martes, 29 de enero de 2019

Ejercicios de estilo


Tuvo razón, sin duda, Oscar Wilde cuando afirmó que la realidad supera al arte. Lo fue en su momento, lo es ahora, cuando el espectáculo del mundo provoca una sensación intensa de irrealidad, de mera ficción, de estar ante una gala previamente diseñada, a gusto de quien asiste al engranaje de lo real. Puede que tenga que ver con esa grandiosidad de la naturaleza y que en América condujo al realismo mágico o a novelas donde lo descrito, esa misma naturaleza, cuya fastuosidad deslumbró a los primeros europeos que llegaron al continente, formaba parte de la trama y se constituía en un personaje más, como en la narrativa de García Márquez o de Euclides da Cunha.

Venezuela ha vuelto a primera página con unos hechos que parecen descritos según un guion previo, descritos por unos guionistas que no dudan en lanzar cualquier material, cuando más absurdo mejor. Cuesta entender los detalles, más cuando quienes los interpretan ya no forman parte del mundo de los análisis políticos, sociales, económicos, sino más bien al de la pura ficción (sea dicho, por otro lado, como no podía ser de otro modo, con total respeto a la ficción, único ámbito, al final, donde uno, tal vez, no se vaya a volver completamente loco). Claro que la literatura es ahora mismo un ámbito de mayor sensatez que el de los gestores de lo público.

Ya sabemos, por otro lado, que el lenguaje político, más el lenguaje de las relaciones internacionales, arrastra una enorme hipocresía en su interior. La legitimidad, lo sabemos también, es un material etéreo, cuesta delimitarlo, lo que vale para unos países no vale para otros, lo que se exige a algunos estadistas no se exige a otros, mientras los baremos de medir de quienes toman decisiones varían según, también lo sabemos, los intereses económicos. Por otro lado, tenemos a los medios de comunicación que se han erigido muchas veces en los elaboradores de la realidad, confirmando la afirmación de Nietzsche de que no existen hechos, sólo interpretaciones, lo cual nos lleva a plantearnos la verdad como creación.

Resulta en todo caso cuanto menos curioso que quienes no se preocupan de los derechos democráticos y civiles en algunos países con que se relacionan a menudo y obtienen pingües beneficios del comercio con ellos exijan escrupuloso respeto de los mismos en Venezuela, que se lamenten las muertes en ese país mientras pocos recuerdan la masacre en Yemen. Claro, claro, nada tiene que ver entre sí, no vayamos a caer en meras demagogias. Sin embargo, pese a la asunción de la hipocresía del discurso político, tampoco el malestar en el mundo es óbice para que se diluyan los efectos de la realidad venezolana sobre una población que sufre las consecuencias de determinadas políticas y que ve vulnerado su principal derecho, el de propio desarrollo cotidiano. Pero tampoco podemos quedarnos con lo básico que nos dicen, no todo es atribuible a una mala gestión, es sabido que las economías locales están interconectadas y a estas alturas ningún gobierno es del todo responsable de lo que sucede dentro de sus fronteras. Sea lo que fuere, no sorprende ya nada de lo que ocurre. Como tampoco afectan ya las proclamas revolucionarias: el siglo XX nos ha mostrado que el sueño de la revolución produce monstruos. Claro que no podemos olvidar que los pilares de la democracia que conocemos, la burguesa y civil, la de las declaraciones de los derechos y los pliegos normativos, la democracia real en definitiva, se sustenta en la represión y en la guillotina de 1789, en el trabajo precario de millones de personas a lo largo de los procesos de industrialización, en invasiones coloniales y esclavismos. Es la historia que arrastramos. Una historia de miseria y opresión de la que algunos escritores, no pocos, han dado testimonio, por ejemplo Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas o Ciro Alegría, por citar algunos, los que más se recuerdan, y que nos muestran hasta qué punto hay víctimas anónimas en este mundo del es lo que hay.

Mientras, es vox populi, hay una población que amanece todas las mañanas sin saber muy bien cómo va a llegar a la noche, e incluso si va a llegar a la misma. En Venezuela y en tantos otros lugares del mundo, todo hay que decirlo. Sin embargo, no deberíamos quedarnos en el lamento impotente de que siempre pagan los mismos. En este sentido, Buñuel filma en 1950 Los olvidados, en una línea muy parecida a la del reportaje Las Hurdes, tierra sin pan, y que se sustenta en la descripción de la realidad, mostrar los hechos desnudos y que estos sirvan por sí mismo a una crítica de lo real y a su correspondiente consecuencia. Claro que en su caso no es una descripción inocente. La verdad es siempre revolucionaria, afirmó Antonio Gramsci, mostrar tal cual los efectos de un modelo económico y social nos conduce irremediablemente a la necesidad de cambiarlo, de sustituirlo. Sin embargo, los intentos habidos han fracasado, no sin la ayuda de ese mismo sistema. No obstante, ahora mismo, la cuestión es cómo proyectamos esa verdad. Pesa demasiado en tal cuestión que las imágenes que hilvanamos o las palabras que pronunciamos no sean nunca neutrales y menos aún inocentes. Aunque ahora mismo todo se acentúa mucho, me temo, y todo resulta además mucho más interpretable y moldeable. Al final se vuelve imprescindible intentar comprender lo real a partir de las narrativas, literarias y cinematográficas. Siempre será un acercamiento más sano.

Ahora que el cine y la literatura han vuelto a proyectar su mirada sobre la rutina política, si es que alguna vez dejó de hacerlo, tal vez sea necesario que alguien acerque su objetivo o su escritura a lo que pasa en Venezuela. Su pueblo actual lo agradecería, sin duda, como lo hubiera agradecido aquella población venezolana que malvivió durante decenios en un país rico gracias al petróleo pero con bolsas de marginación enormes, cuando nadie, entonces, cuestionaba la salud democrática de sus instituciones. Eran otro tiempo, claro. Mientras, algunos contemplamos la realidad no tanto con equidistancia ni con pasivo interés, sino con la sensación de no saber muy bien qué hacer ni qué aportar en términos de análisis, con el sentimiento culpable, además, de lanzar meros ejercicios de estilo ante la cruenta realidad.

lunes, 21 de enero de 2019

Guerras sin épica


El bardo ciego evoca la guerra de Troya, la describe al detalle, cuenta cómo los pueblos se alinean en uno u otro bando y hasta los dioses son sensibles ante los heroicos guerreros. No pocas fueron las veces que el pueblo elegido, por su parte, debió de batallar contra enemigos que lo acechaban. De esa forma, también, construyó su identidad. Porque la guerra siempre se hace contra el otro y esto permite definir poco a poco el nosotros. «¡Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor!», es lo que exclama la niña al contemplar al caballero que pide clemencia al pueblo que no se la puede dar porque se lo han prohibido, el Rey castigará a quien le preste ayuda, toda una descripción política en esa simple frase sobre la que se podría escribir un amplio tratado de relaciones de poder. Y de identidad, porque la guerra la crea: la sacrosanta identidad.

O la creaba, cuando los pueblos se iban forjando y se constituían nuevas entidades y nuevas identidades. Incluso el lenguaje se convirtió en campo de batalla mediante el empleo interesado de ciertos términos. Durante siglos, por ejemplo, se ha denominado reconquista al enfrentamiento entre los reinos cristianos y los musulmanes en la Península Ibérica. Se justificó tal término en base a la entrada de los árabes en la Península en el año 711, pero también entraron los visigodos, que la ocuparon en el 476, como entraron y ocuparon antes los romanos. Ninguno de los pueblos, por tanto, hunden sus raíces en ella. No hay ningún pueblo por tanto que pudiera atribuirse el patrimonio de la tierra, de cualquier tierra, porque estuviera en ella desde los inicios del mundo. Pero era necesario legitimar el poder que nació tras la conquista de Granada y la entrega de la ciudad el 2 de enero de 1492. Tariq Ali describe en A la sombra del granado las tensas relaciones que mantuvieron las poblaciones arábigas, musulmanes la mayoría, y la castellana, católica, aunque no siempre con la ortodoxia ansiada por los poderes religiosos y terrenales. Hubo en todo caso un primer intento de respetar la heterogeneidad. Pero eso impedía en gran medida la construcción de ese nuevo país que se estaba gestando: las nuevas estructuras políticas que estaban naciendo en Europa exigían homogeneidad. Esto es, una sólo pueblo, una lengua, una religión. Ni siquiera se toleraban las excepciones más nimias, surgió la pureza de sangre, la hegemonía de una lengua reglada, el rechazo a la herejía.

Pero a medida que las entidades y las identidades logran presencia y estabilidad ya es posible descubrir hasta qué punto la guerra no responde a planteamientos de tribu, etnia o nación, sino que es fruto de los intereses mercantiles o, como se dice ahora, los mercados son los que establecen no sólo las medidas a tomar en los actuales Estados o Entidades Supraestatales, sino que deciden sobre la guerra, sobre la tanatopolítica, sobre quién puede matar y quién no. Hace unos años se decidió darle legitimidad a la invasión de Irak, se dijo que porque se estaba armando en demasía, con armas muy destructivas además (en una viñeta aparecida por entonces en un diario se justificaba la prueba de tales armas mediante las facturas de las armas vendidas por los países que ahora acusaban a Irak), y oprimía a su pueblo y sus minorías nacionales, mientras que ningún poder cuestiona hoy que Arabia Saudí bombardeé o bloqueé a Yemen. Es más, se le vende abiertamente armamento y ni eso se puede criticar porque, se responde, eso crea puestos de trabajo. Se trata de la realpolitik, es lo que hay. Y sí, la guerra es un negocio. Hasta se puede decir que la guerra es la economía por otros medios.

Ni siquiera se necesita la épica para legitimar la guerra, ennoblecerla. Puede que porque la gestión de los dineros es lo más antiliterario que puede haber, seguramente, y es público y notorio, comúnmente aceptado, lo dicho, que la guerra forma parte del negocio. Por eso tal vez muchos son, desde Zola, los escritores que han escrito contra la guerra, algunos, como la ya mencionada Vera Brittain, de forma exclusiva.

La cuestión es que el engranaje homogeneizador de la economía en el que todos nos convertimos en meros clientes, en un capitalismo además que deserta de sus propias bases al volverse monopolista y consumista hasta la brutalidad, pero que no parece calmar los ánimos como calmaba en cierto modo el discurso identitario. Las grandes catedrales al menos sosegaban en parte y le daban un sentido al existir, pero las grandes superficies comerciales no tienen el mismo efecto, no ayudan a menguar el desasosiego ni da sentido a la vida, incluso llega a ser enfermizo ese consumismo desaforado que busca una mera diversión aparente, un sustitutivo de la reflexión y la emoción, para olvidar por un instante que no hay sentido en este modo de vivir, aunque pronto se diluirán sus efectos porque en el fondo no aporta nada, supone además más desarraigo y soledad. Pero se ha impuesto no sólo en los países capitalistas, se ha vuelto global y esa busca de una vida mejor de quienes emigran, a veces arriesgando sus vidas, es también una busca de un consumo y un estilo de vida ultraconsumista, superficial.

Tal vez por eso, por imposibilidad de hallar sentido que este modelo económico y social no da ni puede dar, está volviendo el discurso identitario, la identificación con la comunidad religiosa más integrista, la patria entendida como un pueblo, una cultura, una única comunidad, el nacionalismo ultramontano siempre acusador de la maldad exterior, incluso se reclama de nuevo la idea de reconquista, cuando parecía haber desaparecido tal concepto histórico. Claro que tras el discurso de los Bolsonaro de turno hay una defensa acérrima del libre mercado. La reclamación nacional de algunos pueblos intenta ocultar con frecuencia, casi siempre, de un modo acrítico, la mala gestión económica o la propia corrupción –innegable en el caso español o el catalán–, incluso buena parte del integrismo religioso musulmán posee profundos intereses económicos, no podemos olvidar los vínculos con las grandes familias principales y los intereses económicos de no pocos de sus dirigentes. De nuevo la guerra como economía por otros medios.


sábado, 12 de enero de 2019

«La guerra empieza aquí»


Fue la experiencia directa de la guerra lo que llevó a Vera Brittain a rechazar la guerra como extensión de la política, la guerra como normalidad en la relación entre los países o como respuesta recurrente respecto a los problemas comunitarios a lo largo de la historia. No sólo eso, sino que repudió el discurso del nosotros y del ellos, la identidad grupal, étnica o nacional frente a un enemigo que diluye a los individuos y los convierte en meras piezas a destruir. De ahí que tras la primera guerra mundial se opusiera a la venganza contra Alemania, a la adopción de medidas que colocara a este país en una situación de castigo colectivo que humillara a sus ciudadanos y los culpabilizara por una guerra que tuvo varios responsables, pero que sobre todo respondió a intereses económicos. Se opuso a la banalidad del mal antes de que Hanna Arendt empleara este concepto para referirse a Eichmann, funcionario alemán cuya actividad permitió la muerte de cientos de personas no porque Eichmann lo deseara en sí mismo, sino porque aplicaba simple y llanamente la ley establecida, sin plantearse nada más, no por maldad o deseo del mal, sino porque lo normal, consideraba, era actuar como actuó. No era para Hanna Arendt sólo una cuestión legal, de decisión política, sino que se centró en la ética más personal, la que llevaba a las personas a actuar individualmente en el marco colectivo. Fue lo que hizo Vera Brittain, se enfrentó a esa lógica perversa que llevó a buena parte de la población británica a desear el castigo a los alemanes, a considerar normal que se impusieran sanciones que impidieran que la sociedad alemana se desarrollase a su vez tras las consecuencias nefastas de la guerra porque, al ser derrotados, esa misma sociedad se convirtió en causante de la guerra.

Una experiencia directa de la guerra muy parecida a la que tuvo Vera Brittain llevó a Amos Oz, que falleció el pasado diciembre, a rechazar la guerra latente que ha enfrentado a palestinos e israelíes desde la creación del Estado de Israel. Participó como soldado en la guerra de los seis días y en la de Yom Kipur, vio los efectos del dominio y el enfrentamiento, también asistió a las consecuencias que provocaron esas guerras en ambas sociedades, y eso le llevó a enfrentarse a la misma lógica del nosotros y del ellos, aun cuando él perteneciera a uno de los dos bloques. Fundó la organización Shalom Ajshar (Paz Ahora) que ha buscado desde entonces un espacio común de rechazo a la guerra y a la lógica de la normalidad de las políticas bélicas.

Hay que tener una capacidad profunda de crítica y de cuestionamiento para poder darle la vuelta a toda esa normalidad y confrontarse a una visión de la realidad que sistematiza determinadas conductas colectivas, que mira hacia otro lado o que se justifica en base a la falsa concepción de que ciertas cosas no tienen relación o que la realidad, en el fondo, se compone de piezas sin vínculos entre sí.

En marzo de 2017 Ignacio Robles, un bombero que pertenece a la dotación de bomberos dependiente de la Diputación Foral de Vizcaya, se negó a realizar las labores preventivas de seguridad de la carga de un barco en el Puerto de Bilbao al saber que la susodicha carga era de bombas y el destino de las mismas era Arabia Saudí, un país que llevaba dos años en guerra contra Yemen. Alegó cuestiones de conciencia que sin embargo tampoco iban a perjudicar las labores preventivas, él no lo haría pero llamó para que le sustituyeran. Lo que hizo fue justo lo contrario a lo que hizo Eichmann: asumió las consecuencias que sus actos tenían y respondió con su abstención a participar en lo que consideró un acto de colaboración con el ataque a la población civil de Yemen, aun cuando su gesto nimio no impidió la prevención, sólo la retrasó.

La Diputación Foral de Vizcaya abrió un expediente contra Ignacio Robles que le podía acarrear una suspensión de empleo y sueldo. Dispuso de una red de apoyo social muy fuerte, aunque también es cierto que buena parte de la sociedad asistió a todo este procedimiento con no poca distancia, no dejaba de ser una anomalía a todas luces incomprensible, al fin y al cabo casi nadie se plantea elegir entre su puesto de trabajo, en los tiempos que corren además, y una actitud de rechazo a algo legal, pero a todas luces nada justo ni mucho menos ético. Por lo demás, tampoco el gesto de Ignacio Robles iba a impedir que se enviaran tales armas, las cuales, por otro lado, son una fuente de ingresos para muchas empresas del País Vasco y que crean puestos de trabajo. Además, la construcción de armamento es una actividad normalizada –se emplean armas fabricadas en el País Vasco desde los tiempos de la toma de Granada, nada menos– y a poca gente se le ocurre asociar tal venta con las imágenes de un Yemen destrozado. Tampoco se consideró normal que Vera Brittain rechazara las medidas contra los alemanes tras la primera guerra mundial y no pocas fueron las voces que consideraron a Amos Oz un traidor por sus posiciones contra la guerra.

De Ignacio Robles y de la campaña que llevó a cabo para que el puerto de Bilbao no fuera punto de salida del armamento bélico se habla en el documental La guerra empieza aquí, dirigido por Joseba Sanz y que apoyaron varios colectivos vascos y de fuera del País Vasco. En el documental intervienen, además de Ignacio Robles, trabajadores de empresas armamentísticas, militantes de movimientos contra la guerra, activistas que trabajan la solidaridad con la población yemení, refugiados de este país –porque otra consecuencia de las guerras, de las de Yemen o de cualquiera otro, son los refugiados– y técnicos que muestran las implicaciones económicas del negocio de la guerra, de la tanatopolítica en definitiva.

No es un tema baladí, el propio gobierno de Pedro Sánchez se planteó no vender armamento a Arabia Saudí por ser un país en guerra, aunque al final cedió ante las presiones y las repercusiones económicas que se plantearon. Al fin y al cabo, se llegó a decir, si no las vende España, las venderán otros países, otras empresas. Habrá incluso quien diga que el documental es parcial, se plantea el tema desde la crítica, desde el movimiento contra la guerra, y es cierto, pero otra vez se miran las cosas por separado, el documental es apenas un mensaje en una botella lanzado al mar. La normalidad, el aparato legal y político, la opinión pública miran hacia otro lado, se asume la venta de armas como una actividad más que nada tiene que ver con las fotos de las víctimas de la guerra por la que podemos sentir lástima y piedad, pero que no vemos como víctimas de esas mismas armas con las que nos lucramos. Ignacio Robles es apenas un nombre que apareció de pasada en algunas páginas de algunos periódicos durante el transcurso de su expediente.

Se consiguió que el Puerto de Bilbao no fuera punto de salida del armamento, pero salen ahora mismo del de Santander, lo que confirma de cierta manera la tesis de los más derrotistas que asumen que pocas cosas se pueden hacer contra la realidad, sólo una protesta global que apunte lo cruento de esa misma realidad. Mientras, mueren soldados yemeníes, soldados saudíes y personas de toda edad y condición afectadas por la guerra, los intereses económicos y la tanatopolítica. Forma parte, dicen, de la realidad del mundo.

lunes, 7 de enero de 2019

La mirada literaria de Rafael Chirbes


En la correspondencia entre Carmen Laforet y Ramón J. Sender ambos expresan en ocasiones su preocupación de lo que pueda pasar en España, ese país áspero al que Sender no quiere volver del todo mientras siga vivo y en el poder el dictador, y en el que Carmen Laforet, tan distante de la política y de sus disquisiciones, tampoco se encuentra del todo a gusto por no poco desasosiego ante la realidad del mismo. Temen los peligros de nuevos enfrentamientos, de una revolución posible y no pacífica o una reacción aún más retrograda del régimen. No están sin duda al tanto de los contactos que hay entre una parte del aparato del Estado franquista, consciente de la necesidad de un cambio para que no cambie lo esencial -«Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie», según frase escrita por Giuseppe de Lampedusa en el Gatopardo que sufragarían buena parte de los prohombres del régimen– y una oposición considerada mayoritaria, sobre todo la del PCE, cuya dirección lleva años defendiendo una política de reconciliación nacional, y la del PSOE, que ve la posibilidad de un cambio, de una transición a la democracia que no subvierta el orden del país, oposición mayoritaria que se compromete con esta vía transitoria a una democracia, que en el inicio de tales contactos no está aún plenamente dibujada.

Desde finales de los sesenta y sobre todo en los primeros años de la década de los setenta los contactos se han multiplicado entre ambos bandos que otrora se enfrentaron en la guerra y entre los grupos que conforman cada uno de estos grupos, no siempre de acuerdo en todo. Hay sin embargo la sensación de que se ha avanzado en las negociaciones y en los pactos sectoriales o parciales. Puede parecer que todo estuviera, según fórmula al uso atribuida al Generalísimo, atado y bien atado. Sin embargo, nada hay seguro en realidad. El problema de una dictadura es que no siempre es posible conocer la fuerza del contrincante, más si éste actúa en la clandestinidad, y no todas las fuerzas políticas del momento estaban por la labor de una transición negociada.

Además, la muerte en atentado del Almirante Carrero Blanco, en funciones de presidente de Gobierno, a finales de 1973, y la Revolución de los Claveles cuatro meses después en Portugal dejan bien a las claras que no todo está controlado, al menos en el panorama político. Murió el dictador y se inició buena parte de ese proceso, que estaría en ese momento muy en ciernes, se empieza a dibujar, a dibujar de verdad, claro que no estaba en absoluto todo controlado, las piezas se movían con excesiva velocidad y no siempre en la forma deseada. No obstante, el proceso siguió adelante y da la sensación de que el resultado es el que estaba previsto, aun cuando las cosas no se sucedieron del modo ejemplar que se deseó –y que se pretendió hacernos creer– y la violencia estuvo a la orden del día y hubo momentos en que todo podía torcerse sin remedio.

Se impuso una interpretación semioficial, la de la ejemplaridad de la transición, ahora puesta en duda más allá de aquellos ámbitos radicales que en absoluto estuvieron de acuerdo con la misma, bien porque deseaban una ruptura con el franquismo, en sectores de extrema izquierda o del independentismo vasco, bien porque consideraron que el cambio fue en sustancia una traición al alzamiento nacional del 18 de julio. Tras tres decenios en que parecía haberse aceptado la ejemplaridad de la transición, se plantea que tal vez es momento de una segunda transición y de un cuestionamiento de la tesis ejemplificadora de esta misma transición.

Resulta en todo caso difícil hacer un juicio absoluto de lo que ocurrió realmente y de lo que hubiera podido ocurrir si las componendas hubieran sido otras. Tan difícil como revivir lo que ocurrió en las calles de las ciudades y pueblos de España para poder deducir las causas y los efectos de lo que ocurrió en esos años de la transición o para conocer los motivos que llevaron a que las cosas sucedieran del modo como ocurrieron, si es que aceptamos que la historia no está por fuerza determinada y en cada momento hay opciones diferentes que se plantean y la realidad, por variados mecanismos que no siempre apreciamos en su conjunto, se decanta sólo por una de ellas.

Por lo demás, la Historia es siempre interpretativa y salta a la vista que, siendo un hecho tan reciente, cada historiador optará por una interpretación según su punto de vista, la ideología que defienda, la militancia que haya podido tener o por el modo cómo le haya ido en tal proceso.

Una vez más hay que acudir a la literatura para discernir algo de esa intrahistoria de la transición.  Son muchos los escritores, novelistas sobre todo, que escriben sobre esos años de cambio, y sospecho que en los próximos años serán muchos más los que escriban al respecto, aunque sólo sea por cuestión autobiográfica de muchos de los autores de hoy, además del interés que tiene la época, en un momento además en que se pone todo patas arriba.

De entre todos estos autores que han escrito hasta ahora, llama sin duda la atención la mirada de Rafael Chirbes (1949-2015) por recoger en gran medida aspectos muy concretos de esa intrahistoria y describirla de un modo que nos permite comprender no pocos elementos que se estaban viviendo en la cotidianidad del país. Es evidente que se trata de novelas, y las novelas no son tratados de historia, responden a otras lógicas y a otros mecanismos, pero no dejan tampoco de describir en muchas ocasiones lo que está ocurriendo en la realidad, y Rafael Chirbes lo consigue plenamente, desgrana las relaciones entre las personas, entre las clases, entre los diferentes grupos sociales, y a partir de aquí se van apreciando elementos que muchas veces los estudios sociológicos no son capaces de describir en toda su envergadura.

Y Rafael Chirbes dio en el clavo cuando refleja la posición posibilista y pragmática de la burguesía española ante los cambios que se avecinan, que están ya ocurriendo, intuyéndose sin duda entre quienes no están en el meollo de la política del momento. Es la actitud que adopta Tomás Ricart en La caída de Madrid. Tomás es hijo y heredero de José Ricart, el patriarca empresarial de la familia, antiguo soldado del bando nacional, franquista hasta la médula, atemorizado por la segura muerta del Caudillo –la historia ocurre a lo largo de una jornada, la del 19 de Noviembre de 1975– y los cambios que puedan darse y que sin duda afectarán a su emporio empresarial. Tomas, sin embargo, no comparte los temores de su padre, tampoco sigue los dogmatismos neofranquistas de su hijo menor, Josemari, enfrentando al otro hijo, Quini, comunista de grupúsculo radicalizado, Tomás lo que sabe es que, pase lo que pase, él continuará con sus negocios, con su trabajo, le da igual hacia donde vayan las cosas, no se interesa por disquisiciones que se le escapan, sin duda está convencido de que al final no va a pasar nada que afecte a su cotidianidad.

Este autor consigue describir en su trilogía formada por la novela citada y por La larga marcha y Los viejos amigos, también en otros de sus libros, por ejemplo En la lucha final, esa intrahistoria tras la guerra civil, durante los años de dictadura y en la transición. Refleja bien a las claras los cambios del propio régimen, el peso cada vez menor de los factores más ideológicos –los que sirvieron a la larga sólo para ganar la guerra y aposentar el nuevo Estado, lo refleja muy bien Dionisio Ridruejo–, va ganando terreno los elementos más pragmáticos, y de este modo las historias de la guerra van ocupando apenas algunos ritos del país, cada vez menos, y a partir de los sesenta los empresarios se ocupan de lo suyo, de fortalecer sus empresas, aprovechando los resquicios que brinda el régimen, mientras los trabajadores van dejando atrás también la miseria de la posguerra y muy sutilmente van también aposentándose, el paternalismo del régimen permite que ganen lo justo como productores que también los considera, que compren sus pisos, que se sientan partícipes en lo material de la prosperidad, de este modo se evitarán problemas, ya se sabe que las revoluciones se dan cuando ya no queda nada que perder.

Rafael Chirbes describe ese estado social latente que explica no pocas cosas de ese momento y del actual, al fin y al cabo estamos en la continuidad de lo que fue. Lo consigue también Ignacio Martínez de Pisón –puede que junto a Rafael Chirbes sean los dos autores que mejor han descrito la cotidianidad de aquellos años– y Javier Pérez Andújar en Catalanes todos, recogen bien a las claras un estado de ánimo colectivo, con sus sombras, muchas sombras, bastantes de ellas meras hipocresías de un convencionalismo social que parecen responder vagamente a la máxima de Groucho Marx: tengo estos principios, pero si no le gustan, tengo otros.

martes, 1 de enero de 2019

Correspondencias de la posguerra española


En esa Europa tan convulsa del siglo XX, ese siglo XX real que Tariq Ali sitúa en Miedo a los espejos entre la Iª Guerra Mundial y la guerra de los Balcanes, en un círculo histórico iniciado y terminado en Sarajevo, España tiene un lugar bastante destacado. La Guerra Civil española es un capítulo esencial en el que se enfrentan varias formas de entender el mundo. Es por ello, sin duda, que el mundo entero contempla este país donde se está poniendo en juego la difícil estabilidad europea. Sin duda la guerra de España y sus circunstancias están ahora mismo entre las cuestiones más estudiadas de la historia contemporánea.

Esa primera gran guerra con que se inicia el siglo significó para España, de algún modo, un momento de cierta expansión. La no participación del país en el conflicto le valió aumentar sus exportaciones y que algunos capitales extranjeros entraran en España. Sin embargo, eso no se tradujo en una mejora del bienestar generalizado, del mismo modo que el imperio español no sirvió tampoco para una mejora de su población, el dinero se iba en guerras y corruptelas. La situación en el campo –se trataba de un país en esencia agrícola– era pésima, con grandes latifundios en el sur y centro o pequeñas propiedades en el norte, donde el liberalismo, a partir de la desamortización, había privatizado en gran medida las tierras comunales. En las provincias más industrializadas, Madrid, Barcelona o Vizcaya, en menor medida Asturias por la minería y algunas pocas ciudades más, la clase obrera padeció unas condiciones nefastas como reflejan en sus novelas Pío Baroja, Emilia Pardo Bazán, Clarín o Benito Pérez Galdós, entre otros. El sindicalismo pronto entró en España y fue curiosamente el anarcosindicalismo, a diferencia de lo que ocurría en otros países, la corriente que mantuvo una fuerza más amplia en buena parte del país, lo que tendrá su importancia, aunque esto es otra historia.

Hasta la Guerra Civil, que se inicia en 1936, España pasa por tres modelos de organización política: la Restauración, la Dictadura (dictablanda, según algunos) de Primo de Rivera y la República. Será por la distancia temporal, será por una cierta incapacidad española a contemplar su propia historia, estos tres momentos han quedado en gran medida diluidos en el recuerdo, lo que se llama con cierto pedantismo el imaginario colectivo, y eso que la vida en la República se ha reflejado una y mil veces en el cine o escritores como Josefina Aldecoa han tratado algunos aspectos del momento, en su caso los avances pedagógicos. Poco importa que haya habido en los últimos años un repunte del republicanismo español, en ocasiones con cierta tendencia a la idealización, a exaltar las virtudes y olvidar sus carencias, la verdad es que la vida cotidiana de aquel momento se empieza a borrar poco a poco: la memoria, pese a todo, no parece característica muy común, reflejo estereotipado del sanchopanzismo hispánico, tan ávido de permanecer en su rincón y en su presente más inmediato.

Es cierto que la brutalidad de la propia guerra civil, con la salida al exilio de cientos de miles de personas, una buena parte de la intelectualidad entre ellas, contribuyó a que pocas ganas de recordar nada quedasen en el país. Los años de posguerra, además, fueron lo bastante duros como para que la gente se centrara en sobrevivir. Claro que a mediados de los cincuenta las cosas empiezan a cambiar, hay una ligera mejora económica, aumenta la industrialización, aunque, eso sí, ya es más que evidente que la dictadura se mantiene y, más allá de los gestos simbólicos, ningún país cuestiona la situación. En la España del interior parece que hay un punto y aparte respecto al pasado reciente, incluso cuando se refuerza la oposición interior al régimen franquista.

En la España del exterior, la que forman los exiliados, también los emigrados posteriores, hay un recuerdo de España muy vivo, pero a todas luces se trata de una España diferente a aquella en la que viven los españoles del interior: la de los primeros, los exiliados, es la República Española la que se recuerda, esa es su España, su patria en un sentido emocional, la que lleva a Max Aub a sostener que él pertenece a una España que no es la de la Península Ibérica, mientras que los emigrados y la España interior viven en otro país, en este caso en un país más real, sin duda, aunque sólo sea porque es un país que está situado en el presente.

Puede parecer que no hubiera puentes entre aquellas dos Españas, pero los hubo, y fueron los escritores, en general la gente de la cultura, quienes mantuvieron el contacto con más intensidad. Leopoldo Panero, poeta, falangista adscrito durante la guerra, hombre del régimen, pese a todo, será el encargado de poner en marcha en Londres el Instituto de España, llega a la capital británica en febrero de 1946 y desde esa fecha se relaciona con Luis Cernuda, exiliado allí, tal como describe de un modo emotivo y lírico Felicidad Blanc, la esposa de Panero, en Espejo de sombras. Otro falangista y poeta, Dionisio Ridruejo, hará también de puente, no sólo entre escritores, también entre políticos, sobre todo cuando sus diferencias con el régimen se vuelven más y más evidentes, hasta el punto de colgar la camisa azul. Otros escritores menos politizados o de otras corrientes mantuvieron correspondencia. Hay una reflexión sobre la historia reciente del país. Claro que eso no significa que ambos lados estuvieran al mismo nivel. De modo alguno, ni se plantea siquiera: nadie puede olvidar que fue una de las partes la que se levantó contra la otra, la que comenzó la guerra, por muchas que fueran las carencias y las deficiencias del poder establecido en ese momento.

No obstante, no todas las relaciones entre escritores tuvieron como base la confrontación dialogada de la política. En España surgió una nueva generación de escritores que nacieron sin apenas referencias de su generación anterior y que buscarán la forma de reestablecer la conexión literaria rota por la guerra. Es cierto que se quedaron algunos poetas y novelistas que ya tenían su reconocimiento, pero también lo es que muchos se marcharon y que nada fue igual. Con la guerra se acabó la edad de plata de la literatura española y hubo en cierto modo que empezar de cero. Las relaciones se reestablecieron muchas veces desde la más pura cotidianidad y desde la literatura, como Carmen Laforet y Ramón J. Sender, que se conocieron y se escribieron durante años.

Son dos escritores considerados muchas veces como rara avis en el mundo literario español –del interior o del exterior–, parecen vivir un tanto al margen del resto de escritores, aunque no es del todo cierto. Lo que ocurre es que hay una vivencia particular en cada uno de ellos, circunstancias que les lleva a una determinada actitud ante la vida y ante la literatura. Antón Castro habla, en el caso de Ramón J. Sender, de un escritor constante, que escribe como exorcismo personal, con una necesidad de vaciarse, de huir del dolor a través de la creación, mientras que, por su parte, Carmen Laforet parece estar dominada por la inseguridad, da una y mil vueltas a su trabajo, siempre con una necesidad de escapar del lugar donde se halle, un deseo de cambiar de ciudad, de país incluso, aunque no acabe de dar el paso, salvo el periodo de tiempo que pasa en Roma, donde, por cierto, se relacionará con Rafael Alberti y María Teresa León.

Ambos mantienen una correspondencia intensa a partir de 1965, después de conocerse en Los Ángeles, durante el viaje cultural que realiza Carmen Laforet por los Estados Unidos, invitada por algunas instituciones del país. Hasta ese momento, se conocen sólo de oídas y se han leído. Hubo una carta de Ramón J. Sender a Carmen Laforet en 1947 en la que el escritor aragonés le expresa su admiración por la novela Nada, con la que había ganado el Premio Nadal en 1945, pero la escritora no le responde, en ese instante no sabe nada de él, se trata de uno de los muchos admiradores encandilados por su magnífica novela. Lo va descubriendo sin embargo después, cuando empieza a leer alguna de sus novelas. A partir del momento de encontrarse y conocerse, se escriben a menudo, se cuentan sus cotidianidades y rutinas, sus estados anímicos, sus miedos y circunstancias, hablan de sus respectivos trabajos literarios y de un modo tangencial de las respectivas sociedades donde ambos viven, a veces con un sentimiento de aspereza, de desasosiego.

En 2003 la editorial Destino, ambos mantienen una estrecha relación con ella, están muy ligados a esta editorial, publica dicha correspondencia. No pensarían ninguno de los dos escritores que sus cartas salieran publicabas, que fuesen leídas más allá de ellos mismos, las escribieron para un único receptor. A veces uno duda de la idoneidad de que lo privado salga a la luz. Aunque es evidente que las cartas resultan un testimonio de su estado de ánimo y de una mirada sobre su tiempo bastante interesante, aun cuando vulneremos su intimidad, rompamos ese tono intimista creado entre ambos escritores, en un tiempo poco propicio para estas relaciones afables y sinceras, que al final son las más deseadas, las que causan una envidia más que notable.