martes, 25 de septiembre de 2018

Espías y agentes en España


En una ya antigua entrevista, Kim Philby afirmó: «La guerra civil española fue mi verdadera universidad, donde aprendí el arte de ocultar mi pensamiento» (diario El País, 13 de agosto de 1980). El conflicto bélico español, uno de los capítulos de la historia más estudiados y analizados, tal vez el que más, fue a todas luces el precedente de la guerra mundial que estalló a los pocos meses de acabado aquel, puede incluso que forme parte del mismo conflicto. En España no sólo se pusieron en práctica nuevos métodos bélicos, nuevo material de guerra, que supuso, no podemos olvidarlo, miles de muertos y heridos, sino que también se empezó a practicar, como apuntaba el famoso espía, un nuevo modo de espionaje, en un momento en que se puso la primeras piedra de la guerra fría que enfrentó dos formas de entender el Estado y un tipo de espionaje diferente.

España se convirtió durante la guerra civil en centro de tejemanejes entre potencias extranjeras, pero también entre maneras de comprender la política. La Unión Soviética envió a cientos de agentes propios y extranjeros, aprovechando una posición de privilegio con respecto a la República, posición que obtuvo no por méritos propios o por la influencia de los comunistas españoles en la política del país, apenas marginales hasta que empezó la guerra, sino por la omisión de las democracias occidentales, que se movieron más por intereses económicos y tácticas políticas que por la defensa de las libertades. Kim Philby fue uno de ellos, uno de aquellos espías. Bajo el disfraz de un periodista británico en el bando fascista español, este doble agente, en la mejor saga de los espías múltiples, iba a tener la misión de matar al investido ya jefe supremo del bando llamado nacional. Al final no llevó a cabo tal misión, durante mucho tiempo fue un misterio todo este ínfimo capítulo de la guerra y del espionaje, aunque Kim Philby se convirtió a todas luces en uno de los mitos del espionaje internacional, un precedente de los espías dobles y al que el periodista Enrique Bocanegra dedicó en 2017 un estudio, que mereció el premio Comillas: Un espía en la trinchera. Kim Philby en la Guerra Civil española, publicado por Tusquets Editores.

Esta presencia soviética y la influencia de los agentes y espías enviados por la URSS fue también a todas luces determinante en uno de los capítulos más obscuros y brutales de la República, el aplastamiento de la revolución española y la represión que se ejerció contra los anarquistas, pero sobre todo, con especial inquina, contra el POUM, cuyo principal dirigente, Andreu Nin, desapareció a comienzos del verano del 37 y fue asesinado, acusándosele, a él y a su organización, de haber montado una estructura de espionaje y sabotaje al servicio del fascismo. Pasados los años, tales acusaciones se vieron ya como un ejercicio de burda propaganda, salidas del aparato de Estado soviético y del propio Stalin, que convirtió su polémica con Trotsky, al que consiguió asesinar años después mediante un agente español enviado a México con tal propósito, en una campaña de persecución contra todo lo que sonase vagamente a trotskista.

Pero España no sólo fue objetivo del espionaje soviético, también otros Estados enviaron sus agentes a España, principalmente Alemania, Gran Bretaña y los Estados Unidos. Además, no sólo se limitó dicha presencia a los años de la guerra, sino que España siguió siendo, acabada la guerra, un escenario donde campaban los espías a sus anchas, salvo los soviéticos, por razones obvias, ya no podían actuar como lo habían hecho hasta entonces. Hay que tener en cuenta que el régimen franquista se mantuvo neutral durante la Guerra Mundial. En este sentido, también Portugal fue neutral, sin duda por la conciencia del país de ser periférico en Europa, y aquí también camparon a sus anchas las redes de espionaje, más cuando Lisboa se convirtió en el punto de salida de miles de refugiados europeos, muchos de ellos judíos, hacia América.

 En todo caso, no se conoce del todo bien hasta qué punto la neutralidad española fue una imposición del régimen alemán o una maniobra de la dictadura española, en cuyas bases había diferentes posiciones políticas y los filonazis, contra lo que pudiera pensarse en algún momento, no eran mayoría. Una buena parte del falangismo miraba más bien al fascismo italiano como modelo. Los monárquicos de línea Alfonsina, al igual que la derecha republicana que acabó apoyando el alzamiento por cuestiones prácticas (o por el miedo a una revolución social), tenían mayores simpatías hacia los británicos, mientras que los sectores carlistas y católicos ultramontanos tampoco sentían mucha simpatía por todas aquellas diatribas raciales y supremacistas del nazismo. Pero las ideologías y los posicionamientos políticos no pesaron tanto en la toma de decisiones del dictador español y su camarilla de militares, tal como escribió Dionisio Ridruejo en Casi unas memorias, al final y al cabo eran militares y la política como batalla de ideas no les interesó mucho. Sin duda, dejaron hacer a los servicios extranjeros, incluso con la colaboración de españoles, para poderse apoyar en unos u otros cuando fuese conveniente, a espaldas, eso sí, de una población que bastante tenía con sobrevivir a las condiciones de vida tan duras.

Es algo que se aprecia en la novela de Fernando García Pañeda, Todos tus nombres, publicada en Suma de Letras en 2018, donde aparecen varias redes de espionaje investigando el tráfico de obras de arte, pero en el fondo bregando las distintas redes por mantener el control, en un momento en el que el declive de Alemania en la guerra, estamos ya en 1944, ha motivado que el régimen español haya deslizado sus posiciones hacia los aliados. La novela, tal vez en un exceso de datos e información que mengua en gran medida la fuerza del propio relato, pone de manifiesto una atmósfera de intereses y tejemanejes políticos sin duda muy presentes en el momento. El epicentro de esta novela, por lo demás, se sitúa en Vizcaya, en el Bilbao de las familias principales, las de Neguri, cuyos intereses no son estrictamente los mismos que los de los otros bandos que favorecieron el alzamiento, más próximos a los intereses británicos.

No lo dice el autor, pero llama la atención que esa anglofilia coincidiera con la del PNV y la burguesía vasca que no apoyó a Franco en su momento, y que acabó formando su propia red al servicio de Gran Bretaña y de los Estados Unidos, con la vaga esperanza de que algún día ambos países apoyaran un hipotético Estado vasco. Hay que recordar en este sentido a Jesús de Galíndez y la novela que le dedicó Manuel Vázquez Montalbán.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Paisajes industriales


Existe una cierta atracción por los paisajes urbanos e industriales. Atraen cuando están en plena vorágine, pero también, sobre todo, cuando están en declive y se muestran heridos, los edificios se van abandonando y sus rincones aparecen ajados, solitarios. Atraen por la noche, cuando se impone la soledad más absoluta que viene acentuada por esa obscuridad rota que provoca el brillo de un sinfín de luces.

Atraen los polígonos, las grandes fábricas, los almacenes y tinglados, quizá porque nos sugieren un orden, un orden extraño, puede que un orden añorado por las ideas de progreso que ya se han diluido casi por completo: intuimos que el progreso fue un engaño, un mero artificio que creyeron hasta hace bien poco las generaciones pasadas, cuando la revolución industrial abrió la caja de Pandora de la ambición, y los burgueses, herederos de los antiguos comerciantes y de los gremios de artesanos, fueron apropiándose de los mecanismos de poder. Lograron convencer a los trabajadores, emigrados muchos de ellos desde el campo, de que iban a ser partícipes de una gloriosa etapa sin fin. El proletariado se incorporó a un sistema de progreso, aparente e ilimitado, incluso se incorporó a ese concepto de progreso aquel proletariado que vivió bajo el sueño/pesadilla del estalinismo y que se derrumbó al tener los pies de barro para incorporarse de nuevo al capitalismo del siglo XXI. Sí, vale, mejoraron en gran medida, todos ellos, sus condiciones de vida, que no es poco, sobre todo si tenemos en cuenta los millones de personas que han quedado al margen del reparto de bienes, a menudo por la mera suerte de nacer en un lugar o en otro. Pero hablamos de acumulación, no de progreso.

Sea lo que fuere, no parece que sea posible el progreso. Puede que algunos consigan mayores riquezas, los menos, pero no es progreso como el que se creía que iba a haber, progreso como mejora material, cultural y moral, sólo habrá, con suerte, mera acumulación. Claro que de haber mayor progreso, progreso real, el habido hasta ahora, aceptémosle que lo es, sólo el material, a todas luces se volvería –se vuelve ya– contra nosotros en forma de crisis ecológica, destrucción del medio ambiente y cambios bruscos en las condiciones naturales.

Permanece no obstante ese atractivo del paisaje urbano e industrial. Quizá goce de la belleza que le concede la añoranza de lo que pudo ser y no fue, o de lo que sólo se rozó apenas.

En este sentido, Bilbao y toda la cuenca del Nervión es buena muestra de ese desarrollo industrial que perduró hasta finales del siglo pasado y que se mantiene hoy, aunque haya cambiado mucho en los últimos años. Ramiro Pinilla consiguió describir en buena parte de su trilogía, Verdes valles, colinas rojas, el inicio y desarrollo de esa industrialización del Nervión, con la aparición de un sinfín de industrias a lo largo de la ría y que supuso a su vez el crecimiento de las ciudades de la Margen Izquierda –Baracaldo, Sestao, Portugalete y Santurce-, o por su parte, al sur de Bilbao, Basauri, así como de los barrios obreros de la propia capital, como Santutxu, Zorroza, Recalde o Bolueta.

Durante lustros Bilbao y su zona de influencia fue un importantísimo núcleo de trabajo y de capital. Los Alto Hornos ejercieron de enorme faro económico, laboral e industrial. Se vivieron los vaivenes de una realidad no siempre pacífica, a menudo conflictiva, pero que se recuerda con no poca añoranza, esa añoranza del idílico progreso.

En 2009 Patxo Tellería y Aitor Mazo dirigieron una película muy bella, y tal vez simbólica, La máquina de pintar nubes, que narra una historia del tardofranquismo, tan agitado en lo político y lo social, en que Andrés, contable en una nave industrial y pintor aficionado, intenta inculcar el amor a la pintura a sus dos hijos, pero el mayor, el que tiene más posibilidades, no parece muy dado a seguir tal afición, mientras que Asier, el pequeño, el que parece querer pintar, aunque sólo sea para seducir a una muchacha algo mayor que él, padece de daltonismo. Todo está envuelto en una nostalgia por aquel tiempo industrial, con síntomas ya de que la actividad fabril sufre un cierto cansancio, aunque faltará apenas un decenio para que se afronte una brutal reconversión.

Veintitrés años antes Imanol Uribe muestra en una película, Adios Pequeña, un retrato menos amable de ese Nervión industrial, con un trasfondo de ocultación y hampa, de delincuencia violenta y tráficos ilegales. La abogada Beatriz Arteche, interpretada por Ana Belén, de buena familia, de las de Neguri, decide darse de alta en el turno de oficio y pasa a defender a un traficante de poca monta que distribuye cocaína por la Margen Izquierda, en aquellos años ochenta de droga dura en la zona. La investigación que llevará a cabo para afrontar la defensa de su patrocinado le llevará a descubrir algo no esperado y muy cercano.

Pero será sin duda Daniel Calpasoro quien mostrará el lado más hosco y virulento del declive de la industria local y sus efectos. En 1995 dirige su ópera prima, Salto al vacío, que es la historia de Alex, interpretada por Najwa Nimri, que forma con tres amigos una banda delictiva y que trafica con armas y drogas. Estamos en pleno efecto de la reconversión que ha dejado sin empleo a miles de trabajadores que ya vienen a su vez de una crisis profunda. El grupo de Alex es violento, pero más que por las acciones que acometen, que también, lo es porque cada uno de ellos lleva una enorme violencia dentro de sí, una violencia formada por frustración, desesperanza, desasosiego e impotencia. No se enfrentan contra la sociedad, contra el (des)orden del mundo, sino contra sus propias vidas y su destino, lanzan uno y mil exabruptos contra un Dios que apenas es una mención para ellos como signo de que su rebelión es sobre todo interior y estéril.

Ese aparente orden de los polígonos, las grandes fábricas, los almacenes y tinglados oculta, en el fondo, algo obscuro y tenebroso, un lado obscuro que todos tenemos y que vemos reflejado en nuestros entornos industriales. Tal vez sea eso lo que añoramos del paisaje industrial. Cuando la sociedad ha cambiado tanto, o eso creemos, cuando la sociedad postindustrial se decanta por los servicios, por otros tipos de empleos, creemos ver ese orden tenebroso en los restos de las naves industriales. Aunque quizá todo el horror se haya a su vez reconvertido y nos envuelve del mismo modo angustioso, sin sentido ni futuro.

martes, 4 de septiembre de 2018

Sobre identidades y estereotipos


Estamos otra vez de vuelta al debate de la identidad colectiva –cultural, nacional o política, que tampoco está claro de qué hablamos–, si es que alguna vez hemos dejado de hablar de ello. En Alemania vuelven las manifestaciones, de momento minoritarias, de afirmación nacional, muchos Estados europeos bloquean sus fronteras ante la llegada de personas de África o Asia, en los Estados Unidos Trump ganó las elecciones con el deseo/lema de que el país volviese a ser grande y en Cataluña continúa el debate sobre su identidad, en forma más bien de identidad política, esto es, la pertenencia a una colectividad que busca una forma de poder, un Estado.

Hay que aclarar, primero de todo, que no intento poner los ejemplos citados al mismo nivel ni insinuar que todos comparten una misma base, no es así en absoluto. Cada caso, cada modelo y cada conflicto, si lo hay, responde a cuestiones y a bases diferentes, en algunos casos hay una posición reaccionaria, las manifestaciones en Alemania, por ejemplo, rozan y atraviesan las posiciones ultraderechistas, racistas, agresivas contra lo exterior, mientras que en la cuestión catalana, hoy, al otro lado, posee un elemento bien diferente, hay un planteamiento de fondo sobre lo que debe ser la democracia y sus límites e incluso hay en el soberanismo catalán corrientes progresistas, de izquierda e incluso rupturistas y revolucionarias, se debe reconocer, aunque en ocasión todo ello roce cierto ridículo en algunos de sus planteamientos.

Pero ni qué decir tiene que en el trasfondo estamos hablando de identidades. O más bien en la proclamación o en la necesidad de reafirmación de la pertenencia a una identidad. Sin querer entrar de un modo pretencioso en disquisiciones antropológicas o de falsa erudición, uno tiene la sensación de que estamos en un momento en que los límites de las identidades se diluyen más y más, debido en gran medida a los nuevos medios tecnológicos, a las mayores facilidades de viajar –el viajar nos cura del nacionalismo, se suele decir, como leer del fascismo; se atribuye a Unamuno, aunque proviene tal vez de Pío Baroja, que se refería, más que al fascismo, al carlismo- y a la sensación de que las sociedades son más multiculturales o multiétnicas. Es el debate de la globalización del que se hablaba a finales del siglo XX frente a lo cual algunos defienden las identidades fuertes.

Puede que algunos debates sobre la identidad sean forzados, respondan a intereses turbios o muestren temores ancestrales. Es un despropósito pensar que ciertas sociedades desarrolladas se enfrenten a un enorme peligro por la llegada de inmigrantes, muchas veces en condiciones sociales inferiores, aunque se han forjado demasiadas leyendas urbanas al respecto.  

Sea lo que fuere, la identidad existe, una identidad que nos viene dada: nacemos en un medio, hablamos un idioma que compartimos con otros individuos, poseemos algunas características físicas mayoritarias en el grupo, nos educamos en determinadas claves y asumimos algunas referencias compartidas, con independencia de que con el tiempo seamos más o menos críticos con éstas. Pero es algo que nos viene dado, no lo elegimos. Claro que la identidad no siempre es un traje a medida, inamovible. Depende mucho, desde luego, del grado de libertad y de amplitud de miras que posea una sociedad determinada. Se acrecientan luego los intercambios con otras sociedades y hay otro factor, este individual, el de las identificaciones con otros valores, otros pueblos diferentes al nuestro, otras culturas.

También hay otro factor que de pronto, en este cambio de siglo, parece haber desaparecido de nuestras referencias: el factor social. La desaparición, aparente o real, de alternativas políticas y sociales ha supuesto que se haya suprimido -¿escamoteado?- de nuestras miradas sobre lo real la pertenencia a las clases sociales, definidas éstas según los modelos del siglo XIX y XX, dos siglos en los que conceptos como lucha de clases o clase obrera y clase burguesa eran dominantes. Hoy se impone una concepción de clase media, cualquier cosa que sea esto.

La escritora británica Zadie Smith plantea en sus novelas esta cuestión de las identidades, coloca el debate sobre su definición y sus límites en el trasfondo de sus narraciones. Lo centra con gran ironía, y con frecuencia consigue mostrar bien a las claras el absurdo de muchos de estos debates. Pero además riza el rizo al contextualizar el tema no en las capas sociales más bajas, los trabajadores, las clases medias y populares, sino en capas altas, adineradas o cultas.

En su novela On Beauty (Sobre la Belleza, traducido al castellano por Ana María de la Fuente) el choque se da en la universidad americana de Wellington, donde da clases el profesor británico Howard Belsey, blanco, culto, liberal (en el sentido norteamericano del término liberal, esto es, progresista) y casado con una mujer negra norteamericana, con quien tiene tres hijos, los dos mayores, Jerome y Zora, universitarios y cultos, mientras que el menor, Levi, activista en favor de los inmigrantes haitianos. Se enfrenta intelectualmente a Monty Kipps, como él británico y profesor universitario, pero negro y conservador, contrario a la discriminación positiva en lo que respecta a las minorías étnicas y poco partidario de que las universidades se muestren “sensibles” a cuestiones extracadémicas.

El resultado es una novela irónica sobre tales debates. Sus intervinientes caen en contradicciones y no pueden a su vez evitar caer en posiciones racistas –hay que destacar los comentarios vertidos en algunos momentos sobre los haitianos, negros pobres, por norteamericanos negros y adinerados- o a todas luces clasistas. Porque muchas veces, se debe reconocer, muchas actitudes no responden a posiciones racistas, sino de aporofobia, ese neologismo tan acertado, acuñado por la filósofa Adela Cortina.

En este sentido, cabe tener en cuenta que entre los inmigrantes arribados este verano a la Comunidad Autónoma Vasca y que muestran no pocas carencias en las políticas sociales de las administraciones autónomas hay varias personas incluso con formación universitaria, pero no se tiene en cuenta ni se sabe, al fin y al cabo todos responden a un mismo estereotipo, el de una condición de miseria de la que escapan, aunque nadie se molesta en conocer las circunstancias. Tal vez sea otro debate, pero allí está el dato.