miércoles, 31 de julio de 2019

El silencio envolvente de «Los Baldrich»


Miles Davis y Mario Benedetti coincidieron en su concepción del silencio como algo sonoro, incluso estrepitoso. «El silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de los ruidos», afirmó el trompetista norteamericano, mientras que el escritor uruguayo señaló que «hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio». Ambas afirmaciones parten del carácter comunicativo del silencio, fundamental en la música, también en la escritura, donde siempre es tan importante lo que se escribe como lo que queda entrelineado, lo que no se dice, se calla y por tanto queda oculto, y que muchas veces es lo que la lectura, la buena lectura, debe descubrir.

El silencio, en consecuencia, transmite también un mensaje. No obstante, en gran medida, su mensaje está a menudo anulado por la batahola generalizada de nuestra época, en la que lo silente parece imposible, todo es ruido en nuestros días, un griterío inmenso que busca eliminar cualquier entendimiento para, al final, no decir nada. ¿Alguien puede acaso indicar realmente de qué se ha hablado estos últimos días en la escena política española en torno a la formación del gobierno del Estado? Da la sensación de que tras tanta palabrería, tras los discursos a veces pomposos, ostentosos hasta el ridículo, no había nada, vacío nada más, una falta absoluta de proyectos y de ideas, en el fondo una convicción de que todo está ya decidido y que no hay alternativas posibles.

Lo que ocurre en la política ocurre en todas partes, exceso de ruido que sólo oculta el vacío. De allí que haya una vuelta necesaria al silencio porque presentimos que tras la huida del mismo sólo hay una huida de nosotros mismos. Esto es lo que llevó a Erling Kagge a viajar en 1992 a la Antártida, al parecer el lugar más silente del mundo, a rodearse de una planicie blanca y helada para poder confrontarse con el mensaje que el silencio guardaba. Es el mismo silencio que mantienen los cuáqueros en sus reuniones, no decir nada, no hablar, dejar que cada uno de los asistentes encuentre por sí mismo las palabras idóneas que lo definan individual o colectivamente. Es justo lo contrario a lo que nuestro tiempo impone, ese ruido tenaz, vacuo, al final insoportable. Una comunidad cisterciense de Castilla, la de San Bernardo, organiza unos talleres de silencio que están teniendo una enorme acogida.

Sin embargo, hay otro silencio también ensordecedor que busca justo lo contrario, ocultar, alejarse de la comunicación, huir de lo colectivo, refugiarse en la soledad y en el miedo. Aísla e individualiza. Es el silencio que impone la opresión, por ejemplo. Muchos testimonios coinciden en señalar que tras la guerra civil española y durante varios lustros se impuso en España un silencio tremendo, nadie quería hablar, nadie podía hablar. Era sin duda una forma de no señalarse, de pasar desapercibido, en muchos casos iba la vida en ello. Pero a partir de los años cincuenta muchos jóvenes, atraídos por la resistencia a la dictadura y curiosos por conocer las experiencias pasadas, se confrontaron con que sus padres nada contaban de los años de la República ni de la guerra. Se cortaba de este modo una comunicación intergeneracional que llevó a esos jóvenes a partir de cero, sin esa experiencia que da la historia. Es sin duda el mismo silencio que hubo en España en tantos otros momentos de su pasado, la de los cristianos nuevos que cortaron en muchos casos sus lazos con la fe de sus padres, la de los erasmistas, luteranos o reformados, tantos otros con toda seguridad, aplastados por un catolicismo cada vez más opresivo y ritual.

Es un silencio que se cuela en la vida cotidiana, en las relaciones entre las personas, que se cierne sobre los vínculos familiares y entre los amigos.

Es un silencio que se adueña de nosotros.

Es ese mismo silencio que se aprecia entrelineas en la novela de Use Lahoz Los Baldrich (Alfaguara, 2008). En ella se cuenta la historia de una familia adinerada catalana, desde que su patriarca, Jenaro, al poco de acabada la guerra, inicia sus negocios, tras deslumbrarse por la realidad que le envuelve en su niñez y adolescencia, hasta el cambio de siglo.

Con trazos gruesos, casi año a año, y con una prosa deslumbrante, el lector va descubriendo la vida de cada uno de los personajes, incluido el narrador, de la que forma parte el silencio, lo que no se dice, y está presente hasta el punto de herir, de ser determinante en la relación de cada cual tanto con lo que les rodea como con los demás personajes.

Todos se mueven entre demasiados silencios envolventes, intentan salir de ellos o lo asumen como parte sus vidas. Los más mayores se acostumbran a él, no sin dolor. Los más jóvenes, los que no han vivido envuelto con el vacío obsesivo de sus mayores, intentan romperlo, tal vez algunos logren acabar con tales esquemas, aunque no sin un esfuerzo enorme.

El silencio, en muchos casos, les ofusca, les incapacita para adaptarse, será cuestión de fortaleza interior el que salgan adelante o se estrellen en una realidad que parece ir a lo suyo, al margen de las vidas de cada cual, como nos ocurre a nosotros mismos, al margen de las vidas individuales, conformándoles (conformándonos) en cada etapa, en cada momento. Viven todos ellos en plena dualidad, lo colectivo y lo personal, la empresa, la familia o el fútbol –que permite hablar de un nosotros grupal– frente a la propia voluntad –el yo desorientado–, a todas luces muchos se sentirán identificados con muchas de las situaciones, yo lo he estado sin lugar a dudas.

De este modo, esa novela es un espejo de tantas cosas, de nuestras propias vidas, sea cual fuere nuestra situación. Pocas veces una ficción se vuelve pura vida, pura realidad. Hay que saber trazar con verdadera finura, aun cuando los trazos sean gruesos, para lograrlo.

miércoles, 24 de julio de 2019

César González-Ruano


Fue en 1943 cuando César González-Ruano regresa a España después de pasar varios años como corresponsal de ABC en Roma y en Berlín, y haber vivido hasta un año antes en el París ocupado, ciudad ésta en la que ya no estuvo trabajando de corresponsal, de hecho no trabajó en nada conocido, se dedicó aparentemente a ver pasar la vida de un modo ocioso, sin que sufriese problemas de liquidez en la capital francesa, lo cual alimentó no poco la leyenda Ruano, una leyenda negra que le colocaba en un mal lugar, en la sospecha de llevar a cabo actividades ya no sólo ilícitas –traficar con visados, estafar a personas que huían de la represión, comprar y vender obras de arte usurpadas–, sino claramente indignas, como fue aprovecharse de la parte más débil de la historia, explotar el pánico de quienes huían, acciones realizadas bajo la protección de los nazis, aquellos mismos nazis hacia los cuales no ocultó sus simpatías. Él nunca reconoció la veracidad de la leyenda Ruano, aun cuando en 1948 hubiese una sentencia, dictada en ausencia, en la que se le condenaba por varias delaciones, una sentencia dictada en una Francia que intentaba pasar página, que se dice ahora, y sobre todo se procuraba pasar de puntillas sobre la colaboración del régimen de Vichy.

González-Ruano, se sabía, simpatizaba con el régimen franquista y lo manifestó, era público y notorio, no de un modo ideológico, no con la firmeza militante de Rafael Sánchez Mazas o de Eugenio Montes, a quienes conoció en Berlín durante su corresponsalía, o con la convicción de Dionisio Ridruejo, que le visitaría en Sitges, ya en los inicios de esa disidencia que llevaría al poeta y antiguo responsable de propaganda de Falange a ser un antifranquista voraz y comprometerse, tiempo después, con la oposición liberal y socialdemócrata, a diferencia del periodista, que no tuvo nunca un compromiso activo, más allá de la mera manifestación de simpatías.

Tal vez por ello, el que no se planteara su adhesión de un modo tan ideologizado como buena parte de sus amigos y conocidos filofascistas, aun cuando en muchos estaba en ciernes la decepción, la del propio Sánchez Mazas, por ejemplo, camisa vieja, que acabó teniendo una cada vez mayor distancia emocional hacia el régimen, como tantos otros, supuso que César González-Ruano no tuviera una evolución evidente, que se adaptara más bien a los tiempos, que se amoldara al instante concreto, más si la leyenda que le envolvía tenía algo de veracidad, como parece.

Regresó a España, se estableció por un tiempo en Sitges y se dedicó a escribir en la prensa –se calcula que escribió unos treinta mil artículos–, también numerosos relatos –algunos, los más cosmopolitas, compusieron el volumen La vida de prisa, que Ediciones 98 publicó en 2012–, un extenso dietario –que publicó Visor Ediciones– e incluso unas memorias –publicado por editorial Renacimiento–, también conoció, e hizo vida con ellos, a bastantes escritores de su época, hasta su muerte en 1965.

En Sitges, donde se estableció por un tiempo al volver de Francia, retomó su costumbre de escribir en cafés, eligió uno en primera fila de mar, en un café que era más bien un bar de nombre Chiringuito. Se dice que puso de moda este palabra para cualquier establecimiento de bebidas que estuviera colocado muy estratégicamente en o junto a la playa. El propio ayuntamiento de Sitges le puso una placa, recordatorio del paso del periodista por el lugar, lo que muestra también su no poca presencia en los cenáculos literarios de los años cuarenta y cincuenta, una de esas presencias esenciales de quien se habla a menudo y que parece incidir en la vida cultural de un país cuya guerra había roto uno de los periodos más prósperos, la edad de plata de la cultura española.

Sin embargo, esa época obscura del París ocupado siguió proyectando sobre él, a pesar de su silencio, una sospecha perenne. En 1965 González-Ruano murió y poco a poco su presencia como faro cultural, como periodista de referencia, se fue diluyendo hasta quedar como una mero nombre habitual en los ámbitos de la cultura, alguien de quien se hablaba de tanto en tanto, sobre todo entre aquellas figuras literarias y culturales que en algún momento apoyaron el régimen, con independencia del mayor o menor desapego, desafección se diría hoy, hacia el mismo que muchos de ellos tuvieron con el tiempo. Tras el fin de la dictadura y la transición, parecía que César González-Ruano quedaba relegado a un mero nombre que salía de tanto en tanto cuando se hablaba de aquella primera mitad de la dictadura, pero que parecía destinado al olvido, como mucho a que se le recordara como escritor de café y tertuliano, sin que nadie le leyera ya.

Alrededor del último cambio de siglo se despertó un cierto interés por su figura y su obra. Miguel Pardeza Pichardo defiende una tesis doctoral sobre su obra y contribuye a la edición de tres volúmenes con una selección de sus artículos. Colabora en esa publicación la Fundación Cultural Mapfre, que promueve a su vez el Premio González-Ruano de periodismo. Se publican también su diario y sus memorias. Se recuperan a su vez algunos de sus relatos.

No obstante, la leyenda Ruano volvió a surgir otra vez en forma de una crónica de investigación, un estudio realizado por Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas, publicado por Anagrama en 2014, y que en buena medida confirma muchas de las sospechas alrededor del periodista durante su periodo en París. Salen a la palestra las estafas, el lucro producto de usurpaciones varias, el beneficio propio obtenido de la necesidad, a menudo necesidad vital, de gentes perseguidas, su apología del nazismo y el antisemitismo. Antonio Muñoz Molina publica un artículo en El País el 11 de Julio de 2014 con el título «Un maestro dudoso» en el que nos recuerda su falta de escrúpulos tanto en lo que concierne a la ética como a la estética, su oportunismo con que envolvía la verdad en palabras brillantes, el haber sido el propagandista a sueldo de Hitler y añade: «El misterio insoluble para mí es el de su sostenido prestigio como modelo de columnista y prosista». Sin embargo, Luis Antonio de Villena defiende su obra, habla de venganza retrospectiva, de una condena de antemano con la que se logró, entre otras, la desaparición del premio de periodismo antes referido, incluso que desapareciera la placa de Sitges. «Ruano fue un sinvergüenza y acaso un depravado pero sus libros tienen encanto. Y él figura, aunque malditísima», culmina Villena.

Imposible no volver a planteárselo: ¿hasta qué punto los compromisos de un autor determinan su obra, la ensombrecen?¿Hemos de valorar la obra de un autor en función de una actitud que puede llegar a ser nauseabunda?¿Podemos establecer una brecha entre vida y obra, teniendo en cuenta que no existe la coherencia perfecta, que nadie sigue un patrón de perfección ética, ni siquiera un escritor?

Hay que tener en cuenta que no se trata de una discrepancia baladí, como la que muchos pudimos tener con Vargas Llosa cuando le entró la obsesión monotemática de su defensa del liberalismo utópico, en la época de su candidatura a la presidencia de Perú, al fin y al cabo era una posición que no ensombrecía una de las mejores prosas literarias actuales en castellano ni tampoco ser liberal entraña algo antiético, más allá de la opinión opuesta que uno pueda tener, sobre todo del liberalismo económico. Sino que hablamos de la implicación con un régimen criminal, uno de los más criminales de la historia, y que ejerció un genocidio sistemático étnico, ideológico y ético, con una actitud privada que cuanto menos escandaliza al más avezado en la maldad humana.

Muñoz Molina lo tiene claro, así lo expresa en el artículo mencionado, en el caso González-Ruano pone al mismo nivel obra y vida, habla incluso de intoxicación de una mala literatura. Sin embargo, hay autores con los que nos resulta difícil aplicar esa misma posición. Ezra Pound, Drieu de La Rochelle o Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo, necesitamos ampliar la brecha entre obra y vida para que ésta no nos ensombrezca la lectura de aquella. Incluso cuando nos resulte nauseabundas las posiciones y a veces las actitudes adoptadas. Muñoz Molina habla respecto a alguno de estos autores de repulsión y admiración al mismo tiempo, y quizá haya que desligar por completo la vida y la obra. De lo contrario, muchas veces, sería imposible leer bastantes obras.
  

miércoles, 17 de julio de 2019

Cafés


César de Navascués, hijo del escritor César González-Ruano, califica a su padre en el prólogo del libro La Vida de prisa (Ediciones 98, 2012) como un escritor de café. Allá donde está busca un local donde escribir, siempre en la mesa un café con leche en vaso y la posibilidad de que alguien, un conocido, un admirador, un lector ocasional, le pueda interrumpir. La propia recopilación de relatos que prologa la escribió González-Ruano en el café Chiringuito de Sitges, en la costa de Barcelona, donde la familia pasa muchas temporadas. Es donde recibe a algunos amigos. Por ejemplo, a Dionisio Ridruejo, que lo rememorará en alguna ocasión, siempre en términos elogiosos. En ese mismo prólogo César de Navascués aplica también tal fórmula, escritor de café, a Francisco Umbral, otro asiduo a tales establecimientos, escribe a su vez en ellos y evocará en alguno de sus artículos y libros de evocaciones a González-Ruano, a quien ve a menudo concentrado en su escritura.

Muchos cafés están vinculados a escritores, que leyeron o escribieron en ellos, y que acogieron además tertulias apacibles, o no, casi siempre provechosas. La Closerie des Lilas estará siempre asociado al polémico, en su época, Baudelaire, como lo estuvo Les deux Magots, también en París, a Sartre, a Simone de Beauvoir y al grupo de escritores de la Rive Gauche. En Madrid no fueron pocos los cafés ligados a escritores y a las tertulias madrileñas, aquellas que Cansinos Assens detallará de un modo delicioso en La Novela de un literato: el Café de Fornos, que Eduardo Zamacois describirá al detalle y que frecuentó Baroja, Azorín, Manuel Machado; el Café Pombo, donde tendrá su tertulia Ramón Gómez de la Serna; el Café Lion, por su parte, uno de los centros donde se reunían hasta que cerró en 1993, desde el siglo XIX, numerosos escritores y artistas, y en uno de sus salones, La ballena alegre, parece que se conocieron José Antonio Primo de Rivera y Federico García Lorca, simpatizando aquel con el poeta que sufrió, por desgracia, la locura de la guerra incipiente que seguiría a sus encuentros, y en la que el dirigente falangista morirá fusilado. Existen todavía el café Comercial y el Gijón, ambos referentes en la literatura de la posguerra española.

Es evidente que no sólo la literatura fue protagonista de tales lugares, en ellos se estaba, quiero creer que se está aún hoy en alguno de los que queden, atento a la realidad política y social, también en países que pasaron por regímenes autoritarios, como ocurrió con el Rialva de Lisboa, que se convirtió en uno de los polos de oposición al salazarismo, sobre todo cuando no quedaba muy lejos la Casa de los Estudiantes del Imperio, que se volvió un centro de contacto de oponentes a la dictadura y al colonialismo portugués.

No hay duda que tales establecimientos son, por tanto, fundamentales para comprender la vida social desde que se crearon, en el siglo XVIII, porque no sólo fueron centros de reunión, sino también, de ahí su importancia, de discusión, diálogo, debate y difusión de ideas. En Nueve cartas a Berta, la primera de las películas de Basilio Martín Patiño, uno puede contemplar un café plácido de Salamanca en el que el estudiantazgo acude para charlar, leer y escribir, uno de esos establecimientos blancos, amables y muy tranquilos, en los que pensar o darle vueltas al desasosiego.

Muchos cafés siguen hoy abiertos, cafés u otros establecimientos análogos, parecidos al Nostromo, ya mencionado en el texto anterior, aunque ya nada es lo mismo, todo hay que decir. Ahora el ruido parece ocuparlo todo, en consonancia, me temo, con la sociedad en su conjunto, ya sea ruido de una música enlatada, de mero barullo, ya sea de la televisión, siempre encendida en casi todos los bares, aun cuando nadie esté atento, ya sea de los móviles o de las conversaciones que estos generan, una batahola a menudo insoportable. En España es casi una plaga, fuera no tanto, aunque no están exentos de otro fenómeno de por sí no negativo, no debería serlo, pero que ha acabado siéndolo, el turismo. La fama de Les Deux Magots ha convertido este café, al igual que el distrito de Saint-Germain de Prés donde se ubica, en una zona prohibitiva para arrimarse, con precios altísimos y legiones de turistas a todas horas.

De haber vivido circunstancias parecidas a las actuales, a todas luces ninguno de los escritores que los frecuentaron hubiera escrito ni una línea y tampoco se hubiera dado el intercambio de ideas, opiniones o zalamerías que se pudieron dar en los cafés. Tal vez sea una visión muy negativa del presente, que no oculta una cierta añoranza de lo apenas vivido, pero ya no es fácil encontrar hoy un local apacible, tranquilo y sobre todo silencioso donde pasar un rato más o menos largo. Signo de los tiempos, tal vez.

jueves, 11 de julio de 2019

sobre «La balada de Brazodemar», lo evocado y la literatura


El Nostromo estaba en una esquina, la de las Calles Ripoll y Misser Ferrer, una pequeña zona de vías estrechas y plazoleta cuasi recóndita que por entonces parecía ajena a la masificación del turismo, a dos pasos de la Plaza de la Catedral, tras el Hotel Colón (no se debe confundir con otro Hotel Colón, muy selecto también, que cerró tras la guerra civil) y la Vía Laietana, por detrás de la Jefatura del Cuerpo Nacional de Policía, cuando Barcelona era una ciudad de verdad y no el parque temático en que se fue transformando poco a poco, a pesar de los intentos por rescatarla de eso que llaman la vida (pos)moderna, el mercado de las banalidades y la sumisión al clásico es lo que hay.

El nombre, salta a la vista, era un homenaje a la novela de Joseph Conrad, un escritor muy ligado a la mar, un homenaje que le quiso dar Cecilio Pineda, quien, como el autor, también fue marino además de muchas otras cosas. Claro que lo de marino fue importante, de allí quizá ese carácter variable en él, había días en los que se sentaba a la mesa contigo, estuvieses o no acompañado, y si lo estabas por una dama casi mejor, y comenzaba una charla apacible que se podía alargar horas y horas, una vez incluso nos llegó la amanecida, llena de referencias literarias o del mundo lusitano que él tanto conocía y sobre lo cual tanto habló conmigo, pero había días que ni te hablaba, se limitaba como mucho a un breve saludo con el brazo desde la mesilla donde él se situaba, junto a la barra y a la puerta de la cocina, o a servirte lo que le pidieras si no había algún camarero para ello en ese instante, siempre sin decir ni mu y dejándote un remusguillo de culpabilidad por no saber qué le pasaba o por qué se habría enfadado contigo.

Al Nostromo tenías que volver, vivieras o no en la ciudad, para hablar con Cecilio o para comer –su esposa se cuidaba de tales menesteres, muy bien siempre, además de dar algo de sensatez a ese microambiente que había en el lugar– o para hablar de literatura en cualquiera de las veladas poéticas que allí se montaban, a veces poético-musicales. Una noche dos aficionados a la guitarra y al flamenco se retaron, uno en castellano y el otro en alemán. Hubo actos literarios, saraos de todo tipo, tertulias de literatura,  presentaciones de libros, charlas sobre el mar, o simple y llanamente charlas. Porque hablar, lo que se dice hablar, se hablaba mucho en el Nostromo.

Otra cosa a lo que se dedicó Cecilio Pineda, además de marino y propietario del Nostromo, fue a escribir. Que era escritor, vamos. Publicó varios libros de poesía y novelas –¡Thalassa Thalassa! o Bares de Babel en Ediciones Carena, Gran Cabotaje en Malkalili Ediciones, entre otros– y se le veía a menudo escribiendo en esa mesilla pequeña y redonda de la que hablaba antes, a menudo tras el ajetreo de las comidas del mediodía, cuando bajaba la afluencia de gente y tanto él como su esposa, no recuerdo su nombre y lo lamento de veras, era todo un personaje y también de verbo fácil, se relajaban hasta bien entrada la tarde, cuando comenzaba la anochecida y el trabajo.

La cosa acabó mal. Hubo problemas y los mismos se acentuaron durante una de esas fases introvertidas del antiguo marino, no habló de asunto y cuando lo supo un grupo de amigos, uno de ellos me lo contó, ya no pudo solucionarse y el cierre fue irreversible. Ahora hay, creo, un restaurante japonés, o esa era la intención, traspasarlo a una cadena japonesa, para deleite del parque temático que ya ocupa casi toda la ciudad, si es que queda ya algo por rescatar.

Le perdí la pista antes del desastre, la vida te lleva a veces a la distancia física y a coyunturas distintas, y saber de los problemas me creó no sólo la impotencia de no poder hacer nada, sino de haberme alejado, física y emocionalmente, aun me duele esa distancia, cuando no sé nada de Cecilio Pineda y de su esposa, mucho me temo que ya no sabré nunca más de ellos, salvo que haya uno de esos giros con los que a veces la vida sorprende. Ya es todo un clásico en mí, me temo, lamentar no haber aprovechado más y mejor los momentos de sintonía con la gente próxima, no haber mantenido esa charla de libros y mares que debería haber sido sempiterna.

Si se me ha venido de pronto a la cabeza aquel rincón, es porque he leído La Balada de Brazodemar, una novela de Pedro de Andrés (Ediciones Cívicas, Bilbao 2015), y este relato marinero, mágico y aventurero ha encendido el recuerdo de aquel bar y de su dueño. Porque leer esta novela es haberme dado de frente con muchos de los libros de los que hablamos por entonces, o de los que me habló Cecilio Pineda para descubrir yo nuevas posibilidades de lectura y sobre todo de interpretación, porque me reafirmé en que estos relatos de aventura y de la mar no son sólo meros pasamientos superficiales, aunque el mero placer de la lectura de por sí sería también válido, ofrecen verdaderos retos de conocimiento de uno mismo, de descubrimiento del mundo y de lo que uno es cuando hay que confrontarse a las vicisitudes del destino y de la necesidad imperiosa de mudar la piel, de cambiarse por completo –de allí quizá lo importante que es el cambio de los nombres, los nombres en general de las personas, los lugares y los barcos, en la novela de Pedro de Andrés– para, sobre todo, descubrirse a uno mismo. No otra cosa es la literatura, en gran medida, no otra cosa hicieron Homero, Jonathan Swift, Joseph Conrad, Jack London o Álvaro Mutis, entre otros tantos escritores que convirtieron la mar en su ámbito propio de conocimiento y de estar en el mundo. Es imprescindible también recordar a Herman Melville, tan presente entrelíneas en esta novela-balada, y me da que no por casualidad.

Porque lo que logra a la perfección Pedro de Andrés es encuadrar su escritura en toda una tradición literaria, mantenerla –al igual que cambia el nombre de su protagonista-narrador siendo siempre la misma persona, cambian los títulos, pero es el mismo libro que se escribe una y otra vez, así lo señaló Anatole France, repetimos unas pocas historias y las repetiremos hasta el final de los tiempos–, sabiendo colocar en su caso los detalles en su versión-novela y cosiéndolas con referencias que no esconde este autor, al contrario, parece vanagloriarse en ellas. Al igual que las proezas de su personaje, Pedro de Andrés pone el mundo patas arriba y recoloca las piezas de nuevo para darle un sentido al relato y a la vida, porque digan lo que digan literatura y vida forman parte de lo mismo, no hay distinción ni deberíamos diferenciarlas.

Es por lo demás tan palpable el vínculo de La Balada de Brazodemar con toda una tradición, la del viaje y la búsqueda de sí mismo, que su protagonista sigue de un modo fiel lo que lleva a cabo todo héroe que se precie, lo que han hecho tantos otros héroes desde Abraham o Ulises, salir de su tierra, recorrer parte del mundo, regresar al origen (que no siempre es un lugar físico) para salvarlo, pero lo que es importante, aun asumiendo que no siempre el final es victorioso desde un punto de vista formal o según las reglas imperantes, es que uno vuelve siendo uno mismo y ocupando un lugar concreto, un lugar heroico, en eso quizá consista la victoria en realidad. Lo peor que le puede ocurrir a Brazodemar es que acabe cumpliendo lo que alguien le dice en un momento concreto: «(…) eres un hombre que va a morir sin conocerse a sí mismo, sin haber encontrado un lugar en el mundo». Esta es a todas luces la gran lección de la novela, lo que aprende el protagonista en su proceso de transformación y lo que nos indica el relato si somos lectores atentos y sutiles. Y supongo y espero que sigamos viéndolo –o leyéndolo– en tantas otras novelas de los próximos lustros.

Pero de momento siempre viene bien pararse en una novela como esta de Pedro de Andrés, descubrir un relato casi de casualidad, sin esperarlo siquiera, casi en secreto y por sorpresa, y que te embelese hasta el punto de reflejarte viejos recuerdos, confrontándote con lo que fuiste y con aquellos lugares por los que pasaste.

jueves, 4 de julio de 2019

Distopías y lenguaje


Da miedo volver a leer algunas distopías sugeridas en obras literarias, clásicas ya, las de Georges Orwell o Aldous Huxley con novelas como 1984 o Un mundo feliz, las de Bray Bradbury o Franz Kafka con Fahrenheit 451 o El castillo. Miedo porque impresiona comprobar hasta qué punto suena todo lo que vaticinaron, hasta qué punto la sociedad actual se parece a lo que se dibujó en estas y otras novelas, no sólo lo referente a los detalles más o menos importantes que aparecen en ellas, también en líneas generales. Tal vez sea cosa del fatalismo que uno arrastra ya sin remedio, puede que exacerbado hasta niveles exorbitantes en estos tiempos, pero releer cualquier de esas narraciones en un momento como el actual causa no poca zozobra.

Hay dos rasgos comunes que se dan en una gran parte de estos textos: la utilización del lenguaje como campo de batalla del poder y de quienes lo ansían o lo sufren, con un objetivo de imponer una visión de la realidad alejado de una interpretación más o menos libre de los hechos, devenida una versión oficial y cuasi única (hoy se emplea a bocajarro, sin disimulo alguno, una fórmula que me parece horrible: el establecimiento del relato) y, junto a ello, la obligación de asumir un estado emocional e incluso físico homogéneo, está mal visto romper el consenso sobre cuestiones importantes o tangenciales, ya sean temas políticos como personales. Los modelos sociales, la moda o la salud se desenvuelven bajo un patrón único, no se admiten las disidencias, y todo ha de desarrollarse además con cierta superficialidad, a veces con una infantilización simplista y desasosegante.

Ambas facetas están, además, muy vinculadas entre sí, al fin y al cabo empleamos el lenguaje para transmitir la realidad, nuestras propias visiones de lo real están insertas en lo que decimos, en cómo lo decimos, en las palabras que elegimos y el tono que les damos, también para comunicar, explicar y a veces elaborar nuestras emociones y estados de ánimo. Cuando el poder –y empleo el término poder en su sentido más amplio, no sólo el de quienes ejercen el gobierno institucional, también el de quienes inciden en la realidad y tienen capacidad para cambiar las cosas– entra a saco en las formas del lenguaje, en el diseño de los discursos, en definitivamente, como apuntaba atrás, en el establecimiento del relato, estamos entonces cerrando nuestra propia capacidad de crítica y de reformulación de la realidad. Porque establecer el relato común y homogéneo es impedir que haya otras interpretaciones, supone asumir que sólo hay una forma de contar las cosas y, por tanto, de ser. El relato establecido siempre va a ser el relato único. Entramos en el terreno de lo políticamente correcto, donde no cabe entender las cosas de otra manera. Y el que las entiende, pasa a ser un agente extraño, vergonzante. No hace falta que el poder se manche las manos reprimiendo la disidencia, lo políticamente correcto cumple su función social y se ejerce la autocensura.

Lo comentaba Pérez-Reverte en uno de sus últimos artículos en prensa: reconocía el escritor, que pasa por ser alguien que afirma las cosas sin pelos en la lengua, lo que le ha supuesto alguna que otra polémica, que dudó y al final cedió al plantearse utilizar una palabra, no la empleó por no herir sensibilidades, por no caer en lo incorrecto, para asumir una determinada forma de hablar que se ha impuesto como la debida. Cayó por tanto en la autocensura, que fue tema, por cierto, en una mesa redonda de la Feria del Libro de Portugalete de hace quince días, mesa redonda que llevaba el título de Libros prohibidos y en la que los participantes incorporaron el tema de la autocensura, en una época en que parece no existir mecanismos de represión por parte del Estado, pero se han establecido otros mecanismos por desgracia más incisivos.

Se otorga a las palabras un elemento de conformación e inserción social, de inclusión. A veces parece que se atribuya incluso al lenguaje un carácter mágico: si dejamos de emplear de un modo discriminatorio el lenguaje, si usamos expresiones y fórmulas de igualdad en todos los ámbitos, cambiaremos el mundo. Lo peor es que en esta actitud ha caído quienes parten de posiciones progresistas. Y no es que estén equivocados en buena parte, es verdad que el lenguaje refleja el estado de las cosas y quien crea que todos los seres humanos son iguales, cualesquiera que sean sus características individuales o de grupos, ha de evitar un lenguaje discriminador repleto de tópicos y perjuicios, pero también es verdad que si el objetivo es eliminar los obstáculos del entorno que discriminan, se ha de empezar por eliminarlos de la realidad, no del lenguaje a buenas y primeras, ya dejarán de emplearse cuando tales obstáculos dejen de existir.

El ayuntamiento de Barcelona ha editado una guía de comunicación inclusiva –se puede consultar por internet: https://ajuntament.barcelona.cat/guia-comunicacio-inclusiva/pdf/guiaInclusiva-es.pdf– en el que recomienda un uso correcto del lenguaje para evitar discriminaciones y ofensas. Hay aspectos que resultan cuanto menos curiosos. Que haya que sustituir abuelos/as por personas mayores parece a todas luces incorrecto, no es lo mismo, hay personas mayores sin nietos, incluso sin hijos, además de carecer abuelo/a de un significado negativo. La madre soltera es a todas luces una madre (genérico), pero no todas las madres están solteras, el adjetivo cumple su objetivo de especificar. El que alguien pueda darle un tono más o menos insultante al término responde más a criterios de poseer una mentalidad sana o imbécil. En cuanto a las palabras discapacidad o de movilidad reducida, me temo que tampoco escapan a una empleo insultante o discriminador, igual que cojo, ciego o inválido, al igual que en el caso anterior dependerá de la mentalidad y el carácter del hablante.

Donde sí es posible estar más en sintonía es en evitar los masculinos como genéricos en cualquier ámbito, más cuando hay profesiones donde la presencia de mujeres es más y más evidente. Para sorpresa de muchos, no obstante, a todas luces sorpresa desagradable, desde luego, resulta que es verdad que en muchas profesiones y puestos laborales hay doble escala salarial, que las mujeres cobran menos, y aquí el lenguaje tiene poca baza para cambiar las cosas, más valdría preparar una guía de sindicalistas para afrontar tal cuestión, que clama al cielo que tras cuarenta años de actividad sindical en España no se haya resuelto.

Sin quitarle importancia al tema del lenguaje como reflejo de la realidad, en el ámbito político no parece que el tema se reduzca a una campaña de cambiar el lenguaje para cambiar el mundo por parte de la administración, por muy buena fe que haya en el intento. Imagino que afrontar un combate eficaz para acabar con las discriminaciones supone llevar a cabo políticas que modifiquen las mismas por razón de sexo, raza o etnia, situación legal o cualquier otra situación física. Querer imponerlo desde el lenguaje parece responder a creer en el carácter mágico de las palabras o, peor aún, y espero que no sea así, a la incapacidad para afrontar aquellas tareas que procuren una sociedad más igualitaria y libre, que es siempre una puerta abierta a una posible distopía.