sábado, 25 de agosto de 2018

«Lejos del mar»


Resulta difícil saber cómo reaccionaría uno ante el asesinato de un familiar o de alguien cercano, incluso en el caso de que hubiese cumplido el autor su correspondiente pena o castigo social. Casos ha habido de venganza, tal vez comprensible desde el punto de vista personal, humano, impracticable si tenemos en cuenta el conjunto social. Pero también se han dado casos de aproximación, de reconciliación, que parten siempre de la asunción del daño causado.

Nada cambia, o debería cambiar, cuando la muerte violenta tiene una base política: en el acto de matar a alguien por motivos políticos lo importante está en el matar, lo de los motivos políticos apenas sirve para conocer las circunstancias, explicar tal vez los hechos, nunca para justificar el acto de matar.

Imanol Uribe se plantea todo esto en su película Lejos de Mar (2015), en la que vemos el encuentro en un pueblo costero de Almería entre Marina (interpretada por Elena Anaya), médica en un hospital de la zona e hija de un militar asesinado en San Sebastián, y Santi (interpretado por Eduard Fernández) que recién sale de prisión, tras veintidós años de condena, y que se halla en un proceso de distancia ética, personal, de su antigua militancia armada que le lleva incluso a no regresar al País Vasco tras su salida de la cárcel.

Ambos viven con aquel fatídico día impreso en su interior. Marina porque estaba con su padre en el momento del asesinato; Santi porque no se ha podido olvidar de aquella niña y sin duda ese recuerdo es lo que le permite tomar conciencia del daño de su acción. Lo apreciamos en sus gestos y en sus silencios, en sus miradas, en un sufrimiento que ambos actores consiguen reflejar perfectamente, algo les remueve por dentro y no les permite tener una vida normal, cualquier cosa que sea esto de la vida normal. Marina vive con esa zozobra y ese silencio del que hablan tanto las víctimas de actos violentos,  afecta a todos los ámbitos de su existencia, incluido su matrimonio. Santi, por su parte,  ha cortado sus vínculos con su tierra, incluso con lo más próximo, su familia, sus relaciones, prefiere la compañía del compañero de celda durante los últimos meses, un joven almeriense enfermo al que cuida en prisión. Pero busca la soledad y contempla ese mar que, según Eurípides, cura todos los males.

A partir de aquí el encuentro entre ambos lo acentúa todo. Resurge en Marina un deseo de venganza voraz que llega incluso a canalizar con un gesto violento y que en gran medida significará para Santi volver a sentir que su verdadera prisión no estaba tanto (y sigue sin estarlo, pese a haber pagado su acto) en las cuatro paredes de la cárcel, sino en sus propios remordimientos.

Pero lo que es un relato pausado que describe un proceso encarnizado de rencor se trastoca de pronto y asistimos a un cambio de sentido hacia una situación extraña, mezcla quizá de la necesidad de comprender, y de comprenderse, y de percibir que las cosas no siempre son como uno se espera, o lo esperan los demás. Lo que prevemos que iba a ser una venganza se vuelve otra cosa que no acabamos de entender del todo porque se da en el interior de Marina y Santi, quizá por ello nos resulta tan difícil de asumir lo que les pasa a ambos, de considerarlo incluso verosímil.

Tal vez sea un acierto el que Imanol Uribe haya contextualizado esa relación en un capítulo que está bien presente en la historia reciente de España, el de la violencia en el País Vasco y su repercusión en la vida cotidiana de la gente. Ya lo hizo en La Muerte de Mikel (1984) y en Días Contados (1994), películas que cuentan historias de relaciones enmarcadas en la violencia del País Vasco, sin que esta violencia sea en sí misma el tema de lo que se narra. Podría ser cualquier otro conflicto, pero es éste de la violencia reciente en España que está demasiado próximo, y que sigue creando polémica y despertando no pocos sentimientos a flor de piel. Nadie que vea la película va a ser indiferente y sin duda la verosimilitud o no de lo que vemos va a estar determinada, o deformada, por nuestras opiniones y vivencias respecto al conflicto en sí (o como queramos calificarlo).

Asumiendo que la historia entre Marina y Santi se da en el marco de una ficción, la pregunta que uno se plantea es hasta qué punto en la realidad sería posible establecer una relación entre víctima y victimario. Hemos tenido reuniones privadas y abiertas entre personas afectadas por diversos grados de violencia en el País Vasco y los resultados han sido en algunos casos de comprensión y empatía. No siempre ha funcionado, pero parece más fácil por el sólo hecho de que quien sufre actos de violencia puede llegar a comprender lo que sufre otra víctima, aunque no sea de su bando. Pero desde luego han sido pocos los casos en que la víctima de la violencia haya establecido una mínima relación con el autor de las mismas.

El panorama actual de las calles de la Comunidad Autónoma Vasca y de Navarra es muy diferente al de hace unos años. Quien paseé por sus calles y plazas sin conocer su historia puede llegar a no creer posible que la violencia estuviera tan presente en ellas. Claro que en gran medida ha habido y hay demasiados silencios, esos mismos silencios que se han apoderado de la vida de demasiada gente.


lunes, 20 de agosto de 2018

Amy Tan, «El Club de la buena estrella»


Apreciamos en la obra de Wei Hui como la cultura occidental –la europea y la norteamericana, por restringir algo el concepto– se ha extendido, impuesto y asumido en China, pero también en todo el mundo. La vida en Shanghái no dista mucho de la de otras metrópolis, la de las grandes capitales, pero también en otras ciudades medias han acabado asumiendo ese modelo, hasta el punto de que el modo de vivir, consumir, pensar, crear, divertirse o comer no dista mucho entre unas y otras. De ahí que lo narrado en las novelas de esta escritora china nos resulte familiar, incluso propio.

Se ha extendido un patrón que homogeniza el modo de producir, de comerciar, de sentir y relacionarse, poco importa que el poder esté en manos del Partido Comunista, como en China, Laos o Vietnam, porque la etapa revolucionaria ha quedado atrás, dicen que de forma irremediable, y el capitalismo se impone hasta en el último rincón, salvo tal vez en Corea del Norte, convertido en un museo del despotismo caprichoso y obsesivo. En este sentido, las clases trabajadoras de los respectivos países se van incorporando a la mentalidad consumista y de clase media, cualquier cosa que sea ésta, a la que aspiran también los muchos inmigrantes que desean de un modo u otro, de forma legal o ilegal, acceder a este sistema, esta vez sí, globalizado, que se vuelve más y más global en parte por las tecnologías, nadie escapa ya al canto de sirena de un modo de vida que, sin embargo, tampoco logra satisfacer las necesidades humanas, colectivas e individuales, es más, se vuelve a todas luces angustioso y vacío.

Es evidente el cambio que han supuesto las nuevas tecnologías. Cuando hace poco más de veinte años Douglas Coupland publicó su novela Generación X, en apenas unos días se conoció en buena parte del mundo. Surgió una nueva vertiente del dirty realism, que en España incidió en la llamada generación Kronen, por la novela de Ángel Mañas, Historias del Kronen, publicada en 1994.

Hace apenas unos días, al hablar de música con unos jóvenes africanos recién llegados a Bilbao, me daba cuenta de que conocían a la perfección los distintos estilos que corren por aquí, incluido el reggaetón aportado por la inmigración caribeña o el rap; nada parecía serles ajeno, fueran ellos de capitales africanas o de lugares más recónditos. Europa y Estados Unidos son enormes faros culturales de los que nadie parece quedar ajeno y que a su vez propaga lo que llega a nuestros países.

Pero, ¿es posible hablar del sentido inverso, de la influencia ejercida por otras culturas en los patrones occidentales? Cabe destacar en este sentido que el cubismo no hubiera existido sin la influencia de las máscaras y esculturas africanas, que Picasso conoció de primera mano en París. En los años cincuenta y sesenta la literatura universal descubrió la narrativa latinoamericana que se gestaba entonces, se habló incluso de un boom  de la literatura latinoamericana que influyó y renovó la literatura española, pero también de otros muchas lenguas y países. De un modo análogo a las máscaras y esculturas africanas de la exposición parisina, una buena parte de los escritores latinoamericanos vinculados al boom estaban presentes y vivieron en capitales europeas, de modo que volvió a funcionar un vínculo de ida y vuelta. El punto de inflexión y de difusión, no obstante, se halla aquí, en los países occidentales. En cierto modo también pesa la estrategia comercial en lo cultural.

La clave la da de alguna manera la escritora norteamericana Amy Tan al describir en sus novelas el proceso de cambio entre madres e hijas, por ejemplo en  El Club de la buena estrella: madres que crecen en China durante los años treinta y cuarenta, que huyen de aquel país castigado por la invasión japonesa y después por una guerra civil revolucionaria, que emigran a California y allí establecen sus vidas, trabajan, se relacionan o no con otras comunidades, desde luego conviven con otras personas originarias de China, algunas de esas mujeres se casan con blancos, tienen hijas, hijas que adoptan los patrones culturales y sociales norteamericanos, adquieren el inglés como su lengua de comunicación, con los valores que posee cualquier lengua, se incorporan a la clase media y lo chino, entonces, se convierte en un momento dado en una cuestión de identidad con que se convive no siempre de un modo pacífico. La propia autora es un producto de ese proceso: madre china, hija norteamericana de origen chino (que no es lo mismo que originaria de China).

Podemos realizar de sus novelas una lectura meramente generacional, la relación de madres e hijas cuyas épocas las determinan (se daría el conflicto si madre e hija pertenecieran a la misma cultura), pero también cabe una lectura social –hay que tener en cuenta que la salida de China responde no siempre al deseo de prosperar porque se provenga de la pobreza, cliché habitual cuando hablamos de quienes emigran, sino que en algunos casos vivieron en un medio próspero y huyen de la guerra o de la inestabilidad, toman la iniciativa para desarrollarse en otro lugar, para seguir desarrollando su proyecto de vida– y a su vez cabe sobre todo una lectura cultural, de acuerdo a los conceptos que explica el antropólogo Xabier Etxeberria al establecer los diferentes modos de relación entre comunidades culturales.

La identidad es algo colectivo, comunitario. Pero también es algo dinámico. Se transmite, de ahí que las hijas de las que habla Amy Tan no podrán evitar asumirse como chinas. Aunque no lo sean y en ocasiones tampoco lo desean, pero a la vez crecen con los patrones norteamericanos, sean norteamericanas de hecho, y aquí hay que tener en cuenta, además, que en los Estados Unidos es mucho más patente una mayor voluntad de incorporar y asimilar a los inmigrantes que en Europa, que se decanta más por la multiculturalidad, con comunidades que se relacionan pero que no siempre interactúan, más allá de las referencias.

El conflicto se da con frecuencia en el ámbito individual, más cuando el capitalismo posmoderno es profundamente individualista. De ahí que el conflicto de la identidad reflejado en la narrativa de Amy Tan provoca un aturdimiento personal y psicológico del que se alimentan en gran medidas sus personajes.

domingo, 12 de agosto de 2018

«Shanghai Baby» de Wei Hui


A veces hay reacciones extrañas de los poderes políticos, en los de los regímenes absolutos aunque también sucede en las democracias formales, como si quienes los ejercen no las tuvieran todas consigo y dieran meras excusas de salvaguardia de la integridad o de la moral a lo que es, simple y llanamente, sentir que tienen los pies de barro. En abril de 2000 el Estado chino pretendió prohibir, prohibió de hecho, la novela Shangai Baby, de la escritora Wei Hui y llegó a quemar 40.000 volúmenes del mismo. Fue acusado nada menos de ser un libro «decadente y vicioso, y esclavo de la cultura occidental». Resulta cuanto menos curioso, por no decir sardónico, tal acusación cuando las autoridades del Partido Comunista Chino llevan años generando un modelo económico capitalista, en su vertiente más neoliberal, y fomentando un consumismo salvaje, con sus correspondientes víctimas, cómo no, y según un modelo por completo occidental, aunque todo esto es otro debate.

El hecho es que, a pesar de la decisión gubernamental, la novela corrió como la pólvora, no sólo en China, a través de copias piratas, sino en el extranjero. Trata de una joven y atractiva escritora en ciernes, Nike, residente en Shanghái, la ciudad más occidentalizada de China y ahora mismo verdadero centro mundial económico y empresarial, que vive una doble historia de amor con su novio chino, un sensible artista sin muchas ambiciones y enquistado en un profunda crisis personal, y su amante alemán, un ejecutivo afincado en la ciudad y que vive con intensidad la animada vida urbana.  

Asistimos a la trepidante vida de Shanghái, una urbe activa, muy consumista, con una élite cultural y social que nada tiene que envidiar a la de las grandes capitales occidentales, pero también con una libertad sexual que permite vivir con una intensa sensualidad sin atisbo de culpabilidad alguna. Es un mundo de claro dominio femenino, no sólo porque la narradora y protagonista es una mujer, también porque las mujeres parecen dominar todas las escenas de la narración, resuena incluso lo femenino en las muchas referencias musicales y cinematográficas de la novela, desde la mítica cantante Zhou Xuan, que fue célebre en la década de los cuarenta, hasta actrices y cantantes actuales, como Gong Li o Lin Yilian.

Todo ello lo cuenta, además, Wei Hui con un lirismo que permite incluso sentir la sensualidad cotidiana. Pero también con el profundo dolor que hay detrás de las apariencias y de la mundanidad. La escritura se convierte de este modo para la escritora-personaje en una forma de confrontarse a la vida pero también de huir de ella. Se da por tanto una reflexión sobre la escritura, como a su vez sobre la existencia. Pero también, en medio de toda esta vida agitada y consumista de los personajes que rodean a Nike y que ocupan la totalidad del relato, hay lugar a cierta crítica social, recordando a toda una parte de la sociedad china, sobre todo campesina, que brega aún por hallar unas mínimas comodidades en sus vidas.

La novela, pues, no gustó al poder, tal vez por esa mojigatería de algunos regímenes, de todos en realidad, que se escandalizan de que se cuenten según qué cosas mientras no dan mucha importancia a otras muchas realidades, por ejemplo a unos conflictos sociales sin duda latentes, ocultados también, aun cuando surjan con alguna frecuencia, pero que no se afrontan para solucionarlos, sino sólo para esconderlos. En la China y aquí. Tal vez no quisieran las autoridades dar una imagen frívola del país, aunque puede que temieran que la propia población asistiera a ese drástico cambio social en los últimos lustros, quién sabe si por las repercusiones que pudiera tener contemplar determinadas cosas, aunque sea en la ficción.  

Lo cual nos lleva a plantearnos hasta qué punto la literatura puede o no ejercer tanta influencia social como para incidir en la realidad y cambiar el mundo. No en vano muchos autores creyeron con firmeza que la literatura podía potencialmente servir a causas utópicas, nobles o transformadoras, además de ser herramientas de crítica voraz, ser en definitiva esa arma cargada de futuro, que atribuyera Gabriel Celaya a la poesía y cantara Paco Ibáñez. No parece que la capacidad de la literatura sea tanta, menos aún en épocas tan poco literarias como la actual, aunque sí que es verdad que afecta a las mentalidades y algo influye.

Con seguridad no era esa la intención de Wei Hui, cambiar nada, incidir en nada, ejercer influencia alguna más allá de aportar un buen relato a sus lectores. Esto lo consigue a todas luces, se trata de una novela que engancha, que apasiona y da mucho que pensar.

sábado, 4 de agosto de 2018

Las sonrisas de las fotos


Frente a la solemnidad y la pose seria de los daguerrotipos de antaño, hogaño hay como una obligación de sonreír ante la cámara, de mostrarse feliz, divertido, chistoso incluso. Son malos tiempos estos de ahora para la melancolía, para la tristeza, para la infelicidad. Quien es melancólico, triste o infeliz se convierte en un desterrado, en alguien a rechazar, capaz de amargarte el momento que sigue a un formal cómo estás y al que la corrección exige que nunca, nunca, se deba responder con un siéntate, que te cuento. Incluso la palabra infeliz, que describía un estado de ánimo, ha pasado a ser casi un insulto.

Sin duda tiene que ver con un modelo de sociedad que incide en un modo de ser. El imprescindible consumismo del capitalismo actual, tan necesitado de que se compre sin parar para mantener la maquinaria productiva, ha convertido la alegría, la felicidad, la risa, la juerga de un instante en piezas fundamentales de la vida, pero sobre todo del negocio. Consuma, sea feliz, diviértase. Son los eslóganes de un presente en el que todo se reifica o cosifica, en su concepto más marxista. Y quien no es capaz de superar la tristeza, la melancolía o el desasosiego acaba desterrado de la escena o, más sutil aún, se margina él mismo, convencido incluso de ser lo suyo un mal vergonzante.

El turismo es tal vez uno de los ejemplos extremos. Se han popularizado los cruceros en los que todo momento el cliente –hablamos de un negocio, recuérdese– ha de mostrar siempre su mejor cara, la de la sonrisa; más incluso, una risa perenne que nunca ha de desaparecer. Y esto se lleva más lejos aún, a esas ciudades de vacaciones, por lo general costeras, donde la fiesta nunca se interrumpe, es el modelo Lloret, aunque en ocasiones se vista con un tono un poco más solemne, el de ciudades como Venecia o Barcelona, convertidas hoy en meras caricaturas de sí mismas, unos parques temáticos para diversión y placer de los turistas, ajenas a cualquier sufrimiento o infelicidad que se ocultan a base de seleccionar al paseante, foráneo o autóctono, por medio de la pura especulación (se especula con todo: vivienda, ocio, incluso las necesidades más vitales). Añádase una pizca de aporofobia, ese neologismo tan útil para entender tantas cosas que propuso Adela Cortina con gran acierto, y encontramos de pronto los rasgos que definen la sociedad actual de muchos países, los de Europa, por ejemplo.

Por cierto, junto a los cruceros también se han popularizado los parques temáticos.

Pero a decir verdad no es un fenómeno exclusivo de nuestro tiempo. En el siglo XVII, Sieur de Sainte-Colombe rechazó los honores y las dádivas de la Corte, renunció a ser compositor y violagambista del Rey y de los Nobles, en ese mundo feliz y primoroso al que sucumbió su alumno Marais Marin, que pasó a ocupar un lugar destacado bajo la protección de Luis XIV, Rey de Francia y de Navarra. Era aquel, también, un mundo de sonrisas y de formas amables, de diversión y placer. La actitud de Sainte-Colombe era la de un extraño, alguien que se dejó llevar por la melancolía, su esposa había muerto, dejándolo solo, con sus dos hijas y sobre todo con su música, pero había en su actitud un compromiso profundo con el arte: era alguien que rechazaba ir de artista, pretendía serlo de verdad, diferencia esta –ir de artista frente a ser artista– que es a su vez de una rabiosa actualidad. No en vano el compositor era un firme defensor del jansenismo, doctrina que tuvo entre sus pilares la parábola de los talentos (Mt 25: 14-30) y la de las diez onzas (Lc, 19: 11-27), según las cuales cualquier persona está obligado a desarrollar todo el potencial que Dios le ha dado y no puede malgastarlo en superficialidades mundanas.

Alain Corneau dirigió una hermosa película, Tous les matins du monde (1991), sobre este músico.

La historia parece discurrir entre el gesto serio del daguerrotipo y la sonrisa alegre de la foto. Se van sucediendo época tras época. Aunque ninguna de las dos parece garantizar la felicidad, el sosiego o un equilibrio que, dicen, resulta tan necesario. El mundo jovial que aparece en Cabaret (1972), del director Bob Fosse, reflejo de ese intento de recuperar la belle epoque previo a la Iª Guerra Mundial en la Alemania expresionista, no pudo ocultar la tragedia que se avecinaba en ese país. Del mismo modo que Paolo Sorrentino nos muestra en La Grande Bellezza (2013) el profundo hastío que pervive en la mundanidad ociosa y engreída de la gente bien de Roma.