Sor Juana Inés de la Cruz
acabó un magnífico prólogo al lector dirigiéndose a él, a ese lector suyo, quien
quisiera que fuese, para aconsejarle: « […] / si no te agrada la pieza / no desenvuelvas el fardo». A todas
luces, se trata de un buen consejo. La encomiable poetisa se lo recomendaba a
quien se acercase a su lírica, pero es aplicable a cualquier persona que, con
curiosidad o sin ella, abra un libro, asista a una representación teatral o musical,
o a ver una película o acuda a una exposición de obras de arte. Es evidente que
no todo lo que se publica, representa, se graba o se expone va a gustar a quien
lo lea o vea. Incluso buena parte de todo ello no alcanzará la más mínima
calidad y a pesar de ello se expone al ojo ajeno sin pudor. Al final, lo
aconsejable es que se sea selectivo: la vida es demasiado corta y hay mucho que
leer, ver y escuchar, ya perdemos demasiado tiempo con las obligaciones que se
nos imponen como para que, además, lo perdamos con aquello que en absoluto nos
interesa o, presumimos, nos va a desagradar por el motivo que sea. Pasemos de
largo y dejemos, en todo caso, que otros disfruten con aquello que nos pueda
disgustar.
Sin embargo, nuestra
sociedad del espectáculo se postula a favor de una cultura de masas, cualquier
cosa que esto sea, se potencia la visión del arte como una función a la que no
se puede faltar, del mismo modo que existen los best-sellers o las películas que no te puedes perder, e incluso las
administraciones públicas entran a saco en la gestión cultural, no sin ese
sesgo comercial que corresponde a lo que se llama desde hace tiempo el sector
de las industrias culturales. Se trata en efecto de la mercantilización de la
cultura, dicho esto sin falso moralismo ni indirecta contra el sistema: al fin
y al cabo, si se mercantiliza lo esencial para la vida, la comida o la
vivienda, por ejemplo, por muy amparadas que estén por las leyes básicas y
fundamentales de nuestro sistema político, ¿por qué íbamos a dejar fuera del
mercado la cultura?
Se levantan, por tanto,
grandes infraestructuras, polos de atracción que muchas veces se vuelven más
atractivos que lo que contienen. En Bilbao, por ejemplo, frente (literal y
metafóricamente) al discreto encanto del Museo de Bellas Artes se construyó el
Museo Guggenheim, un portentoso edificio que tiene el buen gusto de rememorar
la historia portuaria de la ciudad, con barcos que llegaban a la misma villa y
atarazanas que los construían hasta que las reconversiones industriales dieron
un vuelco a la vida económica del lugar; también hubo y hay exposiciones en su
interior de gran interés. Pese a ello no hay duda de que el edificio en
cuestión se ha convertido en el canto de sirena del nuevo mercado turístico que
se quiere potenciar en el lluvioso Cantábrico.
Pero además, el arte en
todas sus expresiones choca con otra característica de nuestro tiempo: la
corrección política, social y cultural. Dicho con otra expresión más brusca y general:
lo políticamente correcto. El arte mercantilizado, devenido también barniz
individual y colectivo en los países desarrollados, los de esta sociedad del
espectáculo, se encuentra también con la necesidad del buen gusto, que todo se
ajuste a una sensibilidad media, a un patrón que no rompa una cierta armonía
que nadie sabe cómo se ha establecido, ni sobre todo quien la ha decidido. El
arte ha de ser correcto, lo que no siempre significa educado, sino que se
refiere más bien a que se debe adecuar a patrones de pulcritud en el orden de
este mundo y no ser en lo político estridente, adaptarse a un arco aceptable de
opiniones, sin cabida a ninguna disidencia extrema. ¿Dónde queda por tanto el
arte crítico, el arte como reflexión de nuestro mundo, de análisis de lo real?
Nadie dice que no lo sea,
pero que el cuadro o la escultura no resquebrajen el tono del saloncito, por
favor.
Dicho todo esto, es
comprensible que la relación entre arte y política, al igual que entre arte y
religión, nunca ha sido cómoda y nunca lo será. Entre otros motivos, porque lo
lógico es que si yo concluyo que determinada posición política conforma mi
ideario, entonces cualquier posición distinta a la mía no será correcta; y si
además resulta contraria a lo que he concluido, tenderé a pensar que es falsa
cuando no una tontería. No, las ideologías no son respetables, no lo son por el mero hecho
de que las puedo rebatir y rechazar, algunas incluso no lo son en absoluto, lo
son en todo caso las personas que las defienden, que es a quien hay que
respetar, entre otros motivos para garantizar un sistema mínimo de convivencia
y porque a veces de la confrontación uno puede afinar más y mejor.
¿Qué hacer entonces
cuando la política interfiere en el proceso artístico y forma parte de la obra
de arte? Si el artista dejara aparcado su bagaje político, cuando lo tenga, en
un rincón de su cabeza y creara su obra al margen, entonces sería fácil
aproximarse al objeto: nos gustará o no por el impacto que nos cause, por los
logros estéticos que tenga o por el placer que produzca. Pero en muchas ocasiones
no es así, se establece un vínculo estrecho, a veces incluso la obra emite una
opinión que nos influirá de forma inevitable porque vamos a estar o no de
acuerdo con ella. En este sentido, Máximo Gorki y Edgar Neville escribieron
desde posiciones extremas y opuestas, y los leemos aun cuando no compartamos lo
que ellos defendían o incluso nos horrorice. Si en algún momento nos puede
desagradar tal lectura, se trata entonces de no desenvolver el fardo, siguiendo
el consejo antes citado. Estamos, empero, en la sociedad del espectáculo, de la
corrección política y de las grandes muestras donde se compra y se vende, pero
sobre todo se expone al gran público, y la tentación de expresar una opinión a
través del arte es muy grande, más cuando tal expresión se puede referir a un debate
en candelero, sensible hasta el extremo.
No hay duda de que lo
ocurrido en ARCO denota lo difícil que resulta a veces andar por el movedizo terreno del arte
y la política. Ha tenido visos un tanto estrafalarios, tal vez porque la
delirante realidad que se vive en el escenario político catalán, con toques absurdos,
cómico-trágicos y de extravagante patochada, han acabado por contagiar todo lo
que haga referencia al mismo. Que desde la dirección de IFEMA, sede de ARCO, se
llame a Helgar de Alvear, notable galerista residente en Madrid, para
solicitarle que retire los 24 retratos de Santiago Sierra reunidos bajo el polémico
título de «presos políticos en la España
contemporánea» ya resulta curioso, cuando no escandaloso. Igual de absurdo
resulta todo el rebomborio posterior, con intervención incluida de políticos de
primera fila, ora intentando justificar el desaguisado, ora responsabilizando a
otros de lo ocurrido, mero espejo del asunto político que ha motivado de lejos
la polémica. Por haber, ha habido un coleccionista que pasaba por allí con el
nombre de Jordi Pujol Ferrusola, sin ser el personaje que a uno se le viene a
la cabeza, según cuenta el ABC, y un comprador que depositó nada menos que
96.000 euros, IVA incluido, que no pudo mantenerse en el anonimato: Tatxo Benet,
socio de Mediapro, esto es, nada menos que de Jaume Roures, empresario polémico
porque mantiene, según dicen, tesis no muy lejanas al trotskismo en el que
militó y le achacan incluso estar detrás de lo ocurrido estos meses en las
quién sabe si realmente irredentas tierras catalanas.
Un sainete, vamos.
Todo esto coincide,
además, con la condena a prisión de un rapero por rimar letras con cierto tono
de mal gusto en sus canciones y un libro secuestrado como medida cautelar, a
petición de un exalcalde que aparece en él, al parecer no muy bien descrito.
También coincide con la propuesta de la CEOE de que se permitan contratos de
formación a desempleados mayores de 45 años y que los becarios jóvenes no
cobren por la prestación de sus servicios y que puedan cumplir con sus
funciones en horario nocturno y fines de semana. Cierto: esto último nada tiene
que ver ni con el arte ni con lo de ARCO. Pero resulta un fardo bastante más desagradable
y que da miedo de verdad.