jueves, 29 de septiembre de 2016

Irène Némirovsky

Al acabar la segunda guerra mundial miles de supervivientes de los campos de concentración y de desplazados a lo largo y ancho del continente europeo recorrieron de nuevo Europa bien para regresar a sus hogares, o a lo que quedase de ellos, bien para encontrar otro lugar donde vivir. La imagen de miles de personas, hombres y mujeres, niños y ancianos, avanzando por el continente, tras seis años de devastadora guerra, portando sus pocas pertenencias, con sus heridas físicas y espirituales bien patentes, debió de ser tremenda. La puerta de entrada en París fue la Gare de l´Est, la Estación del Este, sobre todo de los supervivientes de los ignominiosos e inaceptables campos. Mucha gente se acercó a la estación para esperar a parientes o amigos, o al menos para intentar reconocer entre los recién llegados a aquellos de los que habían perdido la pista, y también para brindar una pizca de solidaridad y dar una silenciosa bienvenida, pese a todo, a quienes habían sufrido tanto horror.

Entre las personas que se acercaron a la estación estaban las hermanas Élizabeth y Denise Epstein, de dieciocho y dieciséis años respectivamente. Esperaban encontrar a su madre, la escritora Irène Némirovsky, que a principios de noviembre de 1942 fue detenida y deportada a Auschwitz por su condición de judía, aun cuando se hubiese convertido a la fe católica y bautizado tres años antes. Pero dominaban en Alemania y en los territorios ocupados las absurdas y criminales leyes raciales impuestas por los nazis, por fin abrogadas y quién sabía entonces si exoneradas para siempre del continente. Era difícil encontrar a una mujer, a una sola persona, entre los cientos y cientos de personas que llegaban todos los días en los trenes. No debieron de ser pocas las ocasiones en que se confundieron y creyeron -quisieron- ver los rasgos de su madre en algunas de las mujeres que se cruzaban con ellas. Decidieron también acudir al hotel Lutetia, cuyo propietario puso al servicio de los supervivientes de los campos. Seguramente sabrían las hermanas Epstein en ese momento, o lo sabrían sin duda más tarde, que ese lujoso hotel había alojado a numerosos escritores y artistas. En él escribió Albert Cohen Belle du Seigneur y James Joyce esbozó algún capítulo de Ulises. Se alojó también allí la maravillosa Joséphine Baker, antes de adoptar la nacionalidad francesa. Durante la ocupación los servicios de información y contraespionaje del Ejército nazi lo eligieron como estado mayor.

Tampoco en el hotel Lutetia encontraron a su madre. Ambas hermanas guardaban en casa una maleta con fotos, papeles personales y el manuscrito de la última novela de Irène Némirovsky, Suite Française, escrita durante la guerra con letra minúscula, hubo que economizar tinta, y un papel de mala calidad. Ansiaban devolvérselo, tal vez como forma de reconciliarse con la vida, con la historia o con la Francia que tanto amó la escritora. Buscaron en vano. Irène Némirovsky había muerto gaseada al poco de llegar al campo de Auschwitz. Aquella maleta, por tanto, quedó cerrada durante mucho tiempo, sin duda abrirla iba ser doloroso. Era mejor esperar y quedarse de momento con los pocos recuerdos que las hermanas Espstein podían guardar en su memoria, no muchos, desde luego, teniendo en cuenta su edad y que hacía tres años de su separación.

Es evidente que ninguna persona, cualquiera que fuese su condición, merecía la muerte atroz impuesta por el terror nazi. Alemania, la patria de filósofos y poetas, de músicos y artistas de tantas áreas, se convirtió de pronto en el epicentro de la funesta apología de la pureza racial y del consiguiente exterminio realizado con métodos industriales. Claro que no fue nada nuevo, nada que la humanidad, de un modo u otro, hubiera ya vivido: la historia estaba repleta en todas partes de masacres crueles y devastadoras y seguirían ocurriendo después, como bien sabemos. Alemania no es ni más ni menos culpable que cualquier otro pueblo susceptible siempre de alcanzar de nuevo las más altas cuotas de horror. La guerra es el nexo de las diversas etapas de la historia y a todas luces afectan a la cotidianidad, lo queramos o no, estemos o no implicados con la realidad circundante, tal como ha logrado transmitir Irène Némirovsky en Suite Française. Ella misma tuvo que vivir en carne propia los caprichos crueles de la guerra y de ese siglo XX tan funesta. Nadie escapa al horror, aun cuando se introduzca en cualquier torre de marfil.


Nacida en Kiev en 1903, hija de un banquero de buena familia -que a su vez había vivido indirectamente los progroms de Elisabethgrad en 1881- y de Fanny Némirovsky, con quien nunca mantuvo una buena relación, asistió a la revolución rusa de 1917, aunque fue éste un hecho que ocurría fuera de las paredes de su biblioteca mientras ella estaba más bien sumergida en la lectura fascinante de los autores franceses. En 1918 la familia logró huir a Finlandia y un año después emprendió viaje hacia Francia, donde se afincaron. De este modo, la propia vida de la escritora reflejó hasta qué punto podían los efectos de la realidad afectar a cada una de las vidas singulares. No importaba que en Francia recuperase la vida holgada gracias a haber salvado su padre la fortuna familiar, lo que le permitió una vida burguesa en París y en Biarritz, donde pasaba largas temporadas, llegó incluso a aprender vasco. Nadie escapa a la realidad, por decirlo de un modo ampuloso.

Pero nada le impidió describir la realidad, esa misma realidad tan desagradable, de un modo brillante, tal vez porque, al contrario que su madre, una mujer un tanto egocéntrica y obsesionada por su propia belleza, no estaba tan centrada en sí misma y lograba mirar lo que le rodeaba con fruición, con dotes de observación, fundamental en cualquier escritor, y eso lo transmitía al papel con maestría. No en vano el editor Bernard Grasset quedó maravillado con aquella primera novela que recibió en 1929, David Golder, que Irène Némirovsky había empezado a escribir en el País Vasco francés, y sin dudarlo decidió publicarla, dando comienzo de este modo a una brillante carrera literaria. Cuando diez años después comenzaba la guerra, Irène Némirovsky tuvo que dejar a sus hijas al cuidado de la madre de su niñera y volver a Paris con su marido. Sigue escribiendo, es su manera de estar viva, de no sucumbir a las leyes impuestas, al dolor y a la imposición de llevar la estrella amarilla en su ropa. En junio de 1940 las tropas nazis llegan a Paris. Miles de personas salen aterradas de la capital francesa. En un pequeño cuaderno de papel malo comienza a escribir lo que proyecta como cuatro historias que narran esa cotidianidad y describen el infierno que se esconde tras los gestos que creemos tan normales. Sólo tiene la oportunidad de escribir dos, Tempête en juin (Tormenta en junio) y Dolce, que guardará en la maleta que entrega a la niñera Cecile Michaud y que será la que posean las hijas cuando buscan a su madre en el París de la liberación.



jueves, 22 de septiembre de 2016

Amílcar Cabral

           teus montes e teus vales
           não sentiram passar os tempos
           e ficaram no mundo dos teus sonhos

                                             del poema Ilha


En diciembre de 1941 Juvenal Cabral, profesor de primaria en Cabo Verde, escribe al Ministro portugués de las Colonias, Vieira Machado, de visita en Praia, una carta en la que le propone algunas medidas para luchar contra la sequía que padecen las islas. Sabe de lo que habla: su abuelo materno es propietario de tierras, la agricultura es algo que se vive muy de cerca en su ámbito familiar, pero sin duda también una gran parte de sus alumnos proceden de familias que trabajan la tierra y que sufren a su vez los efectos de la seca. No parece que la carta tenga mucha repercusión en la acción del gobierno, es posible que ni siquiera fuese leída, ni por supuesto tampoco en las autoridades coloniales. Las islas seguirán con sus problemas de agua, a todas luces insuficiente para el trabajo agrícola. La abundante agua del mar salada no sirve para tales menesteres. Juvenal Cabral seguirá preocupado por dicha situación y por el estado de las tierras y de los campesinos, que a todas luces no pueden remontar si no se varía esa dejadez en la que viven. Es algo que está en boca de todos, se habla y se discute con preocupación este estado de cosas, por supuesto está también está presente en la familia Cabral, en las preocupaciones cotidianas de profesor que expondrá con frecuencia en su casa.

Cuatro años más tarde, influido por ese ambiente agrícola y esa preocupación por las tierras, el hijo de Juvenal Cabral, Amílcar, se trasladará a Lisboa para estudiar agronomía. Sin embargo, en 1941, cuando su padre escribe la carta al ministro, el joven Amílcar parece más interesado por la poesía. Escribe poemas, muchos de ellos amorosos, casi todos influidos por la literatura clásica, no en vano la biblioteca familiar está repleta de libros griegos y latinos, herencia del otro abuelo de su padre -fue él quien eligió el nombre de Juvenal para su nieto e influirá indirectamente en el nombre de su biznieto-, poemas que firmará en esos momentos como Larbac, anagrama de su apellido. La literatura estará siempre muy presente en la vida de Amílcar Cabral, a pesar de que la vida le conducirá por otros derroteros.

Porque cuando llega a Lisboa, a finales de 1945, se vive cierta efervescencia política y social, hay un momento de ilusión ante las posibilidades de cambio que pudiera transformar Portugal y, por ende, las colonias. Aunque procede de Cabo Verde, Amílcar Cabral ha nacido en Bafatá, en Guinea. De hecho, Guinea-Bissau y Cabo Verde están íntimamente ligadas entre sí, hay en ese momento un sentimiento de pertenencia a un mismo país, comparten el crioulo, una lengua franca que se habla en el territorio continental y en el archipiélago de los Bijagos por etnias que hablan a su vez muchas lenguas y dialectos diferentes mientras que en Cabo Verde es la lengua más presente junto al portugués. Pero además, en Lisboa. hay muchos estudiantes de las otras colonias portuguesas en África, de Angola, Mozambique y Santo Tomé y Principe, entre ellos hay una enorme convivencia en la Casa de los Estudiantes del Imperio -Pepetela describe este centro en su novela A Geração da utopia-, que se convierte en el centro de los estudiantes africanos, y se relacionan también con estudiantes de la metrópoli que ya empiezan a manifestar un profundo rechazo al régimen dictatorial.


Son años en que la conciencia de africanidad se da también entre los estudiantes de otras colonias europeas. No es algo nuevo que llegue de pronto, pero rebrota con fuerza y se extiende entre poblaciones que reclaman abiertamente su deseo de tomar el control de sus sociedades, de sus países, en formas sin duda muy diferentes, con grandes discrepancias entre los diversos núcleos, pero con una voluntad clara de emancipación. Leopold Sedar Senghor publica unaAnthologie de la nouvelle poèsie négre et malgache, por la que Amílcar Cabral se interesa. Está latente el tema de la negritud y de las relaciones entre blancos, negros y mestizos. No en vano Cabo Verde es un caso algo diferente al resto de África pues su población desciende en gran medida de la mezcla entre etnias, en unas islas que apenas contaba con población hasta el siglo XVI y donde se da hoy una proporción muy alta de mestizos.

Marcha de la metrópoli en 1952 y se establece en Bissau, donde comenzará su activismo tanto en el ámbito profesional como político. Es ese papel destacado entre los núcleos guineanos lo que le reportará no pocos problemas. En 1955 se le ordena abandonar Bissau y el territorio continental de Guinea, a donde sólo podrá viajar una vez al año para visitar a la familia. Aprovecha una de esas visitas para fundar, el 19 de septiembre de 1959, el Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde (PAIGC), junto a otros activistas. Son años en los que participa en varios foros internacionales por la descolonización. Aunque se optará al final por la lucha armada, como ya ocurre en Angola y en Mozambique, hay en el ideario de Amílcar Cabral una profunda vocación negociadora, que por desgracia el régimen salazarista no atiende en absoluto. Tiene también muy claro que esa necesidad de reafricanización de los espíritus que reclama no se dirige contra los tugas, los portugueses, que sufren también la dictadura, por lo que presta atención a las alianzas de las organizaciones antifascistas, cualquiera que sea el ámbito territorial en la que actúen.

La guerra colonial en Guinea Bissau será cruenta, brutal, y determinará en gran medida a que una parte de los soldados portugueses acaben apoyando el movimiento de los capitanes que desencadenará la revolución de los claveles en 1974. Por desgracia, Amílcar Cabral no lo verá, muere asesinado en enero de 1973 en Conakry por una facción del PAIGC que es desactivada horas después por mandato de Seku Turé, presidente de Guinea-Conakry, donde se hallaba refugiado Cabral y parte de la dirección del partido. Este hecho no beneficiará al ejército portugués, al contrario, se intensifica la guerra que se detendrá tras el 25 de abril de 1974. Unos meses antes, el 24 de septiembre de 1973, se había declarado unilateralmente la independencia.


Amílcar Cabral, poeta, político, agrónomo, es hoy unas de las figuras claves no sólo en Cabo Verde y Guinea Bissau, sino en toda África y que sigue siendo reivindicada por el pensamiento político y social actual.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Diez días que no existieron

El 24 de febrero de 1582 el Papa Gregorio XIII promulgaba la bula Inter Gravissimas por la cual se reformaba el calendario Juliano, vigente desde el año 46 a. C. Para llevar a cabo dicho cambio fue necesario que no existieran diez días de octubre: al jueves 4 le sucedió el vienes 15 de ese mes. Esa reforma requirió de muchos años de estudio, iniciados algunos de ellos en la Universidad de Salamanca, ya a principios del siglo XVI, estudio en el que participaron numerosos científicos europeos. Uno de ellos fue Christopher Clavis, jesuita alemán, profesor de matemáticas en el Colegio de Roma, perteneciente a la Compañía de Jesús, y a quien el Papa designó finalmente, junto al español Pedro Chacón, para que estudiaran las bases del nuevo calendario, que pasaría a denominarse gregoriano y que es el que tenemos ahora y se ha impuesto en todo el planeta.

Christopher Clavis estudió durante cinco años, entre 1555 y 1560, en la Universidad de Coimbra, donde conoció a Pedro Nunes, en ese momento profesor de dicha Universidad. Matemático, cosmógrafo y geógrafo portugués, fue uno de los principales científicos de la época. De hecho, el matemático alemán divulgó en sus propias obras y a través de sus clases la obra de Nunes, que fue inventor del nonio, un instrumento para medir longitudes, algo fundamental en ese siglo de los grandes viajes. Sin duda, no es casualidad que fuera portugués, dada la importancia de Portugal en la aventura marítima. Bajo el reinado de João III esa aventura se intensificó, rodearon África y los navegantes portugueses alcanzaron China y Japón, además de establecerse en un sinfín de enclaves. En aquel siglo, que lo fue también de la ciencia, hubo un renacimiento de las materias científicas y también tecnológicas -otro jesuita, Mateo Ricci, discípulo de Christopher Clavis en el Colegio de Roma, fascinó a los chinos con un reloj de pared-, lo que contribuyó a la mejora de las sociedades y de la economía. La navegación resultó una de las beneficiarias de esas mejoras y permitió esos viajes por lugares apenas conocidos por los europeos, entre quienes se expandían numerosas leyendas, algunas desde hacía mucho tiempo, siglos incluso, como la del Preste Juan, que con toda seguridad incentivó la imaginación de muchos de los que embarcaron en los barcos, aunque sin duda movió más el hambre o la necesidad de escapar a los tribunales.

El siglo XVI fue sin duda un siglo fascinante que moldeó en Europa un tipo de individuo poseedor de una inmensa curiosidad por el pasado, por la historia y el pensamiento, por la literatura, pero también por la ciencia y la tecnología, por el medio ambiente. No abandonó por ello el interés por la trascendencia y el espíritu. La Reforma protestante, de la que conmemoramos su quinto centenario -mejor dicho, el acto formal de inicio, porque hubo muchos intentos previos- al colgar Lutero sus 95 tesis en la iglesia de Wittenberg, nos indica hasta qué punto fue fundamental la religión, tanto en lo personal -algunas de las nuevas corrientes religiosas se asentaron en la idea de recogimiento íntimo, la relación personal con Dios, en la base de su doctrina- como en lo colectivo, la idea de la comunidad es importante en todas las religiones, así también en su deriva política: la religión devino la argamasa ideológica de muchos de los nuevos Estados que iban apareciendo en Europa. Surge un tipo de persona que intenta observar la realidad como algo global, sin compartimentar los saberes, como se compartimentaron después. No en vano, muchos de los científicos de la época, como el propio Christopher Clavis, combinaron matemáticas y teología.

A pesar de todo este peso intelectual, no podemos obviar el lado negativo del siglo, como si todo avance comporte también su contraparte. Resulta evidente que el desarrollo en el pensamiento, en las artes y en las ciencias no elimina la posibilidad del terror o, dicho de otro modo, del enfrentamiento entre el bien y el mal, tan característico del ser humano. La aventura marítima, basada tanto en la curiosidad por lo que había fuera de Europa, en la observación de las realidades humanas y ambientales, supuso también el inicio del colonialismo a gran escala y también de la esclavitud. Por su parte, el desarrollo tecnológico trajo como consecuencia nuevos formas de matar, unas guerras más cruentas al aumentar la capacidad de destrucción. Por su parte, la conformación de los nuevos modelos de organización política, el Estado moderno, supuso la necesidad de homogenizar la sociedad -una lengua, un pueblo, una religión como objetivos a lograr para facilitar el gobierno- y por tanto la negación de la pluralidad cultural y religiosa que hubo en épocas anteriores. Un ejemplo de ello fue los nuevos modelos de inquisición que procuraron evitar las desviaciones heréticas de la ortodoxia así como la eliminación del otro, por ejemplo de cualquier tentación judaizante entre los conversos. En este sentido, Pedro Nunes descendía de judíos, pero él no tuvo problemas por ello, al contrario, tuvo buenas relaciones tanto con la monarquía portuguesa -con João III así como con su nieto D. Sebastião- como con la Iglesia Católica, fue uno de los matemáticos a los que el Papa Gregorio XIII consultó para la reforma del calendario. Claro que sus nietos, a comienzos del siglo XVII, sí tuvieron que enfrentarse a la Inquisición.

El calendario gregoriano se aplicó de inmediato en los países católicos y lo fueron incorporando los países que escapaban al dominio del Papado, los países protestantes primero, casi de inmediato a 1582, y después, poco a poco, los ortodoxos. Sólo algunas iglesias ortodoxas mantienen el antiguo calendario juliano para sus ritos, sobre todo. Lo que no se logró fue zafar todos los efectos negativos del momento entre esos diez días que nunca existieron.

jueves, 15 de septiembre de 2016

«Clase Media»

Otra interesante serie española de los ochenta con carácter histórico es «Clase Media», dirigida por Vicente Amadeo, también autor del guión, junto a José María Rincón. Intervienen actores que eran ya por entonces reconocidos en el país, como Antonio Ferrandis, Charo López, Xabier Elorriaga, Antonio Resines y Amparo Larrañaga.

Ambientada en el primer lustro del siglo XX, plena época de la Restauración, bajo la regia mirada de Alfonso XIII, cuenta la historia de la familia Requejo, formada por el padre, un impresor carlista propietario también de la librería de una ciudad castellana de provincias, dos hijos, uno médico y otro librero, y una hija, que se dedica a las labores del hogar (la época manda) y librera ocasional cuando su padre o su hermano no pueden atender. Esta familia asistirá -y sufrirá sus consecuencias- a las políticas pactistas, caciquiles y un tanto rastreras de la época, de esa Restauración que cumplía a rajatabla el aserto escrito en los años cincuenta por Lampedusa en «el Gatopardo»: cambiarlo todo para que nada cambie. La burguesía y los caciques locales pactarán en el selecto casino una serie de acuerdos, lo que permitirá que la vida social de la ciudad, y por ende de toda España, no cambie en lo fundamental, atendiendo eso sí a la Iglesia Católica, cuya jerarquía sigue manejando en gran medida el cotarro social y político, en cuanto que interviene sin aspavientos en muchas decisiones. De este modo, los políticos y otros hombres fuertes a su servicio, como el comisario de policía, se convierten en aliados de la jerarquía eclesial, lo que no les impide ser asiduos clientes de la casa de lenocinio.

La serie de ocho capítulos refleja también el inicio del movimiento obrero, pero sobre todo de la prensa como generadora de opinión e influyente en la realidad política y social del país. Pero lo que destaca la serie, bastante bien por cierto, es la situación de la mujer, marginada política y socialmente, cuando no supeditada a los hombres, a lo que hoy se denomina poder patriarcal, que a todas luces sigue existiendo, aunque esté, esperemos, en fase de desaparición. Surge por tanto, junto al movimiento obrero, en paralelo a él. un movimiento por la emancipación de la mujer y el reconocimiento de sus derechos e incorporación a la actividad política y social. Habrá que esperar a los años treinta para que este combate emancipatorio dé sus primeros frutos en forma de leyes que permiten el voto femenino y una cierta equiparación salarial, que todavía tardará mucho más en llegar, hasta el punto de que cien años después, en nuestra época, no se ha logrado de modo pleno.
  
La serie posee un tono costumbrista que recoge sin duda el estilo realista e incluso naturalista de muchos autores de la época en que se desarrolla la historia, la de Pérez Galdós o Baroja, citados ambos, y recupera también por otra parte dos nombres del sufragismo femenino español, los de Concepción Arenal y Amparo López Jean, en un guiño que supone un muy necesario reconocimiento a su labor e incidencia positiva en la realidad de aquel momento.

La tentación es enorme: comparar esa época con la nuestra, con estos últimos lustros de pactos y de políticas muchas veces a espaldas de la realidad y, sobre todo, de los pueblos, aunque es mejor no entrar a trapo, no realizar por lo demás comparaciones que, dícese, siempre son odiosas

Se puede ver la serie en: http://www.rtve.es/alacarta/videos/clase-media/

sábado, 10 de septiembre de 2016

«Recordar, peligro de muerte».


Si hay un año en que se pudiera fijar el inicio de un cambio profundo de la sociedad española en los últimos cincuenta años, en concreto de su estética, de su forma de actuar, de su manera incluso de expresarse, sin duda ese año sería 1986. Apenas hacía once años que el aparato político del país había dado un vuelco enorme. No fue seguramente el vuelco que muchos hubieran deseado para aquel periodo que se denominó como el de la transición a la democracia y que ahora ha dejado de ser “modélico”, que es como se calificó durante mucho tiempo. Hoy se revisa el análisis de ese periodo, incluso se cuestiona bastantes aspectos del mismo, salvo por quienes aún mantienen el discurso oficial, tan complaciente. Pero a todas luces es cierto también que se produjo un cambio real, no sólo estético. El mismo comenzó a gestarse antes de la muerte del General Franco, sin duda con muchos rifirrafes internos en el aparato de Estado y entre una clandestina oposición cuya fuerza real es difícil de evaluar.

En 1986 España ingresó de modo oficial en la Comunidad Económica Europea, la actual Unión Europea, lo que aportó una fuente de inversiones y planes de reformas económicas de gran envergadura. El país llevaba cuatro años con un gobierno de centroizquierda, cuya victoria electoral aplastante viene siendo considerada por la mayoría de los historiadores y politólogos como el momento de dar por terminada de un modo oficial la referida transición. Fue el año del referéndum de la OTAN, el gran hito que adecentó en cierto modo esa izquierda que demostró, por si alguien lo dudaba, que carecía de veleidades revolucionarias, que en definitiva era un partido de orden. Se cerró así el sepulcro de Largo Caballero, parafraseando, si se me permite, a Joaquín Costa. De este modo, España se acomodaba a los países de su entorno, fórmula muy en boga por aquel entonces. 1986 fue también el año en que se presentó la candidatura de Barcelona a los Juegos Olímpicos de 1992, que obtuvo y que produjo un profundo cambio estético y social, en unos años de enorme expansión económica de un país en el que, en palabras de un ministro de aquellos primeros gobiernos de centroizquierda, era tan fácil hacerse rico. O al menos aparentarlo.

Todos esos cambios se levantaron en gran medida sobre el silencio. Porque la Transición (con mayúscula, elevada la palabra a nombre propio de aquella etapa) dio carta de naturaleza u oficializó lo que era una realidad social: que terminada la guerra (in)civil, en un ya lejano 1939, se impuso un silencio basado en el miedo, en el sometimiento, en la victoria a veces acusatoria de los vencedores que optaron por uno de los bandos por mero beneficio, por mantener unos privilegios, también en la aceptación -sumisa o voluntaria- de que las cosas eran así, la actitud de lo que llaman la mayoría silenciosa, todos aquellos que optaban por no menear mucho el pasado para no repetir, al contrario de la frase hecha, la historia, por tanto para que no volviéramos al enfrentamiento constante, la guerra y la imposición. Con el cambio de siglo varió este marco general de silencio y se empezó a plantear la necesidad de recuperar la memoria de lo ocurrido, conocer el destino de muchas víctimas de la guerra y de los años posteriores. Coincide con lo antes mencionado, con un cuestionamiento y un análisis más críticos de los años de la transición. Habría que aclarar, porque todo aquí requiere de las aclaraciones correspondientes para evitar malinterpretaciones, que dicha recuperación, incluso recuperación crítica, del pasado en toda su amplitud -y con todas sus consecuencias- no siempre se plantea de un modo partidista, lo que tampoco sería malo por sí mismo, al menos en lo que es el planteamiento intelectual, y mucho menos con voluntad de encarnizamiento, el pasado no se puede cambiar al fin y al cabo.


Curiosamente, en 1986 RTVE emitió una serie española de ocho capítulos que llevaba el muy expresivo título de «Recordar, peligro de muerte». El título merecería por sí solo todo un análisis de significados simbólicos, aunque puede, como suele ocurrir en estos casos, que no fuera elegido de un modo intencionado. O al menos tan directamente relacionado con el pacto de silencio que se había establecido unos años antes. El guión lo escribió Josep Maria Benet i Jornet, escritor teatral y de cine que tiene en su haber otras populares series de época, en concreto de la posguerra y años posteriores. La historia contiene sin duda muchos de los elementos que en este momento son objeto de debate. Un autor teatral catalán, interpretado por Emilio Gutiérrez Caba, casado con una actriz de éxito en la escena barcelonesa, interpretada por Angels Moll, recibe un paquete de un asilado español refugiado en México con un manuscrito que aclara la muerte de su padre, un expreso político que sale de la cárcel en 1948 y que es asesinado. La trama nos lleva a conocer la responsabilidad que tuvieron muchos prohombres de Barcelona en lo ocurrido durante y tras la guerra civil, algo que se silenció, sobre todo después de la dictadura (y me temó que aún hoy perduran demasiados silencios). La desaparición del documento les lleva a buscarlo e investigar la autoría del crimen, junto a su criada, interpretada por Amparo Baró.

En lo que respecta a su estética, resulta cuanto menos curioso observar que la serie posee rasgos propios del cine y las series realizadas en los sesenta y setenta, tanto en las formas de vestir de los personajes como en la manera de interpretar, y eso choca tal vez porque 1986 pudiera parecernos hoy algo más actual, algo más cercano a lo que somos en este momento, pero percibimos que en realidad está más cerca de otras décadas. O por lo menos existe una transición que desembocará en una estética diferente. Por otro lado, hay detalles y reacciones de los personajes que resultan algo inverosímiles hoy, aunque sin duda será la necesidad de darle a la acción agilidad. Influirá también que nos hemos habituado a nuevos relatos audiovisuales, menos teatrales.

Sea lo que fuere, llama la atención que el tema tocara tan directamente un asunto de la historia cercana del país, en un momento en que el silencio estaba muy anclado en la sociedad, más cuando se iniciaba un periodo de expansión económica y de ascenso social que comportaba que nadie quisiera recordar cuando las cosas no iban tan bien y era preferible el olvido, no sentirse tan molesto por la historia reciente. En este sentido, la serie se enmarca mejor en los debates de hoy, donde muchos no quieren ya asociar el recuerdo con un peligro de muerte.

Es posible ver la serie en: http://www.rtve.es/alacarta/videos/recordar-peligro-de-muerte

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Stefan Zweig

Escribe Stefan Zweig: "Cuando pronuncio de una tirada "mi vida", maquinalmente me pregunto: "¿Cuál de ellas?" ¿La de antes de la guerra?¿De la primera guerra o de la segunda?¿O de la vida de hoy?". La vida no es lineal, no lo es la historia, no lo es nada. Los europeos se han (nos hemos) habituado sin duda a ese transcurso del tiempo lineal y plano en el que parece que no hay grandes saltos y que tampoco pueda contener, como consecuencia de ello, múltiples vericuetos por donde se cuelen los monstruos y surjan los horrores de un existir a veces absurdo. Sin embargo, a poco que nos fijemos nos damos cuenta de que no es así: el presente plácido, pequeñoburgués, apacible y aposentado que creemos que nos hemos dado no es real, apenas una fachada tras la cual se oculta el horror. Nuestro equilibrio se sustenta sobre una fina cuerda que se puede romper en cualquier momento. De hecho, miles de vidas se rompen en su moderna cotidianidad, en la nuestra, en esta Europa que se cree una isla de paz y felicidad, que se mira aún al espejo y se ve reflejada con una feliz hermosura tras la que se oculta el infierno siniestro y trágico.

En todo caso, para quien crea que lo dicho es exagerado, sobre todo lo referido a la estable y avanzada Europa, podemos afirmar que no siempre ha sido así, que esa Europa atalaya, faro cultural y social, modelo a seguir, ha tenido sus claroscuros. O, para decirlo de otra forma, Europa pudo tener en algún momento sus épocas doradas, pero éstas no fueron eternas, el espejo se ha roto demasiadas veces y nos ha dejado una estela de horror y desesperación.

El escritor austriaco Stefan Zweig nos habla con no poca nostalgia de la edad dorada de esa Europa burguesa ordenada y culta. Son los años de finales del siglo XIX y principio del XX, cuando todo es optimismo. Europa progresa, sí, se enriquece, en parte gracias al trabajo de millones de trabajadores cuyas condiciones no son siempre las mejores, pero que van ganando derechos y mejoras gracias a un movimiento obrero que toma conciencia de sí mismo y reclama otra realidad, basada en la solidaridad, en la fraternidad, en nuevos conceptos que dan lugar a un nuevo humanismo. Es una Europa culta, cosmopolita, que rechaza de pronto las barreras entre lenguas, pueblos y religiones, que rechaza las fronteras, entre los burgueses porque buscan nuevos mercados y beneficios, en lo relativo al proletariado porque ve en el internacionalismo nuevos lazos, complicidades y alianzas. 

Fue el tiempo de crecimiento de Zweig, como persona y como escritor. Es normal esa nostalgia, vivió al fin y al cabo su paraíso, la época de juventud, el tiempo del edén donde todo era posible. Austria fue un lugar idóneo para apreciar este cambio, en medio del continente: cerca de Alemania, comparte un mismo idioma, pero también se halla junto a Italia y Francia, referencias culturales sin ninguna duda, y no tan lejos de Londres, atractivo faro también.

La primera Gran Guerra rompió el espejo. No sólo fue una barbarie que presagiaba aún otra guerra más tremenda y desoladora, sino que cambió por completo el panorama europeo. El mapa político del continente se transforma por completo, se resquebraja y surge un nacionalismo agresivo, visceral, racista en muchos casos. La identidad se vuelve  un eje de la política que asfixiará las libertades. El fascismo es el monstruo que brota además en países de notable cultura y humanismo, en la Alemania de los filósofos y de los poetas, en la Italia levantada sobre el Renacimiento, faro de una nueva sensibilidad en todo el continente. El sueño de otra sociedad, de la transformación social revolucionaria que buscó el ideal de un nuevo ser humano, se convierte en una tiranía brutal. ¿Qué hacer ante dicho panorama?¿Cómo actuar y cómo escribir ante tanto salvajismo?

Stefan Zweig opta por abandonar un continente que deviene un lugar deplorable para quien ha visto el otro lado del mismo, que ha vivido una época dorada de las ideas y del arte, que se ha comprometido con sus semejantes. Se vuelve un apátrida porque "(...) es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia". No puede, empero, superar tanta destrucción externa e interna. Se suicida en Brasil, lejos de toda aquella locura. Sin duda, la realidad se le vuelve insoportable. Más de setenta años después, Europa tampoco se parece a la Europa que conoció Zweig de joven. Al contrario, vuelve a sentirse el hedor del nacionalismo exacerbado, de la tentación autoritaria, de la injusticia y de la insolidaridad. Ni siquiera nos queda, para colmo, el arte como refugio.