En 1982 Romain Gourpil
presentaba un documental, Mourir à
treinte ans, centrado en la figura de su amigo Michel Recanati, que se
suicidó en 1978, pero su cinta fue además una exposición de toda una
generación, la del Mayo del 68, la que se rebeló contra el (des)orden de un
mundo siempre en crisis, quizá el último intento de transformación social, que
acabó en puro desencanto, cuando no en decepción, se sucumbió a la evidencia de
la imposibilidad de cambiar nada, aun cuando tuviera también algunos hitos, como
la Revolución de los Claveles en Portugal que dio la vuelta a una normalidad
que se pretendió sin alternativa posible, hasta que lo imposible se hizo
posible.
Se ha estereotipado Mayo
del 68 como un exceso de idealismo. Tal vez sea cierto. Las revoluciones no
son, por el contrario, la mayoría de las veces, fruto del idealismo, sino de la
necesidad. ¿Acaso no es mucho más idealista aceptar como si nada la normalidad
de la miseria, la opresión, la precarización de la vida, los empleos mal
pagados, las muertes de emigrantes en el Mediterráneo como una mera anécdota, los
abusivos beneficios empresariales mientras una parte cada vez mayor de la
población tiene que adaptarse a medidas restrictivas?¿Acaso no es puro
idealismo pretender paliar las consecuencias de la crisis medioambiental sin
tocar ni un ápice el actual modelo económico, industrial y social?
La segunda mitad del
siglo XX fue una deriva hacia una sociedad del espectáculo, a veces de un modo
tan ridículo que da vergüenza ajena. Hablo, evidentemente, de lo que ocurría en
una parte del mundo, prácticamente en Europa Occidental y en los sectores más
opulentos de los Estados Unidos, el resto del mundo siguió viviendo no en el
idealismo, sino en la necesidad, bajo el colonialismo más abyecto, con guerras
por la emancipación o meras concesiones de las metrópolis para no cambiar nada,
bajo el racismo, incluso institucionalizado, como lo que ocurría en Sudáfrica o
en el sur de los Estados Unidos, o bajo una vida gris y opresiva en los
regímenes estalinistas. Sin duda, Mayo del 68 fue un grito de protesta ante
tanto absurdo, pero han acabado por incorporarlo, me temo, al espectáculo.
Claro que éste se acabó de golpe, en forma de burbujas económicas que petaron repentinamente
y fundamentalismos de viejo cuño.
Entramos de golpe en el
siglo XXI, cuyo panorama, de momento (terrorismo globalizado, emigraciones
masivas, crisis, enfermedad), es harto desolador.
Estos primeros lustros de
siglo tal vez resulten bien diferentes a los del siglo pasado, aunque sólo sea porque
carecemos de alternativas o éstas no sean de momento tan patentes. Pero estamos
reaccionando también a la catástrofe, lo que conlleva no altas dosis de
idealismo, sino de necesidad. Al fin y al cabo, en la Revolución de Octubre,
que marcó en buena medida el siglo XX, un siglo que acabó con la caída del Muro
de Berlín, no fue el ideal lo central ni lo que la impulsó, sino las hambrunas
en el campo, la precariedad miserable en las ciudades, la muerte de miles de
jóvenes rusos (y de otros países) en una gran guerra que sólo interesaba a los
intereses mercantiles que se escondían bajo las banderas. Claro que la
atracción de la Revolución de Octubre se acabó bien pronto, cuando la represión
se volvió evidente y diez años después hubo una reacción jacobina que
transformó el Estado Soviético en una dictadura de partido y en la adaptación
de los viejos sistemas de explotación social.
Hay quien intenta
recuperar, con la guerra de Ucrania, el viejo enfrentamiento Rusia-Occidente,
pero a todas luces como farsa, como bien apuntó Marx respecto a las
repeticiones de la historia. Estamos donde siempre estuvimos.
Quizá Marinus van der
Lubbe refleje bien la realidad de un siglo XX que se repite hoy. Nacido en 1909
en los ámbitos sociales más empobrecidos de Holanda, tuvo muy pronto que
ponerse a trabajar como albañil. No sale de la precariedad más miserable,
intuye que la revolución es una necesidad. Se acerca a los comunistas. Tiene un
accidente laboral que le deja incapacitado para el trabajo, al borde de la
ceguera. Decepcionado por la actitud del estalinismo y de los partidos que lo
sustentan de un modo acrítico, se va acercando a posiciones consejistas, una
corriente anticapitalista contraria al autoritarismo estalinista, disidente también
del trotskismo. Se entrega por completo a la resistencia a la barbarie.
Escandalizado por la tibieza del Partido Comunista de Alemania ante el nazismo,
acude a Berlín en 1933. Le decepciona que no se responda a la nueva variante de
la bestialidad política y que el movimiento obrero no reaccione ante las amenazas
fascistas, imbuido como está en la crisis económica. En febrero de 1933 se
produce un ataque feroz al Reichstag. Parece un acto desesperado en el que van
der Lubbe dice participar, aun cuando los grupos consejistas sean contrarios a
los sabotajes individualizados. Lo detienen. Los nazis aprovechan la confusión
para acusar a los comunistas de puro terrorismo social y, así, justificar la
represión. El Partido Comunista acusa a van der Lubbe de ser un agente
encubierto del nazismo. Mientras, no parece que ese joven de veinticuatro años
haya podido ser capaz de llevar a cabo el sabotaje. Pero se le condena a muerte
y se le decapita en enero de 1934 como su principal artífice.
En 1981 se inicia un proceso
de revisión del juicio que le condenó a muerte. Se alega el oscurantismo del
caso, aprovechado por los nazis en su propio beneficio, se recuerda el estado
mental de Lubbe, desesperado por su enfermedad, y también se sabe que el
incendio del Reichstag fue un complot en toda regla. Pero no fue hasta el 2008
que se le absolvió, cuando el siglo XXI va dejando bien claro su deriva. Aunque
ahora sabemos que está siendo peor de lo que entonces intuíamos.