jueves, 31 de agosto de 2017

Etienne Jamet

No gozaba de buena fama en Cuenca, a pesar de ser un excelente artesano y escultor. Desde que llegara a España, hacia 1532, por entonces apenas un joven aprendiz, había recorrido buena parte del país, aposentándose al final en la capital conquense. Hasta había logrado variar su nombre original, Etienne Jamet, y castellanizarlo: pasó a ser conocido como Esteban Jamete. Aun cuando en los talleres pasaba por ser un hombre airado, malhumorado, y por tener también fama de bebedor y de trato difícil, nadie podía negar su destreza en su trabajo de tallista e imaginero. Ya había llamado la atención por su labor en el Palacio de Dueñas, en Medina del Campo, pero fue en Úbeda donde se ganó su prestigio como artista. Colaboró con el arquitecto Andrés de Vandelvira en la Sacra Capilla del Salvador y logró dar su impronta en el estilo de la escuela vandelviresca, en el desarrollo de la figura humana como decoración.

Marchó a Cuenca, donde se estableció y trabajó. Ahí colaboró en las obras de la Catedral de Santa María. Se casó en segundas nupcias con María Fernández de Castro, aunque su relación con ella se fue deteriorando, en parte por el carácter irascible del artista. Cuenca era una ciudad mediana, pero con cierto atractivo para artistas, escultores y vidrieros de toda Europa, entre ellos el carpintero Hance de Brabante o el escultor flamenco Hans o Juan Giralte, que pasaron por esta ciudad.

La presencia en España de numerosos europeos, entre ellos muchos artistas, pero también comerciantes y operarios de todo tipo que acudieron a las obras en una emergente Castilla, no estuvo exenta de ciertos problemas. A mediados del siglo XVI ya se había estabilizado la reforma espiritual y eclesial que iniciara en 1517 Martin Lutero, buena parte de Europa se había adherido al luteranismo, pero también se expandían otras corrientes, como la calvinista y otras corrientes menores, así como también los anabaptistas, disidentes tanto del catolicismo como del protestantismo. Así que sobre los extranjeros se posó la sospecha de la fe.

España no estaba exenta de los “peligros” de la disidencia religiosa. Tampoco los españoles lo estaban. De hecho, a principios de ese siglo el erasmismo se había expandido por Castilla entera, se estudiaba las obras de Erasmo de Rotterdam en numerosos cenáculos y grupos a lo largo y ancho de toda Castilla. Se habían extendido también grupos de oración y estudio que se agruparon bajo el nombre de los alumbrados, aunque mostraban entre ellos no pocas diferencias. Hubo incluso pequeñas herejías, como la de Durango, en Vizcaya, todo lo cual muestra hasta qué punto hubo en aquel tiempo un debate real, amplio y profundo sobre la espiritualidad y una búsqueda de las esencias del cristianismo con una intensidad que superaba incluso a otros lugares de Europa. Participaban en ella personas de todos los espectros sociales, desde gentes del pueblo llano -agricultores o peones, pequeños comerciantes o empleados públicos- hasta personas de alcurnia, nobles, intelectuales, importantes mercaderes e inclusos altos cargos eclesiales. Hasta algunos inquisidores generales, como el Cardenal Cisneros o Alonso Manrique, compartieron y profundizaron las teorías de Erasmo.

Durante varios lustros la pluralidad del cristianismo ibérico, en concreto el del Reino de Castilla, era enorme y sin duda se llegó a respirar en algún momento una absoluta libertad ideológica y religiosa. Sin embargo, la construcción de un nuevo modelo de organización política determinó que muy pronto comenzara a cercenarse esta amplitud de miras. La construcción de los Estados modernos requirió de la máxima unidad posible, en todos los ámbitos. Qué duda cabe que siempre es más fácil gobernar una sociedad desde la homogeneidad que desde la pluralidad, más cuando la religión devino la argamasa con que unificar ideológicamente el Reino de Castilla y Aragón. Ya en 1478 una bula papal autorizó la constitución de la Inquisición castellana, cuyo objetivo fue entonces controlar las prácticas de los conversos, aquellos judíos que se convirtieron al catolicismo, y de los primeros cenáculos alumbrados, algunos de los cuales divergían bastante de la doctrina que Roma pretendía imponer a los países de fe católica. Después de aquella fase de libertad que se vivió a principios del XVI, hubo un golpe de orientación de la mano de la Contrarreforma y se encargó a la Inquisición que controlara y persiguiera a través de su red de tribunales la presencia de protestantes en España.

Es evidente que allí donde se pretenda extirpar ideas, hábitos y maneras poco acordes a la ortodoxia, en pleno proceso de construcción del Estado, serán los extranjeros, sobre todo si son artistas o intelectuales, tan avezados ellos a las novedades y a las disquisiciones, los primeros en despertar no pocas sospechas. Más si provenían de zonas en los que se había aposentado cualquiera de las doctrinas disidentes. Pero además la Inquisición había creado una red de informantes, de personas que denunciaban comportamientos sospechosos y que carecían en su acción de pocas consecuencias para sí. Hay que tener en cuenta que una denuncia no era una acusación. Quien acusaba había recibido un daño, era víctima de un delito y tenía por ello derecho a una indemnización por el mal causado, pero podía procesársele en el caso de falsa acusación. Sin embargo, quien denunciaba no era alguien que hubiese sufrido un daño en sí o en sus familiares, se trataba más bien de un testigo de un comportamiento anómalo, no percibía indemnización alguna por la denuncia, pero tampoco se le procesaba en el supuesto de demostrarse que su denuncia no se ajustaba a la realidad. Además, la denuncia se podía mantener en el anonimato.   

Ni qué decir tiene que un sistema así no da muchas garantías. Hoy lo tenemos más o menos claro, aunque no tanto si nos atenemos a la tendencia por parte de los Estados a disminuir tal garantismo, con la anuencia muchas veces de eso que llaman la opinión pública, en un momento además de suma tensión por los brutales atentados y en el que se despiertan recelos y no pocas sospechas contra los extranjeros. Pero en aquel momento era percibido como normal.

A mitad de la década de los cincuenta del siglo XVI se intensifica la persecución de los protestantes en España. Muchos alumbrados y no pocos erasmistas habían dado el paso y asumieron como propias las tesis de los reformados. Se iniciaron autos de fe en Valladolid y en Sevilla, dos ciudades en las que la presencia de protestantes fue importante. La mayoría eran españoles, pero se investigó los vínculos con extranjeros a quienes se acusó de portar textos e ideas sospechosas de herejía.

En abril de 1557 se inició una inquisitio contra Etienne Jamet. En la investigación y posterior juicio intervinieron el inquisidor Diego García del Riego y el licenciado Moral y se atendió a numerosos testigos que hablaron de las malas formas, del carácter irascible y de la manera de actuar, tan sospechosa, del artista. Se tomó declaración a su suegro, que no habló desde luego a su favor, recuérdese que la relación entre el escultor y su esposa no era a todas luces muy pacífico y seguramente, si tal era el caso, tal relación iba en detrimento de María Fernández de Castro, algo que sus familiares sabían. Pero se habló también de las declaraciones públicas de Esteban Jamete: «a solo Dios se había de rezar e no a los santos, porque los santos no son quién para dar nada o para alcanzar nada» afirmó el escultor, según se recoge en las actas. También se tuvo en cuenta la traducción al francés de los salmos realizados por Clément Marot que al parecer guardaba Jamete entre sus libros, se decía incluso que los había traducido verbalmente al castellano, junto a otro libro, Propalladia, una apología erasmista de Bartolomé Torres Naharro publicada en 1517. Se recordó también que el escritor era de Orleans, ciudad en la que el predicador Jean Calvin intensificó su doctrina cristiana y que era una región donde la herejía protestante se había enraizado.


Esteban Jamete negó tales acusaciones, proclamó su fe católica y adujo que las declaraciones de los testigos se debían más bien a odios y rencillas, a envidias entre artistas, a prejuicios contra él. Algunos historiadores actuales, por ejemplo Richard Kagan o Abigail Dyer, en su obra Vidas Infames, cuestionan en efecto que fuera protestante, como lo fueron por el contrario algunos de sus contemporáneos, como el platero Alexandre del Vago que vivió en casa del escultor. Todo lo más compartía algunas tesis de los erasmistas que había incorporado a su ideario, algo por otro lado habitual en aquel tiempo, que se mezclasen prácticas diversas en un bricolage que se pretendía pasara desapercibido. No obstante, se le condenó a la excomunión y el tribunal declaró que tenía derecho a librarle al brazo secular de la justicia civil para que se le ejecutase -la Inquisición nunca derramaba una gota de sangre y menos aún aplicaba las penas de muerte-, pero al final se le perdonó si abjuraba de sus errores, algo que hizo, condenándosele a portar un sambenito durante un tiempo, a cien latigazos, a la confiscación de sus bienes y a la asistencia obligada a misas y romerías. Moriría unos años después, el 6 de agosto de 1565, ajeno por entonces a sus glorias artísticas, apartado ya del mundanal ruido.

viernes, 25 de agosto de 2017

Molinos de viento y no gigantes

«Se trata de llegar a lo desconocido por el desorden de todos los sentidos». De haberla conocido, sin duda Cervantes hubiera estado de acuerdo con la afirmación de Rimbaud. De hecho, a través de ese rechazo del poeta francés a la lógica, de su denuncia de la razón que nos esclaviza desde el discurso político y social tradicional, del que no escapan tampoco muchos proyectos revolucionarios y utópicos, podemos entender los mecanismos mentales del Quijote, podemos conocer ese desorden interno del pretendido loco, insatisfecho de la existencia ordenada y cotidiana. «El buen sentido nos dice que las cosas de la tierra no existen más que bien poco y que la verdadera realidad no existe sino en los sueños» escribe por su parte otro poeta de los llamados malditos, Charles Baudelaire, en Les Paradis Artificiels, esos paraísos artificiales que buscaba también el hidalgo Quijada, en cuya biblioteca bien hubiera podido estar este libro.

Cervantes nos hace creer que su personaje pierde la razón. Ve gigantes donde hay molinos y no hace caso a su escudero Sancho, esa voz sensata a ras de suelo, al menos en los primeros días de su compañía, que se lo grita, son molinos de viento y no gigantes, ni siquiera se hace caso a sí mismo cuando estaba ya cerca de las aspas del molino que le vencen indiferentes. Cuando es evidente lo que hay, la realidad se impone y hiere, imposible romper la lógica y la razón. Entonces, el hidalgo caballero acude al sabio Frestón para entender lo que la materia indica, es el genio maligno que lo desdibuja todo y nos confunde.

Ante este panorama, cómo observar la realidad, cómo creer que hay alternativas si no somos capaces de delimitar lo que vemos. El sueño de la razón produce monstruos, en efecto, Goya acertó de pleno en el nombre que dio a uno de sus grabados, sin duda el Quijote hubiese dado una interpretación muy acertada a las series goyescas y puede que acabase compartiendo sus visiones. Es la realidad la que supera el intento de llegar a lo desconocido, es esa razón y esa lógica de las que somos incapaces de despojarnos, aun cuando hayamos contemplado, e incluso los hemos sufridos, todos los monstruos, las que nos derrotan, incapaces de emanciparnos de la monstruosa razón.

Los monstruos representan pasiones, riesgos, conflictos, lances, vicios, tal vez hasta la lucha contra ellos nos muestren virtudes, nuestras propias virtudes y la fuerza para combatirlos, para encararlos y tal vez, cabe siempre la posibilidad, derrotarlos. Tradicionalmente los monstruos están fuera de nosotros mismos, nos enfrentamos a ellos. El psicólogo Paul Diel sitúa a los monstruos en el mismo ámbito que los mitos, aun cuando éstos tengan un sentido iniciático, explican la causa primera de la vida. Pero aquellos nos confrontan como un espejo a lo que somos.

Sin embargo, los gigantes que ve el hidalgo caballero Don Quijote no son la transmutación de los molinos, sino que están en su mirada, o sea, dentro de sí, del mismo modo que conceptos como la belleza, el bien o la bondad, también sus contrarios, se encuentran en la mirada, dentro de cada cual, en la más pura subjetividad. En esto radique quizá una de las modernidades de la obra de Cervantes, en que las batallas del hidalgo caballero sean más dentro de sí, aunque luego se reflejen en el exterior, muy al contrario de lo que pasaba con Heracles y sus doce trabajos o con Belerofonte que se enfrenta a la Quimera. Y en ese rasgar el interior de uno mismo se acerca Cervantes a otro precursor de la mirada interna, a Don Juan Manuel cuando escribe el cuento del deán de Santiago que acude a don Illán para conocer su destino y en un magnífico juego con el tiempo, externo e interno al mismo tiempo, diferentes los dos, le muestra su futuro, que el deán cree real, pero no lo es, todo sucede en unos pocos minutos, como esos sueños que nos parecen extenderse en horas y días, pero que duran apenas unos segundos.

Todo lo cual nos lleva a preguntarnos si es posible superar la subjetividad, si podemos distanciarnos de nuestras propias y únicas miradas, si podemos ir más allá de las realidades no cognoscibles, y no sólo distinguir lo real, lo que nos rodea, sino además modificarlo, transformarlo, crear algo nuevo. El Quijote, a base de golpes, de batallas imposibles, algunas ridículas, otras no exentas de heroicidad y alguna dosis de sentido, acabó asumiendo el mundo tal cual, aunque eso le llevó a la muerte. Su búsqueda de un mundo diferente, de un ideal, no parece que transformara el mundo, su mundo. Tal vez quepa pensar que esto ocurre porque en su caso el éxito, si es factible hablar de éxito o de fracaso, fuera haber emprendido la aventura, vivir como un anacrónico caballero andante, no limitarse a la mera cotidianidad, al mero pasar del tiempo, que es la muerte antes de la muerte.


En este sentido, vanos han sido también los intentos de crear mundos diferentes. En gran medida el lema «otro mundo es posible» se ha mostrado falaz, ilusorio e irrealizable. La realidad nos devuelve la imagen de una derrota permanente y vuelve acertada, incluso aguda, la afirmación de Louis Talot: «Hemos pasado rápidamente de la esclavitud a la libertad, marchamos más rápidamente de la libertad a la esclavitud». Sin embargo, tampoco es propicio la aceptación de las realidades presentes, la realidad real se nos muestra como una lenta agonía que no lleva a ninguna parte. Al fin y al cabo, no fueron los gigantes imaginarios los que derrotaron al Quijote, sino los molinos de viento tan reales, tremendamente reales.

viernes, 18 de agosto de 2017

Touré en el Bilbao tropical

Desde las Siete Calles o desde Atxuri, desde los caserones de Solokoetxe, en el incipiente Santutxu, o desde Bilbao la Vieja, también desde varias de las enrevesadas calles de San Francisco era posible ver aquella montaña pelada cuyo interior estaba compuesto por una sucesión de galerías en las que se extraía hierro. Hasta mediados del siglo XX sus mineros siguieron aportando el valioso y necesario material que se transportaba por la ría hasta los Altos Hornos. Poco a poco se redujo su actividad, el hierro se agotaba y era además de peor calidad. Fue en 1995 cuando se echó el cerrojo definitivamente: Emiliano Valdizán, el último minero, se encargó de cerrar la mina de San Luis, desde hacía ya años sin actividad al igual que, antes, la Mina Abandonada o la de Malaespera. El año anterior ya se preparó el proyecto de reforma de la zona, un proyecto muy ambicioso de creación de todo un barrio. Las antiguas calles de Miravilla, aquellas casas de mineros pegado a Bilbao la Vieja, se transformaron, al igual que el terreno pedregoso y baldío desde el cual, se dice, Unamuno gustaba de mirar Bilbao, en Miribilla, un barrio nuevo, tal vez un tanto desangelado, de casas amplias, edificios enormes y avenidas anchas con paseos en medio, algunas calles peatonales, tranquilas, apacibles, sin duda silenciosas, y un parque enorme donde pasear, leer y contemplar, allí abajo, como varios lustros antes el ínclito profesor, Bilbao.

Touré, de la mano de Jon Arretxe, su creador, contempló alguna que otra vez desde ese moderno lugar ya construido su pequeño San Francisco, el barrio al que había llegado ya comenzado el siglo XXI, en el que vivía en un piso compartido con otros africanos, negros como él. San Francisco es ahora un barrio tribal: negros de diferentes etnias, magrebíes, rumanos, chinos, gitanos (estos del lugar) y los primeros paquistaníes que llegan a la ciudad del norte y comparten la zona central del barrio, todas esas tribus compartimentan sus espacios, los viven a pie de calle. Los negros se concentran más en la parte final de la calle San Francisco, que es como la calle mayor del barrio, cuando se llega a la plaza Franklin que da a las vías del tren, de momento a cielo abierto, entre la estación de Abando, a la derecha según se va a la Plaza Zabalburu, y el apeadero del mismo nombre, Zabalburu. El puente de Cantalojas cruza sobre las vías, supera la falla, y un poco más allá se llega al Bilbao de los blancos.

Las tribus de San Francisco no suelen verse mucho en los otros barrios de la ciudad, con la excepción tal vez de los chinos que se concentran más junto a la Plaza de toros de Vistalegre y se sitúan poco a poco por Hurtado de Amezaga o la calle Fernández del Campo. Salen de tanto en tanto, eso sí, para trámites y trabajos no siempre reglamentados, sobre todos quienes a falta de papeles no les queda otra que trapichear, buscarse la vida, vivir de lo que sea. Como le ocurre a Touré, que se gana el arroz a veces con la magia, a veces con el canto (con el cante) operístico, a veces con la mera compañía, pero sobre todo con la investigación criminalística.

Como buen detective, aunque sea de pega, o por el hecho de vivir en los márgenes de la sociedad, sin papeles, sin dinero, sin perspectivas de futuro, a salto de mata, tiene que desarrollar, Jon Arretxe bien lo ha querido así, las dotes observadoras. No sólo eso, ha de conocer el medio por el que se mueve. Eso le permite apreciar las distintas capas de la ciudad y también se hace una idea de que el tiempo pasa y cambia no sólo a las personas, también la urbe. Sabe que San Francisco tuvo su época de esplendor, cuando corría el dinero y a veces los mineros obtenían sus pluses del alirón y se lo gastaban en tabernas y ropa, en saraos y en la Palanca, con las mujeres doblemente marginadas de la calle Cortes. Todo aquello fue el pasado, luego vino otra época de deshonra y oprobio, de miseria y desesperación, de yonkis en busca de su dosis diaria, la heroína hizo estragos en la ciudad del norte, y el duro final de toda una generación permitió que las casas que quedaban vacías fueran ocupadas por la migración de allende los mares que comenzó a llegar con el cambio de siglo.

Touré conoce esta nueva etapa, la de los migrantes que salen adelante con trabajo duro o con trapicheos variados, algunos de ellos ilegales, y tal vez sospecha que San Francisco, como le ocurre a barrios de similares características en otras ciudades, acabará siendo la zona de moda para jóvenes esteticistas, profesionales y con dinero que ocupan ya algunos rincones del barrio, junto a la ría o en Bilbao la Vieja, a los que acompañan en su aposentamiento bares de diseño y tiendas de moda o librerías y cafés (mal)llamados contraculturales con un punto chic.

Touré contempla la orgullosa ciudad del norte y, sin enjuiciarla y mucho menos juzgarla, va desgranando su realidad, sus contradicciones, sus zonas oscuras. Las novelas policiacas contribuyen en muchas ocasiones a la crítica social, ocurrió en épocas de represión, aprovechando el resquicio de que lo policiaco se consideraba un género menor (y no hay géneros menores o mayores, mejores o peores, sino buena o mala literatura, permítaseme la cursilería). Pero Touré desde luego no es un detective al uso, con un toque amargo y una visión cínica de la realidad, sino un paria, un desterrado, sin papeles, capaz de estafar vía métodos mágicos que ni él mismo se cree a quien quiera pagar por tales zalamerías, puede incluso llegar a vender su compañía, aun cuando no responda del todo a los tópicos erotómanos del hombre negro. Busca, eso sí, lo de todos, ganarse la vida, divertirse, amar y ser amado, ayudar a quien lo necesite, no complicarse demasiado la existencia, él a quien de por sí todo se le complica con excesiva facilidad.


De este modo, Touré recorre una ciudad, Bilbao, que como tantas otras ciudades corre el peligro de convertirse en un mero escenario, una caricatura de sí misma, aunque de momento conserva las esencias, si es que existen las esencias en algún lugar. Jon Arretxe, a quien parece gustarle también los viajes, logra que Touré contemple la ciudad como un viajero, casi como un sagaz antropólogo, y a veces es él quien observa a los nativos como una tribu extraña a la que intenta comprender a partir de esos universales que, suele decirse, existen en cualquier ser humano. Claro que hay demasiados muros, demasiadas fallas y a veces muy pocos puentes. Bilbao, esa ciudad tropical que cantaban los Skimales, tampoco iba a ser una excepción.

jueves, 10 de agosto de 2017

Felicidad Blanc

Escribir los recuerdos es en gran medida un acto de reconstrucción de uno mismo. Nunca se sabe hasta qué punto lo que se pretende es reflejar lo que fue, lo que se es, mostrar el proceso entre el pasado y el presente, o, por el contrario, dar a lo vivido un sentido, una causa que nos permita asumirnos, aclarar la propia existencia, hacer valer lo que se ha alcanzado o justificar las renuncias. Esto último suele ser tal vez lo más habitual. En todo caso, al reconstruir el propio pasado, puede que quien lo escriba no sea del todo objetivo o certero, incluso puede que no haya un ápice de veracidad, ni siquiera lo pretenda tampoco: se escribe al fin y al cabo lo que se recuerda y hay siempre una cierta voluntad de entenderse y, al mismo tiempo, de dar una imagen distinta a la que se piensa que se da sin la debida explicación. Por lo demás, el tiempo es siempre una pátina que desdibuja los hechos.

En 1977 Felicidad Blanc publicó Espejo de sombras, unas memorias inducidas sin duda por el documental de Jaime Chávarri El desencanto que se graba tres años antes y que en 1976 el público acogió con verdadero interés. No en vano los Panero despiertan fascinación en aquel momento. Los tres hijos que tuvo Felicidad Blanc con Leopoldo Panero, Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés Santiago, Michi, están en pleno candelero. El padre, muerto en 1962, representó una determinada actitud, la de unos años -la posguerra, los cincuenta- y un estado de ánimo, el de aquellos poetas, sobre todo poetas, que apoyaron el alzamiento, que creyeron en la legitimidad de aquel movimiento insurrecto que al final no lo fue en absoluto en su sentido más revolucionario o transformador,  más bien al contrario, fue un movimiento reaccionario y mediocre, poetas que sin embargo no se dejaron arrastrar por las pomposas proclamas imperantes o el revanchismo cruento y que se negaron en todo momento a ser separadores, a levantar muros diríamos hoy, nunca quisieron ni aceptaron la teoría de las dos Españas, o la afirmación de que una de ella les debía de helar el corazón, y mantuvieron puentes -hay que decir, en beneficio de la literatura, que los escritores fueron los únicos que nunca perdieron contacto entre sí, los del exilio y los del interior, a veces incluso poniéndose ellos mismos en peligro-, como los mantuvo siempre el autor, unos puentes firmes. El documental de Chávarri acertó plenamente en su título, desencanto fue lo que sintió sin duda Leopoldo Panero y lo que conocieron también sus hijos, aunque de otro tipo, más afín a los tiempos que corrían o que se preveía que serían (desencanto se llamaría también a cierta sensación que dominó a buena parte de la sociedad española una vez acabada la transición).

Pero es de Felicidad Blanc de quien quiero hablar. Surge de repente de las sombras en las que ha estado todos esos años, a la sombra de su marido, Leopoldo Panero, a la sombra de sus hijos, como estuvo antes de la guerra a la sombra de su padre, el doctor José Blanc Fortacín, en un tiempo, reconoce, en el que las mujeres, ella misma, estaban «anuladas en una renuncia inútil». Ha renunciado en un momento dado a publicar, atrás quedaron sus relatos aparecidos en la revista Espadaña, corregidos por un amigo, poeta y compañero de generación, José María Valverde, muchos de ellos leídos por Luis Cernuda, cuando Felicidad Blanc vive en Inglaterra junto a su marido y vive una soledad impuesta en compañía del también solitario poeta exiliado, amigo de Panero, única compañía cierta entonces, soledad impuesta quizá por ella misma y por su marido que está ocupado, demasiado ocupado para que ella sea algo más que su esposa y madre del entonces primer hijo, Juan Luís.

En este sentido, Espejo de sombras parece a veces un ajuste de cuentas. Tal vez sea éste otro propósito de la escritura, ajustar cuentas con la existencia o, incluso más concreto, con quienes nos rodean, también consigo mismo. Algo parecido ocurre con El desencanto, aunque en el documental parece que sean los hijos quienes estén ajustando cuentas y Felicidad Blanc es, con ese aspecto suyo de dama elegante y culta, bella aún, algo distante, quien adopta una actitud de reconciliación que no posee en todo caso en Espejo de sombras. Sea lo que fuere, hay un ajuste de cuentas que esconde la sensación de que la vida, su vida, hubiera podido ser diferente si no fuese, como reconoce, una mujer del XIX.

En todo caso, su renuncia a la escritura, su propósito de ser mera sombra, la hace en efecto invisible, sobre todo a su marido, más ocupado en su labor de propagandista cultural y de puente con los escritores exiliados, pero invisible también ante sus hijos, que no la tienen en cuenta durante años, en vida del marido y padre, esos «años grises, años en que las pocas horas alegres se envuelven o desaparecen entre la angustia y el temor». Las relaciones familiares no le fueron gratas, vive además constantes momentos de soledad compartida, como le ocurrió con Luis Cernuda o luego con su propia madre, después de la muerte de su padre.

Es justo al morir Leopoldo Panero cuando de repente Felicidad Blanc brota con fuerza, deja atrás las sombras que le han desdibujado durante tanto tiempo y aparece, en efecto, hasta el punto de ser un descubrimiento para sus propios hijos y para el grupo de amigos -Luis Rosales, el gran amigo de su marido, Luis Felipe Vivanco o José María Souvirón, entre otros- para quienes ella ha sido la esposa atenta del poeta, quien le dedicó varios poemas (a pesar de la indiferencia en la vida, a ella escribe varios poemas), pero apenas al final una sombra.

Sus hijos la descubren, sí, y Felicidad Blanc pasa a ser la inseparable compañía de Juan Luis en cenáculos, exposiciones y otros saraos de la época; es la gran protectora de Leopoldo María en los años más lúgubres de éste, los años de inestabilidad vital y emocional; es la gran conversadora con Michi, consejera y confesora del hijo menor. Al igual que le ocurriera durante la guerra, cuando es consciente con su hermano Luis que comienza otra época en sus vidas, «es nuestra juventud que se marcha», trasciende el momento concreto y percibe que la muerte de Leopoldo supone otra etapa y lo será más lúcida y vigorosa. Sigue habiendo no obstante un poso de lamento y demasiado titubeo en ella, alguno de los cuales lamenta, como el no haber ido a despedir al escritor cubano Calvert Casey a la estación, cuando salía de Madrid y enterarse al poco tiempo que se había suicidado en Roma, lo que hará más dolorosa su omisión.

Leopoldo María se dirigirá a ella, en un poema que le dedica:

«(…) dicen que llueve por nosotros y
Que la nieve es nuestra
Y ahora que el poema expira
Te digo como un niño, ven
He construido una diadema
(sal al jardín y verás cómo
La noche nos envuelve)»

Mientras, Juan Luis parece pensar en ella al escribir Epitafio frente a un espejo:

Dura ha de ser la vida para ti,
que a una extraña honradez sacrificaste tus creencias,
para ti, cuya única certidumbre es tu recuerdo
y por ello, tu más aciaga tumba.
Dura ha de ser la vida, cuando los años pasen
y destruyan al fin la ilusa patria de tu adolescencia,
cuando veas, igual que hoy, este fantasma
que tiempo atrás te consoló con su belleza.
Cuando el amor como un vestido ajado
no pueda proteger tu tristeza
y motivo de burla, de piedad o de asombro,
a los ojos más puros sólo sea.
Duro ha de ser para tu cuerpo ver morir el deseo,
la juventud, todo aquello que fuiste,
y buscar sin pasión tu reposo
en la sorda ternura de lo débil,
en la gris destrucción que alguna vez amaste.
«Es la ley de la vida», dicen viejos estériles,
«y nada sino Dios puede cambiarlo», repiten,
a la luz de la noche, lentas sombras inútiles.
Dura ha de ser la vida, tú que amaste el mundo,
que con una mirada o una suave caricia soñaste poseerlo,
cuando la absurda farsa que tú tanto conoces
no esté más adornada con lo efímero y bello.
Dura ha de ser la vida hasta el instante
en que veles tu memoria en este espejo:
tus labios fríos no tendrán ya refugio
y en tus manos vacías abrazarás la muerte.

Reeditada por la editorial Cabaret Voltaire, Espejo de sombras es sin duda un testimonio imprescindible sobre los Panero, pero sobre todo una mirada de aquel momento, un siglo que se caracteriza por el «(...) materialismo de una época que comienza, que será despiadada con los humildes, con los que no pisan fuerte».