

Conmemoramos hoy la proclamación de la República, que fue, con independencia de nuestra valoración política y social de ese momento, un profundo intento de reforma de la sociedad española. Podemos valorar o criticar muchos aspectos que se dieron durante este periodo, pero a nadie se le escapa que hubo un profundo interés por cambiar muchos aspectos, por ejemplo el educativo, a todas luces un ámbito imprescindible para que una sociedad pueda mejorar. La escritora Josefina Aldecoa narró en varias de sus novelas el esfuerzo por extender la educación a todos los niños y también de reformar la Universidad.

No obstante, no fue el único intento de reforma no sólo de las estructuras políticas del país, sino de toda una sociedad, la española, que padeció no poco una falta de políticas con perspectivas sociales a lo largo del tiempo. 

En este sentido, es interesante entender que el Estado -Estado como organización política moderna- en que se desarrolló la República -o en la que intentó desarrollarse- se fundó cinco siglos antes, a finales del siglo XIV, con la Unión Real entre Castilla y Aragón, y que hubo en su forja una profunda intención reformadora. Aparecieron corrientes de pensamiento religioso, como el erasmismo, que se expandieron con fuerza por el país y que tuvo a su vez una repercusión social enorme. Participaron en la construcción del nuevo Estado personas que poseyeron una visión amplia, providencial y reformadora de la sociedad.

Uno de estas personalidades fue Francisco Ximénez de Cisneros, un hombre que alcanzó cuotas de poder enormes. No en vano fue confesor de la Reina Isabel de Castilla, lo que nos indica su proximidad al poder, pero comenzó su labor como Provincial de los Franciscanos de Castilla, orden a la que aportó nuevos aires. Llegó a ser Arzobispo de Toledo y Primado de España. Se le nombró Inquisidor General, un cargo que, hoy, nos puede plantear no pocos temores o dudas, aunque otorgó en su momento, a la recién creada Inquisición, una visión que, por desgracia, no fue la que perduró en este organismo. En este sentido, Cisneros, al igual que el Inquisidor General que le sucedió, Alonso de Manrique, era erasmista, esto es, era partidario de las opiniones vertidas por Erasmo de Rotterdam en numerosas obras y que significaron una profunda crítica al estancamiento religioso, social y cultural que dominaba Europa. Los erasmistas buscaban una nueva religiosidad, más auténtica y profunda, más comprometida con la sociedad.

En este sentido, Ximénez de Cisneros se preocupó por la cura de las almas más que en el mantenimiento de un ritual que había olvidado el mensaje evangélico. De ahí que le diera importancia, sobre todo, a la explicación del Evangelio, con el objetivo de que la doctrina fuera entendida por los creyentes. Hay que tener en cuenta que existieron en toda Castilla numerosos cenáculos y grupos que estudiaban la Biblia y también las obras de Erasmo. Se difundieron también numerosas obras de difusión y análisis de la doctrina cristiana. Se expandieron numerosas corrientes de pensamiento cristiano -alumbrados, erasmistas, recogidos, etc.- que Cisneros permitió, estuviera o no de acuerdo con muchas de las ideas que se expandieron a lo largo de todo el país, gracias también a una notable mejora educativa, a la que contribuyó Cisneros y muchas de las nuevas órdenes religiosas.

Pero también pasará a la historia como el fundador en 1498 de la Universidad de Alcalá, que iniciará sus clases en 1509. Esta universidad tuvo como profesores, muchos de ellos erasmistas reconocidos, a Nebrija, a Alonso de Herrera, a Carranza de Miranda, a Santo Tomás de Villanueva, a Hernán Núñez y Vergara, entre otros, y como alumnos a Francisco de Osuna, que tanto influiría después en Teresa de Ávila y en San Juan de la Cruz, a los hermanos Juan y Alfonso de Valdés, a Ignacio de Loyola. Es en esta Universidad que se trabajó en la Biblia Políglota, publicada por dicha institución.

Francisco Ximénez de Cisneros muere en Noviembre de 1517, ocho días después de que Lutero diera a conocer las Tesis de Wittenberg, que cambiaría por completo esa nueva Europa que se estaba construyendo.

viernes, 8 de abril de 2016

Pueblo Gitano

El 8 de Abril es el día del Pueblo Gitano. Cierto: esto de los días dedicados a algo, a alguien, a un pueblo o a una buena causa puede parecernos una forma de limpiar la conciencia, quedarnos a gusto un solo día y luego olvidarnos el resto del año. Sin embargo, sujetos como estamos a nuestras olvidadizas cotidianidades, tal vez no sea malo esto de llamar la atención, aunque sea una vez al año, y recordar que allí están, los gitanos, romaníes, zíngaros, rom o sinti. En España, por ejemplo, que intentó en los últimos cuarenta años establecer un intento de convivencia entre pueblos y lenguas -no entro a valorar los resultados, es otro debate-, el gran olvidado, de nuevo, ha sido el pueblo gitano: ninguna mención, ningún reconocimiento de su cultura propia, ningún mecanismo de engranaje en el aparato del Estado, apenas unos pocos gestos que se han quedado en eso, en meras actitudes para cumplir el expediente.

Claro que España no es el único caso, toda Europa ignora en gran medida a esta comunidad y en algunas zonas aún persiste un agresivo rechazo. No ha habido en ningún país, por ejemplo, el reconocimiento oficial de sus lenguas. El caló, una de las lenguas habladas por los gitanos, sobre todo en Francia, España y Portugal, tiene unos ciento cincuenta mil hablantes, una minoría, en efecto, pero una lengua, al fin y al cabo, que ha influido en el castellano a través de algunas palabras que han pasado a su vocabulario, y que merece también su reconocimiento. Otra de esas lenguas es el erromintxela, una lengua pidgín hablada en el País Vasco y Navarra.

Podríamos seguir hablando de las marginaciones concretas, del racismo, también de los problemas de adaptación, que también los hay entre las comunidades gitanas, pero creo que todo esto resulta bastante sabido y lo importante ahora es que consigamos darle la vuelta a la imagen de ese pueblo y hablemos de su aportación a la cultura, la de la música, la que ahora mismo más nos llama la atención, pero también a otras manifestaciones humanas importantes. En Portugal o España, por ejemplo, forman parte de nuestro paisaje urbano, nos interrelacionamos con ellos, a veces sin darnos cuenta, en mercadillos, por ejemplo, pero cada vez más en el trabajo o en los centros de estudio. En este sentido, ha aumentado el número de estudiantes de origen gitano en la universidad, una buena parte mujeres, algo importante si tenemos en cuenta que muchos de los cambios positivos en cualquier comunidad se producen por medio de las mujeres. En muchos barrios se han vuelto nuestros vecinos y aunque mantengamos muchos clichés, lo cierto es que son más los puntos en común que las diferencias.

 Hay un enorme número de asociaciones y entidades gitanas que están trabajando a favor de las mejoras en sus condiciones de vida y por aparecer en el conjunto de la sociedad como una parte más. Hoy todas estas asociaciones saldrán a la calle para festejar su día y seguir combatiendo estereotipos y exclusiones, para lograr ese reconocimiento público que hoy no tienen.


miércoles, 6 de abril de 2016

Sobre oficios y beneficios

Jack London trabajó en múltiples trabajos. Fue marino, trabajó en una empresa enlatadora, llegó a vagar por el país sin oficio ni beneficio y a ser lo que hoy llamaríamos un aventurero, una forma discreta y fina de ser un vagabundo. Hoy le recordamos como escritor, un escritor encomiable que a muchos nos ha maravillado y nos brindó muchas de nuestras primeras lecturas en la juventud.

José Saramago no pudo acabar sus estudios técnicos en el escuela industrial en la que se matriculó a los doce años. Sus padres, campesinos del Ribatejo emigrados a Lisboa, no pudieron permitírselo. Trabajó como administrativo algunos años. Sus novelas son profundas, no sin una intensa ironía y no poca sensibilidad. Fue el primer premio Nobel de lengua portuguesa.

Jean Genet había seguido carrera militar, pero fue expulsado por actos impúdicos. Su vida transcurrió entre frecuentes entradas y salidas de prisión por robos, falsificaciones y actitudes obscenas. Su obra cuenta con varias novelas, poesía y obras de teatro.

Son sólo tres casos de escritores sin una gran formación académica, mucho de eso que llaman formación autodidacta y una obra que no ha pasado desapercibida. Desde luego hay muchos otros y si hiciéramos un repaso de los oficios realizados para poder vivir, y este vivir incluye el escribir, hallaríamos un sinfín de oficios de esos que nuestras sociedades clasistas consideran de baja estofa. ¿Qué decir de Cervantes, cuya vida tuvo muy poco de ejemplar?

Otros escritores, por su parte, han podido estudiar, pero en su momento optaron por disciplinas que poco tienen que ver con la literatura e incluso llegaron a trabajar en otros ámbitos.

Pío Baroja o António Lobo Antunes fueron médicos, oficio este que posee una insigne nómina de autores. Por ejemplo, Antón Chejov o François Rabelais lo fueron, por hablar también de otras épocas.

Juan Benet fue ingeniero de caminos y Juan García Hortelano se licenció en derecho. Ambos desarrollaron sus carreras como funcionarios públicos, sin que ello limitase ni apocase sus respectivas obras literarias, a todas luces influyentes hasta hoy.

También hay, cómo no, escritores que han cursado estudios de filología y de filosofía, estudios estos que estarían más vinculados al oficio de escribir, aunque ya hemos visto que no es tan imprescindible. En todo caso, los hay que son incluso profesores de estética y comparten con la escritura unas provechosas carreras intelectuales.

El de escritor es, por tanto, un oficio al que se puede llegar por múltiples caminos. Es difícil establecer un listado de elementos para poder ser escritor, aunque hay consejos, algunos muy didácticos, como el listado de recomendaciones de Horacio Quiroga, que contribuyen en gran medida para quien tenga curiosidad. En todo caso, aunque siempre es importante el estudio y la lectura atenta de novelas y poesía, nada se suele decir de estudios académicos, aunque desde luego no sobran. Pero se trata más bien de poseer dotes, como la observación, la persistencia, no poca humilidad y bastante sentido crítico.

Claro que hay otros oficios que no requieren de una formación académica concreta y sí un cierto sentido común y mucha práctica, como la de político en funciones, si es que podemos considerar oficio a esto de la política, lo que cuesta a veces considerar, tal como está el patio.

No voy a hacer un listado de políticos que posean tal  o cual formación o hayan trabajado en tal o cual puesto, sería largo y pesado. Pero de lo dicho hasta aquí, creo que resulta claro que uno considera desafortunadas ciertas expresiones dirigidas por Félix de Azúa a Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, que con independencia de lo que uno piense respecto a ella y a su gestión, no creo que merezcan ciertos calificativos, que además son despreciativos hacia un oficio, la de pescatera, a la que se dedican muchas personas, una parte importante mujeres. Supongo que todo eso es fruto de la tensión de un momento que no es ni de lejos muy apacible.

domingo, 3 de abril de 2016

Miguel Delibes: una mirada al siglo de los místicos

Como se ha señalado en la nota anterior, los siglo XVI y XX fueron dos momentos en que la religión adquirió una notable presencia en la sociedad española. Surgió en ambas épocas una más que notable posibilidad de reforma y renovación en el cristianismo hispánico, una profunda introspección de la fe cristiana que, sin embargo, se truncó al cerrarse el catolicismo en un mero ritualismo oficializado por una jerarquía que, por desgracia, se hallaba más atenta, salvo honrosas excepciones, en el poder terrenal que en lo espiritual. Interesó una imagen homogénea del país que se pretendía una unidad firme y luminosa que, como una roca en la fe católica, apostólica y romana, se presentaba ante el mundo como un Estado que se tomaba muy en serio su objetivo evangelizador y hasta se autoproclamó en algún momento reserva espiritual de Occidente. Un español, para serlo de verdad, debía profesar una fervorosa fe católica sin ambigüedades ni dudas y aquella España católica, nacional-católica cuando se consolidó el concepto de nación, decidió no sólo prohibir y perseguir cualquier forma de disidencia cristiana por leve que fuese, no digamos otras confesiones o la manifestación del agnosticismo o el ateísmo, sino además borrar de un plumazo el recuerdo y la envergadura de un debate plural y rico. 

Tal fue el empeño de esta revisión del pasado, de esta obligación del olvido, que el siglo XVI, el más distante en el tiempo -y la distancia es el olvido, escribió Borges-, nos aparece hoy, salvo para los estudiosos de la historia o de la literatura de la época, como una época homogénea, sin discrepancias ni brechas. Nada más lejos de la realidad. El siglo XVI, que podríamos también llamar el siglo del misticismo o de los místicos, vivió un momento de viva efervescencia en que surgieron no pocos cenáculos, grupos y corrientes que buscaban una fe más íntima, más acorde con el mensaje evangélico, menos ritual y normativa. 

Para entender la eclosión de estos movimientos de reforma, dentro y fuera de la Iglesia, hay que tener en cuenta la situación de la sociedad y del clero, también el momento político que se vivía. A finales del siglo anterior se produjo un proceso de unidad territorial que llevó primero a una unión real entre Castilla y Aragón por vía matrimonial: se casaban Isabel de Castilla y Fernando de Aragón; después se produjo la victoria sobre el último territorio árabe que quedaba en la península, el reino nazarí de Granada, en 1492, y la ocupación del Reino de Navarra, en 1512. Se iniciaba así un proceso de unidad territorial que se produjo también en otros países europeos y que dio paso a una organización política que requirió, a diferencia de otros modelos históricos de organización política, de una firme homogeneidad que se fraguó de un modo más intenso con el tiempo y que se podía resumir en una fórmula que se aplicó tiempo después: un Estado, una lengua, una religión.

El final de las guerras dentro de la península y una mejora en la agricultura que repercutió en una relativa mejora de la alimentación permitió un aumento de la población y ello supuso, al no haber cambios en la economía, un aumento de la pobreza, sin que la aventura americana o las guerras en Flandes llegaran a asumir la mayor población. Mejoró el sistema educativo. Se fundó la Universidad de Alcalá, que tanto influyó en los nuevos aires intelectuales del país. El clero crecíó, siendo un destino al que se destinaban no sólo los hijos que no heredaban o no se encuadraban en el ejército y que veían en la Iglesia, muchas veces, unas posibilidades de ascenso social por vía de la jerarquía eclesial, sino también buena parte de la población pobre que vio con ello una vía de mejora y de influencia sociales. No se trataba por tanto de una vocación, sino de una alternativa vital. Se dieron en gran medida casos de corruptelas tanto en el alto clero, con ansias de medrar en´los ámbitos de poder, como en el bajo clero. La literatura oral y popular de la época recoge en gran medida esta situación de degradación eclesial, pero también la literatura escrita, por ejemplo El Lazarillo de Tormes, anónimo -aunque se debate sobre su posible autoría- o El diálogo de Carón y Mercurio, de Alfonso de Valdés, con no poca ironía y bastante crítica, incluso condena. 

Frente a ello, como se ha dicho, se extendió la necesidad de una búsqueda de respuestas que permitieran una fe más acorde con las Escrituras, una espiritualidad más sincera y evangélica que se tradujo en la aparición de numerosos grupos que se reunían para orar y estudiar los Textos Sagrados. A ellos acudieron hombres y mujeres, pertenecían a todos los estamentos y profesiones, desde nobles a campesinos o sirvientes pasando por comerciantes, altos funcionarios y clérigos. Algunas corrientes consiguieron una presencia enorme en la sociedad española, como la de los erasmistas, los seguidores de Erasmo de Rotterdam, autor católico holandés que no tuvo en ningún otro país europeo, como él mismo reconoce en una carta a Tomás Moro, tantos seguidores como en España. Hubo profundos movimientos de reforma en las Órdenes Religiosas, como las del Carmelo o la de los Franciscanos, e Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús. Hay otros cenáculos más pequeños que surgen por toda Castilla y Extremadura, agrupados muchos de ellos bajo el calificativo de alumbrados pero que son en muchos casos heterogéneos en las ideas: recogidos, dejados, iluminados o molinistas. Aparecen por último núcleos abiertamente protestantes, próximos a los planteamientos de Lutero o de Calvino. Dos adquirirán una relativa importancia: el núcleo de Sevilla, muchos de ellos monjes del Monasterio de los Jerónimos, y el de Valladolid, cuyos miembros son en gran parte laicos con profundas convicciones evangélicas.

A este último núcleo, el de Valladolid, dedicó Miguel Delibes su última novela, El Hereje, todo un monumento literario y sin duda una de las mejores obras españolas del siglo XX. Narra la vida de Cipriano Salcedo, nacido el 31 de Octubre de 1517, el mismo día en que Lutero clavaba su protesta en la Iglesia de Wittenberg, próspero comerciante y que vivirá uno de los más apasionantes capítulos de la historia religiosa castellana. Recoge el ambiente en que se forjó y se desarrolló ese núcleo, el ambiente social y cultural de Valladolid, la forma como comenzaron a expresar su fe, tras reflexiones profundas acerca del Evangelio, la influencia de la famila Cazalla en la constitución de esta nueva iglesia que al final será reprimida por un Estado que no iba a permitir la herejía. La novela acaba con una impresionante descripción del auto de fe con que terminó la historia del incipiente protestantismo castellano.

Escrita en el siglo XX, la novela de Miguel Delibes es sin duda una de las últimas obra de temática religiosa, en un siglo que vio también renacer una búsqueda de Dios más individual e influencia por la experiencia tremenda del silencio de Dios, que tanto angustia al creyente, tal como expresa la poesía de José María Valverde y que será también un tema sobre el que escribirá Miguel de Unamuno. De este modo, la literatura nos permite conocer una infrahistoria que el olvido, tal vez no tan casual, y el laicismo al que ha tendido España a finales del siglo XX y en la actualidad nos desvirtúan, en un capítulo tan trascendental de la historia del país.