El tiempo es el que es,
solía repetirse a menudo en la serie española El Ministerio del Tiempo, que ahondaba en el debate sobre la
inevitabilidad o no de la Historia. ¿Fueron inevitables los hechos del pasado?¿Hubiera
podido ser la senda del tiempo distinta y por tanto los desenlaces podrían a su
vez ser diferentes? Los triunfadores de la historia, los que ganan cada una de las
etapas del pasado, afirman orgullosos que «se
hizo lo que se debió hacer» y, con ello, niegan la posibilidad, menos aún
la viabilidad, de escenarios alternativos que, de haberse producido, hubieran
resultado según ellos un fracaso rotundo, un caos insoportable, quién sabe si
un final del mundo.
La literatura, a menudo mucho
más ágil para afrontar ciertas cuestiones y permitir nuevos prismas a los
debates públicos, ha optado en ocasiones por reconstrucciones históricas
alternativas que no han ocurrido en la realidad, son ficción, pero que muestran
otros escenarios posibles, ajenos a las alocuciones y arengas de los victoriosos,
de los que ganan todas las batallas y que por ello nos resultan siempre los
mismos. Se trata de un subgénero literario, el de las ucronías, a caballo entre
la ciencia ficción y la crónica social, y que nos describen escenarios
diferentes al de la historia real, pero todo ello encuadrado en reglas reales,
lógicas existentes y formulaciones realistas.
José Javier Abasolo
plantea en su novela Una decisión
peligrosa (editorial Ttarttalo, 2014) una investigación policial en el
marco de una Navarra independiente entre España y Francia, que incluye en sus
fronteras a los territorios que hoy forman la Comunidad Autónoma Vasca y al
País Vasco francés. Los crímenes investigados, varios y vinculados
aparentemente a una trama política, suceden a inicios de los años cuarenta,
cuando Europa está enzarzada en la segunda guerra mundial y España vive bajo la
incipiente dictadura, tras su cruenta guerra civil.
El hecho no real de este
Estado vasco de Navarra en aquel momento queda por tanto envuelto en un momento
histórico y unos hechos muy ciertos: el escenario de la guerra, la dictadura española,
los lugares concretos reconocibles, las conspiraciones posibles, las lógicas
políticas. Sólo quedan modificados ciertos elementos de este país, propios de
una evolución histórica que se remonta a 1512 y a los hechos acaecidos durante
el siglo XVI tanto en la Navarra peninsular como en el Reino de Navarra que
quedó independiente al norte de los Pirineos, y que, al ser distinta su
evolución en la novela, modifican por completo la realidad de este Estado
hipotético.
El autor plantea un
escenario que pudo haber sido y que al final no fue. La pregunta por tanto es
inevitable: ¿hubiera podido ser distinto el desenlace de aquella incorporación
de la Navarra renacentista a la Unión Real que dio lugar a la España tal como
la conocimos en los años y siglos posteriores, hasta llegar a la España actual,
o por el contrario los derroteros de la historia hubiesen podido ir por otras
sendas?¿Cabe plantearse opciones diferentes en cada etapa histórica o los
hechos que al final se produjeron eran inevitables y estamos en consecuencia
ante un determinismo histórico que reduciría la Historia a un mero proceso forzoso
e ineludible?¿Hubiera sido posible que Navarra mantuviera su presencia como Reyno independiente?
Ni qué decir que la
respuesta posible a cada una de estas preguntas posee una importancia enorme en
el presente y en el territorio aludido.
Coincide mi lectura de la
novela, como si de un guiño irónico se tratara, con un amago de polémica que se
ha dado estos días y que no ha repercutido más allá del ámbito vasco, velado por
lo demás por cuestiones más perentorias. A finales de noviembre la coalición
EHBildu, una de las expresiones del soberanismo vasco, la que defiende la
independencia y la unidad territorial de Vasconia o Euskal Herria, convocaba
una manifestación bajo el lema de Lortu
arte (“hasta lograrlo”) y en ella aparecieron numerosas banderas navarras,
la de las cadenas en fondo rojo, pero sin la corona real, bandera por lo demás
cada vez más empleada por la izquierda abertzale como enseña del país, en vez
de la ikurriña diseñada por Sabino
Arana, el fundador del PNV y adoptada oficialmente como la enseña de la
Comunidad Autónoma Vasca. Ha habido algún reproche irónico de este sector del
nacionalismo vasco por el cambio de símbolos, que por lo demás tuvieron un
papel importante durante momentos de conflicto mucho más áridos. Hay que añadir
que en ciertos ámbitos ya se evita incluso emplear el término Euskadi para
referirse al conjunto del país, que se decantan por Euskal Herria, ahora mismo un
concepto más cultural que político.
Me siento incapaz de
dilucidar la polémica o de decantarme por alguna de las posiciones en liza. Es
innegable, por otro lado, que en esto de las patrias hay mucho de simbolismo y
que incluso el agreste debate político adquiere un cierto tono esteticista o
literario, ámbito este en el que tal vez el debate resultase mucho más
fructífero. Ni siquiera puedo resolver el asunto del determinismo o no
histórico, no acierto a saber si la historia es la que es porque hubiera sido
imposible cualquier otro desarrollo. Quizá, al final, deberíamos asumir al mismo
nivel los diferentes mundos posibles que podamos imaginar.