jueves, 4 de agosto de 2022

Marinus van der Lubbe

 


En 1982 Romain Gourpil presentaba un documental, Mourir à treinte ans, centrado en la figura de su amigo Michel Recanati, que se suicidó en 1978, pero su cinta fue además una exposición de toda una generación, la del Mayo del 68, la que se rebeló contra el (des)orden de un mundo siempre en crisis, quizá el último intento de transformación social, que acabó en puro desencanto, cuando no en decepción, se sucumbió a la evidencia de la imposibilidad de cambiar nada, aun cuando tuviera también algunos hitos, como la Revolución de los Claveles en Portugal que dio la vuelta a una normalidad que se pretendió sin alternativa posible, hasta que lo imposible se hizo posible.  

Se ha estereotipado Mayo del 68 como un exceso de idealismo. Tal vez sea cierto. Las revoluciones no son, por el contrario, la mayoría de las veces, fruto del idealismo, sino de la necesidad. ¿Acaso no es mucho más idealista aceptar como si nada la normalidad de la miseria, la opresión, la precarización de la vida, los empleos mal pagados, las muertes de emigrantes en el Mediterráneo como una mera anécdota, los abusivos beneficios empresariales mientras una parte cada vez mayor de la población tiene que adaptarse a medidas restrictivas?¿Acaso no es puro idealismo pretender paliar las consecuencias de la crisis medioambiental sin tocar ni un ápice el actual modelo económico, industrial y social?

La segunda mitad del siglo XX fue una deriva hacia una sociedad del espectáculo, a veces de un modo tan ridículo que da vergüenza ajena. Hablo, evidentemente, de lo que ocurría en una parte del mundo, prácticamente en Europa Occidental y en los sectores más opulentos de los Estados Unidos, el resto del mundo siguió viviendo no en el idealismo, sino en la necesidad, bajo el colonialismo más abyecto, con guerras por la emancipación o meras concesiones de las metrópolis para no cambiar nada, bajo el racismo, incluso institucionalizado, como lo que ocurría en Sudáfrica o en el sur de los Estados Unidos, o bajo una vida gris y opresiva en los regímenes estalinistas. Sin duda, Mayo del 68 fue un grito de protesta ante tanto absurdo, pero han acabado por incorporarlo, me temo, al espectáculo. Claro que éste se acabó de golpe, en forma de burbujas económicas que petaron repentinamente y fundamentalismos de viejo cuño.

Entramos de golpe en el siglo XXI, cuyo panorama, de momento (terrorismo globalizado, emigraciones masivas, crisis, enfermedad), es harto desolador.

Estos primeros lustros de siglo tal vez resulten bien diferentes a los del siglo pasado, aunque sólo sea porque carecemos de alternativas o éstas no sean de momento tan patentes. Pero estamos reaccionando también a la catástrofe, lo que conlleva no altas dosis de idealismo, sino de necesidad. Al fin y al cabo, en la Revolución de Octubre, que marcó en buena medida el siglo XX, un siglo que acabó con la caída del Muro de Berlín, no fue el ideal lo central ni lo que la impulsó, sino las hambrunas en el campo, la precariedad miserable en las ciudades, la muerte de miles de jóvenes rusos (y de otros países) en una gran guerra que sólo interesaba a los intereses mercantiles que se escondían bajo las banderas. Claro que la atracción de la Revolución de Octubre se acabó bien pronto, cuando la represión se volvió evidente y diez años después hubo una reacción jacobina que transformó el Estado Soviético en una dictadura de partido y en la adaptación de los viejos sistemas de explotación social.



Hay quien intenta recuperar, con la guerra de Ucrania, el viejo enfrentamiento Rusia-Occidente, pero a todas luces como farsa, como bien apuntó Marx respecto a las repeticiones de la historia. Estamos donde siempre estuvimos.

Quizá Marinus van der Lubbe refleje bien la realidad de un siglo XX que se repite hoy. Nacido en 1909 en los ámbitos sociales más empobrecidos de Holanda, tuvo muy pronto que ponerse a trabajar como albañil. No sale de la precariedad más miserable, intuye que la revolución es una necesidad. Se acerca a los comunistas. Tiene un accidente laboral que le deja incapacitado para el trabajo, al borde de la ceguera. Decepcionado por la actitud del estalinismo y de los partidos que lo sustentan de un modo acrítico, se va acercando a posiciones consejistas, una corriente anticapitalista contraria al autoritarismo estalinista, disidente también del trotskismo. Se entrega por completo a la resistencia a la barbarie. Escandalizado por la tibieza del Partido Comunista de Alemania ante el nazismo, acude a Berlín en 1933. Le decepciona que no se responda a la nueva variante de la bestialidad política y que el movimiento obrero no reaccione ante las amenazas fascistas, imbuido como está en la crisis económica. En febrero de 1933 se produce un ataque feroz al Reichstag. Parece un acto desesperado en el que van der Lubbe dice participar, aun cuando los grupos consejistas sean contrarios a los sabotajes individualizados. Lo detienen. Los nazis aprovechan la confusión para acusar a los comunistas de puro terrorismo social y, así, justificar la represión. El Partido Comunista acusa a van der Lubbe de ser un agente encubierto del nazismo. Mientras, no parece que ese joven de veinticuatro años haya podido ser capaz de llevar a cabo el sabotaje. Pero se le condena a muerte y se le decapita en enero de 1934 como su principal artífice.

En 1981 se inicia un proceso de revisión del juicio que le condenó a muerte. Se alega el oscurantismo del caso, aprovechado por los nazis en su propio beneficio, se recuerda el estado mental de Lubbe, desesperado por su enfermedad, y también se sabe que el incendio del Reichstag fue un complot en toda regla. Pero no fue hasta el 2008 que se le absolvió, cuando el siglo XXI va dejando bien claro su deriva. Aunque ahora sabemos que está siendo peor de lo que entonces intuíamos.