Hay algo en los cuadros
de Edward Hopper, pintados la mayoría de ellos en la primera mitad del siglo
XX, que no han perdido actualidad. La soledad, la actitud como de espera de las
personas que aparecen en ellos, la zozobra resignada o el silencio resultan
evidentes, no importa que sus personajes estén solos o acompañados, se trata a
todas luces de una soledad, una espera y una zozobra en compañía, aunque
silentes y melancólicas, como de domingo por la noche o como de final de
agosto, cuando percibimos todas esas posibilidades que hemos perdido, las hemos
dejado pasar o no hemos podido cumplir con nuestras expectativas, y nos
asomamos a un nuevo tiempo al que llamamos porvenir y que, pese a no estar
limitado, todo puede ser cuando aún nada ha ocurrido, prevemos no obstante que
poco va a dar de sí.
Los cuadros de Edward
Hopper son urbanos, ocurren en una gran ciudad como es Nueva York, o en trenes.
Los pintó cuando aún los países o las ciudades mantenían sus características
propias, una personalidad colectiva particular. Ahora la nueva globalización
está homogenizando los paisajes, las ciudades se parecen cada vez más entre sí,
los mismos comercios, la misma lógica urbana, surgen nuevos barrios en los que
cabrían a la perfección en cualesquiera de los cuadros del artista
norteamericano. En Bilbao podría ser, por ejemplo, Miribilla, levantado sobre
una zona de antiguas minas que dominaban la ciudad, desde ahí contemplaba
Unamuno su villa, y hoy son los bloques de viviendas los que dominan, bloques
que no son los de los suburbios de la época de la industrialización, parecen más
sólidos, más acomodados, muy propios de la clase media con ínfulas burguesas, insertados
en avenidas amplias, muchas de ellas con ramblas en medio, sin mucho tráfico,
aunque sí con coches aparcados, en orden, sin sensación de agobio.
En Miribilla se conserva
una chimenea minera de un antiguo horno que es un vestigio de lo que hubo antes.
Mucha gente camina sola por la zona, o en grupos pequeños. Hay mucho silencio,
bastante tranquilidad, incluso en las horas centrales del día, no digamos por
las noches o las fiestas o durante el estío. El tiempo no parece transcurrir
allí, claro que Bilbao es una ciudad tranquila toda ella, como lo son las
ciudades medianas. Muy cerca de ahí, descendiendo por una ladera urbana hacia
la ría, está Bilbao la Vieja y San Francisco, zonas más bulliciosas donde viven
los emigrantes, la mayoría de ellos extracomunitarios, que en muy poco tiempo han
llegado a la capital vizcaína. No es algo propio, toda ciudad moderna tiene sus
zonas de concentración de gentes de otros lugares, otros tonos de piel, otra
forma de ojos, otras costumbres, una emigración económica que ocupan barrios
que fueron proletarios o marginales y sobre los cuales se proyectan hoy ambiciosos
planes urbanísticos que requieren de esas zonas para nuevos fines de ocio, en
el caso de Bilbao dicen que para cuando las obras de la alta velocidad
ferroviaria lleguen a la estación de Abando, dentro de bien poco, fines que
requerirán expulsiones y cambios, ya ha ocurrido en otros lugares, no parece por
otro lado que nadie cuestione tales procesos, y si se cuestiona, pronto se
integran las disidencias a un proceso que parece irremediable. ¿Quién se va a
oponer al progreso, a las mejoras, a la prosperidad anunciada a bombo y
platillo?
Hay que tener en cuenta,
además, el turismo, ese fenómeno que ha adoptado nuevas formas, más masivas,
casi tayloristas, durante los últimos lustros del siglo XX y en este siglo XXI.
Sin duda, la gente tiene derecho a viajar, a contemplar otras realidades, otros
parajes, otras ciudades. Aun cuando las realidades, los parajes y las ciudades
se parezcan cada vez más entre sí y además no es toda la gente la que puede
viajar, está circunscrito a la población casi mayoritaria de algunos pocos
países o a las clases más pudientes de casi todos los demás. Pero se viaja. O
más bien se hace turismo, que es otra forma de viajar, muy requerida de fotos,
de imágenes que retener ya no en las retinas, sino en las máquinas fotográficas
o en los teléfonos portátiles, al fin y al cabo estamos ya de pleno en la
sociedad del espectáculo, por ello los actuales turistas, receptores del
espectáculo, están prestos a grabar en todo momento la realidad. Al mismo
tiempo se ha logrado que muchas ciudades se conviertan en una caricatura de sí
mismas, mero cartón piedra para deleite del viajero actual que exige que lo que
ve y grabe se parezca más y más a lo que espera encontrar, al espectáculo
anunciado. A lo que ellos mismos consideran que han de hallar, que el
espectáculo no decepcione.
Es extraño en este
sentido que en la cumbre de Biarritz, hace unos pocos días, se haya promovido
todo lo contrario, que nadie acudiera a la zona, ni a Biarritz ni casi a ningún
lugar de la costa vascofrancesa, tan turística toda ella, que se vaciara la
playa de Biarritz, que los hoteles quedaran sólo para las delegaciones. Como
defensores que son del libre mercado donde todo se vende y todo se compra, lo
que hubieran tenido que hacer es justo lo contrario, que la Cumbre fuera un
espectáculo en sí misma, incluidos los incidentes, que al final resultaron menores
a lo esperado, y el gran despliegue policial, un turismo al fin que no sólo
contemple el cartón-piedra, sino también el espectáculo propio que le acompaña.
Puede en este sentido que en Barcelona lo hayan logrado, insertar ese proceso propio
político y social a lo que fue antes una ciudad y hoy es un parque temático,
para dar idea de viveza, no en vano una de las cosas de las que se quejan los
turistas en ciertos lugares, en la propia Barcelona, en Praga, en Venecia, es
del exceso de turismo en zonas donde ya no es tan fácil encontrar población
local, más allá del personal de los hoteles y de las tiendas de souvenirs y
otros entretenimientos.
Quizá hoy haya que pintar
a los habitantes propios de esas ciudades en el extrarradio de las mismas,
donde aquellos empleados y la población figurante, la que finge que la ciudad
sigue viva, se retiran y contemplan su porvenir con no poca tristeza y mucha zozobra.