jueves, 22 de febrero de 2018

Sobre el arte, ARCO y la vida

Sor Juana Inés de la Cruz acabó un magnífico prólogo al lector dirigiéndose a él, a ese lector suyo, quien quisiera que fuese, para aconsejarle: « […] / si no te agrada la pieza / no desenvuelvas el fardo». A todas luces, se trata de un buen consejo. La encomiable poetisa se lo recomendaba a quien se acercase a su lírica, pero es aplicable a cualquier persona que, con curiosidad o sin ella, abra un libro, asista a una representación teatral o musical, o a ver una película o acuda a una exposición de obras de arte. Es evidente que no todo lo que se publica, representa, se graba o se expone va a gustar a quien lo lea o vea. Incluso buena parte de todo ello no alcanzará la más mínima calidad y a pesar de ello se expone al ojo ajeno sin pudor. Al final, lo aconsejable es que se sea selectivo: la vida es demasiado corta y hay mucho que leer, ver y escuchar, ya perdemos demasiado tiempo con las obligaciones que se nos imponen como para que, además, lo perdamos con aquello que en absoluto nos interesa o, presumimos, nos va a desagradar por el motivo que sea. Pasemos de largo y dejemos, en todo caso, que otros disfruten con aquello que nos pueda disgustar.

Sin embargo, nuestra sociedad del espectáculo se postula a favor de una cultura de masas, cualquier cosa que esto sea, se potencia la visión del arte como una función a la que no se puede faltar, del mismo modo que existen los best-sellers o las películas que no te puedes perder, e incluso las administraciones públicas entran a saco en la gestión cultural, no sin ese sesgo comercial que corresponde a lo que se llama desde hace tiempo el sector de las industrias culturales. Se trata en efecto de la mercantilización de la cultura, dicho esto sin falso moralismo ni indirecta contra el sistema: al fin y al cabo, si se mercantiliza lo esencial para la vida, la comida o la vivienda, por ejemplo, por muy amparadas que estén por las leyes básicas y fundamentales de nuestro sistema político, ¿por qué íbamos a dejar fuera del mercado la cultura?

Se levantan, por tanto, grandes infraestructuras, polos de atracción que muchas veces se vuelven más atractivos que lo que contienen. En Bilbao, por ejemplo, frente (literal y metafóricamente) al discreto encanto del Museo de Bellas Artes se construyó el Museo Guggenheim, un portentoso edificio que tiene el buen gusto de rememorar la historia portuaria de la ciudad, con barcos que llegaban a la misma villa y atarazanas que los construían hasta que las reconversiones industriales dieron un vuelco a la vida económica del lugar; también hubo y hay exposiciones en su interior de gran interés. Pese a ello no hay duda de que el edificio en cuestión se ha convertido en el canto de sirena del nuevo mercado turístico que se quiere potenciar en el lluvioso Cantábrico.

Pero además, el arte en todas sus expresiones choca con otra característica de nuestro tiempo: la corrección política, social y cultural. Dicho con otra expresión más brusca y general: lo políticamente correcto. El arte mercantilizado, devenido también barniz individual y colectivo en los países desarrollados, los de esta sociedad del espectáculo, se encuentra también con la necesidad del buen gusto, que todo se ajuste a una sensibilidad media, a un patrón que no rompa una cierta armonía que nadie sabe cómo se ha establecido, ni sobre todo quien la ha decidido. El arte ha de ser correcto, lo que no siempre significa educado, sino que se refiere más bien a que se debe adecuar a patrones de pulcritud en el orden de este mundo y no ser en lo político estridente, adaptarse a un arco aceptable de opiniones, sin cabida a ninguna disidencia extrema. ¿Dónde queda por tanto el arte crítico, el arte como reflexión de nuestro mundo, de análisis de lo real?

Nadie dice que no lo sea, pero que el cuadro o la escultura no resquebrajen el tono del saloncito, por favor.

Dicho todo esto, es comprensible que la relación entre arte y política, al igual que entre arte y religión, nunca ha sido cómoda y nunca lo será. Entre otros motivos, porque lo lógico es que si yo concluyo que determinada posición política conforma mi ideario, entonces cualquier posición distinta a la mía no será correcta; y si además resulta contraria a lo que he concluido, tenderé a pensar que es falsa cuando no una tontería. No, las ideologías no son respetables, no lo son por el mero hecho de que las puedo rebatir y rechazar, algunas incluso no lo son en absoluto, lo son en todo caso las personas que las defienden, que es a quien hay que respetar, entre otros motivos para garantizar un sistema mínimo de convivencia y porque a veces de la confrontación uno puede afinar más y mejor.   

¿Qué hacer entonces cuando la política interfiere en el proceso artístico y forma parte de la obra de arte? Si el artista dejara aparcado su bagaje político, cuando lo tenga, en un rincón de su cabeza y creara su obra al margen, entonces sería fácil aproximarse al objeto: nos gustará o no por el impacto que nos cause, por los logros estéticos que tenga o por el placer que produzca. Pero en muchas ocasiones no es así, se establece un vínculo estrecho, a veces incluso la obra emite una opinión que nos influirá de forma inevitable porque vamos a estar o no de acuerdo con ella. En este sentido, Máximo Gorki y Edgar Neville escribieron desde posiciones extremas y opuestas, y los leemos aun cuando no compartamos lo que ellos defendían o incluso nos horrorice. Si en algún momento nos puede desagradar tal lectura, se trata entonces de no desenvolver el fardo, siguiendo el consejo antes citado. Estamos, empero, en la sociedad del espectáculo, de la corrección política y de las grandes muestras donde se compra y se vende, pero sobre todo se expone al gran público, y la tentación de expresar una opinión a través del arte es muy grande, más cuando tal expresión se puede referir a un debate en candelero, sensible hasta el extremo.

No hay duda de que lo ocurrido en ARCO denota lo difícil que resulta  a veces andar por el movedizo terreno del arte y la política. Ha tenido visos un tanto estrafalarios, tal vez porque la delirante realidad que se vive en el escenario político catalán, con toques absurdos, cómico-trágicos y de extravagante patochada, han acabado por contagiar todo lo que haga referencia al mismo. Que desde la dirección de IFEMA, sede de ARCO, se llame a Helgar de Alvear, notable galerista residente en Madrid, para solicitarle que retire los 24 retratos de Santiago Sierra reunidos bajo el polémico título de «presos políticos en la España contemporánea» ya resulta curioso, cuando no escandaloso. Igual de absurdo resulta todo el rebomborio posterior, con intervención incluida de políticos de primera fila, ora intentando justificar el desaguisado, ora responsabilizando a otros de lo ocurrido, mero espejo del asunto político que ha motivado de lejos la polémica. Por haber, ha habido un coleccionista que pasaba por allí con el nombre de Jordi Pujol Ferrusola, sin ser el personaje que a uno se le viene a la cabeza, según cuenta el ABC, y un comprador que depositó nada menos que 96.000 euros, IVA incluido, que no pudo mantenerse en el anonimato: Tatxo Benet, socio de Mediapro, esto es, nada menos que de Jaume Roures, empresario polémico porque mantiene, según dicen, tesis no muy lejanas al trotskismo en el que militó y le achacan incluso estar detrás de lo ocurrido estos meses en las quién sabe si realmente irredentas tierras catalanas.

Un sainete, vamos.


Todo esto coincide, además, con la condena a prisión de un rapero por rimar letras con cierto tono de mal gusto en sus canciones y un libro secuestrado como medida cautelar, a petición de un exalcalde que aparece en él, al parecer no muy bien descrito. También coincide con la propuesta de la CEOE de que se permitan contratos de formación a desempleados mayores de 45 años y que los becarios jóvenes no cobren por la prestación de sus servicios y que puedan cumplir con sus funciones en horario nocturno y fines de semana. Cierto: esto último nada tiene que ver ni con el arte ni con lo de ARCO. Pero resulta un fardo bastante más desagradable y que da miedo de verdad. 

jueves, 15 de febrero de 2018

Barcelone Ba Barsakh

«¿Qué te hace sentir que puedes elegir?» se pregunta la voz en off al iniciarse el relato. Mientras, Demba contempla ese rincón del mundo al que ha llegado tras cruzar el mar, allí donde tal vez viva el diablo. Recorre una ciudad esplendorosa sin duda pero cuyos habitantes, al menos una gran parte, se muestran indiferentes a su presencia, a su venta tal vez un tanto insistente, quizá algo incómoda. Demba recorre los rincones de una ciudad mediterránea. Avanza con su carga de figuras de madera que vende donde puede, aunque más que vender las ofrece, e incluso no es siempre fácil encontrar un sitio para venderlas u ofrecerlas. Lo mira todo, pero sobre todo mira el mar. Las cosas las vemos según nuestra experiencia. Es decir, según como somos si entendemos que somos en buena medida lo que hemos experimentado. Por tanto, el Mediterráneo es distinto según los ojos que miran: para el plácido paseante local o para el turista es un mar bonito, apacible, azul, cálido. Para Demba en cambio es un lugar infausto, un fatídico cementerio, él lo sabe bien, ni siquiera se atreve a contarle a su madre la realidad acontecida a su hermano Moussa. A nadie de los de aquí, no obstante, parece importarle los muertos del mar, esas 15.000 personas que la Asociación pro Derechos Humanos de Andalucía calcula que han muerto hasta ahora, aunque en realidad es imposible saberlo con certeza. ¿Por qué les va a importar?  «No son sus muertos».

Es la historia contada en un corto, Barcelone Ba Barsakh (2015), apenas 13 minutos, casi un cuarto de hora para describir un mar de sentimientos o emociones: soledad, añoranza, desasosiego, valentía, miedo, rencor, indiferencia, curiosidad, amabilidad. Lo dirigen Nacho Gil Cid de Diego y Cristina Vergara Sequeiro y es la historia de Demba (Thimbo Samb), un senegalés que vende artesanía de madera, al parecer sin mucho éxito, vemos sólo una venta, el resto es ofrecimiento de sus tallas, y su iniciada amistad con Julia (Marta Rey), la camarera de un bar, para quien el vendedor resulta la persona más simpática que pasa por el local, única persona de las de aquí, además, que establece un puente con él, que es de allí.

Porque de nuevo estamos ante una historia tras la cual se respira la eterna división: vosotros y nosotros, los de aquí y los de allí, los blancos y los negros, los del norte y los del sur. «No son sus muertos», afirma el amigo de Demba ante el mar luminoso. Cada cual, nos dice en realidad, llora a sus muertos, a los que considera los suyos. Por tanto, según el lado que nos toque seremos indiferentes hacia el dolor del otro. Es algo que hiere. Molesta que se nos acuse de impasibles, de ser tibios ante el dolor de los demás, de encerrarnos en el lado que nos tocado y actuar con desafección cuando escuchamos lo que pasa por el mundo, aunque sea bien cerca, allí donde vivimos. Pero a lo mejor hay que plantearse que, en efecto, la molestia procede en realidad de que hay algo de cierto en esa acusación: no son nuestros muertos. ¿Por qué nos iban a importar?

Sin embargo, la compasión es uno de los sentimientos más presente en la historia humana. Es compasión lo que siente Abraham ante el anunció de Jehová de la destrucción de Sodoma e intercede por sus habitantes, alegando la presencia de justos en la ciudad. Es compasión la que siente Prometeo por los frágiles seres humanos y que le llevará a donarles el fuego, aun cuando no se le permitiera. Aristóteles define en Retórica la compasión como «cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados». Se inició con el mismo ser humano, en el mismo momento en que nos planteamos el mal y el dolor presentes en la vida humana. Intuimos que hay algo tremendo en esto del mal y el sufrimiento; cuando no es merecido, por tanto no es buscado, hay algo arbitrario, un destino caprichoso e inexplicable que te somete a decisiones incomprensibles. ¿Qué culpa tiene Demba de nacer en un lugar y no en otro?¿Qué responsabilidad tiene de ser de los seres humanos con menos derechos, por ejemplo de movimiento? Cualquier europeo se puede mover por el mundo y sin muchos problemas económicos o burocráticos se podría instalar si lo quisiera en Senegal o en cualquier lugar sin que los trámites burocráticos le sean un obstáculo desmesurado, sin que le pare la policía cada dos pasos; para Demba, por el contrario, poder moverse por el mundo es algo difícil, a pesar de ser alguien con iniciativa, puede incluso perder la vida en el intento.

Pero además la compasión es en cierto modo un impulso que nos conduce a empatizar con el otro, con el prójimo, y a actuar a su favor. La solidaridad, el compromiso, la ayuda o la adhesión provienen de una compasión que, en palabras de Victoria Camps, nos crea indignación. Quien se indigna se ha compadecido antes y actuará después. Y para ello, para sentirla, no es necesario pertenecer a un grupo o a otro, formar parte de una comunidad que sufre o de un colectivo que padece. Se siente porque uno ha sufrido o porque ese mal lo podemos llegar a sentir alguna vez, nosotros o quienes tenemos cerca. Claro que existe la compasión parcial, nos recuerda Victoria Camps, la que sentimos por los próximos, los cercanos, pero no por quienes están lejos. Su dolor apenas es un apunte en un informativo y lo olvidamos de inmediato. De esa compasión parcial surge ese «No son sus muertos» que nos golpea duramente.

Claro que puede ser peor aún, que sea una absoluta indiferencia, que nos dé igual lo que le pase al otro, porque no le reconocemos como parte del nosotros, nos encerremos en nuestras propias fronteras o le neguemos al fin su condición humana. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que ese mal que sufren ellos, esa necesidad de emigrar, de arriesgar incluso su propia vida, de asilarse para evitar la represión o la posibilidad de mejorar en lo material nos pueda llegar a pasar a nosotros. Algo que a todas luces no es verdad, ya ha ocurrido, millones de europeos salieron de sus países e incluso del continente huyendo del hambre, de las guerras, de la represión, y ha ocurrido hace poco, aún hay memoria y testimonios de tales situaciones. 

Es una indiferencia que tiene algo de soberbia. En la Europa de los mercaderes se mira al otro por encima del hombro, como nuevos ricos que han olvidado lo que fueron, lo que son incluso hoy, cuando la crisis ha golpeado con dureza a millones de personas y la precariedad y la pobreza han aumentado. Pero es curioso, el nivel de vida alto lleva a olvidar aquellos sentimientos básicos que permitían cierto humanitarismo en la sociedad, la compasión o la hospitalidad. Cierto, allí de donde viene Demba tampoco están exentos de males varios, la fatalidad ha hecho mella en sus habitantes y eso confirma la afirmación de Hans Blumenberg de que el ser humano «es un ser necesitado de consuelo». Puede que no haya salida posible, que al final haya que aceptar el infortunio de la vida, puede que sólo podamos crear pequeños espacios que intenten escapar a esta barbarie permanente. Pero da algo de miedo el mundo que se está construyendo.  


https://vimeo.com/117478271

viernes, 2 de febrero de 2018

«Sombras en una batalla»

Un hombre y una mujer coinciden en un autobús que viaja por Zamora, por la raya entre Portugal y España. La conversación entre ambos es enigmática, llena de silencios. Hace referencia al pasado, un pasado que pesa demasiado, pero del que no se habla en concreto y del que tampoco parece que puedan desprenderse ninguno de los dos. Sin saberlo, su pasado y su presente se entrecruzan, forman parte de un mismo paisaje tan desolado como el paraje en que se mueven. El pasado se puede recuperar, pregunta él de pronto, tal vez añorante. Aunque en realidad poco hay que añorar. Y desde luego ella no añora nada en absoluto, su propio pasado es hiriente, pesado, agobiante.

Pero eso lo vamos sabiendo a medida que transcurre la historia. Mario Camus nos la narra en su película Sombras en una batalla (1993). Más que narrada, vamos conociendo las circunstancias a través de los silencios, inmensos, explícitos, precisos. Son los mismos silencios que se han impuesto sobre los años a los que hace referencia la película, unos pocos lustros antes del momento del relato, los años de una transición del que se ha proyectado una versión oficial un tanto edulcorada, un relato oficial sobre una transición ejemplar que sin embargo calla demasiada violencia, demasiadas cesiones y oculta a tantas víctimas cuyos nombres van quedando en el olvido, un olvido que no sabemos si es venganza o es perdón, o ambas cosas a la vez, como indica la cita del final de la película, y que se añaden a tantos otros nombres que van quedando en el silencio cotidiano.

La película nos muestra la vida de Ana (interpretada por Carmen Maura), veterinaria en Bermillo de Sayago, pueblo zamorano cercano a la frontera con Portugal, que vive con su hija Blanca (Sonia Martín), y mantiene una confiada amistad con el otro veterinario de la comarca, Darío (Fernando Valverde). La aparición del hombre del autobús, José (Joaquim de Almeida), un portugués de vida un tanto efímera y eventual, ex militar y misterioso, va a confrontarle a Ana su propia historia de militancia y radicalidad, de compromiso y entrega, pero lleno de tinieblas, incapaz de un olvido que es lo que ella desearía.

Sin duda, por debajo de la historia oficial hay muchas historias ocultas, heroicas algunas, miserables muchas otras. Parece que la historia oficial tan ejemplarizante del momento vivido se ha impuesto a cualquier otro intento de narrar lo que hubo, y lo que hubo fue demasiados hechos que a todas luces se contradicen con el relato oficial. Pero no se habla de nada de ello, el olvido -sea como venganza o como perdón, sea como mero dejar de lado lo que de verdad ocurrió- se ha impuesto y se impone todavía hoy. Aún queda demasiado olvido, demasiadas sombras, respecto a los años de la posguerra, de la dictadura. Parece inevitable que se imponga el silencio también sobre la transición, un silencio en general que en absoluto parece roto por los intentos de situar la memoria como paso necesario para reestablecer la historia y ordenar las miles de infrahistorias que entretejen la Historia.

Aunque a decir verdad no son pocas las películas y novelas que comienzan a proyectar su mirada en los años de la transición, del mismo modo que muchas obras de ficción han tratado la posguerra. Y de toda la transición, el tema del conflicto vasco y de la violencia desatada es el que más atención recoge, como es el caso de esta película. Aunque se hace, parece ser, con cuentagotas y con sumo cuidado, como si las heridas abiertas no hubieran cicatrizado aún, como les ocurre a los personajes de la película de Mario Camus.


No obstante, el cese de la actividad armada por parte de ETA en octubre de 2011 conllevó que se empezaran a publicar bastantes novelas sobre el conflicto, sobre todo de autoría vasca. Por cierto, resulta interesante tener en cuenta que el anuncio de ese cese de la actividad armada coincidió en el tiempo con una gigantesca movilización social que parecía cuestionar los últimos cuarenta años, los del final de la dictadura, la transición y la estabilización de una democracia con tintes de supina mediocridad general, también con reclamos de memoria de lo acaecido desde la guerra civil. Siete años después no parece, pese al ruido, que haya un debate general sobre esa transición, sus efectos y su análisis, como si toda la energía del 15M se hubiera al final encauzado por los canales institucionales, o por un ruido inane, a veces delirante, que no oculta el silencio, ese mismo silencio reflejado en la película y tras el cual se halla la necesidad de entender y reordenar los elementos de un país que no parece atreverse a confrontarse con su propia realidad.