jueves, 23 de febrero de 2017

Historias del ferrocarril subterráneo

En 1851 la escritora norteamericana Harriet Beecher Stowe publicaba una novela, La Cabaña del Tío Tom, que no pasó desapercibida en Estados Unidos. De hecho, fue la novela más leída a mediados del siglo XIX sólo superada por la Biblia. Incidía de forma directa en el debate sobre la esclavitud, fundamental en aquel país desde el siglo XVIII, tal como ocurría también en otros países que se habían enriquecido con la mano de obra esclava. Surgió un movimiento abolicionista que poco a poco se fue expandiendo en todo el territorio norteamericano, gracias a la intervención de numerosas iglesias cristianas de distintas denominaciones -Harriet Beecher Stowe estaba vinculada a una iglesia congregacional- y también de sectores liberales y del incipiente movimiento obrero. Algunos activistas cuáqueros crearon una red clandestina que se encargaba de favorecer la fuga de esclavos desde los Estados del Sur, donde la esclavitud era legal, hacia el Canadá o hacia los Estados del Norte, donde la esclavitud estaba prohibida. Dicha red, denominada en clave como el Ferrocarril Subterráneo -Underground Railroad-, consiguió la libertad de miles de personas gracias a la labor de sus activistas que se jugaban muchas veces años de cárcel e incluso la vida por su compromiso.

La guerra civil (1861-1865) culminó con la abolición de la esclavitud en todo el territorio de los Estados Unidos. Sin embargo, aun cuando el avance legal fue enorme, la situación de los negros siguió siendo durante mucho tiempo penosa ya que eran objeto de una marginación a veces tremenda, no sólo en las condiciones de trabajo, también en las sociales y políticas.

En 1943, noventa y dos años después de publicada La Cabaña del Tío Tom y setenta y ocho de que acabara la guerra, una niña negra de diez años, Eunice Kathleen Waynon, y gran talento musical da un recital de piano y sus padres, a todas luces orgullosos, acuden al evento para contemplar a su hija desde la primera fila, pero antes de que comenzara el concierto tuvieron que retirarse hacia las filas de atrás ya que los mejores asientos se reservaban a los asistentes blancos. Esa niña vivió de primera mano un racismo y marginación latentes que desde luego no debía de desconocer, sólo cuatro años antes su admirada cantante Marian Anderson no pudo ofrecer el recital al que se le había invitado en el Constitution Hall  de Washington por el hecho del color de su piel y a pesar de haber realizado una exitosa gira por Europa -cantó en Madrid ante García Lorca pocos meses antes de la trágica muerte del poeta español- y sin duda ambos hechos, el propio y el sufrido por Marian Anderson, fueron determinantes para que la jovencísima Eunice tomara conciencia de la lucha por la igualdad y participara en el movimiento por los derechos civiles, una vez convertida en una famosísima cantante con el nombre de Nina Simone.

La lucha por los derechos civiles fue adquiriendo durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX una enorme importancia, la misma que tuvo un siglo antes el abolicionismo. Habían cambiado las condiciones legales, sí, pero no las sociales y políticas, la justa reclamación de igualdad se enfrentaba no sólo a la resistencia de sectores reaccionarios, sino, lo que es más difícil de cambiar, a un silencio cómplice de una mayoría que, aun pudiendo no estar conforme con la situación, asumía como normal la marginación e incluso la separación racial. Una película del 2002, Far from Heaven (“Lejos del Cielo”), de Todd Haynes, refleja a la perfección cómo se vivía esa cotidianidad durante los años cincuenta en los que de nuevo hubo que hacer frente a la segregación y al racismo con enormes movilizaciones, pero también con pequeños gestos.

Algunos de estos se dieron en transportes públicos, tal vez como una evocación inconsciente a ese ferrocarril subterráneo que había liberado a tantos esclavos. En junio de 1946 Irene Morgan Kirkaldy se negó a ceder su asiento en un autobús urbano de Virginia para que pudiera sentarse una pareja blanca. El 2 de marzo de 1955 Claudette Colvin, de 15 años, hizo lo propio y se negó a levantarse de su asiento en un autobús de Montgomery para que se sentara una mujer de mediana edad. Meses después, el 1 de diciembre de 1955, Rosa Parks, una activista negra contra la segregación, decidió rechazar la normativa que ordenaba que los negros se sentaran en los asientos traseros de los autobuses, reservando a los blancos los asientos delanteros, y se sentó en estos. Fue uno de los gestos más conocidos y recordados de un movimiento que a partir de entonces creció por todo el país, a la par que otras movilizaciones, la de los amerindios, la de los estudiantes, la de los trabajadores.

Un siglo después de la guerra civil el conflicto de la segregación produjo también sus víctimas, víctimas de una violencia desatada, descontrolada, cruenta. El 21 de febrero de 1965 se asesinaba a uno de los líderes negros más influyentes, Malcom X, y tres años después, el 4 de abril de 1968, caía abatido por unos disparos Martin Luther King. Ambos eran los nombres, sin duda, más conocidos de una amplia lucha por la igualdad, pero no fueron por desgracia los únicos. La violencia, no obstante, no limitó la movilización ni tampoco las conquistas que poco a poco se fueron ganando, conquistas que permitirían, lustros después, que un presidente no blanco nada menos llegara a la presidencia norteamericana. Por el camino hubo logros enormes, como eliminar las normas segregacionistas o, a escala mundial, el fin del régimen de apartheid en la República Sudafricana. Más de cien años de lucha contra la esclavitud, la segregación o el racismo podrían inducirnos a pensar que ya no veríamos escenas como las descritas, que las cosas cambiarían para siempre.

Pero algo no se ha debido hacer bien cuando vemos a principios del siglo XXI escenas que desearíamos imposibles y se vuelven a dar con frecuencia, con desmesurada frecuencia: muertes violentas de jóvenes negros a manos de la policía, represión, maltrato, insultos racistas cotidianos y muros levantados no sólo en Estados Unidos, también en Europa que buscan, nos dicen, que no entren los otros, los de otras tonalidades de piel. Se supone que ha habido un avance no sólo legal, también social y educativo, del mismo modo que uno imagina que se establecen en nuestra cotidianidad otras igualdades, como la igualdad entre sexos, y sin embargo los crímenes de mujeres siguen estando, incomprensiblemente, a la orden del día.


Es como la hidra cuyas cabezas se van regenerando, confrontándonos a un ser colectivo que es incapaz de superar la monstruosidad engendrada en lo más profundo del nosotros como sociedad. No superamos ese estado latente de segregación del diferente, volvemos de nuevo al discurso diferenciador, primacista, identitario. Escuchamos de nuevo los discursos racistas, disfrazados en una idea de seguridad, a veces incluso de libertad, que sólo transmite miedo y rechazo. O peor aún, que se expande a través de la asunción simple y cotidiana de la realidad o mediante una visión un tanto vanidosa de que basta con un click de solidaridad que poco esfuerzo merece y no nos saca de nuestra zona de confort.  Harriet Beecher Stowe escribió que «las lágrimas más amargas derramadas sobre las tumbas son por palabras que no se dijeron y hechos que no se hicieron».

sábado, 18 de febrero de 2017

Akelarre

Hubo un proceso inquisitorial en el valle de Arraiz contra un foco de brujería que, tras la instrucción, los interrogatorios a acusados y testigos, la lectura de las correspondientes denuncias y la sentencia por parte del tribunal religioso, terminó con la quema de algunos acusados. Desde luego, no fue por desgracia un hecho único, singular, hubo procesos similares no sólo en Navarra, también en todos los territorios unidos tras el matrimonio de Isabel de Castilla y de Fernando de Aragón.

La inquisición, creada en Castilla en 1478, buscaba erradicar aquellos elementos teológicos que contaminasen el corpus doctrinal de la Iglesia Católica, que por fin había conseguido una mínima homogenización teológica y ritual, tras siglos de pluralidad interna y también de corrientes religiosas que escapaban a la ortodoxia. En la Península Ibérica, además, la convivencia con judíos y musulmanes, que procedían a su vez de una tradición de enorme pluralidad interna y unos debates harto intensos, no siempre pacíficos, es verdad, supuso una intensísima diversidad de pareceres que, de repente, a medida que se iba construyendo nuevas organizaciones políticas y sociales, se descubrió como un peligro.

No en vano, esa unión real entre Castilla y Aragón, que consiguió después ocupar Granada, en 1492, y Navarra, en 1512, necesitó algo que muchos pensadores políticos del momento intuyeron como fundamental: la homogeneidad política, social, ideológica e incluso, con el tiempo, cultural. Resulta difícil gobernar la pluralidad, es evidente, cuando más homogénea sea una sociedad más fácil se manifiesta su gobierno, es la conclusión a la que llegaron muchos pensadores y sobre todo los gobernantes, rompiendo además la lógica de los antiguos imperios, como el romano, y no tan antiguos, como el musulmán, que no habían sido tan estrictos en cuestiones de unidad ideológica y cultural o, por el contrario, se basaban en la aceptación de la más absoluta pluralidad interna. La orden de conversión a judíos primero y después a moriscos, cuya alternativa era el destierro, conllevó en gran medida que se pusieran las bases de la unidad ideológica que requería el nuevo reino. Ya se había prácticamente erradicado de la Península, como si de epidemias se tratara, y se pretendía además que fueran olvidadas, la presencia de priscilianos, de arrianos, de monofisitas, de ortodoxos, de mozárabes, entre otros, corrientes cristianas que disentían con ese corpus unitario que se pretendía desde la jerarquía católica.

Ese catolicismo, además, iba a servir a los nuevos intereses políticos, iba a proporcionar un cemento ideológico en las nuevas estructuras del incipiente Estado. Por tanto, resultaba imprescindible evitar las brechas por las que se colasen las impurezas en la fe, a veces procedentes de los falsos conversos, aquellos judíos o moriscos que se hubieran acogido a la verdadera fe por el mero interés de no partir, de seguir en la península, manteniendo sus creencias en la clandestinidad, o que, habiendo aceptado el cristianismo, pudiera ocurrir que el peso de sus antiguas creencias impregnara la nueva fe, lo que significaba un peligro para ellos y para la comunidad, pero a veces procedentes también de las nuevas disidencias cristianas que empezaron a surgir en esa época, por ejemplo la de los herejes de Durango, de ciertas similitudes con las posiciones de Wycliffe y resonancias de los antiguos begardos, y la de las nuevas corrientes cristianas, erasmistas, molineristas, luteranos o reformados, entre otros, que empezaron a surgir por Castilla, Aragón y Navarra (hay que tener en cuenta además que el Reino de Navarra continental se adscribió a la reforma calvinista y fue un foco de protestantismo en la misma frontera con España).  

De este modo, la Inquisición se convirtió en un instrumento político de enorme utilidad para el poder civil. Digamos mejor que en gran medida había un servicio mutuo entre la Iglesia y los incipientes Estados: aquella conseguía una mejor persecución de cualquier disidencia a su monopolio religioso, por tanto se le otorgaba un enorme poder espiritual y también mundano, con el Papa muchas veces de árbitro internacional, mientras que los Estados conseguían un discurso ideológico que les legitimara y justificara la represión que llegaron a ejercer. Lutero, que creía con firmeza y honestidad en la necesidad de una reforma de la Iglesia que la devolviera al verdadero sentido de los Evangelios, pudo percibir no obstante la necesidad del apoyo político de los príncipes en Alemania para asegurar la pervivencia de sus reformas. Intentaba recuperar las esencias del cristianismo, pero su reforma entraba en el juego de una nueva política, la de los Estados constituyentes y que requería también de un brazo represor. Hubo corrientes que discreparon de tal lectura y defendieron una separación entre el incipiente poder político y las nuevas iglesias, como la corriente de los anabaptistas, que muy pronto fueron objeto de la represión, tanto la de los Estados católicos como la de los protestantes, porque al final las dos grandes ramas de la Reforma protestante, la que procedía de Lutero y la que procedía de Calvino, más tarde también la anglicana, buscaron ese vínculo con el Estado, con la Inquisición -la hubo en algunos Estados protestantes- como brazo de legitimación de una violencia homogeneizadora.

Lo que había ocurrido en el pequeño valle de Arraiz no era algo tan singular, no estaba al margen de lo que ocurría en todo el continente. El que se persiguiera la brujería, o un resto del antiguo paganismo que se mantenía en los valles vasconavarros, apenas es una anécdota, lo que sucedía en ese valle, la alianza entre la Iglesia y la Casa de los Andueza, poder político del lugar, estaba sucediendo en toda Europa, se estaba construyendo un nuevo modelo político y social que requería con fuerza de esa alianza.

En 1984 el director de cine Pedro Olea realiza una película sobre ese juicio, Akelarre. Garazi (Silvia Munt) y Amunia (Mary Carrillo), junto a Unai (Patxi Bisquert), son quienes organizan el pequeño núcleo que se reúne las noches de luna llena en una cueva próxima al pueblo. Chocan con el poder religioso, pero también con el Señor del valle, Fermín de Andueza (Walter Vidarte) y su hijo Iñigo (Iñaki Miramón). La presencia del inquisidor Acevedo (José Luis López Vázquez) supondrá la celebración de un juicio que busca desterrar del valle cualquier resto de antiguos ritos y, de paso, que surja el temor a cualquier disidencia. Asistimos, de un modo tal vez algo simplificador en el reparto de valores morales, a un choque entre el poder y la libertad. La realidad siempre es más complicada y tal vez faltaba un mayor desarrollo de las complejidades en liza, por ejemplo la del abad Miguel, prior del monasterio cisterciense, poco afín a los métodos empleados por la Inquisición, o un desarrollo del propio inquisidor Acevedo, licenciado por la Universidad de Alcalá, foco hasta mediados del siglo XVI de erasmistas y disidentes cristianos. Tampoco se aprecian las cuestiones políticas que se dieron en Navarra, con el choque incluso bélico entre beaumontes y agramonteses del que la casa de los Andueza no fue ajeno. Sin embargo, asistimos perfectamente a un ambiente de miedo y de angustia que se apodera de los vecinos, de todos ellos cualquiera que sea su adscripción.

Otra película muy posterior, del 2012, Baztan, de Iñaki Elizalde contará otra historia de aquella época, esta vez sobre un grupo étnico y social marginado en este otro valle navarro, el grupo de los agotes, cuyos miembros vivieron bajo reglas de marginación y fueron también objeto de la atención de la Inquisición.  


En ambas películas se recoge a la perfección una cotidianidad en la que el miedo va apoderándose de la vida, de las acciones individuales, de las relaciones entre las personas. Es ese miedo el instrumento que emplea el poder y que se convertirá en el armazón de la sociedad española hasta nuestros días, un miedo que inmoviliza, que ha sabido emplearse con frecuencia como mecanismo de control. Nos lo volvemos a encontrar hoy junto al intento de homogenización social, otra vez, que busca en el miedo al otro la base para volver a discursos identitarios. Es cierto que el poder no emplea hoy la represión de un modo tan evidente como hasta hace unas décadas, pero es porque se ha dado prioridad al miedo como instrumento de control, miedo ya no sólo a la represión, sino al que viene de fuera, al terrorista, a perder también las mejoras materiales conseguidas a lo largo del siglo XX. Estamos, dicen, en un momento de cambio. Tal vez por ellos se vuelven a los viejos instrumentos de opresión que quizá nunca hayan faltado en nuestra vida cotidiana. 

sábado, 11 de febrero de 2017

Tarajal

Stefan Zweig, escritor centroeuropeo, cosmopolita, europeísta convencido avant la lettre, añoraba en sus memorias, El mundo de ayer, memorias de un europeo, aquel tiempo en Europa en que las fronteras apenas afectaban a su población, eran meras referencias, hasta aquí mi país, a partir de aquí el tuyo, que podían ser cruzadas sin problemas, incluso sin necesidad de pasaportes, no digamos de visados o de tensas entrevistas en los puestos fronterizos, qué viene a hacer, a quién conoce, dónde permanecerá, qué visitará, en las que no se puede mostrar la más mínima contradicción que haga dudar al funcionario de turno que no haya otra intencionalidad, mucho menos que haya pretensiones de quedarse como migrante irregular.

No sólo las fronteras fueron porosas dentro de Europa durante bastante tiempo, también lo fueron, lo han sido hasta hace bien poco, las de otros países, como los americanos, por ejemplo, a los que tantos europeos acudieron como emigrantes económicos, que huían de la pobreza en Europa, la pobreza que asolaba entonces a los países escandinavos, a Irlanda, a los países latinos del sur, a los países del Este, a los balcánicos. América estaba necesitada también de mano de obra, fue una oportunidad para muchos de estos países de favorecer un crecimiento económico, pero también social y cultural. Se trataba de un crecimiento colectivo, pero también personal. Pío Baroja escribió un relato corto en el que habla de un indiano, un vasco que se enriquece al otro lado del Atlántico y regresa mucho después a su pueblo de origen tan añorado. Los más no regresaron, se quedaron en los países de acogida y sus descendientes cuentan muchas veces con orgullo las raíces familiares en cualquier rincón de Europa.

Esa libertad de movimiento transfronteriza se acabó en Europa poco antes de la primera guerra mundial. El enfrentamiento entre los Estados supuso de pronto que se reforzaran los puestos fronterizos y que surgieran los trámites para su paso, los permisos de tránsito, los pasaportes, el control de estancias. En abril de 1917 Lenin, que vivía en Suiza, parte de la estación de Zurich, mientras por casualidad Stefan Zweig se paseaba por las calles de esta misma ciudad, había huido de una guerra en la que no quiso participar, y atraviesa varios países en tren para alcanzar, el 16 de abril, Petrogrado y así contribuir, seis meses después, a la primera revolución socialista del mundo. Ese viaje requirió de uno y mil trámites burocráticos y de contactos políticos para poderse realizar. Cinco lustros más tarde su gran camarada en la aventura revolucionaria, Trotsky, vive una situación parecida al abandonar primero la URSS al caer en desgracia y después Turquía, su primer refugio, y tener que vagar por varios países, entre ellos varios europeos, sin que ninguno le diera el permiso de permanecer en él, hasta encontrar la solidaria acogida de Lázaro Cárdenas, presidente de México. En este caso, los trámites para cruzar fronteras o permanecer en algunos países se debió a ser quien era y al interés de mantener o al menos aparentar una buena relación diplomática con la URSS y su mandatario, Stalin, que ya no estaba tan interesado, al parecer, en expandir la revolución como prioridad, sino de un nuevo modelo de relaciones internacionales. En todo caso, miles de personas se vieron afectadas en su movilidad transfonteriza en Europa. Nacía de este modo la política de fronteras como instrumento de la política internacional y cuyas consecuencias las sufrían los ciudadanos en forma de trabas burocráticas.

No ocurría entonces lo mismo en América, cuyos países seguían acogiendo trabajadores europeos -también asiáticos- por razones sobre todo económicas, pero también, en los años treinta, refugiados políticos que huían del nazismo, del fascismo italiano, del Novo Estado portugués -a finales de los treinta también de la España franquista- y de la dictadura estalinista. En ese momento, África -con la excepción de Etiopia- y buena parte de Asia se hallaban sometidas al colonialismo, por lo que sus territorios formaban parte de los imperios respectivos y a su población le afectaban las mismas leyes, más permisivas o no, de movimiento que en Europa. La descolonización cambió esta situación, surgieron más Estados y los movimientos migratorios se tuvieron que adaptar a los nuevos tiempos. Desde luego, las cosas no volverían a ser como las descritas por Stefan Zweig, aunque es verdad que en Europa, sobre todo a finales de los noventa, una vez cayeron las dictaduras estalinistas, pudo parecer que las condiciones volvían a ser parecidas a lo descrito por el autor austriaco para las poblaciones europeas. Claro que dicha apertura de fronteras no incluía a los ciudadanos extracomunitarios y además se podía suspender a voluntad de los dirigentes políticos por razones de protestas globales y más tarde con el tema del terrorismo internacional.

De este modo, hemos llegado a la situación actual en la que miles de personas se mueven por el mundo por razones económicas pero también, por desgracia en esto tampoco el mundo ha cambiado en absoluto, por razones de persecución, y con lo que se encuentran ahora son con barreras físicas -los muros de alambres que cierran las fronteras- y también mentales, el rechazo de las poblaciones en los países de destino con argumentos simplistas cuando no tergiversadores de la realidad. En estos momentos miles de personas se concentran en Turquía, Libia, Argelia o Marruecos con intención de dar el paso al otro lado del Mediterráneo, convertido en un cementerio marino, pero también se concentran a las puertas mismas de Europa, en Grecia o en Eslovenia, a la espera de poder ir más al norte.

Se han bloqueado las fronteras, se ha creado incluso en Europa un organismo comunitario para gestionar la frontera sur, el debate político y legal es intenso, con argumentos que suenan añejos y hasta en ocasiones dan miedo. Mientras, se amontonan miles de personas al otro lado de las alambradas. Desde el punto de vista del discurso -el discurso en los debates públicos cuando los hay o de cómo recogen el problema los medios de comunicación- llama la atención, y escandaliza, que se empleé con frecuencia un lenguaje bélico, se habla de asalto de las fronteras por parte de los que esperan al otro lado, de invasión incluso, como si estuviéramos frente a ejércitos armados hasta los dientes, se habla también de infiltraciones de peligrosos sujetos al servicio de causas enemigas. Se evitan los casos individuales en la medida de lo posible para impedir que los dramas concretos pudiesen empañar las políticas de los Estados, que no se cuestione ni un ápice la gestión de este drama. El lenguaje de nuevo como campo de batalla.

Por ello también, para dar otra visión, para proyectar otra imagen que no sea la de las versiones oficiales, resulta necesario, por no decir imprescindible, que surjan desde el periodismo otras visiones, sobre todo en temas que resultan cuanto menos lejanos, no los podemos conocer en primera línea. En este sentido, el documental Tarajal. Desmontando la impunidad en la frontera sur, de Xavier Artigas, Xapo Ortega y Marc Serra, producido por Metromuster, nos da una visión desde luego no objetiva, el título es ya indicador de la finalidad del mismo, pero sí bien documentado para completar cuando menos la versión oficial de unos hechos que tampoco van a ser objetivos, versiones oficiales que, es lógico, pretenden legitimar la acción del Estado. Resulta evidente que se ha elevado a categoría una objetividad que nunca va a existir en realidad, que tendríamos que aceptar como imposible o en franco desuso. No se busca por tanto en las versiones oficiales así como en los documentales críticos contar una verdad absoluta, incuestionable, sino establecer unos criterios con los que formarse una idea de lo que pasa, lo que en los manuales periodísticos llaman una opinión. En consecuencia, se vuelve inevitable que a todo discurso se proyecte otro, crítico a todas luces. Como campo de batalla que es, el lenguaje no es inocente, limita o desdibuja los hechos ocurridos sobre los que proyectamos nuestras interpretaciones. Claro que los hechos existen, están allí.

Y los hechos de los que hablamos ocurrieron en febrero de 2014, cuando unas doscientas personas intentaron pasar por mar el espigón de El Tarajal para acceder a la zona de Ceuta, territorio español, y se encontraron con un cordón de la guardia civil que procuraba evitar el paso de la frontera. El resultado fueron quince personas ahogadas y varios desaparecidos, tras lo cual se abrió una investigación judicial que acabó con la absolución de los agentes acusados. Y esta certeza de la muerte quizá debería ser de por sí elemento suficiente para ser consciente de lo dramático del desastre del que hablamos, uno más, aunque también se vuelve muy necesario comprender qué está pasando. El documental recoge testimonios de miembros de ONGs, de abogados, de guardias civiles, se analizan las versiones oficiales sobre los hechos, todo ello ilustra aún más el drama que hay detrás de esta realidad que sin duda es más grave y más dolorosa de lo que se nos cuenta.

Stefan Zweig habla de Suiza como un ejemplo de país que mantiene sus identidades al tiempo que se muestra, en aquel terrible momento de la primera guerra mundial, solidaria con los muchos refugiados que acuden a su territorio. Debía de ser el modelo, nos dice, de esa Europa unida ansiada por muchos. Zweig nos habla desde la perspectiva de una primera mitad del siglo XX en la que, pese a todo, se puede soñar con un humanismo social progresista. Luego la realidad vino a enturbiar ese ideal. Hasta el punto de no parecer posible cambiar un continente que, pese a los discursos repetidos hasta la saciedad, ha dejado de ser la referencia para lograr una sociedad mejor, un continente que repite discursos sin entender lo que significan. El uso de las palabras ha acabado por desgastarlas.

Se puede ver el documental en Tarajal. Desmontando la impunidad en la frontera sur en; https://vimeo.com/155409424

martes, 7 de febrero de 2017

La vida de los otros

El escritor José Manuel Fajardo vincula el periodismo escrito con la literatura. Afirma que el género periodístico se emparenta con varias formas literarias: la forma narrativa, la forma ensayística e incluso la forma teatral. Una buena entrevista, en este sentido, tendría mucho de la tensión del teatro. No lo dice, pero incluso se estila en los últimos años reunir a dos personalidades del mismo campo o de campos diferentes para que charlen entre ellas en un diálogo en el que se procura confrontar opiniones, puntos de vista, anécdotas y también dudas para luego publicarlo. Añade el escritor, quien también fue periodista, que el periodismo tiene como objeto la memoria. Igual que la literatura.

Aunque es evidente, debería serlo, que la memoria se relaciona con el periodismo y con la literatura de formas diferentes puesto que, en teoría, el periodismo ha de recoger, primero, la realidad tal cual es en las crónicas, luego explicar sus claves en los editoriales y, por último, interpretarla en artículos de opinión. Se supone que no puede cambiar los hechos, ha de ajustarse a lo que ocurre y suele decirse que el periodista nunca ha de implicarse con el ejercicio de su profesión, nunca puede pasar de un segundo plano o incluso sería oportuno que no apareciera en absoluto, algo que no funciona siempre así, más en el medio audiovisual que en el escrito, todo hay que decirlo. Por el contrario, la literatura no tiene que ser fiel a la realidad. Ha de ser verosímil, eso sí, pero luego cualquier autor juega con los hechos a voluntad, los combina a su gusto, los modifica, los inventa, los recrea y también los interpreta al narrarlo, sin esperar muchas veces sacar conclusiones. La verosimilitud pasa a ser no una fidelidad a lo real, sino una realidad paralela con sus normas internas separadas y coherentes. Aquí poco importa el ego del autor, aunque convendría separarlo de su obra, incluso cuando se vuelve él mismo un personaje de creación, de su propia creación, lo que suele darse de vez en cuando.

En todo caso, el autor actúa en cierto modo como un pneuma que busca ordenar el universo, reformular la memoria. Puede que reformule la realidad. Incluso la crea no de la nada, sino de elementos de la memoria, una reconstrucción de los hechos según la voluntad del escritor. Suele decirse que el amor, el amor según los patrones occidentales, fue un invento de la poesía medieval con raíces en las cantigas galaicoportuguesas, en las jarchas, en las épicas corteses normandas, bretonas o alemanas, y que halla en la poesía provenzal su desarrollo más distinguido y refinado, el amor cortés. Se trata de un sentimiento que no brota de un modo natural o de las condiciones sociales materiales, sino de la propia creación, de la propia literatura.

Volviendo a José Manuel Fajardo, reconoce en Vidas exageradas haber descubierto que «son la vida de los otros las que merecen ser contadas. Y sólo a través de ellas he llegado a comprender algo de la mía». Encontramos aquí una función cuasi pedagógica en el periodismo y en la literatura: mirarnos en su espejo donde el reflejo del otro nos permite definirnos, delimitar nuestro espacio y, de este modo, saber quiénes somos y en qué momento estamos. De espejo era denominado un género literario que, sobre todo en la Edad Media, consistía en el aprendizaje de la vida mediante los ejemplos desarrollados en relatos breves, se narraba un caso, lo que le ocurría a otro, un otro ficticio, para aprender de lo expuesto patrones de comportamiento. El Conde Lucanor de Don Juan Manuel sería en la tradición castellana el libro más conocido de este género. Tal vez aquí, en esta función, radique el interés de la literatura, claro que con la pérdida de su importancia entre los saberes humanos y su conversión en apenas un entretenimiento, una forma de evadirse de la realidad, una más entre las actividades de ocio que se nos ofrece, sin ya el atractivo que parece poseer lo audiovisual, la literatura acaba por perder sin duda la influencia social y personal que ha tenido hasta hace unos años.

En cuanto al periodismo, esta función de espejo se da de otro modo, no como ejemplo, sino como descripción de lo que nos envuelve. Más que lo que somos, el periodismo nos debería indicar dónde estamos. Nos sitúa frente a la realidad social, política, económica y cultural. Nos tendría que reflejar ese mundo al que pertenecemos, en ocasiones llevándonos a la reflexión, obligándonos a ubicarnos nosotros mismos frente a los hechos. Claro que todo eso, frente a la realidad, pasa a ser un debe ser, no un es: el periodismo se literaturiza, pero no en el sentido indicado por Fajardo, sino en el papel que tiene hoy la literatura, un mero entretenimiento, un ocio más. Se acude a la prensa escrita o a los informativos no para comprender el mundo, o aprehender unos hechos para su comprensión, sino para estar enterados de lo que pasa, nada más, de un modo superficial. Además, hay otro problema: las nuevas tecnologías han multiplicado hasta el infinito el acceso a la información, hasta el punto de que esto supone que pasemos como receptores de las noticias de puntillas por el exceso de información y al final no rinda su recepción porque se nos colapsan tantos datos y, en realidad, es al final como si viviéramos a espaldas del mundo. Confundimos países, conflictos, fenómenos o acontecimientos porque apenas nos llegan retazos de realidad en abundancia y apenas tenemos tiempo para ligarlos y meditar sobre todo eso. La consecuencia de estar sobreinformado es perdernos en este magma de la información, no estarlo en absoluto. Nuestros análisis de la realidad se convierten por tanto en meros lemas, frases facilonas que nada dicen en verdad. De ahí que las campañas electorales, por ejemplo, se hayan convertido en meros ejercicios de idiotez socializados.


Nos queda, sí, esa vida de los otros, que nos permite mirar una realidad a partir de la cual ubicarnos, da igual que sea a través de la literatura -asistir por ejemplo a la vida de Madame Bovary para entendernos en unas relaciones sociales que pueden dar pie a nuestras propias fantasías- o sea a través del periodismo -el relato por ejemplo del drama de cada uno de los refugiados que se amontonan en las fronteras y que nos debiera obligar a tomar posición frente a las estructuras de poder-, pero que algo nos dicen, aunque sea por la mera vía de la conmoción. En este sentido, nuestra actitud podría ser comparada a la del capitán Gerd Wiersel, interpretado por Ulrich Wühe en la película Das Leben der Anderen (La vida de los otros), el espía de la República Democrática Alemana que escucha las grabaciones de la vida ajenas y que, en un momento dado, le afectan, le conmueven, le cambian sus propias convicciones, su visión del mundo, su realidad.