Un jovencísimo Carlos
Bousoño se traslada en 1943 a Madrid a continuar sus estudios de Filosofía y Letras
iniciados en Oviedo. También se afianza su labor poética y su interés por la
Generación del 27. Conoce a Vicente Aleixandre, sobre quien redactará años
después su tesis doctoral, se interesa aún más si cabe por Juan Ramón Jiménez,
entra en contacto con los poetas que ya han iniciado su carrera literaria en
esa España opacada, sobre todo con Claudio Rodríguez, José Hierro y Francisco
Brines, y con quienes la inician, José María Valverde o Eugenio de Nora, entre
otros.
No eran desde luego años
fáciles. Hacía cuatro años que había acabado la guerra civil española y el país
estaba a todas luces afectado todavía por las consecuencias del conflicto, lo
estará durante mucho tiempo, no sólo por la miseria y el desaliento, también
por mantenerse bajo una dictadura que se pretendía ideológica, pero que
comenzaba a mostrar sus primeras decepciones en las propias filas. Dionisio Ridruejo ya había regresado a España tras
su salto adelante en la División Azul, impresionado sin duda por la dureza de
la guerra en Rusia –José Manuel de Prada ha escrito una novela sobre ese
capítulo de la guerra y sobre los voluntarios y pretendidos voluntarios que
marcharon bajo la orden de los nazis a unas batallas que pronto serán derrotas,
Me hallará la muerte–, y nada más
aposentarse en España no puede evitar que su visión de aquella nueva España no sea
en absoluto ilusionada ni por tanto ilusionante, al contrario: será una visión decepcionada
y angosta. El antiguo responsable de propaganda de la Falange le escribe al
Caudillo una carta dura, acusatoria. Será el inicio de su ruptura con el
régimen, una distancia que le llevará a varios destierros y a la expulsión del
país. También muchos de quienes confiaban en un país distinto sentirán esa
misma frustración, un desasosiego hondo porque lo real no coincide en absoluto
con el ideal, lo que conllevará una decepción profunda.
La década de los cuarenta
será difícil. La guerra mundial supone también que aumente la impresión de
descalabro generalizado. No es de extrañar que haya una visión hiriente de la
realidad, la vemos muy bien reflejada en la novela Nada, de Carmen Laforet. Se acentúa un existencialismo basado en la
angustia ante la vida. La presencia de lo religioso en la cotidianidad española
incidirá en que muchos de los poetas que escriben en aquel momento busquen en
los valores de la fe un recurso de esperanza que tal vez no hallen en la
realidad material. Pero surge el desasosiego de la duda, con toda seguridad uno de los
conceptos más empleados, más presentes.
Se me hace difícil
imaginar cómo era aquella realidad concreta, aquellos primeros años de
posguerra, aun cuando se haya escrito mucho sobre ello y el cine ha dado una
imagen de la cotidianidad que influye seguramente en nuestra visión. La lectura
de los poetas de aquel momento ayuda, pero aun así no resulta fácil comprender
cómo asumían la realidad los universitarios y los nuevos escritores de los años
cuarenta, aquellos primeros poetas y escritores para quienes las palabras y el
lenguaje poseen una importancia enorme para poder mostrar lo que no resulta
fácil expresar.
Carlos Bousoño puede al
menos tomar cierta distancia y marcha, al licenciarse, a México y Estados
Unidos. Durante tres años vive fuera de España. Regresa en 1949, se integra en
la vida universitaria y sobre todo comienza su labor poética, reflexiva. El
país comienza a cambiar en la segunda mitad de la década de los cincuenta, hay
una cierta apertura en los sesenta y surgen nuevos autores con una visión menos
angustiosa, aunque no por ello desaparece esa duda acerca de lo real.
Sería interesante quizá
poner frente a frente la poesía de aquellos primeros poetas de los años
cuarenta con la de los novísimos, cuyos
autores cierran la larga noche de la dictadura y reflejan a todas luces un cambio
en el país, un cambio social, anímico, cultural. Desde luego, los escritores de
los cuarenta han sufrido ese descalabro de la guerra y la ruptura cultural que
supone que buena parte de los escritores de las generaciones anteriores se
hayan marchado del país. Se enfrentan a la necesidad de reconstruir los
espacios culturales, las tertulias, las revistas, hay que empezar de nuevo, y
se empieza bajo las nuevas condiciones del país, nada favorables, no hay que
olvidarlo. A finales de los sesenta y en 1970, cuando José María Castellet
publica su antología de los novísimos, ha habido una apertura cultural importante,
se conoce mejor las corrientes literarias del momento en Europa, los escritores
latinoamericanos del boom
(denominación horrenda, sin duda) aportan nuevas formas de escritura y se
respiran ya unos aires de cambio, aun cuando la dictadura acabe su periplo con
represión y bastante cerrazón política. No es que lo tengan más fácil, pero se
pueden apoyar en un bastión más alto.
No hay que olvidar, por
otro lado, que pese a la ruptura que supone la guerra en la cultura española,
con la división entre los escritores del exterior, la España del exilio, y del
interior, la cultura que empieza de nuevo, existen lazos entre ambas, la mayor
parte de los escritores mantienen relaciones y vínculos. La labor de Carlos
Bousoño, tanto académica como poética, lo refleja, una labor que es fundamental
conocer y leer.