Es lo que tiene el paso
de los años. Los hechos se diluyen bajo ese barniz que da el tiempo, el olvido
se impone o cambia el significado de los acontecimientos. Lo que ayer fue
importante o clave o simbólico hoy carece de magnitud, ya no conserva la trascendencia
del momento, se vuelve tal vez anecdótico, apenas una gota de agua entre los
muchos sucesos eminentes y claves del instante concreto, son tantos los
sucesos, los actos, las reuniones discretas o no, las hazañas o las cobardías,
las proezas o las renuncias, que apenas hay lugar ya para el recuerdo o para la
asunción de lo ocurrido como algo trascendental por sí mismo. Hay también,
parece imposible evitarlo, lo ideológico, los prejuicios, las justificaciones,
las miradas después de todos estos años, la revisión de la historia, esa
tendencia hoy tan horrible al establecimiento de los relatos, de las verdades
únicas, al final hay la falta de capacidad para interpretar, pensar, entender.
Ha pasado mucho tiempo y
la distancia afecta también a la apreciación de los motivos que llevaron a tal
o cual persona a tomar una decisión, a asumir una opción, un compromiso, una
postura, por ejemplo tomar las armas u optar por determinados métodos de lucha,
arriesgar con la entrega absoluta a la causa su propia vida y la de los otros,
a enfrentarse a la incertidumbre por una causa determinada, puede que una buena
causa, o tal vez no, el deseo en definitiva de la transformación social
emancipadora o la antesala de un error político que anticipa otro modelo
tiránico. Qué llevó a José Humberto Baena, a José Luis Sánchez Bravo o a Ramón
García Saenz a una militancia radical y revolucionaria en el FRAP, un frente de
organizaciones guiado por el ideario marxista leninista tendencia proalbanesa.
Qué llevó a Juan Paredes Manot y Ángel Otaegui a militar en una de las
facciones de ETA. Cuáles fueron sus motivaciones, sus convicciones y sus dudas.
Cómo lo analizarían hoy, de haber sobrevivido a la salvajada de la pena de
muerte.
Escribir desde el
presente supone conocer el final de muchos capítulos de la historia. Ya no
existe el FRAP ni la ETA, sabemos cuál fue la evolución de España, la del País
Vasco, no ha pasado tanto tiempo de la desaparición de la dictadura, de los
claroscuros de la transición, vivimos sin duda otra situación, no existe
siquiera la Albania de Enver Hoxha, ese modelo autárquico y obsesivo de
socialismo que es difícil de justificar o ver como un modelo liberalizador o
deseable. Ahora mismo, en este aquí y ahora nadie parece dispuesto a grandes
compromisos, mucho menos a morir por algo o, peor aún, a matar por una causa o
por las grandes palabras. Vemos con cierto estupor o desagrado las
movilizaciones actuales por recuperar espacios de diversión, esos botellones
que acaban en disturbios, la banalización tal vez de un malestar social que no
encuentra ahora mismo cauces de confrontación, tal es el desencanto ante
propuestas que se anquilosan con rapidez en los marasmos de lo cotidiano.
Sea lo que fuere, cada 27
de septiembre recuerdo a aquellas cinco personas que fueron los últimos
fusilados del régimen franquista. No me mueve para ello ni un vago sentimiento
patriótico vasco que no poseo ni un ideario marxista-leninista-enverhoxista que ni de lejos comparto,
tampoco creo que haya que pensar como ellos para rememorar ese último acto
sanguinario de la dictadura, cuando faltaba apenas mes y tres semanas para que
el dictador muriera en la cama de un hospital. Olof Palme se manifestaba en
Suecia contra la aplicación de la sentencia y Pablo VI, en las antípodas de las
posiciones ideológicas de los afectados, pedía clemencia para ellos. El régimen
quiso dar un golpe de efecto, demostrar que tenía aún fortalezas, cuando buena
parte de sus hombres claves, hombres eran la mayoría, estaba ya preparando las
alforjas para el salto hacia la democracia.
Apenas tres meses antes
había fallecido Dionisio Ridruejo, que pasó de propagandista de la Falange a
elemento incómodo para el franquismo, conspirador contra el régimen y defensor
de los acuerdos amplios de la oposición, y que tuvo bastante de personaje a
todas luces icónico, aunque fuera en su más absoluta soledad o como rara avis. En aquellos meses, por su
parte, Luis Eduardo Aute había escrito su canción Al Alba, considerado himno contra la pena de muerte en general y en
particular contra esa larga noche del 27 de septiembre, cuando todo era
posible. Al menos lo parecía.