sábado, 23 de noviembre de 2024

Tánger


 

Lo dice Gonzalo Fernández Parrilla en su libro Al sur de Tánger, publicado por La línea del horizonte: «No lo podemos evitar, somos rehenes de la ficción». Hemos creado a nuestro alrededor un sinfín de palabras, de discursos heredados, de miradas al otro, de prejuicios o de idealizaciones, de nostalgias o de olvidos, de imágenes que se superponen y determinan la realidad, cualquier cosa que sea esto de la realidad y que siempre vamos forjando de otro modo, de manera deformada a menudo, a merced de intereses propios o ajenos. Se atribuye a Anaïs Nin la afirmación de que vemos las cosas no como son, sino como somos. Pero es posible que incluso lo que somos, la imagen de nosotros mismos, del yo si vamos al extremo, sea también una construcción forjada de muchas cosas. La vida, al fin, como el mundo del que hablaba Ciro Alegría, es ancha y ajena.

El profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid subtitula su libro como un viaje a las culturas de Marruecos. Ese plural es muy acertado, todos los países tienen en realidad varias expresiones culturales, y no son necesariamente opuestas entre sí, aun cuando a veces estén contrapuestas. Añade el profesor Fernández Parrilla que «cuando una sed insaciable de exotismo acalla y oculta la realidad, nos convertimos en rehenes de nuestras fantasías». Eso lleva a que miremos al otro, individual o colectivo, instalado en un mero decorado que no se corresponde a lo real, ocurre con la imagen de Marruecos, país que nos intenta el autor mostrar en su libro breve aunque intenso, frente a una mirada fantasiosa, deformada, irreal, la de los colonizadores de antaño, que justificaban la ocupación, la de los viajeros bohemios que creaban sus vidas en la imaginación de lo exótico, la de los turistas de hogaño en busca de experiencias diferentes y huyendo tal vez de vidas mediocres o rutinarias. En medio, muchas otras miradas. No pocas veces la realidad o los indígenas disgustan porque no se corresponden a nuestros deseos, a lo que pretendemos contemplar. No pocas veces procuramos luego adaptar lo que hemos visto a lo que sostenemos que hemos visto, así, mediante una especie de calzador de realidades.

El turismo de masas actual, cuasi industrial, está cambiando la mirada del mundo. Claro que antes tampoco es que dicha mirada fuera más exacta. Muchas ciudades hoy son meras caricaturas de nuestras fantasías. Antes lo fueron de intereses políticos o mercantiles. Es algo que, por cierto, no sólo ocurre con los lugares que visitamos, es extrapolable a muchos otros ámbitos, incluso en los más personales. Suele decirse que nuestra opinión respecto a cualquier cosa depende de cómo nos vaya, puro subjetivismo o mera incapacidad de objetivar nuestro trato con lo que nos rodea. Quizá se trate de imposibilidad de ver lo general, que puede incluso no existir, tal vez sólo haya particularidades sin la perspectiva de vincularlas para componer algo global o de conjunto.  



Tánger se convierte de este modo en un paradigma de esa mirada al otro. Fue una ciudad internacional, sede de negocios y de espías, pero también de artistas y escritores. Paul Bowles vivió en ella y actuó de puente para que no pocos autores norteamericanos pasaran por el lugar. Muchos españoles nacieron y residieron en ella. Ángel Vázquez o Eduardo Haro Tecglén la retrataron con finura.  Mohamed Chukri la describió también de un modo descarnado. Tanto que su novela más conocida, El pan desnudo, fue prohibida durante años, las autoridades marroquíes no estaban dispuestas a comprometer la buena imagen del país, la que deseaban dar, no en vano fingían también una imagen de lo que querían ser como país, no de lo que se era. No podemos olvidar que la literatura es una buena forma de conocer la realidad, muchas veces mejor que las miradas en vivo y en directo, la de los colonizadores, la de los turistas, la de quienes pasan por allí en busca de exotismo. Fue Marx quien afirmó que había aprendido mucho más de economía en las novelas de Balzac que en los estudios sesudos de su época.

Todo ello se menciona en Al sur de Tánger. Un viaje a las culturas de Marruecos. Su autor acude a los escritores y poetas marroquíes, a sus músicos, a sus directores de cine y actores, a sus artistas para descubrir de pronto una realidad mucho más rica, a sus exotismos que también existen, que forman parte del mapa del país. O de los mapas, que sin duda quien viaje con curiosidad y atención puede confeccionar incluso varios. No siempre somos ni miramos del mismo modo.

Leer este libro invita a mirar también el lugar desde el cual se lee. Bilbao y su zona de influencia han recibido muchas miradas, dependiendo de épocas e intereses. La ciudad de los empresarios, de la gran burguesía. La ciudad de la clase trabajadora, activa y reivindicativa. La ciudad de los chabolistas de los que habla Ignacio López Simón y que se movían entre la esperanza y la desolación. La ciudad mestiza o la identitaria. La ciudad de Unamuno y la de Blas de Otelo. La ciudad mugrienta de la heroína. La ciudad conflictiva. La ciudad de los patriotas de distintas patrias. La ciudad de hoy, la de los turistas que amenazan con convertirla en otro parque temático como ya lo son tantas otras ciudades.

O de la ciudad que nos constituye, según el verso de Abderrahman El Fathi que recoge Fernández Parrilla en su libro, «Dentro de mí hay una ciudad».

domingo, 3 de noviembre de 2024

La sociedad natural

 


¿En qué momento la naturaleza y la sociedad (dígase también la civilización o el progreso humano) tomaron sendas diferentes, se separaron e incluso se convirtieron en enemigas? Nos lo planteamos muchos, como es lógico, desde nuestra época actual, tan distanciada de la naturaleza, pero a la vez tan añorante del paisaje natural, tal vez por saturación de lo urbano y lo tecnológico.

El escritor Juan Gómez Bárcena escribe al hablar sobre Horacio Quiroga y su búsqueda de la soledad que «La sociedad no ha sido una elección de nuestra especie, sino un destino. Por eso, cuando Quiroga se aísla en la selva y dice hacerlo siguiendo una vocación biológica o prehistórica, el regreso a lo salvaje, se está engañando a sí mismo. Ningún habitante del Paleolítico habría creído deseable aislarse a solas en el bosque, lejos de su tribu: nadie habría llamado vida a esa vida» (Mapa de soledades. Seix Barral). Es evidente, somos seres sociales, por necesidad, por supervivencia, por cooperación y por desarrollo. Poco después el mismo escritor nos recuerda que «(…) vivir en comunidad, aunque sea a la sombra de los rascacielos de Manhattan, es más natural que internarse a solas en Alaska con un rifle y una mochila de provisiones (…)». Porque la sociedad es lo natural en nuestra especie, también que las comunidades utilicen los recursos naturales y modifiquen el entorno para un desarrollo material que facilite su propio desarrollo.

Pero, ¿en qué momento estas comunidades se apartaron completamente de la naturaleza, se distanciaron de ella y la modificaron con intención de pergeñarla en beneficio colectivo o de una parte de la sociedad, cuando la sociedad se dividió primero en estamentos, luego en clases sociales?¿En qué momento se creyó que se podía dominar la naturaleza, destruirla incluso en beneficio del progreso? Además, esta idea de progreso que se esperaba ilimitado, muy propio de la revolución industrial y asumida por el capitalismo y el comunismo, llevó a pensar que todo estaba al servicio del entramado social, de una sociedad más y más compleja, de una producción perpetua con fuentes inagotables.

Es verdad que, al mismo tiempo que se iniciaba la industrialización en algunos lugares de Europa, surgía una necesidad de naturaleza. A finales del siglo XVIII, cuando aparecieron los primeros talleres, crecieron las ciudades, se necesitó cavar más la tierra para obtener carbón o hierro y se levantaron los primeros embriones de industrias más desarrolladas en su tecnología, se diseñaron jardines públicos que imitaban de un modo ordenado los bosques y el campo. Aparece también la necesidad de retorno a la naturaleza. El propio Juan Gómez Bárcena se refiere a ello en su libro, Mapas de soledades: «Otro mito que merece ser cuestionado es el que sostiene que el abandono de la ciudad es un retorno a la Naturaleza, una cesión a la llamada de lo salvaje. El malentendido viene de muy atrás. De los tiempos en que Hobbes, Locke o Rousseau apelaban al llamado Estado de la Naturaleza: una imagen de lo que presuntamente habría sido el ser humano antes de la creación de la sociedad».

No hay un ser humano previo a la sociedad. Lo que sí hay es una sociedad que se distancia de la naturaleza y la destruye en beneficio de ese becerro de oro en que se ha convertido el progreso ilimitado. Tampoco es un retorno a la naturaleza la estancia en los pueblos, el turismo rural, las casa adosadas junto a campas, rieras o playas, todos estos lugares se han convertido en extrarradio de la ciudad. Santiago Lorenzo nos presenta una sátira muy incisiva de esa urbanización de lo rural en Los asquerosos.



Sólo en Vizcaya hay ahora mismo tres proyectos que parten de esa idea de progreso ilimitado y que contradicen los discursos del crecimiento sostenible y dejan bien a las claras que alrededor del medioambiente no hay más que un discurso vacío, un ornamento que se pone y se quita según las necesidades económicas, los tres gestionados por la Diputación Foral: el traslado de MercaBilbao a las campas de Ortuella, uno de los pocos espacios verdes en las comarcas de Margen Izquierda y Meatzaldea; el subfluvial, un túnel bajo la ría para el tráfico rodado entre los dos márgenes del Nervión y que la propia Diputación Foral ha reconocido que incentivará la utilización de automóviles; y la construcción de un segundo Museo Guggenheim en la reserva de la biosfera de Urdaibai. Sólo en una provincia pequeña, recuérdese, en pleno debate sobre la crisis climática, cuando de lo que tendríamos que hablar es sobre el paradigma del desarrollo, el crecimiento y los modelos de relación con la naturaleza.

El desastre actual en Valencia es un nuevo escalón en esta reflexión sobre modelos de crecimiento y desarrollo de nuestras sociedades alejadas de la naturaleza, un recordatorio cruel del momento en que estamos. Para colmo, la reacción de las administraciones públicas ante el desastre, se conocía la intensidad de la gota fría horas e incluso días antes de producirse, ha dejado mucho que desear, la población ha quedado por completo desasistida. Incluso ha habido grandes empresas que no tuvieron en cuenta lo que se avecinaba y que no permitieron a sus trabajadores abandonar sus puestos, sus beneficios por encima, una vez más, de la propia vida humana. Estamos ante un verdadero crimen social. Un crimen que perdurará si no se cuestiona el (des)orden del modelo social existente.