Lo explica Johan Galtung
en su concepto de triángulo de la
violencia, que expone los mecanismos violentos en la sociedad. Hay una
violencia directa, que es visible, la distinguimos de forma clara, evidente. Se
da en los comportamientos, a flor de piel. Es la violencia que asusta, da
miedo, nos resulta claramente amenazante, nos afecta, nos hiere, nos mata. El
conflicto se expresa con fiereza, su exposición se da en la guerra, en los
disturbios y en la violencia legitimada por la ley, la represión. Hay también
una violencia invisible, no la distinguimos de forma tan evidente, incluso no
nos damos cuenta de que está allí, la hemos normalizado porque la hemos
normativizado. Es la violencia cultural o simbólica que se establece por medio
de las convenciones, de la ley, de las actitudes. Conlleva rechazar con dureza
la violencia marginal, la de la delincuencia, la del terrorismo, pero no
apreciamos del mismo modo el horror de otras muertes porque las asumimos como
parte de un sistema de valores, que califica un mismo hecho, la muerte, en
función de las circunstancias: la muerte en el Mediterráneo, convertido en un
cementerio y que sólo horroriza a unos pocos, las sociedades en su conjunto se
mantienen ajenas, a lo sumo impotentes, o es la muerte producto de nuestras
guerras, concebidas muchas veces como defensas. Hay también la violencia
estructural, la negación de las necesidades, la de los gestos cotidianos,
repetitivos y llenos de rabia. El gesto de Rosa Parks, hoy alabado y
reconocido, generó un escándalo en la sociedad del sur de los Estados Unidos,
sin que nadie se diera cuenta de la violencia que había en negar unos asientos
determinados a unas personas por el simple hecho del tono de su piel.
Dos películas exponen de
modo magistral toda esta estructura triangular de la violencia: Grupo 7 (2012), del director Alberto
Rodríguez, y Tarde para la ira (2016),
del actor y director Raúl Arévalo.
Grupo
7
narra la actividad antidroga de una unidad policial en Sevilla que pretende
erradicar en los años previos a la Expo´92 el tráfico de sustancias
estupefacientes mediante métodos bastante cuestionables, muchas veces ilegales.
Vemos peleas, tiroteos, persecuciones, malos tratos, amenazas, asesinatos, pero
también contemplamos la estructura de unos barrios marginales, la vida de unos
seres fuera de la normatividad y de la normalidad, apreciamos la violencia no
visible y sin embargo tan cruenta como la otra, sentimos toda la rabia que se
contiene dentro de los personajes, los policías y los delincuentes, los
distinguimos en sus gestos, en sus miradas, en sus silencios.
Tarde
para la ira, por su parte, es la crónica de lo que
vamos descubriendo como una venganza a partir de las relaciones que se
establecen en un barrio. En esta película queda mucho más patente el grado de
violencia interiorizada, la frustración que arrastran los personajes, la
impotencia que expresan sus miradas y los gestos que no pueden impedir, al
final, el golpe, la agresión o el asesinato. Al igual que en la anterior, en
esta película el paisaje no escapa a esa violencia simbólica ni tampoco a la
violencia estructural: las calles agobiantes, los paisajes naturales agrestes,
los recovecos de los locales, los pueblos que no tienen nada de bucólicos, que
esconden también toda las características escabrosas que se dan en las
ciudades.
Es imposible no recordar
el crimen de Puerto Hurraco, en 1990, del que Carlos Saura realizó una
película, El séptimo día (2004), con
rasgos no muy lejanos de las dos películas mencionadas. Con ese acto tremendo y
cruento se recuperó el concepto de la España profunda, en un momento en que el
país parecía avanzar hacia la prosperidad y la modernidad, en que se pretendía
dejar atrás la imagen siniestra de una España belicosa, reprimida y represiva,
heredera de la descripción que dieron no pocos viajeros del siglo XIX. El
crimen de Puerto Hurraco nos remitía sin remisión a la descripción de la España
mísera que aparece en el documental de Luis Buñuel, Las Hurdes: tierra sin pan (1932), basado en un trabajo de
investigación del antropólogo Maurice Legendre, y que muestra bien a las claras
la violencia estructural a la que se enfrentaba la naciente IIª República, que
comenzó una labor de regeneración, un intento de mejora, pero que acabó, como
se sabe, en una guerra civil entre dos bandos que, a su vez, generaron actos de
violencia interiores que rompían la pretendida imagen utópica que ambos bandos
querían dar de sí mismos. La política muchas veces es la guerra de otro modo y
se expresa con grandes dosis de propaganda.
Desde luego, la violencia
y esa imagen siniestra no es patrimonio de España. Sin duda todos los países poseen
su historia obscura, trágica y calamitosa, a todas luces vergonzante. Se
construyen leyendas negras, se atribuyen a los otros gestos que se quieren
disimular para sí. Pero todos los países poseen una doble historia, la que se
muestra orgullosa, frente a la que se intenta disimular. Nadie escapa al final a
esta doble categoría.