lunes, 27 de enero de 2020

La pared vertical de la duda


Un jovencísimo Carlos Bousoño se traslada en 1943 a Madrid a continuar sus estudios de Filosofía y Letras iniciados en Oviedo. También se afianza su labor poética y su interés por la Generación del 27. Conoce a Vicente Aleixandre, sobre quien redactará años después su tesis doctoral, se interesa aún más si cabe por Juan Ramón Jiménez, entra en contacto con los poetas que ya han iniciado su carrera literaria en esa España opacada, sobre todo con Claudio Rodríguez, José Hierro y Francisco Brines, y con quienes la inician, José María Valverde o Eugenio de Nora, entre otros.

No eran desde luego años fáciles. Hacía cuatro años que había acabado la guerra civil española y el país estaba a todas luces afectado todavía por las consecuencias del conflicto, lo estará durante mucho tiempo, no sólo por la miseria y el desaliento, también por mantenerse bajo una dictadura que se pretendía ideológica, pero que comenzaba a mostrar sus primeras decepciones en las propias filas. Dionisio Ridruejo ya había regresado a España tras su salto adelante en la División Azul, impresionado sin duda por la dureza de la guerra en Rusia –José Manuel de Prada ha escrito una novela sobre ese capítulo de la guerra y sobre los voluntarios y pretendidos voluntarios que marcharon bajo la orden de los nazis a unas batallas que pronto serán derrotas, Me hallará la muerte–, y nada más aposentarse en España no puede evitar que su visión de aquella nueva España no sea en absoluto ilusionada ni por tanto ilusionante, al contrario: será una visión decepcionada y angosta. El antiguo responsable de propaganda de la Falange le escribe al Caudillo una carta dura, acusatoria. Será el inicio de su ruptura con el régimen, una distancia que le llevará a varios destierros y a la expulsión del país. También muchos de quienes confiaban en un país distinto sentirán esa misma frustración, un desasosiego hondo porque lo real no coincide en absoluto con el ideal, lo que conllevará una decepción profunda.

La década de los cuarenta será difícil. La guerra mundial supone también que aumente la impresión de descalabro generalizado. No es de extrañar que haya una visión hiriente de la realidad, la vemos muy bien reflejada en la novela Nada, de Carmen Laforet. Se acentúa un existencialismo basado en la angustia ante la vida. La presencia de lo religioso en la cotidianidad española incidirá en que muchos de los poetas que escriben en aquel momento busquen en los valores de la fe un recurso de esperanza que tal vez no hallen en la realidad material. Pero surge el desasosiego de la duda, con toda seguridad uno de los conceptos más empleados, más presentes.

Se me hace difícil imaginar cómo era aquella realidad concreta, aquellos primeros años de posguerra, aun cuando se haya escrito mucho sobre ello y el cine ha dado una imagen de la cotidianidad que influye seguramente en nuestra visión. La lectura de los poetas de aquel momento ayuda, pero aun así no resulta fácil comprender cómo asumían la realidad los universitarios y los nuevos escritores de los años cuarenta, aquellos primeros poetas y escritores para quienes las palabras y el lenguaje poseen una importancia enorme para poder mostrar lo que no resulta fácil expresar.

Carlos Bousoño puede al menos tomar cierta distancia y marcha, al licenciarse, a México y Estados Unidos. Durante tres años vive fuera de España. Regresa en 1949, se integra en la vida universitaria y sobre todo comienza su labor poética, reflexiva. El país comienza a cambiar en la segunda mitad de la década de los cincuenta, hay una cierta apertura en los sesenta y surgen nuevos autores con una visión menos angustiosa, aunque no por ello desaparece esa duda acerca de lo real.

Sería interesante quizá poner frente a frente la poesía de aquellos primeros poetas de los años cuarenta con la de los novísimos, cuyos autores cierran la larga noche de la dictadura y reflejan a todas luces un cambio en el país, un cambio social, anímico, cultural. Desde luego, los escritores de los cuarenta han sufrido ese descalabro de la guerra y la ruptura cultural que supone que buena parte de los escritores de las generaciones anteriores se hayan marchado del país. Se enfrentan a la necesidad de reconstruir los espacios culturales, las tertulias, las revistas, hay que empezar de nuevo, y se empieza bajo las nuevas condiciones del país, nada favorables, no hay que olvidarlo. A finales de los sesenta y en 1970, cuando José María Castellet publica su antología de los novísimos, ha habido una apertura cultural importante, se conoce mejor las corrientes literarias del momento en Europa, los escritores latinoamericanos del boom (denominación horrenda, sin duda) aportan nuevas formas de escritura y se respiran ya unos aires de cambio, aun cuando la dictadura acabe su periplo con represión y bastante cerrazón política. No es que lo tengan más fácil, pero se pueden apoyar en un bastión más alto.

No hay que olvidar, por otro lado, que pese a la ruptura que supone la guerra en la cultura española, con la división entre los escritores del exterior, la España del exilio, y del interior, la cultura que empieza de nuevo, existen lazos entre ambas, la mayor parte de los escritores mantienen relaciones y vínculos. La labor de Carlos Bousoño, tanto académica como poética, lo refleja, una labor que es fundamental conocer y leer.


miércoles, 15 de enero de 2020

cada día es más otoño


Estos días se cumple un siglo de la muerte de Benito Pérez Galdós. Fue un escritor con una influencia enorme en la sociedad de la época, en un momento en que la cultura española estaba en una etapa álgida, plena edad de plata, y el debate público reflejaba un interés enorme por los asuntos colectivos y se imponía un deseo de cambio y de reforma en todos los sectores sociales, pese a que el analfabetismo seguía siendo amplio entre las capas populares y no eran pocos los obstáculos a los que se enfrentaban los nuevos tiempos.

Galdós recoge todo ello en sus novelas, hasta el punto de reflejar en buena medida el estado general de la sociedad. La palabra que simboliza la época es sin duda progreso, progreso social, político, cultural, tecnológico al que sin duda contribuye el escritor, de hecho los escritores inciden de forma directa en la sociedad, fomentan e influyen en el debate público, se convierten en una parte fundamental de un país que quiere dejar atrás la cerrazón y el ostracismo.

La noche del 4 de enero de 1904, el día del fallecimiento del autor, cierran los teatros de Madrid. Al entierro acuden treinta mil personas, lo que denota la influencia de Pérez Galdós, no sólo entre los escritores o los políticos del momento, también en una población que le veía como una referencia, como una parte sustancial de sí misma. Es difícil entender plenamente hoy lo que significó este autor, cuando parece que se ha ensanchado ahora la brecha entre el mundo cultural y la sociedad, cuando la literatura ocupa cada vez un espacio menor en el debate colectivo, pese a que se publique mucho, surjan nuevas editoriales y librerías, y tengamos el espejismo de que hay un número enorme de personas escribiendo.

La literatura, en efecto, influye poco en la sociedad actual, menos aún en lo político. No me refiero sólo al estamento institucional, lo político no como el conjunto de los gestores públicos o la suma de las instituciones, sino entendido como lo colectivo, el conjunto de relaciones que se establecen entre las personas y los grupos sociales, cualesquiera que éstos sean. La literatura se ve hoy como un entretenimiento, un ocio más entre los muchos que se ofrecen, disminuida su influencia ante la aparición de nuevas formas de expresión.

Estos días no puedo dejar de pensar en José María Valverde, profesor de estética, traductor, interviniente también en debates políticos y sociales, pero sobre todo poeta. Murió en 1996 y su entierro fue una muestra de la influencia que aún ejercía a finales del siglo pasado una persona de letras, un «ser de palabras», como nos recuerda Rafael Argullol que le gustaba definirse. Se ofició una misa en Barcelona, en una de cuyas universidades fue profesor y la calle Madrazo, donde se hallaba la iglesia, e incluso la cercana calle Aribau se vieron afectadas por la asistencia de muchas personas que quisieron brindarle un homenaje al profesor, al poeta y a la persona comprometida.

José María Valverde comenzó a escribir en los primeros años de la posguerra. Estudió filosofía en Madrid, donde se relacionó con poetas de la época, muchos de ellos cercanos al régimen, él mismo lo estuvo, a un falangismo que poco a poco irá perdiendo el fervor de la causa y acabará incluso siendo crítico con la realidad circundante. Leopoldo Panero le animó a la escritura, al igual que Dámaso Alonso. Frecuentó el Café Gijón, del que años después escribirá Umbral como gran centro literario y artístico. Fue compañero poético y amigo de Carlos Bousoño y de Eugenio de Nora, escribe en revistas como Garcilaso, de José García Nieto o Escorial, de Dionisio Ridruejo, y pronto se dedicará a la reflexión estética.

Fue una persona de convicciones cristianas que con el tiempo se acercará a posiciones de izquierda, simpatizante y activo partidario de la teología de la liberación y del sandinismo, cuando el sandinismo poseía unas bases liberalizadoras, nada que ver con lo que es hoy. Porque lo que preocupará al Valverde pensador es la liberación de la persona, tanto en su faceta individual como colectiva, lo que entrañaba un gesto que hoy llamaríamos global. Famosa fue la anécdota que protagonizó en 1965, cuando en solidaridad con José Luis López Aranguren, Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo, expulsados de la universidad, dimitió de su cátedra tras apuntar en la pizarra de su aula universitaria un evidente «sin ética no hay estética». Sin duda la palabra que le define, también a su época, es sin duda emancipación.

José María Valverde fue sin duda uno de los últimos escritores con influencia social, que favorecía la reflexión y la acción. Manuel Vázquez Montalbán ejerció sin duda una proyección parecida. Hoy no parece que exista tal afinidad entre literatura y sociedad. No es que uno añore la figura del escritor comprometido, no creo que la opinión de un artista en general valga más que la de cualquier otra persona, pero sí que una obra tiene mucho que ver con la sociedad, contribuye a la reflexión de lo que somos como individuos y como colectivo. Desde luego no se puede concebir la cultura, como parece imponerse hoy, como algo pomposo o lejano, o peor aún como un mero entretenimiento de fin de semana. Sin que por ello le demos tampoco un barniz de prestigio distante y elitista.

miércoles, 8 de enero de 2020

Sobre censuras, discursos broncos y corrección política


Es cierto, el mundo de la cultura tras la guerra civil española mantuvo en gran medida una cohesión que no existió en otros ámbitos. Continuaron los lazos y  surgieron no pocas correspondencias entre escritores, se establecieron nuevos vínculos, como esa amistad por correspondencia entre Ramón J. Sender y Carmen Laforet, y de este modo la idea de las dos España parecía menguar, aunque no pudo escapar al ambiente que existía en el país y que afectó sobre todo a los escritores del interior, que tuvieron que lidiar con la censura y con un discurso triunfalista, patriota, intolerante, homogeneizador, aun cuando fuera disminuyendo su intensidad con el tiempo, a partir de los sesenta, sin que se pudiera romper, no obstante, esa imagen rancia y monolítica de sí misma.

El tono bronco de la investidura, estos días, nos remite en cierto modo a esa España añeja, incapaz de salir de un debate identitario a veces obsesivo, un tanto forzado, tal vez para muchos cansino, hartos de estar planteándose una y mil ves qué es España, como si tuviéramos que volver a la casilla de salida del noventayochismo y preguntarnos todas las mañana ante el espejo, tras despertar, qué es España y cómo su configura su pluralidad o lo que sea lo que tenga. Pregunta absurda, al final, porque nada es fijo, nada es eterno y el ser cambia día tras día y se asume, se vive, no se define.

Pero allí sigue el debate, una y otra vez, qué es España, qué es lo vasco o lo catalán o lo ibérico (como si los portugueses tuvieran que estar también sujetos a esta necesidad de definirse permanentemente), si es compatible entre sí o se niega entre tanta identidad discursiva. Y en contra de lo que pudiera parecer, no es patrimonio de un sector ideológico. España no existe, me comentaba hace tiempo una persona afín al independentismo catalán, como si quinientos años de represión común no unieran mucho, es más, no fuera la mismísima base de todo Estado moderno y contemporáneo, unidas todas las poblaciones por la represión de los poderosos, verdadero cemento que forja las patrias y limita las identidades colectivas.

Para los autores del interior o para quienes quisieran publicar en España, escribir bajo censura real e institucional, la de un señor –solían ser señores– que revisa los textos a publicar en busca de ideas nocivas que inciten el mal, pudo servir a más de un escritor a apurar el estilo para poder decir lo que quisiera sin que lo dijera, un lector atento sabría leer entre líneas y de este modo la escritura y la lectura adquirieron un tono más pulido y cómplice. Hasta cierto punto fue una buena escuela para muchos autores –sin que esto signifique añoranza ni deseo de resucitar tal institución– y hasta motivo de ciertos ejercicios de ambigüedad terminológica, como el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar, que sin duda causó un verdadero espasmo al censor correspondiente.

Pero el problema es que al final la censura acabe asumida por el autor y él mismo se encargue de cortarse las alas a la hora de escribir. Es curioso, esta autocensura sin embargo aparece de pronto en momentos en que no existe la censura institucional y en principio se establece una libertad absoluta para escribir y decir, es más, se crea un sistema de verdades absolutas que no se pueden cuestionar ni desdecir, son intocables, nada puede contrariar lo políticamente correcto y quien lo haga se verá confrontado a los dedos acusadores de los bien pensantes. Forma parte de alguna distopía esto de que la propia población asuma lo que se puede y lo que no se puede decir y creer. Se ha dado además un paso en tal sentido al instituirse la necesidad entre sociólogos, periodistas y politólogos de establecer relatos sobre los hechos y acontecimientos, lo que elimina la posibilidad de interpretar la realidad, que es lo que se ha hecho toda la vida.

Claro que ahora mismo los escritores ya no pintan mucho en la escena colectiva, se ha diluido la presencia del escritor casi a una figura decorativa que ya no habla siquiera de la realidad social. Tampoco es que uno crea mucho en aquello del escritor comprometido, entre otras razones porque el dedicarse a los menesteres de las letras y los relatos tampoco da pie a que sus ideas o sus posiciones sean las correctas, o lo sean más que las de otros sectores sociales. Puede que esta pérdida de presencia tenga que ver con la poca importancia que tiene ahora mismo la literatura en nuestras sociedades. Puede que aquella necesidad de censura partiera de la importancia que adquirieron los escritores como grupo de presión, creadores también de opinión o difusores de ideas, en un momento en que las ideas parecían peligrosas. Todo ello ha desaparecido hoy.

En todo caso, la censura podía apabullar a no pocos autores con sus exigencias y la necesidad de pasar desapercibido por entres sus manos sin tener que renunciar a la obra. Era un coste añadido, sin duda, escribir teniendo en cuenta tan innoble institución. A finales de los sesenta Juan Marsé quiso escribir sin pensar en la censura, sin que le influyera en la creación de un texto. Asumió que la novela que saliera de tal escritura sin duda no fuera a publicarse. Aun cuando corrían años de revueltas y esperanzas, Marsé, él mismo lo reconoce, no era optimista y a esas alturas creía que el régimen perduraría mucho tiempo más con su censura institucionalizada. Escribió Si te dicen que caí, una novela que vuelve a los años de posguerra y al ambiente en las calles de Barcelona. Al final no quedó en un cajón a la espera de tiempos mejores, sino que ganó un premio en México y se publicó en aquel país. Fue otra forma de escapar a la censura institucionalizada y escribir en libertad. No sé si en el mundo de lo políticamente correcto, si va a más, vaya a haber mecanismos parecidos de escape.

miércoles, 1 de enero de 2020

Historia de una tertulia


A estas alturas imagino que nadie ignora ya, más allá de las lecturas épicas que perduran todavía hoy, que la guerra civil española supuso una ruptura enorme en todos los ámbitos, «una gran quiebra» la calificó Francisco Umbral, y que a pesar de las motivaciones, las causas y las interpretaciones que se pudieran dar, las hubo incluso a modo de mera justificación propia, conllevó una división trágica de la sociedad española. Trágica sobre todo porque significó para miles de personas la muerte, la represión, la tortura y el ostracismo, lo peor que les pudo pasar.

Para la cultura, aquella guerra zanjó un largo periodo de intensa actividad literaria, pictórica, teatral, periodística, en el que asomó el cine y hubo un interés enorme por la filosofía y las corrientes de pensamiento de la época. Fue la edad de plata de la cultura española en la que convivieron, desde el último cuarto del siglo XIX, varias generaciones de autores y artistas, con estilos diferentes y distintas formas de ver el mundo. Impresiona pensar que en los primeros veinte años del siglo XX español se cruzaron, circunscribiéndonos sólo a la literatura, autores realistas y naturalistas, la generación del 98, el modernismo, los istmos y unos jovencísimos poetas y escritores en ciernes que conformarían la generación del 27 y la del 36. Asistimos a algo parecido en cualquier de las otras artes.

Ese mundo de la cultura no fue desde  luego ajeno a lo que estaba pasando en España, la tensión aumentó a medida que se adentraba el siglo y era algo de lo que también se hablaba en los cenáculos y tertulias de escritores y artistas, tomando algunos partido, aunque también hubo quienes se mantuvieron a cierta distancia, con opinión o sin ella sobre los acontecimientos, habría incluso quienes pensaran que toda aquella batahola que debía de parecer la política del momento no iba con ellos. No obstante, lo cierto es que fue en ese mundo de la cultura donde las posiciones a veces enconadas no llegaron a rupturas personales, como ocurrió en otros ámbitos, no en general, aunque debió de haber momentos complicados, sin ninguna duda.

Pero al mismo tiempo tampoco nadie estuvo a salvo del salvajismo de la guerra, y el desgraciado final de García Lorca da buena y tristísima prueba de ello, con todas las confusiones que lo rodearon y afectaron a su gran amigo Luis Rosales y a su familia. Con final menos trágico, un jovencísimo Leopoldo Panero pagó cara su amistad con el poeta César Vallejo, de conocida posición filocomunista, cuando recorrieron juntos las calles de Madrid y luego el poeta peruano pasó uno tiempo en Astorga, en una casa propiedad de los Panero, lo que motivó que el joven poeta leonés pasara un breve tiempo en la prisión improvisada, pero cárcel al fin y al cabo, de San Marcos, acusado de izquierdismo, hasta que la mediación de su madre ante el mismísimo matrimonio Franco logró liberarlo del mal trago.

En los sótanos del Café Lion, hoy desaparecido, en el salón conocido como La Ballena Alegre, coincidieron en una de las tertulias habituales José Antonio Primo de Rivera y Federico García Lorca, sin prever ninguno de ellos sus respectivos y trágicos finales, y dicen que naciendo no poca admiración del político por el poeta. Pocos ámbitos en aquel momento conocieron una capacidad tan grande de libertad, sin querer por ello caer en la idealización con que lo barniza todo el paso del tiempo. Pero lo cierto es que al acabar la guerra y tras exiliarse muchos de los artistas abiertamente republicanos se mantuvieron lazos de amistad y correspondencia entre escritores adscritos a bandos distintos y opuestos.

Quizá tuviera que ver con ello aquellas tertulias que reunían a escritores, a artistas, a lectores y degustadores de las palabras ajenas y a periodistas, a veces incluso a meros curiosos, tertulias que solían darse en cafés o a veces en domicilios privados. Famosa fue la que reunía Concha Espina en su casa, una de las mujeres que empezaron a incidir en la vida cultural del país de principios de siglo y de la que habla Rafael Cansinos Assens en su diario extenso y después publicado bajo el título La Novela de un literato. Francisco Umbral, por su parte, ha escrito que «La tertulia ha resultado con el tiempo una cosa muy española, porque este pueblo es muy verbal, muy masculino y bastante pobre, como Grecia». Sin duda la cosa fue por ahí y eso creó no pocos lazos que se mantuvieron a pesar de los enfrentamientos y la distancia obligada del exilio español.

No es casual que una vez acabada la guerra, en el interior, se reanudaran las tertulias, las gentes de letras que se quedaron en España, fuera por adscripción más o menos pública al régimen, sea por conveniencia o mera indiferencia política, que la hubo, se volvieron a encontrar en cafés y se organizaron algunas procesiones laico-literarias a casa de Pío Baroja o de Vicente Aleixandre, a conversar con los autores de renombre que permanecían en España.

Con ello se procurara tal vez volver a ese pasado literario definitivamente zanjado, como si pretendieran fingir que en medio no hubiera habido una guerra y unos compañeros de tertulias que tuvieron que marchar. Hay que tener en cuenta que no fueron pocos quienes se exiliaron por haber apoyado la República con mayor o menor intensidad. Dionisio Ridruejo, al acabar la guerra, no pudo menos que sentir envidia por el dinamismo cultural de la República derrotada y que él pudo contemplar en el archivo de revistas literarias publicadas en este bando tras el triunfo de, en ese momento, su bando, su España triunfal, frente a la poquísima actividad cultural en el bando nacional, dándose cuenta de que la cultura había estado mayoritariamente con la República.

A ellos hay que añadir quienes padecieron la represión del Estado autoritario porque no tuvieron opción a marchar, quienes murieron bajo esa misma represión, como Miguel Hernández, conmutada una pena de muerte pero que no pudo soportar las malas condiciones de vida en la prisión. De él se acordaría sin duda y hablaría, quizá, Buero Vallejo, que fue compañero de celda en Alicante, en alguna de las tertulias a la que asistió una vez obtuvo la libertad y pudo dedicarse a su labor creadora.

Por ello y en gran medida también por el peso de las ausencias, aquellas primeras tertulias de la España gloriosa tuvieron otro carácter. Hay que tener en cuenta además que en aquella España triunfadora todo pensamiento era sospechoso, la maldita costumbre de pensar, clamó más de uno, desapareciendo los debates ideológicos, era evidente también que las cosas en cuanto a libertades ya no eran iguales, sin duda el monopolio ideológico llegó a ser cuanto menos asfixiante, y además muchos de aquellos poetas y autores falangistas o carlistas, o favorables al régimen sin mayores compromisos, pronto comenzaron a disentir con el orden de las cosas, sintiéndose parte de ellos engañados mientras que otros se conformaron con la mera decepción, discreta, pero decepción al fin y al cabo.

Una de aquellas tertulias fue la de Antonio Díaz-Cañabate, un periodista y cronista que algunos califican como el Mesonero Romanos de los años cuarenta. Es Umbral –de nuevo Umbral– quien destaca tres elementos en Díaz-Cañabate: su madrileñismo, el carácter popular de lo que describe y el tono bohemio de su vida y su obra. Se trata de un costumbrismo, el suyo, que no está muy lejos del de José Pla, también cronista en castellano y en catalán (será Ridruejo quien lo tradujera al castellano). Entre su obra se encuentra la de Historia de una tertulia, libro en el que nos describe una de aquellas primeras tertulias de después de la guerra que se inicia en el Café Aquarium, se traslada al Café Kurtz y termina en el Café Lion, que competirá en la década de los sesenta con el Café Gijón, cuando las tertulias parecían de nuevo en auge, su último auge, y Francisco Umbral se trasladaba a Madrid y llegaba al Café Gijón.

En aquella tertulia se habla de libros y poemas, se habla de toros –inevitable: José María de Cossío es uno de sus participantes y quien, por cierto, removió cielo y tierra para conmutar la pena de muerte de Miguel Hernández, lo que consiguió, aunque sin poder evitar la trágica consecuencia referida antes– y se habla de paisajes y de mujeres (eran otros tiempos). No se hablaba de política. Demasiada decepción, tal vez, o no poca indiferencia, aunque tampoco están los tiempos para muchas jaranas y la discreción resultaba más que necesaria.

Historia de una tertulia, de Antonio Díaz-Cañabete, que narra el ambiente cultural de los años cuarenta, al igual de lo que ocurre con El año que llegué al Café Gijón, de Francisco Umbral, escrito a inicios de la transición y referido a los años sesenta, es fundamental para conocer lo que estaba ocurriendo en el ámbito de la literatura, en general de la cultura, todo un manual imprescindible para conocer la vida cultural que se desarrollaba al margen de la cerrazón institucional, de la asfixia de un país, del silencio angustioso ante una guerra de la que nadie quería hablar, pero estaba demasiado presente y se pasaba de puntillas por ella, no fuera a despertar los terrores que todos tenían, lo que quedaba, mero terror, cuando se deshacían las personas de épicas y lugares comunes, un pasar de puntillas con que se asentó años más tarde la transición.

No sé si aquellas tertulias de los cuarenta, de los cincuenta y de los sesenta alcanzaron la intensidad de las anteriores, las del cambio de siglo o las de los años de la República. Se reanudaron, pese a todo, parecía incluso que se recuperaba el espíritu de otras épocas, pero al final, poco a poco, se diluyeron. Quizá no se pudo superar el dolor por las ausencias. Quizá pasó su época y estamos en otra cosa. Ni que decir tiene que las actuales tertulias radiofónicas o televisivas nada tienen que ver con aquellas, apenas son éstas mero ruido, un sinsentido en las que se habla mucho pero se dice muy poco.