jueves, 28 de noviembre de 2019

La revolución no huele a rosas


La revolución no huele a rosas. Se le atribuye a Lenin tal afirmación. Cualquier ruptura del orden conlleva tensión, excesos, crueldades, abusos, violencias, desmesura, arbitrariedades, despotismos e injusticias. Sobre todo cuando se parte de situaciones de opresión y de miseria. Rusia sufrió todo eso, sin duda, y así lo cuenta Manuel Chaves Nogales en su novela El maestro Juan Martínez que estaba allí y que narra lo que el periodista recogió del propio protagonista, un artista real que conoció en París, y su compañera Sole, cuando por circunstancias recayeron en tierras rusas y ucranianas a punto de estallar la revolución soviética. Vivieron el ascenso de los soviets y la posterior guerra civil, asistieron a la locura de un enfrentamiento que tuvo, sí, mucho de venganzas y arbitrariedades. Sin duda no fueron éstas muy diferentes a lo que viera el propio autor durante la guerra civil española y que recogió a su vez en A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. El periodista apuntó los desmanes de ambas partes, aunque no se le puede acusar de equidistante en el mal sentido que se le da hoy a la equidistancia, no lo fue en absoluto, era republicano, próximo a Manuel Azaña, por tanto no era comunista ni anarquista, es cierto, pero tampoco simpatizó ni lo más mínimo con los levantados en armas, y sufrió el exilio. Murió en Londres en 1944.

En su relato sobre lo sucedido en Rusia se habla del hambre, de los excesos criminales de blancos y rojos, del ambiente de duda y recelo que podía llevar a cualquiera a la muerte, describe el terror de las chekas o la actitud vengativa y cruel de los zaristas o de las tropas polacas cuando invaden Ucrania, con vistas a ocupar Rusia entera y resarcirse de la historia. Porque la historia está llena de motivos para la venganza en quien sólo ve las razones propias y rechaza las contrarias. O las disidencias internas, muchas veces peor consideradas porque entrañan, para los puristas, que son siempre quienes ostentan el poder, las semillas de la traición. Que se lo digan a los trotskistas rusos y a tantos otros militantes comunistas que fueron juzgados, reprimidos, encarcelados, torturados, desaparecidos y fusilados. El historiador marxista Pierre Broué lo cuenta en su libro Comunistas contra Stalin (hay edición en castellano en la editorial Sepha).

Chaves Nogales describe ese ambiente de tensión constante, de miedo, de pánico cada vez que uno de los bandos en liza se impone. Desde luego, no debió de ser muy diferente el ambiente en la calle durante la revolución francesa, por ejemplo, o durante la guerra de la independencia en España, con el levantamiento del pueblo contra el ocupante francés y las sospechas de todo aquel que no fuera afín a la causa española, sin brecha alguna. El mundo de las ideas es siempre el primero en caer, las ideas son siempre sospechosas de poca firmeza, de debilidad y de segura traición. Los afrancesados lo supieron bien. José Antonio Gabriel y Galán lo expuso a la perfección en su novela El bobo ilustrado.

Del terror de la revolución francesa o de esa guerra en España –habría tres más durante el siglo XIX, éstas civiles– no se suele hablar mucho. Tal vez porque haya pasado bastante tiempo, no tenemos siquiera testimonios directos y los efectos se disipan, pero quizá sea también porque cambia la actitud según los resultados, y qué duda cabe que nuestro modelo político actual le debe mucho a aquella revolución francesa, la de los derechos y la ciudadanía, la de los principios liberales que proclamó y el acceso de la burguesía al poder, mientras la revuelta española supuso una vuelta a la legitimidad española. Pero no estuvieron exentas de barbaries. Se mira hacia otro lado, cada cual ve las cosas según le vaya en la fiesta y no se quiere reconocer esa parte negativa, sangrienta y opresiva de quienes sufrieron el sometimiento a los procesos colectivos y a las razones de tales procesos.

Porque ésta es otra, la cuestión de lo colectivo y lo individual, pero sobre todo la fuerza de la razón cuando se plantean procesos colectivos. Lo afirmaba hace unos días una dirigente política catalana al ser interpelada sobre algunos enfrentamientos en Cataluña a raíz de la huelga en las universidades, los derechos colectivos están por encima de los derechos individuales, dijo, pero esto no fue lo peor –hasta cierto punto es válido que se anteponga lo colectivo a lo individual, siempre y cuando se reconozca a lo individual sus compensaciones y derechos–, sino que añadiera además que estaba la fuerza de la razón que debía guiar el proceso, el de ellos o cualquiera que estuviera legitimado por la Razón (léase nuestras verdades). No sé si era plenamente consciente de lo que estaba diciendo, que una de las razones en liza legitimaba la negación de los derechos a quienes no la compartían, o lo que es lo mismo, una determinada posición política que se imponía por ser la causa verdadera y única. Casi le faltó acudir a la gracia divina.

Al final la historia de la humanidad es la historia de sus crímenes. Es la naturaleza humana, podría decirse, por desgracia. Y ante los crímenes las ideas tienen poco espacio. En el libro de Chaves Nogales aparece un solo momento en que los problemas se plantean de un modo político, lo hace Trotsky que acude a Kiev para enfrentarse a las protestas de un pueblo pauperizado. Claro que quita responsabilidad en la situación al aparato del Estado Soviético para otorgársela a ese pueblo que debe incidir en la realidad política. No sabemos si hay ironía en el autor –¿cómo va a incidir un pueblo que no tiene ni para comer?– o si ve la grandeza del orador que acabará, no obstante, siendo castigado y finalmente asesinado por ese sistema que ayudó a levantar.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Ícaro moderno


La Grecia clásica ensalzaba el intelecto. Era fundamental para apreciar lo consciente, tanto lo consciente íntimo de la persona, su esencia y su carácter, como la realidad que lo envolvía. El intelecto se movía siempre entre el espíritu humano y la afectividad, se constituía mediante la unión de ambos y fallaba cuando faltaba cualquiera de los dos elementos. Resultaba además imprescindible para alcanzar el ideal de la armonía, fin primordial en aquella época y objetivo, entre otros, de toda razón. El intelecto era esencial también para que se actuase siempre en el justo medio, en el equilibrio, en la prudencia. Esta última no estaba reñida con la osadía, al contrario, se requería para enfrentarse a los obstáculos y de este modo poder avanzar, como lo demostraban los héroes, pero toda osadía debía guiarse por ese mismo ideal, el de la armonía, fin de toda obra humana, y debía huir siempre de la exaltación y de esos males que escaparon cuando Pandora abrió la tinaja regalada por Zeus. Sin embargo, no siempre resultaba posible actuar de ese modo, con la prudencia y la audacia que brotan del intelecto. Incluso quienes eran más hábiles en las artes y el pensamiento podían sucumbir a los celos, a las envidias, a los rencores.

Dédalo, por ejemplo, sucumbió, aun cuando era un arquitecto y artesano reconocido por su buen hacer. Sin duda, tuvo siempre la cabeza bien amueblada, pero era humano y por tanto no siempre capaz de escapar a la exaltación y las malas pasiones. Sobre todo de joven, cuando se carece de esa experiencia vital que afina el espíritu y siempre atempera. Fue la envidia ante la brillantez de Pérdix lo que le llevó a matarlo cuando éste aún era un niño, pero un niño genial que deslumbró al agudo Dédalo con sus descubrimientos nacidos de la mera observación de la naturaleza. Dicen que lo mató cuando ambos estaban sobre la Acrópolis de Atenas.

Hay quien cuenta que fue castigado con el destierro y quien sostiene por el contrario que huyó para evitar el juicio de los atenienses. Sea lo que fuere marchó a Creta, donde reinaba Minos, y allí destacó por sus artes y por su arquitectura. Le acompañaba Ícaro, su hijo, a quien intentó impregnarle de los ideales correctos –armonía, justo medio– y que avanzara por las sendas adecuadas.

Tiempo después, Minos tomó una decisión respecto a Dédalo que nos puede parecer cruel, incomprensible, aunque puede que tuviera que ver de algún modo con la deslealtad de Pasifae, la esposa de Minos, que a instancia de Poseidón se enamoró de un toro, o con la huida de Teseo del laberinto diseñado y construido por Dédalo. El rey de Creta sospechaba que el arquitecto estaba de un modo u otro implicado en alguno de los dos hechos, o en los dos, hay quien quiso entenderlo así. Pero lo más probable es que Minos lo encerrara junto a Ícaro en el laberinto en que había introducido al minotauro para que no pudiera desvelar el secreto de aquella construcción.

En todo caso, era difícil que a Dédalo no se le ocurriera algo para escapar del laberinto. Estaba tan bien diseñado y construido que ni siquiera él, su autor, podía encontrar la salida. Pero ya poseía la madurez y experiencia suficientes como para saber el modo de escapar al encierro: unas alas elaboradas con plumas de ave y cera que le permitirían lograr lo que el ser humano aún no había conseguido, volar.

Iba a ser además una buena oportunidad para que Ícaro aprendiera a ser prudente y osado a la vez, para que supiera sortear los elementos y avanzar en sus objetivos, para que asumiera el justo medio como vía de crecimiento propio y elevación personal. Dédalo le aconsejó y le enseñó a distanciarse tanto del sol como del ras de suelo. Si se acercaba al sol, la cera se derretiría y las plumas se desprenderían de las alas, caería inevitablemente. Si se acercaba a ras de la tierra y el mar, las alas se mojarían y pesarían tanto que no le permitirían ascender lo que debía.

Puede que fuera la juventud, ese mal que se cura con tiempo, pero Ícaro no hizo caso a las advertencias de prudencia y osadía, de justo medio y astucia que han de guiar toda acción, quiso ascender hasta el sol y ocurrió lo que Dédalo presagió si lo hacía, se derritió la cera de las alas y se desprendieron las plumas, Ícaro cayó a los fondos marinos y ahí desapareció, en aquellas tinieblas bajo el mar. Paul Diel ve en el gesto de Ícaro la insensatez fruto de la vanidad, la ambición desmesurada, la mera exaltación del instinto, la megalomanía.

He recordado este mito a raíz de una conversación reciente con Cecilio Olivero Muñoz acerca de la política actual, en la que comentamos el derrumbe de Ciudadanos y la caída de Albert Rivera, un verdadero descalabro que me atrajo de pronto no por simpatías políticas hacia él, nunca las tuve, sino por lo que refleja su caída. Una vez más, se me ocurrió al recordar a Ícaro, un mito clásico nos permite comprender una realidad de nuestro tiempo y dilucidar el comportamiento humano, tan previsible en tantas ocasiones.

Fue evidente la astucia de Albert Rivera al detectar no poco cansancio del sistema de partidos establecido en España, que entró en crisis en la segunda década del siglo. Antes había visto cómo aumentaba el distanciamiento de parte de la población catalana, sobre todo en la izquierda, de un catalanismo imperante en Cataluña. Hacía décadas que ya no existía el PSUC, que hizo una labor intensa de incorporación de la población emigrada desde el resto del Estado en las demandas propias del catalanismo social, el Partido se había diluido y dividido hasta desaparecer en la práctica, y cuando el catalanismo político subió un escalón en sus exigencias, ya entrado el siglo, una parte de la población se sintió fuera del juego político. Al mismo tiempo, el PP estaba sumergido en un verdadero bloqueo debido a los sucesivos casos de corrupción que se iban destapando, aun cuando su dirigente máximo, Mariano Rajoy, no fuese especialmente radical en sus planteamientos y actuara en lo político con no poca circunspección, pese a la crisis y a las exigencias desde ciertos foros y estamentos de la UE.

Albert Rivera, abogado en ejercicio y actuando como un arquitecto de lo político, sin duda con la cabeza bien amueblada, como un Dédalo ya experimentado, quiso basarse en dos mitos de la política española: el reformismo de la UCD y de Suárez durante la transición, reciente, con lo que intentó acercar al sector de derechas que estaban apesadumbrado con un PP al que cada día le estallaba un nuevo escándalo, y el regeneracionismo de principios del siglo XX, con lo que se intentó ganar a sectores liberales y progresistas del país. Esta combinación, junto a la crítica del catalanismo y a la crisis del sistema político y social, le dieron cuerda para que de pronto su proyecto político cuajara en el país entero.

Supo aprovechar su fuerza real, una vez entró en escena en todas las instituciones políticas del Estado, para permitir la gobernabilidad al tiempo que reafirmaba sus principios liberales, moderados y progresistas, pactó con la derecha y la izquierda allí donde podía intervenir. Dicho de un modo llano, supo jugar sus cartas en una sociedad que nunca se destacó por su radicalidad y que tiende a ser liberal en las costumbres, pero conservador en la mentalidad. Llegó a ser el partido más votado en Cataluña, el que parecía que iba a oponerse frontalmente al independentismo creciente. En otras comunidades se volvió clave para la gobernabilidad y en las elecciones de abril de este año hubiera podido aportar estabilidad al sistema –al régimen del 78, lo llaman– porque un hipotético acuerdo con el PSOE garantizaba una cómoda mayoría, sin duda muy deseada por algunos sectores económicos y políticos.

Pero llegado a este punto Albert Rivera había dejado de ser Dédalo para convertirse en Ícaro. Llevado por no poco prurito de grandeza, por una exaltación en un discurso de pronto grandilocuente, quién sabe si por la vanidad y la insensatez que da querer pretenderlo todo ya, comenzó a dar unos virajes que resultaban incomprensibles, tuvo unos errores garrafales, aun cuando no pocos asesores internos de su propio partido y aliados fuera de él le llamaron la atención sobre ellos. Dejó esa equidistancia de la moderación y comenzó a aparecer junto a personajes y partidos cuya compañía resultaba incómoda para quien se pretende liberal, al tiempo que clamaba contra el dirigente de una de las dos opciones políticas del país de un modo exagerado.

Se acercó en exceso al sol y se le derritió la cera de las alas, la caída fue tremenda y acabó golpeado por completo, con su proyecto político menguado y dimitido él ante el desastre. Le falló lo que aconsejaban los griegos clásicos, la prudencia y el justo medio, la búsqueda de una armonía que se reflejara en lo general y en cada uno de sus actos, y la huida de la exaltación como modo de actuación. Para que luego nos digan que conocer cultura clásica no sirve de nada, que como mucho es un mero barniz decorativo.

jueves, 14 de noviembre de 2019

«El Palacio de los Sueños»


El asesinato de Trotski, apenas una anécdota en la trágica historia del siglo XX, lo escribía al rememorar la figura de Ramón Mercader, se preparó y ordenó desde una maquinaria estatal represiva, implacable, arbitraria y asfixiante. Es difícil imaginar el ambiente que se respiraba bajo el régimen de terror que impuso Stalin. Poco importa además que en apenas veinte años el hombre de acero se aupara en el poder de un país que salía de la revolución y la guerra civil, y lo dejara triunfante tras las IIª guerra mundial, industrializado y presto a ser la potencia antagónica a los Estados Unidos, lo central es que heredó la fuerza liberalizadora de la revolución –revolución que se llevó a cabo, no se olvide, para liberar a las clases desposeídas y dotarlas de las herramientas del poder para su propia emancipación– y lo convirtió en un horror, en una tiranía que varios lustros después la imitaron y superaron otros sátrapas que en nombre de esa misma libertad y emancipación ejercieron una opresión tremenda, más sanguinaria y asfixiante si cabe. Sólo quienes han vivido bajo esa maquinaria o alguna similar sabe lo que significa en la vida cotidiana vivir bajo esa tensión y esa desconfianza permanentes.

A todas luces, aquel crimen y aquel aparato despótico ratificó lo afirmado por Lord Acton cuando escribió en una carta dirigida al obispo Mandell Creigthon que «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente», afirmación ésta que se convirtió en una máxima asumida ampliamente. En dicha carta, el historiador católico británico polemizaba con el referido obispo acerca del carácter cruento del Papado en los periodos más siniestros de la institución y no estaba de acuerdo con rebajar, como pretendía el jerarca, la crueldad y la tiranía de la misma en el momento de mayor corrupción institucional, sin importarle además que hablasen de la cabeza de una Iglesia en la que creía y se apoyaba, y de una religión que también en su momento significó para millones de personas la emancipación, la dignificación y la esperanza.

El poder corrompe y lleva muchas veces, si no se le pone remedio, a sufrir la tiranía. Incluso la prudente democracia liberal, en teoría basada en un equilibrio de poderes y en la asunción y aceptación de unas reglas de juego que reparte la soberanía entre la ciudadanía corre el peligro de degradarse y convertirse en un aparato engorroso e inamovible, una mera fachada tras la que se esconde una fuerza corrupta y contraria a los propios valores que se dice defender. Ni siquiera importa que las opciones que se lanzan a la arena política, incluidas las emancipatorias, estén defendidas por millones de personas en las calles o en las urnas, ya sabemos a estas alturas que otras movilizaciones y otras urnas sirvieron también para corromper absolutamente la realidad y convertirla en un infierno.

Tal vez tenga razón William Golding al situar en el ser humano las semillas del mal y su tendencia a la tiranía, tal como parece defender en su novela El Señor de las moscas. Ese grupo de muchachos que acaban en una isla desierta no reproducen una sociedad ordenada y libre, no se constituyen en un Robinson Crusoe colectivo, portador de los valores de la civilización precisa e ilustrada, sino que establecen unas relaciones de poder abusivas. Habrá quien crea, entonces, que para eso la sociedad se dota de instrumentos de convivencia, el Estado por ejemplo, aunque a veces uno no puede menos que darle la razón a Bakunin y contemplar el Estado como «nada más que esta dominación y explotación regularizada y sistematizada».

Sea lo que fuere, nos encontramos con la organización política establecida, con sus legitimidades y sus legalidades, ninguno formamos parte del contrato social primigenio, nos lo encontramos todo hecho, a veces las tiranías construidas como una verdadera cárcel institucional, a veces democracias liberales que saben muy bien esconder sus despojos bajo la alfombra. De un modo u otro, y desde luego salvando las distancias, nos encontramos dentro de un sistema que tiende a corromperse.

Lo muestra bien a las claras Ismaíl Kadaré en su novela El Palacio de los Sueños, explica en la persona de su protagonista el modo en que ese ambiente turbio, asfixiante, tenebroso del poder se va apoderando de cada uno de nosotros, aun cuando intentemos asistir a esa atmósfera envolvente con cierta distancia, pretendamos cumplir nuestra misión en la vida de la mejor forma posible, a veces incluso nos dejemos llevar sin grandes pretensiones y comprendamos la inutilidad de todo esfuerzo.

Mark-Alem, joven de un clan importante en un vasto imperio, una familia poderosa y culta, entra como funcionario en una institución que se nos aparece fundamental para el manejo de las cosas públicas, un pilar del Estado, el Tabir Saray, un ente cuyo objetivo es recopilar, seleccionar e interpretar los sueños de los súbditos, controlar de este modo hasta lo más íntimo de todos los individuos. Ascenderá en su carrera de funcionario, siempre bajo una atmósfera de sospecha constante, de enigma y conspiración, entre secretos aterradores y normalidad siempre normativizada.

Ismaíl Kadaré escribe esta novela a final de los setenta, la termina el primer año de la década de los ochenta, cuando falta apenas un decenio para que los países del Este vean caer su organización social y política. Albania, que no forma parte del Pacto de Varsovia ni del COMECON, que había roto con el bloque del Este acusándolo de revisionista y socialimperialista, que mantiene un estricto sistema estalinista, aguanta apenas unos meses hasta que la crisis social, con una salida masiva de ciudadanos albaneses en barcos hacia Italia, hunde definitivamente aquel sistema que era cerrado e inmovilista, opresor y controla hasta el más nimio detalle de la vida cotidiana.

Es en aquel contexto que Ismaíl Kadaré aparece en la Albania comunista como un modelo del triunfo del sistema. Es uno de los mejores escritores europeos. Goza de prebendas que no poseen sus conciudadanos, puede salir del país con cierta frecuencia, presenta sus novelas en el extranjero, sobre todo en Francia. Es culto, conoce muy bien la literatura europea, sus novelas son encomiables. No obstante, ello no es óbice para que sufra cierta censura de tanto en tanto y que el propio líder del Estado, Enver Hoxha, con quien se codea, le recuerde que «el Partido te eleva al Olimpo, el Partido te arroja al barro». Convive con esa situación durante lustros y sólo al final, cuando la tensión aumenta en el país y es evidente que se acaba una etapa, sale del país y habla con claridad de lo que ha sido vivir bajo la dictadura. Se podría ver un cierto oportunismo en ese gesto tardío, pero es difícil juzgar cuando no se conoce todo el contexto y no siempre es fácil entender la realidad en su momento.

Tal vez de este mismo modo Mark-Alem asistirá a unos hechos que no acaba de comprender, apenas es un mero testigo que asiste con no poca lasitud a la sucesión de acontecimientos. Teme siempre lo peor, pero se moverá en todo momento de forma lineal entre los pasillos y las sombras de la institución en la que asciende poco a poco, a fuerza de renunciar sin duda a sí mismo y mantenerse en el ámbito de la dejación y la resignación. Podemos hablar incluso de despersonalización ante el gigantismo de los aparatos del Estado. No en vano también cuando el poder es más absoluto más enormes son sus obras y palacios, más disciplinadas y lineales sus formas, y desde luego más pequeños sus habitantes, apenas hormigas irreconocibles, idénticas unas a otras, más nos movemos entre tinieblas, dejamos que los hechos pasen, que la vida transcurra a pesar de nosotros mismos.


miércoles, 6 de noviembre de 2019

Ramón Mercader


Apenas fue una anécdota en la historia. El asesinato quedó en su momento ensombrecido por la guerra mundial. En aquel año, 1940, tuvo  desde luego repercusión no sólo en los medios muy politizados, pero poco a poco quedó más y más relegado a un rincón marginal de la memoria, recordado apenas por las filas de los acólitos, de los trotskistas muy minoritarios en el seno del movimiento comunista mundial. Sin embargo, el asesinato de Trotski poseía un simbolismo enorme y no sé hasta qué punto significó el final de una etapa, la del auge de las posiciones revolucionarias que se inició en el siglo XIX, con la construcción de grandes organizaciones en muchos países –sindicatos y partidos, sobre todo– y de las internacionales obreras. Al menos fue el final de ese auge en Europa y en Estados Unidos, donde por cierto Trotski tuvo bastantes simpatizantes.

No sólo se asentaron tales organizaciones, sino que dieron un paso enorme con la Revolución Bolchevique de 1917, la primera vez que el movimiento obrero rompía la lógica del sistema, que los defensores de un sistema económico y social distinto al capitalista, imperante en aquel momento, en esa fase que Lenin denominó del imperialismo, tomaban el poder y con ello se creó una perspectiva de futuro.

Trotsky participó muy activamente en aquel proceso revolucionario. Pronto se iniciarían las desavenencias, a la muerte de Lenin se abrió una fuerte lucha por el poder soviético y venció la fracción más posibilista, los defensores de mantener lo obtenido y afianzar lo ganado –o los privilegios de una burocracia en el país de los soviets, según se mire– frente a la posición de Trotski, que defendía como prioritario la expansión de la revolución a otros países, tras la primera guerra mundial a Alemania y Europa Central sobre todo, sin lo cual, pronosticó, la revolución rusa se ahogaría sin remedio.

En aquel momento el movimiento obrero se fue dividiendo no sólo entre los partidarios de la política de Stalin en la URSS y los de Trotski, también surgieron otras tendencias, la de la socialdemocracia que buscó aprovechar los mecanismos de la democracia burguesa o liberal para adoptar las reformas necesarias en favor de los trabajadores, aunque al final acabó defendiendo un capitalismo más o menos social, la de los partidarios de Amadeo Bordiga –apenas un puñado de militantes aislados– o de Rosa Luxemburgo, la de los anarquistas, que recelaron siempre de cualquier tipo de poder estatal.

Pero aquella tarde del 20 de agosto de 1940 en que Ramón Mercader asesinó a Lev D. Bronstein significó sobre todo el final de una etapa política y mostró algo que se barruntaba ya desde unos años atrás, la degradación de unas posiciones políticas que buscaban la emancipación humana, pero que mostraron toda su crueldad y una capacidad enorme de oprimir y aplastar cualquier disidencia. Es verdad que después de aquel asesinato se siguió luchando por una sociedad sin clases y muchos de los combatientes revolucionarios se definieron partidarios del marxismo, sea el de Stalin, sea el de Trotski, ya fuesen sobre todo otras corrientes, hubo los procesos de descolonización africana, con algunas experiencias transformadoras que no acabaron de cuajar, hubo también en América experiencias del mismo tipo, en China se produjo una revolución socialista de carácter popular, hubo el mayo del 68 europeo y norteamericano, con nuevas posiciones revolucionarias, pero nada fue como antes de la segundo guerra mundial o del asesinato de Trotski.

Porque posee, en efecto, un enorme simbolismo, un significado absoluto y tal vez aquel crimen denotaba al final la imposibilidad por incapacidad humana o social de generar sociedades más justas, sociedades emancipadas, cualquier intento en tal sentido portaba en su seno la semilla de su propia degeneración, los monstruos de la revolución. Tres años antes de que Ramón Mercader asesinara a Trotski se produjo en España el aplastamiento de otro proceso, el de la revolución que provocó el levantamiento militar del 36. La URSS impidió al movimiento anarquista español que llevara a cabo sus experiencias comunitarias, lo aplastó por completo, pero sobre todo dirigió su represión hacia el POUM, no debía quedar el más mínimo recuerdo de este partido ni de su dirigente, Andreu Nin, que fue, no es casualidad, aliado de Trotski durante los años posteriores a la revolución rusa. Cuando fue evidente que asesinaron a Nin, Albert Camus escribió: «El asesinato de Andreu Nin marca un viraje en la tragedia del siglo XX. Un siglo que fue, cabe recordarlo, el de la revolución traicionada».  No tengo dudas de que algo parecido se podría decir del asesinato de Trotski.

Desde hace unos años ha habido un interés mayor por el asesinato de Trotski, más allá de los cenáculos trotskistas, pero también por su asesino, ese Ramón Mercador que bajo el nombre de Jacques Mornard llevó a cabo el encargo del GPU y por ende de Stalin de acabar con la vida del más peligroso enemigo de la URSS estalinista. De hecho, en los últimos lustros, se ha despertado un interés enorme por Ramón Mercader y, podríamos decir, por su familia, por su madre, Caridad del Río, cuyo papel en toda esta historia fue a todas luces determinante.

Porque la historia de la familia Mercader estuvo muy marcada por esa historia política de principios del siglo XX, refleja perfectamente todas las contradicciones de ese periodo, no sólo por el sacrificio en defensa de la causa –una causa que buscaba la emancipación, es importante recordarlo en un momento como el actual, de relecturas e interpretaciones malintencionadas–, también por la vileza y el dolor que supuso defenderla.

En 1996 Juan José López-Linares y Javier Rioyo realizaron el documental Asaltar los cielos, un documento apasionante que intenta reconstruir la personalidad de Ramón Mercader y los motivos que le llevaron a ese asesinato por medio de algunos documentos inéditos –hay que tener en cuenta que se estaban abriendo en ese momento los archivos de Moscú– y sobre todo de entrevistas tanto de personas que conocieron a los Mercader como de quienes, pasados los años, reflexionaron sobre aquel asesinato. Resulta interesante resaltar el cambio en el punto de vista de muchos militantes comunistas, cuyo partido amparó a Ramón Mercader y justificó el crimen, a la luz de los acontecimientos posteriores y sobre todo de la evolución de la URSS.

En 2009 el escritor cubano Leopoldo Padura publicó la novela El hombre que amaba a los perros, un acercamiento desde la literatura a Ramón Mercader, al hombre que acabó sus días en La Habana tras los años de cárcel en México y un retorno discreto a la Unión Soviética donde fue galardonado con la Orden de Lenin, casi en secreto, como si no se quisiera airear lo que ya se sabía, que fue la URSS quien organizó el crimen. Esta novela muestra bien a las claras que ya no cabe una lectura dogmática de aquellos hechos, que la verdad y la razón son tal vez construcciones no siempre estáticas, se desdibujan muchas veces y sólo cabe entonces acercarse a los hechos desde una perspectiva humana y tal vez incluso humanitaria.

El historiador Eduard Puigventós López publicó una biografía del personaje, Ramón Mercader, el hombre del piolet (2015), donde se cuenta con detalle tanto su vida como el complicado enredo conspirativo que rodeó el asesinato, con tantas implicaciones políticas, policiales, de espionaje y diplomáticas.

En 2016 el director de cine Antonio Chavarrías ofrece un nuevo acercamiento a través de la película El Elegido, en el que apunta una cierta duda de Ramón Mercader sobre la conveniencia de su misión, cumple cada paso que se le asigna para ganarse la confianza de los círculos que rodean a Trotsky, todo ello bajo el estricto control de su madre, pero al final, cuando ha de entrar en acción, le corroe no pocas vacilaciones y titubeos, quién sabe si por la atracción que acaba sintiendo por el líder comunista al que la propaganda estalinista tachó de contrarrevolucionario. Sin embargo, se sabe, no escapó a su destino, cumplió su misión, digna de una tragedia clásica.

Para entender mejor toda esta época y las consecuencias del poder soviético, sin duda conviene leer el ensayo de Ignacio Martínez de Pisón, Enterrar a los muertos, que trata sobre la desaparición de José Robles Pazos, filólogo y traductor que fue asesinado durante la guerra civil española a instancias de la URSS. Recoge de paso la desaparición de Andreu Nin y el ambiente que se desencadenó en aquellos años.

Hoy todo aquello apenas es un trozo de la historia del siglo XX. Ni siquiera existe la URSS y los partidos comunistas, los que antaño fueron prosoviéticos como los partidarios de Trotsky, apenas existen ya, se diluyen en formas más amplias de actuación política, con mayor o menor éxito éstas. No han desaparecido, no obstante, las causas que motivaron la disidencia comunista, la miseria en forma de precariedad, la distancia entre clases –aun cuando no se planteen las cuestiones sociales en claves clasistas–, un neocolonialismo causante de las nuevas guerras de nuestro siglo, el racismo, incluso la presencia de una extrema derecha con incidencia en muchos países. A pesar de todo, no parece haber hoy alternativas al (des)orden del mundo. Quizá nos ahorremos los monstruos creados por la razón revolucionaria, pero tampoco sosiega mucho quedarse con lo que hay.