martes, 26 de junio de 2018

«Elegía» de Philip Roth


A veces tengo la impresión de que han sido los judíos emigrados a Estados Unidos y luego sus descendientes quienes mejor se han incorporado a la sociedad norteamericana, a sus valores, sobre todo a los positivos, que los hay, y a su vida cultural, la han sabido moldear también y por último la han sabido describir con todo lujo de detalles. Aparte de los norteamericanos de origen británico, nórdico y centroeuropeo, claro está, que son quienes han establecido los valores dominantes de aquella sociedad.

Desde luego no es una tesis muy reflexionada, sin duda no pasaría el más mínimo examen sociológico, pero los testimonios de autores y cineastas judíos, desde los hermanos Singer hasta Saul Bellow o Woody Allen, nos describen a la perfección las claves de los Estados Unidos como sociedad, como modelo de vida, como civilización que se establece y se reconoce un imperio.

Puede que tenga su explicación en que buena parte de los judíos que llegan a los Estados Unidos a finales del siglo XIX y durante el siglo XX proceden de Europa, de Europa central y oriental sobre todo, en un momento además en que se rompían los herméticos moldes comunitarios y muchas personas rebasaron los límites de las comunidades judías, de su mentalidad sellada, de su apartamiento comprensible en un contexto de rechazo, y se asumieron como individuos y ciudadanos de unidades más amplias ya desde Europa. Muchos otros se mantuvieron fieles a la comunidad, a la tradición y al yiddish, en Europa y en los Estados Unidos, pero en su gran mayoría se pudieron adaptar (más que integrar: ¿qué significa integrarse en una sociedad como la norteamericana, en los tiempos que corren, además, cuando hay una reacción de la que no es posible desasirse, tampoco en Europa, y que da miedo pues surge de los temores colectivos más profundos y siniestros?), adaptarse de un modo u otro a aquella sociedad de acogida.

Tal vez la clave esté en las palabras del padre del protagonista de la novela «Elegía» de Philip Roth al inicio del relato: «No se puede rehacer la realidad (…). Tómala como viene. No cedas terreno y tómala como viene».

Philip Roth es uno de esos autores de origen judío cuyos libros consiguen lo dicho antes, describir con todo lujo de detalle las claves de la vida norteamericana más cotidiana, la de los judíos de clase obrera que con tesón, trabajo y tenacidad consiguieron situarse en la sociedad, cumplieron en buena medida con el sueño americano y fortalecieron, para bien y para mal, la clase media, pero también, a través de sus libros, es posible aprehender lo conseguido por ciudadanos de otros orígenes y contextos en la misma dirección. Muchas veces Philip Roth ha hablado de lo judío como identidad, la de esos hombres y mujeres de «los que descendía» (sus padres, pero también sus ancestros en el más amplio sentido identitario), pero nunca se refirió a ello como contraste al resto de la sociedad, sino como una forma de ser norteamericano y estar en Estados Unidos.

En este sentido, no hay que olvidar que no pocos ciudadanos de origen judío participaron en su momento en el importantísimo movimiento de derechos civiles, fundamental en la historia política de aquel país, defendiendo otro de los pilares de ese sueño americano, la igualdad radical y absoluta de todas las personas más allá de las identidades raciales, culturales, religiosas, incluso sexuales (tema polémico en Philip Roth, muchas veces criticado por no ser todo lo políticamente correcto que a veces se exige sin mucho fundamento y exceso de fundamentalismo, que también existe en el pensamiento progresista).

Y es justo en la novela citada, en «Elegía», en la que este autor, fallecido hace un mes, en mayo, muestra bien a las claras uno de  los fenómenos de la sociedad norteamericana, tan desarrollada, que ocurre también en la Europa próspera: la medicalización de la sociedad, de sus individuos, de su cotidianidad. Desde luego no es un capricho, sino que resulta en buena medida de la presencia de la enfermedad en nuestras vidas, inevitable, pero también del envejecimiento fruto de un alto nivel de vida. No hemos alcanzado la inmortalidad, como en el cuento de Borges, El inmortal, pero a todas luces los individuos envejecen, lo que entraña obviamente durar más tiempo, algo a lo que se aspira, como se refleja también en el cuento de Borges, pero que conlleva no pocos tormentos físicos y una sensación de vacío y de confusión ante la muerte difícil de evitar y con lo que no se contaba. «(…) eludir a la muerte parecía haberse convertido en el asunto central de su vida y la decadencia física en toda su historia», se afirma en un momento dado del protagonista, asiduo paciente de médicos y hospitales, como de hecho de todos los personajes del libro, salvo tal vez de su hermano Howie. Ese proceso de medicalización tiene sus consecuencias: «Todas esas intervenciones y hospitalizaciones le habían convertido en un hombre decididamente más solitario y menos seguro de sí mismo de lo que había sido durante el primer año de su jubilación», y poco después una de sus amigas le dirá al protagonista: «La dependencia, la impotencia, el aislamiento, el temor… todo es tan atroz y vergonzoso. El dolor hace que sientas miedo de ti misma. La completa otredad de todo ello es algo espantoso».

De repente la vejez y la muerte hace acto de presencia en nuestras sociedades de un modo poco imaginado hace unos años. El progreso y el bienestar, los avances y la construcción de unos prósperos modelos sociales nos hicieron pensar que era posible desterrar la enfermedad y la muerte. Pero cuando creíamos borrados tales conceptos de nuestro vocabulario, sobre todo en las generaciones nacidas a partir de los cincuenta, descubrimos con horror que se mueren no sólo los padres, los nuestros o los de nuestros conocidos, también nuestros amigos por una u otra causa, sin avisar, brotan las enfermedades, no sólo físicas, también mentales (físicas también, al fin y al cabo), y se impone el malestar que contrasta con tanto desarrollo de nuestro entorno.

Santiago López-Petit lo ha tratado también en algunos de sus últimos ensayos, la enfermedad y el malestar en nuestras vidas, la necesidad de los cuidados como tema muy presente incluso en cenáculos políticos, tan poco propicios hasta hace unos años a bajarse a estas arenas de la cotidianidad. La literatura, como siempre, llegó antes. Pero de momento sólo es el espejo ante el que nos colocamos, sin la certeza de que nos guste lo que vemos reflejado.

miércoles, 13 de junio de 2018

Sobre héroes y sátiras (II)


Hay que volver a hablar de migraciones, heroicidades, sátiras, absurdos y vergüenzas. Otra vez. Porque con frecuencia las noticias concretas, los datos precisos, en estos tiempos ultratecnologizados, parecen durar poco, apenas lo que dura un informativo, y ya nadie se acuerda de Mamoudou Gassama, que se ganó nuestros respetos por salvar de un modo casi épico, heroico, a un niño y obtener así el llegar a ser uno más entre nosotros, los europeos, poder ser reconocido y obtener la vida civil, y de paso, en la medida de los posible, purificarse del osado atrevimiento de traspasar fronteras.

¿A cuántas pruebas tendrán que someterse las 629 personas encerradas en el barco Aquarius para que se les reconozcan?¿Tendremos que buscar nuevos trabajos porque los de Heracles se nos quedan cortos? Parece evidente que si no se someten a pruebas mitológicas no habrá reconocimiento, a lo más sólo serán objeto de cierta piedad, esa piedad que no ha tenido Italia y mucho menos Matteo Salvini, que dice que a los inmigrantes indocumentados, indocumentados como Mamoudou Gassama, «se les ha acabado la buena vida», inmigrantes como los de la foto de la izquierda, que no son africanos, no, sino italianos que viajaron, en un barco más entre muchos, hacia América en 1924.

A finales del siglo XIX y buena parte del XX miles de italianos marcharon a países americanos. Argentina, Uruguay, Brasil, Venezuela, Estados Unidos o Guatemala fueron el destino de buena parte de ellos. El escritor guatemalteco Dante Liano publicó en 2008 la novela Pequeña historia de viajes, amores e italianos, publicada por Roca Editorial, que narra la vida de muchos de ellos en ese país centroamericano. Nos recuerda vagamente a otra novela que se publicó 122 años antes y que también hablaba de emigrantes italianos en América, Marco, de los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, muy presente en varias generaciones que han conocido la historia de Marco a través de series y dibujos animados, historias ambas que nos muestra bien a las claras lo poco de buena vida que tuvieron sus vidas, no muy diferentes de las de los miles de españoles, irlandeses, nórdicos, griegos, portugueses que salieron en la misma época, sin nombrar a los que tuvieron que salir de Europa, además, por motivos políticos.

Habrá quien afirme que no es lo mismo, no se dan las mismas circunstancias, los europeos no salieron de la misma forma, los países de destino no tenían la misma situación que la nuestra, que todo era distinto.

Es evidente que la memoria cambia, se adecúa a las circunstancias, la memoria individual y la colectiva, esta última con unas connotaciones políticas más que notables. De ese modo, la tan cacareada identidad europea se construye no con la memoria completa de lo que pasó realmente en el continente, sus sombras y sus luces, sino con una memoria parcial, con olvidos más que interesados, más bien como si la memoria fuese en realidad un balance contable en el que se mencionan los gastos y los ingresos, pero no los trabajos y los esfuerzos personales de millones de personas. Y mucho menos aceptando las miserias propias, sólo las ajenas.

De este modo es fácil justificar un acto como cerrarle el paso a un barco con 629 personas en plena inanición, solapando las reglas básicas de humanidad que rigen, o deberían de regir, las relaciones en el mar, las de la marinería, y en la tierra. Qué curioso que cuando los discursos se llenan de nuevo de palabras solemnes –patria, identidad, nación, democracia y colectividad- la mentalidad que se impone en realidad es egoísta, insolidaria, ramplona y torpe.

La memoria, al final, es una construcción, un discurso armado con retazos de lo que se quiere contar e imponer, un mito con el que establecer unos ritos estables a los que se adapten los buenos ciudadanos, sin preocupaciones ni angustias, obedientes y, si puede ser, sumisos. Al final, con el reflejo de Europa en el espejo de su historia se busca que eso tan tenue que es la ciudadanía se sienta cómoda con la imagen contemplada, que el propio espejo repita una y otra vez lo hermosa que es Europa, aunque luego aparecen factores que desdibujan el ideal.

Se intenta salvar los muebles dándole a Mamoudou Gassama la condición de héroe a la manera de Heracles o alabando Matteo Salvini el buen corazón de España por acoger a quienes él rechazaba. Por suerte llega el mundial de Moscú en el que participan los superhéroes de verdad, como calificó hace unos días a los deportistas un recién nombrado ministro de duración efímera para justificar que dijera no gustarle el fútbol. El absurdo de nuestros tiempos.

lunes, 4 de junio de 2018

Sobre héroes y sátiras


En líneas generales hay dos maneras de convertirse en héroe según la mitología, y por ende según la literatura: una es el proceso de iniciación que conlleva una previa separación, unas pruebas o experiencias vitales a lo largo de un proceso en forma de viaje, o incluso de viaje interior, y que conducen finalmente a un retorno al origen, esta vez ya como héroe; la otra es tras una acción purificadora imprescindible después de un acto funesto que hay que limpiar.

Odiseo seguiría la primera línea. Melenao y Palamedes le convocan para la guerra de Troya que tenía por objeto rescatar a Helena tras su secuestro por París. Aunque la primera reacción del héroe de Ítaca fue fingirse loco para no ir y quedarse con su esposa Penélope y su hijo Telémaco, será Palamedes quien aclare el engaño y a partir de aquí se iniciará un largo viaje de veinte años en los que Odiseo se convierte en héroe, gracias en buena medida a un proceso interior de todo lo vivido en aquel tiempo.

Heracles, por su parte, sigue la segunda línea. Tras un ataque de locura real, atribuido a Hera, celosa por los devaneos de Zeus con Alcmena, madre del héroe, Heracles mata a su esposa e hijos, luego, consciente y arrepentido, acude al Oráculo de Delfos y allí se le encargan los doce trabajos (en realidad diez, pero hubo dos no reconocidos, por lo que tuvo que emprender dos más), con los que lograría purgar su acción.

Hace unos días un desconocido Mamoudou Gassama se convertía en un héroe, un héroe de nuestros días, al salvar a un niño a punto de descolgarse de una terraza y caer desde un cuarto piso. Su coraje y su fuerza le asimilaron a los héroes de antaño que se enfrentaban al peligro sin pensárselo dos veces, guiado por la certeza de que había incluso que arriesgar la propia vida por cumplir con su destino. Hay que añadir que en el caso del maliense se daban unas circunstancias personales que le aconsejaban más bien pasar desapercibido.

Mamoudou Gassama era uno más de entre los muchos personas sin documentación, en situación por tanto irregular, que vagan por muchas calles de las grandes ciudades europeas, convertidos en centro de un árido debate sobre la gente que llega, con soflamas sobre la idoneidad de una política más severa hacia los movimientos migratorios y objeto muchas veces de racismo y exclusión. Los Estados de esta Europa unida tampoco parecen defender una solidaridad que sólo existe como ornamento en las declaraciones oficiales. La realidad es que los gobiernos que conforman la llamada Europa fortaleza defienden cada vez con mayor énfasis que se limite la entrada de migrantes, lo sean por motivos políticos, contrariando incluso la legislación sobre refugio, lo sean por motivos económicos. Por tanto, el futuro de Gassama no parecía muy halagüeño: o pasar años en la clandestinidad y en la marginación o ser expulsado por no disponer de documentación.

Hasta que se cruzó por una calle, vio a un niño colgado del balcón y no se lo pensó dos veces. Las imágenes del maliense ascendiendo por la fachada del edificio en apenas segundos se volvieron virales y millones de personas lo han visto hasta la saciedad. Como si siguiera un guion de los superhéroes modernos, logró enfrentarse a su destino y acometer un acto que de inmediato se tachó de heroico. Ni que decir tiene que se cumplió una vez más la aserción de Óscar Wide, la realidad imita al arte.

Pero el relato no terminó allí. El nudo argumental continuó un poco más, rozando esta vez la sátira. Fue tal el eco de lo sucedido que el presidente de la República Francesa, el excelentísimo Emmanuel Macron, lo recibió, concedió la nacionalidad y logró que entrase en el cuerpo de bomberos. Incluso Marine Le Pen lo felicitó, como lo hicieron otros políticos franceses y fue primera página de los informativos. La sátira no la protagoniza, empero, Mamoudou Gassama, que ya tiene bastante con lo suyo, sino el actual Presidente de la República que es uno de los mayores defensores de endurecer las medidas contra la inmigración y de imponer mayores castigos a quienes ayudan a inmigrantes irregulares, incluso a quienes los salvan de morir ahogados. No podemos olvidar lo ocurrido en Sicilia con los participantes del barco de Proactiva Open Arms.

Mientras, vemos al nuevo héroe un tanto aturdido cuando habla con la prensa. Se expresa en un francés inseguro, no sabemos si porque no se siente cómodo hablando este idioma o porque no se acaba de creer que a partir de ahora no tenga que mirar a todos los lados para evitar los controles de migración. Pero, ¿tiene más de Odiseo o de Heracles?

Por un lado, ha cumplido todas las etapas iniciáticas que se dan en la mitología, ha tenido que separarse de los suyos y entrar en Francia, quién sabe cuáles han sido las pruebas vividas, ha tenido que batallar a diario para que no le detuvieran y por tanto le deportaran, ha tenido que superar día tras día la ansiedad de quien no tiene vida civil: todo ello, no cabe la menor duda, es un verdadero proceso de iniciación.

Sin embargo, su heroicidad no proviene en absoluto de tal proceso, sino del acto de salvar al niño arriesgando su vida y sobre todo atrayendo la atención de los focos. Cabe pensar por tanto que tenga más de Heracles que de Odiseo. De hecho, la concesión de la nacionalidad fue a todas luces la consecuencia de un trabajo afrontado para purificarse por haber entrado en Europa sin papeles y vivir en una ciudad europea sin los correspondientes permisos, por pertenecer a una inmensa legión de infractores anónimos de las normas de la fortaleza europea. En algún momento, antes de llegar a Europa, se dejó guiar por el ímpetu impregnado por Hera, celosa contra esta Europa que tiene mucho de los arrebatos caprichosos de Zeus. Hasta que acometió su trabajo hercúleo, Mamoudou Gassama era un ser que vivía bajo la culpa de haber infringido las normas de la olímpica Europa. Pero cumplió con su trabajo y ahora, dicen, es uno de los nuestros.