miércoles, 26 de diciembre de 2018

Tariq Ali, «Miedo a los espejos» y la historia


Organizamos el tiempo en horas, días, semanas, meses, años o siglos, y no hay duda que en gran medida esa organización del tiempo es una convención que parte de la necesidad de organizar nuestras propias vidas, que son temporales sobre todo porque son finitas. Es Cronos, el tiempo del calendario que nada tiene que ver con otros conceptos temporales diferentes, el tiempo de Aion o el tiempo de Kairós.

El ser consciente del paso del tiempo, no sólo en lo que se refiere a nuestras vidas individuales, aquello que transcurre entre el nacimiento y la muerte, sino como especie, nos conduce a la percepción de la historia, de la Historia de la humanidad, de la Historia de los clanes, de los pueblos, de los países o de los continentes. Durante siglos la Historia era sobre todo una crónica que buscaba muchas veces resaltar al grupo, a un Nosotros que se diferenciaba y a menudo se enfrentaba a otro grupo, el ellos. Era a todas luces una historia parcial, épica, identitaria, que buscaba –busca, en la medida que persiste aún hoy en los discursos nacionalistas– afianzar los lazos entre los individuos, exaltando lo colectivo, sobre todo en una época como la actual, tan individualista y que tiende en ocasiones a reconocer la pluralidad interna de las sociedades, algo que todo nacionalismo rechaza por principio. En este sentido, se uniformiza el pasado para uniformizar también la sociedad y se teje una historia con triunfalismo y exaltación.

Pero el siglo XIX comenzó a variar este concepto de Historia. Se acudió a la objetivación de los datos explicados de un modo concreto, sistemático, basado en datos documentales, aun cuando se mantuvo muchas veces una perspectiva concreta, la del poder, la de los poderosos, la de la casta, el estamento o la clase social que mantuviera en cada momento concreto los aparatos de dominio social. Claro que también surgió un acercamiento a la historia desde diferentes puntos de vista, no siempre el punto de vista de los de arriba, sino el de los de abajo. Se dio sobre todo a lo largo del siglo XX este nuevo acercamiento a la historia, muchas veces con una perspectiva añadida emancipatoria. Ante la objetivación de los datos, lo que se imponía también era la interpretación de la realidad, una interpretación que muchas veces ayudase a entender donde se estaba y lo que cada cual era en esa sucesión del tiempo.

Interpretación que no es invención, hay que tenerlo muy presente, sino una valoración de los hechos. Nada tiene que ver con esa tendencia actual, muy entrado ya a estas alturas el siglo XXI, de establecer relatos a partir de los hechos, porque los hechos los podemos interpretar, pero no establecemos con ellos un relato, lo cual no sería histórico porque a todas luces es un concepto literario. De hacerse así estaríamos hablando de otra cosa, de literatura, no de historia, y menos aún de una historia contemplada con los criterios establecidos en nuestra época.

Claro que, también es cierto, la literatura ha ayudado en muchos momentos a entender mejor ciertas épocas de la historia. Marx manifestó alguna vez que había aprehendido mucho mejor los mecanismos de la sociedad de su tiempo en las novelas de Balzac que en ensayos sesudos que muchas veces reproducían visiones prestablecidas y parciales. Pero con ello no estamos diciendo que la literatura interprete la historia, ni siquiera la literatura realista del siglo XIX, sino que por ese carácter que le brinda el realismo se puede contemplar el mosaico social con una perspectiva diferente y conocer algunas normas sociales. Pero las reglas de todo relato son los de la verosimilitud, no las de la descripción fiel de la realidad.

De este modo, cada época se puede contemplar a partir de dos espejos, uno plano, el de la historia, otro curvo, el de la literatura.

Tariq Ali es, en este sentido, un brillante observador de la realidad del siglo XX y ha escrito sobre el siglo pasado con especial asiduidad. Ha interpretado desde sus posiciones críticas los hechos y las políticas, sobre todo las de finales de siglo. Pero también es un escritor sobresaliente que ha sabido transmitir detalles de la realidad que hubieran pasado desapercibidas si la literatura no las hubiera hecho suyas.

Si las novelas de Balzac nos muestran la sociedad del siglo XIX, la novela Miedo a los espejos de Tariq Ali, escrita en 1998, nos da una perspectiva efectiva del siglo XX. Pero no el siglo XX del calendario, el que comienza el primero de enero de 1901 y termina el 31 de diciembre de 2000, sino el siglo XX real, puesto que, como ocurre con todos los siglos, no hay coincidencia entre las fechas y lo que podemos considerar su esencia secular, aquello que le caracteriza. En gran medida, el siglo XX comienza con la Iª Gran Guerra, que empieza a su vez el 28 de junio de 1914 con el atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando de Austria, pero sobre todo con la Revolución Soviética de 1917, y termina con la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989 y la guerra de los Balcanes, con Sarajevo de nuevo como ciudad por desgracia protagonista. Los primeros catorce años del siglo XX son un apéndice del XIX y el último decenio del mismo es una tierra de nadie hasta que el atentado de las Torres Gemelas nos mete de lleno en el siglo XXI.

Apreciamos en su novela lo que fue la lucha intensa por la transformación social a partir de unos personajes que viven con intensidad la política europea del momento, todo ello a partir de la perspectiva que nos brinda el narrador, Vlady Meyer, un profesor universitario de literatura que será purgado de la Universidad con los nuevos tiempos pese a sus publicaciones y haber sido disidente político de la República Democrática Alemana, que le cuenta a su hijo Karl, una promesa política de la socialdemocracia tras la reunificación, la vida de su familia desde la esperanzadora pero al final frustrante revolución soviética y ese compromiso fervoroso con el socialismo revolucionario, fervor que en él deviene sobre todo en frustración.

Es por tanto un relato –aquí sí, porque se trata de una novela– que comienza hace cien años y nos marca hasta qué punto los tiempos son diferentes, ahora que estamos abocados a un desencanto permanente y lo que domina como actitud es el posibilismo de Karl, que hoy vemos también en grupos que en algún momento se han proclamado novedosos y rupturistas, pero que en realidad nos reconducen a muchos al mismo sentimiento desencantado de Vlady. Puede incluso que el desencanto político sea en realidad el tema de la novela, un desencanto ante el proceso histórico que les obligó a tomar otra vez partido, desencanto por la solución al final aplicada, desencanto ante cómo han evolucionado las cosas. Es ese mismo desencanto que vivieron quienes actuaron con firmeza por un mundo mejor y vieron arrogarse unas experiencias autoritarias muchas de ellas de una tiranía espeluznante, sobre todo si tenemos en cuenta la voluntad de emancipación que había en aquellos hombres y mujeres activos, militantes y afanosos por ver una Europa tan diferente de la que resultó en su momento y de la que al final ha resultado.

Junto al desencanto general, la Europa del siglo XX se nos aparece también como escenario y protagonista, con toda su grandeza y toda su miseria, con unas generaciones que en su momento central lucharon, sí, con esmero y no poca dignidad, aportando muchas veces lo mejor de sí mismos, pero sin que los frutos de tal activismo consiguiera ni por asomo construir un mundo nuevo, más bien al contrario.


jueves, 13 de diciembre de 2018

Vera Brittain, «Testamento de juventud»


El pasado 11 de noviembre se conmemoraba el centenario del armisticio que daba fin a la primera guerra mundial. Fue una confrontación cruel y, aunque sin duda hubo antes otras guerras igual de funestas y sangrientas, lo que cambió esta vez es que nunca hasta entonces un enfrentamiento armado había adquirido una dimensión tan global: la conflagración que se inició en 1914 afectó a todo el planeta. También nunca se vio tan claro la vinculación de la guerra con los intereses económicos de los países enfrentados, quedó a la vista de todos que lo que la motivó fue la necesidad de expandir el comercio de cada país por encima del de los otros países, la necesidad de crear nuevos mercados y expoliar los recursos de otras tierras.

Desde luego no fue desacertado, con independencia de la evolución posterior, que el movimiento obrero en ciernes, organizado a lo largo del siglo XIX y que con el cambio de siglo se convirtió en un protagonista esencial en Europa y Estados Unidos, llamara a sus secciones a no participar en una guerra que era el reflejo de los intereses de las burguesías nacionales y a intensificar la lucha de clases interna en cada Estado e Imperio con la que romper esa lógica y conseguir la transformación social. Proclamaron para ello el internacionalismo como herramienta de solidaridad de los explotados, que no debían caer en la trampa del patriotismo, el nacionalismo y el chovinismo, que era a lo que apelaron las clases dominantes para convencer a sus pueblos de que se mataran unos a otros. Sin embargo, no fue posible romper con esa lógica nacional que anteponía la idea de la patria a los propios intereses de clase. Millones de trabajadores murieron en una sangría en nombre de la patria y en beneficio de sus respectivas élites.

Pero los efectos tremendos y atroces de la guerra no pudieron dejar indiferente a quienes fueron testigos de las mismas. Hay que tener además en cuenta que, aun sin llegar a los niveles de la segunda guerra mundial, la guerra afectó a la población civil en mayor medida que en guerras anteriores. Pero a su vez el empleo de nuevas tecnologías –por ejemplo, la aviación– o nuevas armas –el gas mostaza entre otros gases mortíferos– produjeron a miles de soldados unas heridas terribles mucho mayores y más horrendas que la de la última guerra conocida en Europa, la que enfrentó a Francia y Prusia, y que llevó a Émile Zola a escribir un cuento sobre unos soldados de ambos lados que se negaron a combatir tras una noche en la que todos ellos vieron en un mismo sueño una campa ensangrentada, ensangrentada con la sangre de sus cuerpos. El pacifismo, que hasta la primera guerra mundial fue algo propio de pequeñas corrientes religiosas –menonitas o sociedades de amigos– o de algunas tendencias anarquistas –los partidos y organizaciones revolucionarias estaban contra aquella guerra por su carácter de clase, pero no desechaban el uso de la violencia para afianzar la revolución–, aumentó considerablemente por la vía de la vivencia y la experiencia.

Vera Brittain fue una de las figuras que, por esta vía de la propia vivencia directa y una profunda reflexión, levantó al terminar la guerra la bandera del pacifismo. De familia adinerada, ella y su hermano Edward se relacionaban con jóvenes ricos y cultos que estudiaron en institutos de élite y soñaban con formarse en la Universidad de Oxford y dedicarse, muchos de ellos, a la literatura. El inicio de la guerra, en 1914, se cruzó en su camino y la lealtad a la patria y un sentido del deber que anteponía su pertenencia a la nación a una reflexión sobre lo que eso significaba hizo el resto. Su hermano, sus amigos, entre ellos el enamorado de Vera Brittain, Roland Leighton, se alistaron en el ejército, con el beneplácito e incluso el aliento de la valiente muchacha, que había superado las trabas de la sociedad británica post-victoriana y se había presentado al examen de ingreso en una escuela universitaria adscrita a Oxford.

Ella misma se incorpora al cuerpo de enfermeras británicas en la Europa Continental y ve el sufrimiento que causa la guerra en los soldados caídos. Asiste incluso a los soldados alemanes heridos y le impresiona la muerte de uno de ellos al que intenta ayudar moralmente. Es una muerte que se produce después de la de Roland, pero anterior a las de sus amigos y su hermano. Vera Brittain no celebra el armisticio con la alegría patriótica de sus conciudadanos, sino que supone para ella el inicio de una reflexión que le llevará a tomar una actitud en los debates sobre lo que hay que hacer con Alemania: no admite el ánimo de venganza que defiende parte de la población británica. Retoma sus estudios, los culmina, pero esta vez su afán por ser escritora le lleva a tomar la pluma en defensa de sus ideas pacifistas. En 1933 publica Testamento de Juventud, que tendrá continuidad en Testamento de amistad (1940) y Testamento de experiencia (1953), trilogía que será una autobiografía y una reflexión sobre lo que es la guerra. No es muy entendida en un momento en que la guerra de España, la de Eritrea y, por último, la segunda guerra mundial exalta sobre todo el mismo ánimo patriótico que existiera unos años atrás.

En 2015 James Kent realizó una película basada en el primero de los libros de la trilogía de Vera Britrain y a la que puso el mismo título, Testamento de Juventud, con la actriz sueca Alicia Vikander en el papel de la autora. No sólo recoge a la perfección el libro autobiográfico de la escritora inglesa, sino que además es de una enorme belleza visual en su primera parte, y de una profundidad tremenda a medida que nos sumergimos en la guerra y asistimos al horror del enfrentamiento. Por último, vemos la evolución interna de la protagonista que le lleva a su compromiso. De este modo, la película, al igual que el libro de Vera Brittain, es un alegato contra la guerra y contra la política entendida como punto de partida para la venganza y el enfrentamiento entre poblaciones, que son siempre las que más pierden en las guerras.

Es también una película ligada a otras cintas que critican abiertamente la guerra y muestran bien a las claras lo absurdo de las políticas basadas en el enfrentamiento entre naciones y pueblos. En 2005 Christian Carlon lleva a la pantalla un hecho acaecido también durante la primera guerra mundial, Feliz Navidad, que narra la decisión de unos soldados británicos, franceses y alemanes de detener por unas horas el enfrentamiento, salir de sus trincheras y pasar juntos la noche de Navidad, algo que escandalizó a los correspondientes estados mayores y mereció el castigo a los oficiales al mando. Y, cómo no, hay que referirse a Senderos de Gloria (1957) en la que Stanley Kubrick nos muestra cómo el fervor patriótico pasa por encima de la vida de unos jóvenes soldados a los que los altos mandos no dudaron en poner en peligro pero a los que el coronel Dax intenta salvar mediante la retirada de sus posiciones cuando ve claro que no tiene sentido mantenerlos allí, por lo que será juzgado. Como en las otras dos películas, destaca el choque entre los ideales patrióticos y la vida de una población que poco o nada tiene que ver con los intereses de quienes tienen el poder. Clama al cielo que en estos cien años desde el armisticio de 1918 no hayamos salido de la lógica chauvinista de las patrias y la guerra como medio de hacer política.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Música y visiones de la realidad


Mikel Laboa fue en efecto un punto de inflexión, un cantante que innovó y experimentó, que introdujo nuevos elementos a la música vasca, hasta ese momento muy melódica y popular, muy enlazada a una tradición agrícola y marinera, a una tradición de caseríos y de puertos pesqueros, de arrantzales y de baserritaras como reflejo de la simplicidad de la vida popular vasca de la que se pretendía descender directamente, con una mitología propia mantenida pese a todo, pero sobre todo pese a una sociedad que en realidad hacía tiempo que había dejado de ser de un modo central agrícola o marinera para convertirse en urbana e industrial. Tampoco era el vasco, si alguna vez lo había sido en realidad, un pueblo aislado del mundo. Sin duda es una idea falsa, un tópico, la del aislamiento de los vascos, al fin y al cabo los valles de Vasconia nunca dejaron de ser un espacio surcado por numerosos caminos, un lugar de paso y por tanto de intercambios de todo tipo.

Ni Mikel Laboa ni ninguno de los cantantes del grupo Ez dok amairu fueron por otro lado ajenos a lo que pasaba fuera, a la música latinoamericana o a la más cercana música francesa, ni mucho menos a los cantautores españoles, que en aquel momento, a partir de los sesenta y setenta, se hicieron muy presentes en España, o del Fado portugués, por seguir en la península y en la cercanía del País Vasco.

Pero además,  en los años setenta, surge el llamado rock radical vasco, con un entramado de bandas de estilo bronco y metálico, con letras incendiarias y que se referían al mundo de las industrias y de la crisis de los setenta, crisis mundial pero que en el País Vasco, además, tuvo connotaciones políticas muy importantes, con movilizaciones enormes y unos proyectos revolucionarios, o por lo menos rupturistas, bajo los cuales existió un magma de fatalidad que fue ocupando muchos espacios juveniles, tan afectados por la droga, el pesimismo y la falta de perspectivas personales.

Entre la música tradicional, aunque renovada y con ganas de experimentación, y el rock radical, apareció Itoiz, una banda mítica de rock que surgió en 1976 y que se adentró en los ochenta, que fue sin duda una primera expresión de algo nuevo, sin duda una exigencia de algo nuevo que se estaba necesitando, y que, dicen, sacó a la luz la que se considera la mejor canción de amor de la historia musical vasca, Lau teilatu. Itoiz tuvo un sonido también muy urbano.

No hay que olvidar, aun cuando haya pasado a un segundo plano en las interpretaciones de la historia reciente del país, que hubo un peso industrial enorme y existió una cultura obrera de que la que el rock radical fue un evidente retoño no siempre deseado. Es la Vizcaya reflejada por Daniel Calpasoro en Salto al vacío y de la cual, parece ser, todos reniegan porque parece que los gestores de lo público muchas veces están tentados por volver a la imagen idílica que nos ata a lo tradicional o a lo sumo o a una necesidad de épica que lo reduce todo a la cuestión nacional, no siempre contada además en toda su amplitud, en estos tiempos en que todo se redecora una y otra vez.

Hoy Mikel Laboa y los cantantes del grupo Ez dok Amairu siguen felizmente presentes en la cultura del país. Sale su música en recopilaciones y nuevos formatos, e incluso algunos de los cantantes siguen actuando e influyen sin duda en algunos de los cantantes y grupos actuales. Mientras, da la sensación de que el rock radical vasco ha pasado también a un segundo plano, como la historia obrera de Bilbao y de muchas localidades de Euskal Herria. Supongo que forma parte de un cambio social enorme, nadie en la década de los ochenta imaginaría que el país, treinta años después, sería tan diferente, tan tranquilo y apacible, con sus claroscuros, como todas las sociedades europeas, pero nada que ver con aquellos años cuanto menos virulentos.

Y sí, en efecto, salen nuevos cantantes y nuevos grupos, que se van haciendo su sitio desde los noventa, pero sobre todo con el cambio de siglo. Cantan en castellano y también en euskera, este idioma pasa a ser también un idioma usado y extendido cada vez más en la cultura de los territorios, con influencia de la música tradicional, sin duda, pero no siempre de ella, porque la influencia de otras músicas se hace cada vez mayor y aparecen nuevas melodías y nuevos tonos, también se renuevan los temas que se cantan, que están más ligados a lo cotidiano.

Uno de los grupos que surge con el cambio de siglo es Kerobia. Se trata de una banda navarra que se disuelve en 2014 y que en su camino dejan 6 álbumes, numerosos conciertos y, lo que es también muy interesante, una estrecha colaboración con otros ámbitos culturales, como ilustradores, videógrafos o artistas plásticos, en los que intervienen nuevos formatos tecnológicos, algo muy propio de estos tiempos.

Xabi Bandini, el cantante de Kerobia, marcha a Madrid y se dedica a otros menesteres en ese intenso enjambre cultural de Lavapiés, tan minimalista pero también tan interesante y atractivo, y sobre todo tan variado. No parece que estuviese en su cabeza la idea de seguir su carrera musical, pero uno se imagina que es difícil desprenderse de cualquier modo de expresión artística. En un mundo tan falto de certezas, donde nada es seguro y todo se fusiona, lo cual tampoco es negativo, al final hay que recurrir a la expresión que uno conoce, es inevitable porque es una forma, también, de entender el mundo y entenderse a uno mismo y de seguir vivo.

Graba en su propia casa y salen unas canciones que acaban agrupadas en un disco recién salido, nada menos que a principios de octubre, bajo el nombre de begibakar, que literalmente significa un solo ojo, el modo vasco de denominar al Cíclope, lo que da una idea también de la necesidad de acudir al mito, si es que alguna vez hemos salido del lenguaje mitológico, y por ende poético, para hablar del mundo. Sale de este modo un disco melódico, intimista, con sones que recuerda aquella música a la que se puso la etiqueta –odiosas etiquetas– de indie, tan en boga durante el salto de siglo.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Mikel Laboa y las contraesencias esenciales


Dan no poca pena estos tiempos que confunden ocio y cultura, que restringen lo cultural a una parte del esparcimiento, de la diversión y de la holganza, cuando no lo convierten en negocio, directamente, un mero atractivo para turistas o para el fin de semana, una forma de pasar el tiempo, sin que nada tenga que decirnos, un mero barniz, a lo sumo útil para poder hablar de algo cuando no se tiene nada que decir. Malos tiempos para la lírica, sin duda, y para cualquier cosa que invite a la reflexión. O, peor aún, a la crítica. Claro que tampoco debería ser algo sesudo, y mucho menos elitista. La cultura no es sólo, no debería serlo, para los que tienen dinero y tiempo, para los burgueses de hogaño o los nobles de antaño. Hay también quien sostiene que la cultura es algo así como el alma de un pueblo, algo tremendo si se piensa bien por lo trascedente que resulta, en un momento además en que crecen los discursos identitarios, siempre excluyentes y favorecedores de muros que separan en vez de juntar, unir y mezclar. 

Mikel Laboa, que murió hace justo diez años, se burlaría de estas cuestiones previas sobre la cultura, él que se tomaba sin duda muy en serio la canción, la poesía, lo reflexivo; él que recogió tantos cantos populares de Vasconia y los recuperó incluso para la cultura urbana de unas provincias que ya no eran esa arcadia campestre de txapela, txistu y kaiku, aun cuando la encontremos todavía entre los verdes montes de Zuberoa, en los valles de Navarra o en Carranza, pero también supo innovar y experimentar con el lenguaje, tanto musical como poético, incluso jugar con onomatopeyas y divertirse con la música. También hay lugar para la diversión.

Justo es eso la cultura, un ámbito en que se entrelazan tradición e innovación, se experimenta con las palabras y la armonía, se vuelve atrás para recuperar formas antiguas o se inventan nuevas fórmulas urbanas o puede que gamberras. Mikel Laboa supo caminar por entre sendas muy variadas, algo que a veces no sentó bien a los guardianes de las esencias, que los hubo y los habrá, por desgracia. También acudió a otro factor imprescindible en cualquier cultura que se precie: a lo exterior, a las influencias externas tan necesarias siempre. Toda cultura que se encierre en sí misma muere sin remedio. Cualquier persona que escriba,  que cante o que pinte y que no lea, escuche o contemple lo que se haga en otros sitios está condenada a repetirse una y otra vez, y a apagarse como artista. Mikel Laboa era un admirador de Atahualpa Yupanqui, de Violeta Parra o de Georges Brassens, entre otros. Le gustaba el jazz y no dudó en incorporar al pianista Iñaki Salvador como colaborador en sus conciertos, hasta el final. Le gustaba el flamenco, de ahí que el grupo Sonakay adaptara el Txoria txori y gracias a ellos muchos cantantes gitanos del país comenzaran a incorporar el vasco a sus repertorios musicales. Probó con el fado, con todo tipo de sones que se escucha también por estos lares sin que tengan que hundir sus raíces en lo más profundo y telúrico del suelo vasco.

Sin duda eso sacó a la música vasca de cierto costumbrismo egocéntrico. Hoy se ha ampliado bastante el panorama musical de Euskal Herria. Ya nadie se extraña por escuchar a grupos de pop o de rock en vasco, igual que ocurre con el flamenco local, que ya no sólo es el de Sonakay mencionado atrás, sino que empieza a ser más amplio. Incluso cantantes que emplean este idioma empiezan a participar en esos concursos tediosos de la televisión. Puede que esta necesidad de apertura fuera uno de los ejes en el grupo Ez Dok Amairu, que unió a un grupo de jóvenes cantantes vascos que acabaron innovando el panorama musical y cultural, entre ellos el propio Mikel Laboa, Benito Lertxundi, Xabier Lete o Joxean Artze. Algo parecido estaba pasando en el panorama literario. Gabriel Aresti abrió la espita para una nueva explosión en la poesía, y por ende también en la narrativa en vasco, le siguieron autores que se reunieron en torno a la revista Panpana Ustela y a la banda Pott, entre ellos Bernardo Atxaga, tal vez el autor en vasco ahora mismo más conocido.

Tal arrebato que tuvo mucho de impulsivo se produjo sobre todo en los años setenta, en un contexto poco propicio para el idioma vasco, hasta entonces reducido casi al caserío y con presencia escasa en las ciudades. Era algo que ocurría en las provincias del sur, las de España, que padecieron los efectos de la centralización desde inicios del siglo XX, pero sobre todo la etapa de la dictadura que no fue benévola con las diferencias respecto al modelo imperante de país, pero también en las provincias del norte, las de Francia, donde el idioma quedó relegado al campo y sobre todo a la provincia de Soule (o Zuberoa, en vasco, o Xiberoa, en el dialecto local, el suletino).

Hoy las cosas han cambiado a mejor, el vasco se emplea en muchos ámbitos, incluso el universitario. No diré que se ha normalizado porque el verbo normalizar tiene un tufillo uniformizador que no me resulta muy grato. Más cuando el vasco es muy plural y rico en variantes, y además no sólo el francés o el castellano son también idiomas del país, sino que han llegado otras lenguas a suelo vasco, circunscritas a colectivos más reducidos. No hay que olvidar que Touré, ese detective de ficción de las novelas de Jon Arretxe que recorre las calles de Bilbao como uno más, piensa y razona en wolof, idioma con el que intenta contemplar y entender, casi con una mirada de antropólogo de andar por casa, las costumbres del lugar.