Al acabar la segunda guerra mundial miles de supervivientes de los
campos de concentración y de desplazados a lo largo y ancho del continente
europeo recorrieron de nuevo Europa bien para regresar a sus hogares, o a lo
que quedase de ellos, bien para encontrar otro lugar donde vivir. La imagen de
miles de personas, hombres y mujeres, niños y ancianos, avanzando por el
continente, tras seis años de devastadora guerra, portando sus pocas
pertenencias, con sus heridas físicas y espirituales bien patentes, debió de
ser tremenda. La puerta de entrada en París fue la Gare de l´Est, la Estación del Este, sobre todo de los
supervivientes de los ignominiosos e inaceptables campos. Mucha gente se acercó
a la estación para esperar a parientes o amigos, o al menos para intentar
reconocer entre los recién llegados a aquellos de los que habían perdido la
pista, y también para brindar una pizca de solidaridad y dar una silenciosa
bienvenida, pese a todo, a quienes habían sufrido tanto horror.
Entre las personas que se acercaron a la estación estaban las hermanas
Élizabeth y Denise Epstein, de dieciocho y dieciséis años respectivamente. Esperaban
encontrar a su madre, la escritora Irène Némirovsky, que a principios de
noviembre de 1942 fue detenida y deportada a Auschwitz por su condición de
judía, aun cuando se hubiese convertido a la fe católica y bautizado tres años
antes. Pero dominaban en Alemania y en los territorios ocupados las absurdas y
criminales leyes raciales impuestas por los nazis, por fin abrogadas y quién
sabía entonces si exoneradas para siempre del continente. Era difícil encontrar
a una mujer, a una sola persona, entre los cientos y cientos de personas que
llegaban todos los días en los trenes. No debieron de ser pocas las ocasiones
en que se confundieron y creyeron -quisieron- ver los rasgos de su madre en
algunas de las mujeres que se cruzaban con ellas. Decidieron también acudir al
hotel Lutetia, cuyo propietario puso al servicio de los supervivientes de los
campos. Seguramente sabrían las hermanas Epstein en ese momento, o lo sabrían
sin duda más tarde, que ese lujoso hotel había alojado a numerosos escritores y
artistas. En él escribió Albert Cohen Belle
du Seigneur y James Joyce esbozó algún capítulo de Ulises. Se alojó también allí la maravillosa Joséphine Baker, antes
de adoptar la nacionalidad francesa. Durante la ocupación los servicios de
información y contraespionaje del Ejército nazi lo eligieron como estado mayor.
Tampoco en el hotel Lutetia encontraron a su madre. Ambas hermanas
guardaban en casa una maleta con fotos, papeles personales y el manuscrito de
la última novela de Irène Némirovsky, Suite
Française, escrita durante la guerra con letra minúscula, hubo que
economizar tinta, y un papel de mala calidad. Ansiaban devolvérselo, tal vez
como forma de reconciliarse con la vida, con la historia o con la Francia que
tanto amó la escritora. Buscaron en vano. Irène Némirovsky había muerto gaseada
al poco de llegar al campo de Auschwitz. Aquella maleta, por tanto, quedó
cerrada durante mucho tiempo, sin duda abrirla iba ser doloroso. Era mejor
esperar y quedarse de momento con los pocos recuerdos que las hermanas Espstein
podían guardar en su memoria, no muchos, desde luego, teniendo en cuenta su
edad y que hacía tres años de su separación.
Es evidente que ninguna persona, cualquiera que fuese su condición,
merecía la muerte atroz impuesta por el terror nazi. Alemania, la patria de
filósofos y poetas, de músicos y artistas de tantas áreas, se convirtió de
pronto en el epicentro de la funesta apología de la pureza racial y del consiguiente
exterminio realizado con métodos industriales. Claro que no fue nada nuevo,
nada que la humanidad, de un modo u otro, hubiera ya vivido: la historia estaba
repleta en todas partes de masacres crueles y devastadoras y seguirían
ocurriendo después, como bien sabemos. Alemania no es ni más ni menos culpable
que cualquier otro pueblo susceptible siempre de alcanzar de nuevo las más
altas cuotas de horror. La guerra es el nexo de las diversas etapas de la
historia y a todas luces afectan a la cotidianidad, lo queramos o no, estemos o
no implicados con la realidad circundante, tal como ha logrado transmitir Irène Némirovsky en Suite Française. Ella misma tuvo que
vivir en carne propia los caprichos crueles de la guerra y de ese siglo XX tan funesta.
Nadie escapa al horror, aun cuando se introduzca en cualquier torre de marfil.
Nacida en Kiev en 1903, hija
de un banquero de buena familia -que a su vez había vivido indirectamente los progroms de Elisabethgrad en 1881- y de
Fanny Némirovsky, con quien nunca mantuvo una buena relación, asistió a la
revolución rusa de 1917, aunque fue éste un hecho que ocurría fuera de las paredes
de su biblioteca mientras ella estaba más bien sumergida en la lectura
fascinante de los autores franceses. En 1918 la familia logró huir a Finlandia
y un año después emprendió viaje hacia Francia, donde se afincaron. De este
modo, la propia vida de la escritora reflejó hasta qué punto podían los efectos
de la realidad afectar a cada una de las vidas singulares. No importaba que en
Francia recuperase la vida holgada gracias a haber salvado su padre la fortuna
familiar, lo que le permitió una vida burguesa en París y en Biarritz, donde
pasaba largas temporadas, llegó incluso a aprender vasco. Nadie escapa a la
realidad, por decirlo de un modo ampuloso.
Pero nada le impidió
describir la realidad, esa misma realidad tan desagradable, de un modo
brillante, tal vez porque, al contrario que su madre, una mujer un tanto
egocéntrica y obsesionada por su propia belleza, no estaba tan centrada en sí
misma y lograba mirar lo que le rodeaba con fruición, con dotes de observación,
fundamental en cualquier escritor, y eso lo transmitía al papel con maestría.
No en vano el editor Bernard Grasset quedó maravillado con aquella primera
novela que recibió en 1929, David Golder,
que Irène Némirovsky había empezado a escribir en el País Vasco francés, y sin
dudarlo decidió publicarla, dando comienzo de este modo a una brillante carrera
literaria. Cuando diez años después comenzaba la guerra, Irène Némirovsky tuvo
que dejar a sus hijas al cuidado de la madre de su niñera y volver a Paris con
su marido. Sigue escribiendo, es su manera de estar viva, de no sucumbir a las
leyes impuestas, al dolor y a la imposición de llevar la estrella amarilla en
su ropa. En junio de 1940 las tropas nazis llegan a Paris. Miles de personas
salen aterradas de la capital francesa. En un pequeño cuaderno de papel malo
comienza a escribir lo que proyecta como cuatro historias que narran esa
cotidianidad y describen el infierno que se esconde tras los gestos que creemos
tan normales. Sólo tiene la oportunidad de escribir dos, Tempête en juin (Tormenta en
junio) y Dolce, que guardará en
la maleta que entrega a la niñera Cecile Michaud y que será la que posean las
hijas cuando buscan a su madre en el París de la liberación.