jueves, 21 de septiembre de 2023

Idiomas

 


Decía Unamuno que un español culto debía por lo menos entender el portugués y el catalán, y sugería que conociese algunas de las lenguas españolas, además de la oficial y de la lengua vecina.

No es mala idea cuando de nuevo la cuestión de los idiomas vuelve a saltar a la palestra tras la aprobación de que se puedan utilizar las lenguas cooficiales en el Congreso, esto es, las lenguas de aquellas Comunidades que las ha reconocido legalmente, utilizadas en la administración e introducidas en los respectivos sistemas educativos. No son todas las que hay, porque además existen otras, a medio camino entre idioma o dialecto, las fronteras son a menudo difusas, en algunos casos consideradas lenguas protegidas –el asturiano, el aragonés, el asturleonés, el extremeño– o en otros situadas en un limbo, como el portugués hablado en la raya de Cáceres y Badajoz, la gacería o el caló, lengua esta última olvidada de pleno porque pesan siempre los prejuicios, parece ser.

El primer debate del Congreso con posibilidad de emplear las lenguas cooficiales tuvo momentos muy esclarecedores. Los representantes de Vox, que tienen como una de sus señas de identidad el patriotismo español, marcharon de la Cámara en cuando se escuchó las primeras palabras en lengua distinta a la castellana o española. Parece ser que en su España tan amada como idealizada no caben los otros idiomas, da igual que existan o no. El PP se opuso también, pero permanecieron en el debate, aun cuando no se pusieron el correspondiente pinganillo. La nota de color la puso su representante Borja Sémper, que utilizó el vasco, aunque fuera para criticar tal uso, en un guiño que nos recuerda en su momento la oposición del PP a la reforma legal para permitir el matrimonio homosexual, que pese a todo se aprobó, y cuya oposición, pese a todo, no fue óbice para que muchos dirigentes del partido acudieran a la boda de Javier Maroto, dirigente del PP, con un hombre tiempo después de la referida votación. Política de hechos, lo llaman.

De este modo, las tres lenguas cooficiales, el gallego, el vasco y el catalán, las utilizaron las formaciones nacionalistas, con lo que no nos quitamos esa idea de que dichos idiomas son en buena medida una parte de las reivindicaciones soberanistas, y no una realidad que debiera estás más o menos asumida. Esto es, nos mantenemos en la politización de las lenguas, que invade, tal vez debiera decirse más bien que contamina, la filología. Hay quien reclama desde ciertas posiciones afines al PP que el valenciano es idioma distinto al catalán, lo que defendía el blaverismo de antaño, e incluso en algunos carteles y servicios aparece diferenciado, como si el reconocimiento de ser una misma lengua supusiera la pertenencia a una misma comunidad política, y así dando a la variedad título de lengua. Con dicha lógica debiéramos reconocer al andaluz la condición de idioma. En su momento el filólogo Joan Fuster llegó a solicitar que se recuperara el nombre Llemosí para denominar a la lengua hablada en Cataluña, Valencia y Baleares.

El uso de las otras lenguas en el Congreso y en el Senado tiene un simbolismo sin duda necesario o importante. Positivo, sin duda, porque parte de un reconocimiento social e institucional. Claro que también puede llegar a ser engorroso, ralentiza el trabajo, obliga a tener un servicio de interpretación cuando todos los miembros del Parlamento hablan el castellano. Es una situación diferente la de España a la de Suiza o Bélgica, por ejemplo, donde no hay cooficialidad, sino que cada cantón o las regiones tienen un único idioma, sin que la población pueda llegar a saber, ni está obligado a ello, las otras lenguas del país.



Quizá el paso debiera ser el reconocimiento de dichas lenguas como idiomas también de Estado. Obligaría a que toda la documentación oficial se tradujera para su entrada en vigor. Un gasto, dirán algunos, pero es lo que tiene la pluralidad. Al fin y al cabo se asumen otros gastos sociales imprescindibles para la buena marcha de la sociedad.

Y no quiero ni pensar qué ocurriría si se plantease el reconocimiento del caló, por justicia y acto de desagravio hacia la comunidad gitana, o se tuviera en cuenta otros idiomas aportados por las comunidades inmigradas a España. Se abriría todo un melón, que se dice ahora.