jueves, 29 de agosto de 2019

Soledades urbanas


Hay algo en los cuadros de Edward Hopper, pintados la mayoría de ellos en la primera mitad del siglo XX, que no han perdido actualidad. La soledad, la actitud como de espera de las personas que aparecen en ellos, la zozobra resignada o el silencio resultan evidentes, no importa que sus personajes estén solos o acompañados, se trata a todas luces de una soledad, una espera y una zozobra en compañía, aunque silentes y melancólicas, como de domingo por la noche o como de final de agosto, cuando percibimos todas esas posibilidades que hemos perdido, las hemos dejado pasar o no hemos podido cumplir con nuestras expectativas, y nos asomamos a un nuevo tiempo al que llamamos porvenir y que, pese a no estar limitado, todo puede ser cuando aún nada ha ocurrido, prevemos no obstante que poco va a dar de sí.

Los cuadros de Edward Hopper son urbanos, ocurren en una gran ciudad como es Nueva York, o en trenes. Los pintó cuando aún los países o las ciudades mantenían sus características propias, una personalidad colectiva particular. Ahora la nueva globalización está homogenizando los paisajes, las ciudades se parecen cada vez más entre sí, los mismos comercios, la misma lógica urbana, surgen nuevos barrios en los que cabrían a la perfección en cualesquiera de los cuadros del artista norteamericano. En Bilbao podría ser, por ejemplo, Miribilla, levantado sobre una zona de antiguas minas que dominaban la ciudad, desde ahí contemplaba Unamuno su villa, y hoy son los bloques de viviendas los que dominan, bloques que no son los de los suburbios de la época de la industrialización, parecen más sólidos, más acomodados, muy propios de la clase media con ínfulas burguesas, insertados en avenidas amplias, muchas de ellas con ramblas en medio, sin mucho tráfico, aunque sí con coches aparcados, en orden, sin sensación de agobio.

En Miribilla se conserva una chimenea minera de un antiguo horno que es un vestigio de lo que hubo antes. Mucha gente camina sola por la zona, o en grupos pequeños. Hay mucho silencio, bastante tranquilidad, incluso en las horas centrales del día, no digamos por las noches o las fiestas o durante el estío. El tiempo no parece transcurrir allí, claro que Bilbao es una ciudad tranquila toda ella, como lo son las ciudades medianas. Muy cerca de ahí, descendiendo por una ladera urbana hacia la ría, está Bilbao la Vieja y San Francisco, zonas más bulliciosas donde viven los emigrantes, la mayoría de ellos extracomunitarios, que en muy poco tiempo han llegado a la capital vizcaína. No es algo propio, toda ciudad moderna tiene sus zonas de concentración de gentes de otros lugares, otros tonos de piel, otra forma de ojos, otras costumbres, una emigración económica que ocupan barrios que fueron proletarios o marginales y sobre los cuales se proyectan hoy ambiciosos planes urbanísticos que requieren de esas zonas para nuevos fines de ocio, en el caso de Bilbao dicen que para cuando las obras de la alta velocidad ferroviaria lleguen a la estación de Abando, dentro de bien poco, fines que requerirán expulsiones y cambios, ya ha ocurrido en otros lugares, no parece por otro lado que nadie cuestione tales procesos, y si se cuestiona, pronto se integran las disidencias a un proceso que parece irremediable. ¿Quién se va a oponer al progreso, a las mejoras, a la prosperidad anunciada a bombo y platillo?

Hay que tener en cuenta, además, el turismo, ese fenómeno que ha adoptado nuevas formas, más masivas, casi tayloristas, durante los últimos lustros del siglo XX y en este siglo XXI. Sin duda, la gente tiene derecho a viajar, a contemplar otras realidades, otros parajes, otras ciudades. Aun cuando las realidades, los parajes y las ciudades se parezcan cada vez más entre sí y además no es toda la gente la que puede viajar, está circunscrito a la población casi mayoritaria de algunos pocos países o a las clases más pudientes de casi todos los demás. Pero se viaja. O más bien se hace turismo, que es otra forma de viajar, muy requerida de fotos, de imágenes que retener ya no en las retinas, sino en las máquinas fotográficas o en los teléfonos portátiles, al fin y al cabo estamos ya de pleno en la sociedad del espectáculo, por ello los actuales turistas, receptores del espectáculo, están prestos a grabar en todo momento la realidad. Al mismo tiempo se ha logrado que muchas ciudades se conviertan en una caricatura de sí mismas, mero cartón piedra para deleite del viajero actual que exige que lo que ve y grabe se parezca más y más a lo que espera encontrar, al espectáculo anunciado. A lo que ellos mismos consideran que han de hallar, que el espectáculo no decepcione.

Es extraño en este sentido que en la cumbre de Biarritz, hace unos pocos días, se haya promovido todo lo contrario, que nadie acudiera a la zona, ni a Biarritz ni casi a ningún lugar de la costa vascofrancesa, tan turística toda ella, que se vaciara la playa de Biarritz, que los hoteles quedaran sólo para las delegaciones. Como defensores que son del libre mercado donde todo se vende y todo se compra, lo que hubieran tenido que hacer es justo lo contrario, que la Cumbre fuera un espectáculo en sí misma, incluidos los incidentes, que al final resultaron menores a lo esperado, y el gran despliegue policial, un turismo al fin que no sólo contemple el cartón-piedra, sino también el espectáculo propio que le acompaña. Puede en este sentido que en Barcelona lo hayan logrado, insertar ese proceso propio político y social a lo que fue antes una ciudad y hoy es un parque temático, para dar idea de viveza, no en vano una de las cosas de las que se quejan los turistas en ciertos lugares, en la propia Barcelona, en Praga, en Venecia, es del exceso de turismo en zonas donde ya no es tan fácil encontrar población local, más allá del personal de los hoteles y de las tiendas de souvenirs y otros entretenimientos.

Quizá hoy haya que pintar a los habitantes propios de esas ciudades en el extrarradio de las mismas, donde aquellos empleados y la población figurante, la que finge que la ciudad sigue viva, se retiran y contemplan su porvenir con no poca tristeza y mucha zozobra.

viernes, 23 de agosto de 2019

Distopía en Biarritz


Lo define a la perfección en un tuit el activista vasco afincado en Grecia Hibai Arbide: «Llevo días escuchando radio y leyendo periódicos del País Vasco y de las Landas. Sé en todo momento cuántos policías hay movilizados, cuántos kilómetros de retención en la frontera, dónde ha aterrizado el helicóptero de Trump. No he oído qué temas va a tratar el G7 ni una sola vez».

No se puede decir mejor, imposible dejarlo más claro. Podemos deducir además que si la cumbre del G7 en Biarritz que se está celebrando ya en este momento y sus correspondientes crónicas periodísticas fueran una novela, sería a todas luces una malísima novela porque en ella, como insinúa Hibai Arbide en su mensaje breve, domina el continente sobre el contenido, y por consiguiente nadie tiene la certeza si esta reunión va a tener algún sentido, más allá de manifestar su poder, es más, puede incluso que no haya ningún contenido, que los emperadores de la tierra y sus acólitos invitados no hablen al final de nada, del tiempo tal vez o de la belleza de esa ciudad, ese antiguo puerto ballenero vasco que tanto gustó a Víctor Hugo en su momento, como ya conté, y que deseó que nunca se pusiera de moda para evitar el rechazo que tuvo, casi un siglo después, Alejo Carpentier cuando llegó a lo que ya era una ciudad turística.

¿Qué dirían ambos escritores si hoy estuvieran en la costa vascofrancesa, si asistieran a esta cumbre que ha provocado una distopía durante varios días? Quizá no se les dejase entrar, no lograrían las acreditaciones necesarias para acceder a Biarritz, aunque Alejo Carpentier fue diplomático, ministro consejero de la embajada de Cuba en París más en concreto, claro que nos podríamos preguntar qué pintaría alguien de la embajada de Cuba en la cumbre del G7. Y Eugenia de Montijo, ¿qué diría Eugenia de Montijo si viera aquel rincón que ella tanto amó bajo el actual estado de excepción? Ella era esposa de emperador, por tanto se sentiría más en su salsa, pero sin duda encontraría exagerado todo este despliegue.

Veinte mil agentes de policía y militares, nada menos, han blindado los dos lados de la frontera, en una amplia zona de, dicen, protección –¿Protección de quién, para quién?– que ha dejado vacía la ciudad de Biarritz, sin los turistas que acuden a ella o están de paso, sin actividad alguna, los trabajos más cotidianos interrumpidos, ni siquiera las flotas pesqueras de los puertos próximos han podido hacerse a la mar. Se habla incluso de un posible cierre de la frontera y por de pronto la policía foral de Navarra y la Ertzaintza en Guipúzcoa ya están impidiendo el tráfico de camiones hacia los puestos fronterizos en los Pirineos occidentales.

Calles vacías, controles estrictos durante toda esta semana y hasta el próximo martes, restricciones de movilidad en la población de Biarritz y de las carreteras, ¿con qué sentido?

Quizá sea sólo una muestra de poder, un mero espectáculo de aquellos que definió Guy Debord en su obra-tesis La Sociedad del Espectáculo, tan atinada en varios aspectos y que señaló, entre otras cosas, que la identificación pasiva con el espectáculo suplanta la actividad genuina. Todos nos hemos quedado maravillados ante las medidas adoptadas, cómo se ha blindado Biarritz e imagino que también, de otro modo, Bayona, esa ciudad romántica, como la definió Miguel Sánchez-Ostiz, si no recuerdo mal, y vamos con ello confirmando cómo el concepto de la Europa Fortaleza no es sólo una metáfora para hablar de la política europea hacia los bárbaros actuales que pretenden entrar en el continente, muchos de ellos muriendo en el intento, sino una realidad institucional.

¿De qué hablarán los grandes dirigentes y los miembros de las diversas delegaciones? Es imposible no referirse a la película de Armando Lannucci In the Loop (2009), en la que asistimos a los pormenores durante los encuentros de las delegaciones diplomáticas británica y norteamericana en una cumbre y las situaciones absurdas que se crean a tenor de los comentarios de algunos altos cargos. Al final uno no tiene muy claro quién tiene la sartén en el mango y hasta qué punto hay una lógica y un sentido en estas cumbres, cuando todo parece ya decidido de antemano.

Como no podía ser de otro modo, hay contracumbre organizada por varias entidades sociales disidentes a este (des)orden del mundo y que pretende plantear alternativas al modelo imperante. A principio de este siglo XXI se usó un lema en este tipo de encuentros, Otro mundo es posible. Hoy se utiliza ya poco, casi nada, tal vez por mero realismo, quizá por la asunción de que, ante el espectacular despliegue de los poderosos con que se intenta ocultar la futilidad más absoluta, disentir ya es todo un propósito y no hay que buscar nada más. La resistencia se dedica, por su parte, a rescatar personas, sin requerir para ello de permiso alguno ni esperar ya nada de quienes ejercen el gobierno en esta parte del mundo.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Biarritz


Biarritz era en 1843 un puerto pesquero que mantenía esa tradición ballenera vasca que se remonta, nada menos, que al siglo XI. Cerca del puerto y su pequeño barrio estaba la Iglesia de San Martín, alrededor de la cual se levantaron algunas casas, apenas un suburbio. La suma de las dos zonas constituían la localidad de Biarritz, no muy lejos de Bayona, la ciudad importante del territorio de Labort. Aquel año el escritor Víctor Hugo viajó por la costa vasca y los Pirineos, y se topó, casi literal, con aquel rincón, y quedó embelesado por la blancura del pueblo, por aquellas casas con tejados rojos y postigos verdes que contemplaban el inmenso Atlántico.

Aún hoy se puede ver el mar bravío, casi siempre bajo una capa de calina, se siente un fuerte olor a yodo y, si la niebla no es muy fuerte, se ve el perfil de la costa que avanza un poco más hacia el sur y luego tuerce hacia occidente. A menudo el céfiro golpea con ahínco, lo cual dulcifica no poco los calores del verano, incluso ahora, cuando la temperatura parece aumentar.

Víctor Hugo temió que aquel lugar se pusiera de moda, lo peor que le pudiera pasar, sin duda, y tal vez vaticinara la codicia de las clases altas de Paris, el deseo de los nobles por encontrar lugares de entretenimiento y las ínfulas de los burgueses por alternar con los aristócratas para parecérseles lo máximo posible. Nada más necio, consideró, que el intento de construir una pequeña ciudad, como ocurría en otros lugares, que simulara ser otro París, pero sin ese proletariado molesto que tres décadas después montaría en la capital francesa una insurrección por todo lo alto. Además, cuando se tenía el océano, se preguntaba el escritor, para qué copiar París.

No sabemos si Eugenia de Montijo había leído algo de lo que Víctor Hugo escribió sobre aquel paraje, era inteligente y sensible, sin duda también leída. Sea lo que fuere, diez años después de la visita del autor, la española se convirtió en emperatriz de Francia, al casarse con Carlos Luis Napoleón Bonaparte, Napoleón III, y también se encandiló por la costa vasca y logró que el emperador emprendiera algún proyecto en la zona, el primero de ellos, en 1854, la construcción de una casa, un palacio, donde pasar sus buenas temporadas de reposo.

Cómo no, los nobles y burgueses quisieron emular a la principal familia de Francia y de este modo Biarritz se convirtió en un destino para el asueto que alcanzó no poco renombre. Incluso cuando Eugenia de Montijo dejó de frecuentarlo y vendió el palacio, tras la muerte de Napoleón III, a un banco parisino que lo convirtió en un casino y luego, en la década de los noventa de aquel siglo, en un hotel, el Hotel du Palais, la pequeña ciudad que ya nada tenía que ver con el puerto de ensueño que viera Víctor Hugo era a todas luces un polo de atracción. En Biarritz estuvieron nada menos que la Reina Victoria, tal vez en aquel momento la mayor emperatriz del mundo, o Isabel de Baviera, la Sisí legendaria.

Con ellas acudieron una cohorte de príncipes, nobles, patricios, próceres, banqueros, burgueses, toda una fauna con la que se encontró el escritor Alejo Carpentier, que en la segunda mitad de la década de los veintes y primera de los treinta del siglo XX repetía en parte el viaje de Víctor Hugo unos noventa años antes. Al igual que al escritor francés, le embelesó el paisaje. Pero como había vaticinado aquel, las ínfulas de las clases altas y adineradas convirtieron el lugar en un paraje decadente muy dado al exhibicionismo social. «¡Cómo no lamentar que semejante fauna vulgarice el paisaje!», escribirá el escritor cubano. Tenía además prisa por cruzar la frontera cercana y llegar a España, así que abandonó Biarritz no sin cierta zozobra.

Quizá se cruzara en algún momento con Irène Némirovsky, que no parecía desagradarle la ciudad. Cuando Alejo Carpentier paseó por Biarritz, ya había en ella una importante comunidad rusa que había huido de la revolución bolchevique, con mayor o menor  suerte en lo que concernía al mantenimiento de sus fortunas familiares. Los Némirovsky no la tuvieron, aunque se pudieron reponer en parte durante su exilio en Francia. La escritora se adaptó bien a esa zona del País Vasco, le gustaba el paisaje, le encandiló Hendaya, y gracias a su facilidad con los idiomas aprendió incluso el idioma local, el vasco. Había llegado muy joven a Francia y celebró su mayoría de edad en Biarritz, con una fiesta nada menos que en el Hotel du Palais.

La escritora no sobrevivió a la segunda guerra mundial, murió en uno de los campos de concentración ignominiosos, igual que miles de personas, millones, en uno de los capítulos más vergonzantes de la historia europea. Biarritz fue ocupada, pero la liberación le devolvió el atractivo turístico. El turismo se fue volviendo más y más masivo, aunque de momento la ciudad no parece haberse convertido en un parque temático, como otras ciudades del continente. Sigue acudiendo, eso sí, una fauna no muy diferente de aquella de la que hablaba Alejo Carpentier, a la que hay que añadir en estos tiempos una clase media con ínfulas burguesas.

En esta ciudad se celebra ahora la cumbre del G7. Algunas delegaciones ya han llegado a Biarritz, pero el plato fuerte será la próxima semana, con la presencia de los actuales emperadores de la tierra. Cómo no, las medidas de seguridad son enormes y afectan no sólo a la ciudad, sino a un amplio territorio a su alrededor. Incluso se habla de cierre de la frontera próxima, si se terciara. Hay quien propone, visto los efectos entre la vecindad y en la vida cotidiana, que tal vez tales encuentros se deberían realizar en otros lugares ajenos a la vida de miles de personas, quizá en el mar, y no sería descabellado que fuera en pleno mar Mediterráneo, mandarles allí donde mueren miles de personas por culpa de una economía tan mal montada que sólo atiende al provecho de unos pocos.

martes, 6 de agosto de 2019

Una escultura de Augustine Bukari en Portugalete


En 2007 se instaló en Portugalete, en la calle Casilda Iturrizar, a pocos metros del Centro Cultural Santa Clara, una escultura titulada Mamá África, del artista ghanés afincado en Vizcaya Augustine Bukari. En ella se refleja a una mujer que, en compañía de dos niños, carga un fardo, uno de los niños también lleva un saco, y al contemplarla, al ver los tres rostros con rasgos que indican sufrimiento, la podemos entender como el reflejo de quien sale de su tierra, casi huye, los tres miembros de la escultura simbolizan y forman parte de esa nueva inmigración que llega al País Vasco y a la Europa del sur procedente de África y que no está exenta de zozobra y desasosiego, pero que, al mismo tiempo, a pesar del desaliento, no pierde la esperanza de que su camino permita el encuentro con alguna oportunidad propicia.

Aquel año la inmigración más sangrante, la que nos llega en patera, comenzó a tomar tintes dramáticos y comenzábamos a ser conscientes de la dimensión de la tragedia. Sin embargo, la toma de conciencia no ayudó a buscar soluciones, muy al contrario: la situación ha empeorado desde entonces, no sólo porque se mantiene o más bien aumenta el número de personas que arriesgan sus vidas por alcanzar las costas del sur de Europa o de Canarias, con el consiguiente aumento del número de personas que mueren en el intento, también porque nos enfrentamos a gobiernos europeos que ponen trabas a la ayuda imprescindible para socorrer a quienes navegan a su suerte empujados por la desesperación, ya sea prohibiendo la entrada a sus puertos de los barcos de ayuda, como ocurre con Italia, con un discurso además agresivo contra los inmigrantes, ya sea poniendo trabas burocráticas a esos mismos barcos, a los que se amenazan con multas, como está ocurriendo en España, aun cuando escuchemos de tanto en tanto buenas palabras en el gobierno central.

De este modo, la escultura se vuelve un homenaje a esos inmigrantes, algunos de los cuales se afincaron en Portugalete, en el resto del territorio, también a toda una población africana que sufre hoy una situación que no nos debería sonar tan extraña –guerras, miseria, represión, prejuicios, generalizaciones–, aun cuando el continente tenga también muchos aspectos positivos, entre ellos una enorme fortaleza cultural, muchas veces la realidad no está tan estereotipada como creemos, aunque es cierto que para buena parte de esos inmigrantes es el viaje, ese trayecto que realizan para llegar, lo que se vuelve un infierno; y no nos debería sonar extraña su situación porque los europeos, es justo recordarlo, hemos vivido aspectos no muy diferentes no hace tanto tiempo, con guerras brutales iguales o aún más genocidas que las que creemos en África, con miles de personas huyendo, sin atisbar muy bien un horizonte claro. Portugalete, sin ir más lejos, fue bombardeada a finales de junio de 1937 y de sus muelles y del muelle vecino de Santurce salieron barcos con los niños de la guerra, no podemos olvidarlo, vemos hoy lo mismo en otros lugares y no puedo dejar de pensar que al final es un mismo conflicto lo que tenemos delante, la misma guerra.

De este modo, Portugalete, con esta escultura, reconoce un hecho que no sólo forma parte de la historia, sino que por desgracia está muy presente hoy, están ocurriendo ahora mismo, y coloca una escultura sin tener que esperar unos años para lamentar lo que no se está haciendo en este momento, no es un homenaje a un ayer más o menos lejano, es una colleja en toda regla a un hoy. Aunque esa escultura, esa mujer y sus hijos, sirva también para recordar aquella tragedia de 1937 y para homenajear a otras mujeres y a otros niños que son los mismos que inspiraron la escultura, que al final un artista africano nos recuerda y lamenta junto a nosotros, con imágenes actuales, lo ocurrido hace ochenta años.

Sea lo que fuere, Portugalete, y por extensión toda la Margen Izquierda del Nervión, sabe bastante de la llegada de inmigrantes en cantidades mucho mayores a las personas que llegan ahora procedentes de África, es evidente que a lo largo del último siglo y medio la villa y la comarca han sido el destino de miles de personas que venían a trabajar a las minas, a los Altos Hornos, al puerto o a la industria de la zona. No hay más que echarle una ojeada a la forma de las ciudades de la Margen Izquierda, que se han construido como parte de la fábrica, tal como afirma el escultor Juanjo Novella, de Portugalete también él, y lo podemos leer en la obra de Ramiro Pinilla, quien habla de todo eso, de la industrialización, de la burguesía de Getxo y del mundo obrero de la Margen Izquierda, de la lucha entre tradición y modernidad. Juan Antonio Zunzunegui, recoge por su parte una cotidianidad local de un modo objetivable, sí, casi naturalista, pero por ello mismo crítico, desencantado con una realidad política y social que contribuyó a generar. Porque con frecuencia sólo quien contempla la vida desde un cierto desencanto y sin perder por ello el interés por lo que le rodea puede observar la realidad en toda su crudeza y su grandeza.

Por otro lado, me resulta inevitable no estar de acuerdo con el bertsolari y músico Jon Maia que, desde Guipúzcoa, dice que esa inmigración de Castilla y Extremadura, la de sus propios orígenes, conformó en su momento la actual Euskal Herria, al igual que los inmigrantes que están llegando hoy contribuyen a darle una nueva forma, así lo expuso en Junio durante la Feria del Libro de Portugalete. Estoy convencido de que es así y que el resultado no será mejor ni peor, será un nuevo capítulo de la historia, a todas luces con las mismas grandezas y las mismas miserias. Se entrelazan lo individual y lo colectivo, los cachos se van uniendo y vamos reconociendo el conjunto final, a veces olvidando cada uno de los trozos.

Porque es inevitable que la cultura se construye con demasiadas piezas que muchas veces, en un primer momento, parecen no coincidir, se dan incluso la espalda, pero también en la cerrazón de cada cual se va conformando, entre silencios, una realidad no siempre mejor, pero nueva en todo caso.

De este modo, Portugalete es un telar que lo conforman numerosas piezas vinculadas unas con otras, piezas de formas y colores diferentes, incluso de tiempos distintos, así la escultura de Mama África convive con la de García de Salazar, no muy lejos de ella, porque son en cierto modo contemporáneas, sus contextos son la continuidad una de otra, frutos del mismo conflicto, de las mismas ambiciones, al fin y al cabo la historia se teje del mismo modo que las calles de la villa, entremezclándose, no hay diferencia alguna entre el desasosiego de los que recién llegan con el que sufrieron los niños de la guerra o con el que produjo las guerras banderizas narradas hoy por José Manuel Aparicio, todo se da al mismo tiempo, ocurren una y otra vez mientras la marcha dolorosa de la mujer y los niños de Bukari da a su fin y llegan a Portugalete.