lunes, 26 de septiembre de 2022

Sobre el azar

 


En 2016 el escritor argentino Eduardo Sacheri publicó La noche de la Usina, con la que ganó el Premio Alfaguara de novela aquel año. El libro cuenta la historia de un grupo de asociados de una zona pauperizada de Argentina que reúnen un dinero para invertirlo en un proyecto cooperativo que sirva para mejorar la vida en la zona. Necesitan sin embargo un pequeño préstamo para conseguir el capital completo. El impulsor del proyecto, Perossi, decide, ante la oferta del director de la sucursal bancaria, planteada no sin urgencia y asegurando que entonces el préstamo sería seguro, ingresar el capital en una cuenta en dólares que le rentaría mejor hasta la compra de una instalación agrícola abandonada que van a necesitar. Pero estamos en 2001, un momento de crisis en Argentina, a las puertas del corralito. Sin embargo, tras el decreto del gobierno que limitaban el acceso a las cuentas bancarias, el grupo se entera de que todos los fondos en dólares se entregaron a Manzi, el oligarca de la zona, en una operación más bien de dudosa legalidad y pocos escrúpulos morales. Ello dará lugar a un plan audaz y bastante frenético para recuperar el dinero.

La novela, y por ende la película La odisea de los giles, basada en ella y con la participación del autor en la escritura del guion, va cosiendo hechos y circunstancias en una acción trepidante, sorpresiva muchas veces, apuntando tal vez al azar como tema del libro. Porque los acontecimientos se suceden sin una lógica que los unan. No hay causas y efectos, sino un tránsito de hechos casuales, tránsito arbitrario, incluso caprichoso. El sentido a toda esa situación se lo da el grupo, que busca resarcirse, pero este sentido parece al margen del cúmulo de casualidades, azares y combinaciones de las cosas.

De este modo, esta novela contribuye al debate sempiterno de si la vida, tanto la individual como la colectiva, es consecuencia del mero azar y somos nosotros, como ocurre en el relato, quienes atribuimos un sentido ajeno a los acontecimientos o si hay un destino fijado de antemano que establece cada paso y lo enzarza en un conjunto del que no podemos escapar. Algunos cuentos de las mil y una noches se basan en esta última opción, nadie escapa a su destino, aun cuando así lo creamos. Un hombre cuyo destino es morir huye de la ciudad donde cree que a producirse tal acontecimiento y muere en el desierto, como estaba previsto. Dios no juega a los dados, afirmó Einstein, con ello indicaba que la física no improvisa, que el universo tiene las piezas bien ensambladas. Marx, por su parte, describió el conjunto de relaciones que van interactuando en la sociedad, aunque dejó claro que los cambios sociales no estaban previamente determinados, lo estaban las condiciones objetivas, pero no las decisiones humanas.



Sin embargo, es atractiva esta posibilidad, que todo responda al mero azar, que nuestras vidas se muevan a partir de hechos no controlados, absolutamente fuera de toda previsión. En su caso más extremo, ni siquiera la experiencia al final sirva de nada, cada circunstancia es novedosa, ocasional, nada se puede deducir para escenarios futuros, cada generación ha de enfrentarse a sus problemas con sus propias herramientas y osadías. Por eso cada desaparición de una generación es en realidad un final de los tiempos.

Sin duda los historiadores no estarán de acuerdo con este planteamiento. Si asumimos que los hechos del pasado nos ayudan a no repetir ciertas experiencias políticas, económicas y sociales, es porque creemos que de cada etapa se pueden desprender lecciones a aplicar. El ascenso del fascismo, del integrismo de todo tipo o de fenómenos como la xenofobia o el autoritarismo dejan entrever, no obstante, que al menos lo de aprender a no repetir experiencias no se da en absoluto. Por otro lado, el fiasco que suele darse en la aplicación de los planes económicos o de los proyectos políticos deja traslucir que no todo está tan controlado o previsto como parece y que el resultado de los planes y los proyectos, al final, parece consecuencia de la mera casualidad.

Imposible analizar en las vidas particulares, donde hay tantas experiencias como casos. Sin duda no decidimos las cartas que nos tocan en la partida de la existencia, a lo sumo es cuestión de maña saber decantar tal partida a nuestro favor. La pregunta es si esa maña es también cosa del azar. O no.

martes, 6 de septiembre de 2022

Toparse con la lengua

 


En las últimas horas vuelvo a escuchar en boca de una ministra y del coordinador de una fuerza política vasca el verbo topar empleado con el significado o como sinónimo de limitar, aplicándose en esta ocasión a los precios de los alimentos y al de los alquilares, respectivamente. No voy a discutir la medida, aunque puestos a opinar me parecería bien que se limitaran, dada el alza de precios y el inalcanzable acceso a la vivienda en nuestras ciudades. Lo que a todas luces chirría es el uso erróneo de topar, que en castellano no significa ni de lejos limitar, ninguna de las entradas del verbo en cualquier diccionario los relaciona, ni siquiera en las variantes más locales. Se trata de un anglicismo evidente, procede de to top, que se refiere, sí, a marcar un fijo por arriba, en la parte superior de algo, en este caso los precios. Existe la palabra tope, que es la parte de un objeto que puede topar, esto es, chocar, con otro o también la pieza que detiene el movimiento de un arma. Ninguno de estos significados deriva en topar como limitar.  Pero así se usa en el discurso político y sobre todo en los medios de comunicación.

En todo caso, si sólo fuera el uso de este verbo, estaríamos en una situación óptima. Me temo que es una batalla perdida, que el uso del idioma en España sea mínimamente preciso y no digamos correcto. Al menos tenemos América Latina, donde se usa con fluidez y concreción, haya o no variantes propias. Es evidente en este sentido que por su incidencia, los medios de comunicación poseen una influencia enorme en el uso de un idioma. Lo es para lenguas minoritarias, cuya presencia en televisión, radios y otros formatos nuevos les aseguraría la pervivencia, pero también para las lenguas más habladas, como el castellano.

Pero los medios de comunicación, salvo honrosas excepciones, parecen contribuir hoy a un uso cada vez más inexacto del castellano. Ya no sólo ahora mismo todo se topa como sinónimo de se limita, y así aparece en portadas y en radios, incluso en aquellos que exaltan valores patrióticos, sino que abundan incorrecciones como el empleo del infinitivo como inicio de la frase, tal como de niños jugábamos a imitar ciertas hablas desconocedoras del español, o empieza a ser habitual que se añada la preposición a entre el verbo y los complementos de objeto directo cuando no se refieran a personas. Pero además se generalizan expresiones que no son incorrectas, pero que se han vuelto verdaderas coletillas, con cierta dosis ahora mismo de inexactitud. Todo arranca a estas alturas, no sólo los vehículos a motor, que sería lo propio, sino también los programas televisivos o de radio, las sesiones parlamentarias, los cursos escolares y universitarios, las medidas sociales excepcionales o cualquier otra cuestión que lleve su tiempo. También se mira a los asuntos, ya sea Ucrania, Polonia, el Próximo Oriente o cualquier territorio en conflicto, que ya son casi todos en el mundo. No digamos ya de la muy extendida poner en valor, que de tanto usarse de forma inadecuada ha perdido su sentido primigenio, que no es otro que el de valorar por primera vez. Un incidente o un sucede coloca por primera vez determinado hecho en la apreciación individual o colectiva. La vuelta al mundo, por ejemplo, hace quinientos años, el 6 de septiembre de 1522, puso en valor las dimensiones de la tierra y aportó nuevas experiencias a la navegación. Antes, hubo otras percepciones del mar. Pero cuando se dice que la pandemia recién vivida ha puesto en valor el sistema sanitario público no es exacto en absoluto, porque se deja entrever que no se valoraba con anterioridad, cuando antes del COVID el tema de la sanidad centraba buena parte del debate público sobre la gestión sanitaria, hubo movilizaciones en su defensa cuando las políticas estatales o autonómicas la reducían. La pandemia ha añadido sin duda valor a la sanidad. Claro que después de su incidencia sufrimos el fenómeno contrario: nada más pasar la pandemia a un segundo plano parece que la sanidad pública haya perdido por completo su valor, se desmantela descaradamente, sin que ni siquiera haya más reacción más allá de la de los propios sectores sanitarios.



Escuchar los medios de comunicación se ha vuelto en gran medida una prueba del estado de la lengua. No es desde luego para saltar de alegría. Escucho todas las mañanas unos informativos en una emisora de radio que ofrecen, consideré al principio, una estructura y un equilibrio adecuado entre lo local y lo global, y aún lo considero así. Sin embargo, abruma la cantidad de errores lingüísticos, tópicos al uso y coletillas empleados con una frecuencia alarmante. Durante unos días incluso se empleó bautizar como sinónimo de comenzar. Se bautizaban programas, edificios públicos o privados, departamentos autonómicos o municipales, sin que ello significara la presencia del Obispo del lugar para tarea tan sacra. Por fortuna, se ha dejado de emplear, advertidos tal vez de lo poco adecuado del término, más en un Estado aconfesional. Y al referirse en el informativo a un accidente laboral se habló «de las muertes en “el tajo”», tal cual, como si el cronista nos contara el suceso, por desgracia frecuente, en la barra de un bar.

Wittgenstein afirmaba que el uso determina el significado, al mismo tiempo es evidente que las lenguas cambian. El idioma no es el mismo el día que nacemos que el día que morimos, se ha modificado. Asumir tales hechos en su grado extremo quizá nos podría ahorrar filípicas como la presente, que roza la pedantería. Las lenguas romances, al fin y al cabo, nacieron en parte de la degradación del latín, del latín mal hablado. Pero me dio envidia escuchar hace tiempo, en un reportaje sobre los desplazados de Colombia, a un hombre sencillo, un campesino, contar su historia con tal fluidez y exactitud que ya lo quisiera yo en estos lares. Quizá haya que empezar a pedir certificados de castellano para ciertos empleos del mismo modo que se solicitan de vasco, catalán o gallego ahí donde estos idiomas son oficiales. Aunque mucho me temo que es un mero trámite, que también sufren estas lenguas el mismo proceso y pobreza que el castellano.