A veces tengo la
impresión de que han sido los judíos emigrados a Estados Unidos y luego sus
descendientes quienes mejor se han incorporado a la sociedad norteamericana, a
sus valores, sobre todo a los positivos, que los hay, y a su vida cultural, la
han sabido moldear también y por último la han sabido describir con todo lujo
de detalles. Aparte de los norteamericanos de origen británico, nórdico y
centroeuropeo, claro está, que son quienes han establecido los valores
dominantes de aquella sociedad.
Desde luego no es una
tesis muy reflexionada, sin duda no pasaría el más mínimo examen sociológico,
pero los testimonios de autores y cineastas judíos, desde los hermanos Singer
hasta Saul Bellow o Woody Allen, nos describen a la perfección las claves de
los Estados Unidos como sociedad, como modelo de vida, como civilización que se
establece y se reconoce un imperio.
Puede que tenga su
explicación en que buena parte de los judíos que llegan a los Estados Unidos a
finales del siglo XIX y durante el siglo XX proceden de Europa, de Europa
central y oriental sobre todo, en un momento además en que se rompían los
herméticos moldes comunitarios y muchas personas rebasaron los límites de las
comunidades judías, de su mentalidad sellada, de su apartamiento comprensible
en un contexto de rechazo, y se asumieron como individuos y ciudadanos de
unidades más amplias ya desde Europa. Muchos otros se mantuvieron fieles a la
comunidad, a la tradición y al yiddish, en Europa y en los Estados Unidos, pero
en su gran mayoría se pudieron adaptar (más que integrar: ¿qué significa integrarse en una sociedad como la
norteamericana, en los tiempos que corren, además, cuando hay una reacción de
la que no es posible desasirse, tampoco en Europa, y que da miedo pues surge de
los temores colectivos más profundos y siniestros?), adaptarse de un modo u
otro a aquella sociedad de acogida.
Tal vez la clave esté en
las palabras del padre del protagonista de la novela «Elegía» de Philip Roth al inicio del relato: «No se puede rehacer la realidad (…). Tómala como viene. No cedas
terreno y tómala como viene».
Philip Roth es uno de
esos autores de origen judío cuyos libros consiguen lo dicho antes, describir
con todo lujo de detalle las claves de la vida norteamericana más cotidiana, la
de los judíos de clase obrera que con tesón, trabajo y tenacidad consiguieron
situarse en la sociedad, cumplieron en buena medida con el sueño americano y
fortalecieron, para bien y para mal, la clase media, pero también, a través de sus
libros, es posible aprehender lo conseguido por ciudadanos de otros orígenes y
contextos en la misma dirección. Muchas veces Philip Roth ha hablado de lo
judío como identidad, la de esos hombres y mujeres de «los que descendía» (sus padres, pero también sus ancestros en el
más amplio sentido identitario), pero nunca se refirió a ello como contraste al
resto de la sociedad, sino como una forma de ser norteamericano y estar en
Estados Unidos.
En este sentido, no hay
que olvidar que no pocos ciudadanos de origen judío participaron en su momento en
el importantísimo movimiento de derechos civiles, fundamental en la historia
política de aquel país, defendiendo otro de los pilares de ese sueño americano,
la igualdad radical y absoluta de todas las personas más allá de las
identidades raciales, culturales, religiosas, incluso sexuales (tema polémico
en Philip Roth, muchas veces criticado por no ser todo lo políticamente correcto que a veces se exige sin mucho fundamento y
exceso de fundamentalismo, que también existe en el pensamiento progresista).
Y es justo en la novela
citada, en «Elegía», en la que este
autor, fallecido hace un mes, en mayo, muestra bien a las claras uno de los fenómenos de la sociedad norteamericana,
tan desarrollada, que ocurre también en la Europa próspera: la medicalización
de la sociedad, de sus individuos, de su cotidianidad. Desde luego no es un
capricho, sino que resulta en buena medida de la presencia de la enfermedad en
nuestras vidas, inevitable, pero también del envejecimiento fruto de un alto
nivel de vida. No hemos alcanzado la inmortalidad, como en el cuento de Borges,
El inmortal, pero a todas luces los
individuos envejecen, lo que entraña obviamente durar más tiempo, algo a lo que
se aspira, como se refleja también en el cuento de Borges, pero que conlleva no
pocos tormentos físicos y una sensación de vacío y de confusión ante la muerte
difícil de evitar y con lo que no se contaba. «(…) eludir a la muerte parecía haberse convertido en el asunto central
de su vida y la decadencia física en toda su historia», se afirma en un
momento dado del protagonista, asiduo paciente de médicos y hospitales, como de
hecho de todos los personajes del libro, salvo tal vez de su hermano Howie. Ese
proceso de medicalización tiene sus consecuencias: «Todas esas intervenciones y hospitalizaciones le habían convertido en
un hombre decididamente más solitario y menos seguro de sí mismo de lo que
había sido durante el primer año de su jubilación», y poco después una de
sus amigas le dirá al protagonista: «La
dependencia, la impotencia, el aislamiento, el temor… todo es tan atroz y
vergonzoso. El dolor hace que sientas miedo de ti misma. La completa otredad de
todo ello es algo espantoso».
De repente la vejez y la
muerte hace acto de presencia en nuestras sociedades de un modo poco imaginado
hace unos años. El progreso y el bienestar, los avances y la construcción de
unos prósperos modelos sociales nos hicieron pensar que era posible desterrar
la enfermedad y la muerte. Pero cuando creíamos borrados tales conceptos de
nuestro vocabulario, sobre todo en las generaciones nacidas a partir de los
cincuenta, descubrimos con horror que se mueren no sólo los padres, los
nuestros o los de nuestros conocidos, también nuestros amigos por una u otra
causa, sin avisar, brotan las enfermedades, no sólo físicas, también mentales
(físicas también, al fin y al cabo), y se impone el malestar que contrasta
con tanto desarrollo de nuestro entorno.
Santiago López-Petit lo
ha tratado también en algunos de sus últimos ensayos, la enfermedad y el
malestar en nuestras vidas, la necesidad de los cuidados como tema muy presente
incluso en cenáculos políticos, tan poco propicios hasta hace unos años a
bajarse a estas arenas de la cotidianidad. La literatura, como siempre, llegó
antes. Pero de momento sólo es el espejo ante el que nos colocamos, sin la
certeza de que nos guste lo que vemos reflejado.