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Nada cambia, o debería
cambiar, cuando la muerte violenta tiene una base política: en el acto de matar
a alguien por motivos políticos lo importante está en el matar, lo de los
motivos políticos apenas sirve para conocer las circunstancias, explicar tal
vez los hechos, nunca para justificar el acto de matar.
Imanol Uribe se plantea
todo esto en su película Lejos de Mar
(2015), en la que vemos el encuentro en un pueblo costero de Almería entre
Marina (interpretada por Elena Anaya), médica en un hospital de la zona e hija
de un militar asesinado en San Sebastián, y Santi (interpretado por Eduard
Fernández) que recién sale de prisión, tras veintidós años de condena, y que se
halla en un proceso de distancia ética, personal, de su antigua militancia
armada que le lleva incluso a no regresar al País Vasco tras su salida de la
cárcel.
Ambos viven con aquel
fatídico día impreso en su interior. Marina porque estaba con su padre en el
momento del asesinato; Santi porque no se ha podido olvidar de aquella niña y
sin duda ese recuerdo es lo que le permite tomar conciencia del daño de su acción.
Lo apreciamos en sus gestos y en sus silencios, en sus miradas, en un
sufrimiento que ambos actores consiguen reflejar perfectamente, algo les
remueve por dentro y no les permite tener una vida normal, cualquier cosa que
sea esto de la vida normal. Marina vive con esa zozobra y ese silencio del que
hablan tanto las víctimas de actos violentos, afecta a todos los ámbitos de su existencia, incluido
su matrimonio. Santi, por su parte, ha
cortado sus vínculos con su tierra, incluso con lo más próximo, su familia, sus
relaciones, prefiere la compañía del compañero de celda durante los últimos
meses, un joven almeriense enfermo al que cuida en prisión. Pero busca la
soledad y contempla ese mar que, según Eurípides, cura todos los males.
A partir de aquí el
encuentro entre ambos lo acentúa todo. Resurge en Marina un deseo de venganza
voraz que llega incluso a canalizar con un gesto violento y que en gran medida
significará para Santi volver a sentir que su verdadera prisión no estaba tanto
(y sigue sin estarlo, pese a haber pagado
su acto) en las cuatro paredes de la cárcel, sino en sus propios remordimientos.
Pero lo que es un relato
pausado que describe un proceso encarnizado de rencor se trastoca de pronto y
asistimos a un cambio de sentido hacia una situación extraña, mezcla quizá de
la necesidad de comprender, y de comprenderse, y de percibir que las cosas no
siempre son como uno se espera, o lo esperan los demás. Lo que prevemos que iba
a ser una venganza se vuelve otra cosa que no acabamos de entender del todo
porque se da en el interior de Marina y Santi, quizá por ello nos resulta tan
difícil de asumir lo que les pasa a ambos, de considerarlo incluso verosímil.
Tal vez sea un acierto el
que Imanol Uribe haya contextualizado esa relación en un capítulo que está bien
presente en la historia reciente de España, el de la violencia en el País Vasco
y su repercusión en la vida cotidiana de la gente. Ya lo hizo en La Muerte de Mikel (1984) y en Días Contados (1994), películas que
cuentan historias de relaciones enmarcadas en la violencia del País Vasco, sin
que esta violencia sea en sí misma el tema de lo que se narra. Podría ser
cualquier otro conflicto, pero es éste de la violencia reciente en España que está
demasiado próximo, y que sigue creando polémica y despertando no pocos
sentimientos a flor de piel. Nadie que vea la película va a ser indiferente y
sin duda la verosimilitud o no de lo que vemos va a estar determinada, o
deformada, por nuestras opiniones y vivencias respecto al conflicto en sí (o
como queramos calificarlo).
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El panorama actual de las
calles de la Comunidad Autónoma Vasca y de Navarra es muy diferente al de hace
unos años. Quien paseé por sus calles y plazas sin conocer su historia puede
llegar a no creer posible que la violencia estuviera tan presente en ellas. Claro
que en gran medida ha habido y hay demasiados silencios, esos mismos silencios
que se han apoderado de la vida de demasiada gente.