lunes, 29 de marzo de 2021

Bilbao vista desde Artxanda

 


Un barco se encalla en el Canal de Suez y la actividad comercial se ve por ello afectada. Cientos de barcos se quedan bloqueados, sin poder continuar viaje y retrasando la entrega de los materiales transportados. Algunas de las empresas del sector se plantean retomar la antigua ruta, la que da la vuelta a África, lo cual no reduce los retrasos y además encarece los costes de transporte. Mientras, muchas empresas esperan la arribada de sus materiales no sin cierta zozobra: su actividad está ya perjudicada por esta situación, incluso la ponen en peligro, en un momento ya de por sí complicado.

Es un nuevo ejemplo de la fragilidad de nuestro sistema económico, un ejemplo que denota el absurdo de unas bases tan endebles: estamos hablando de un barco encallado que ha puesto en jaque la actividad. La pandemia ya dejó claro desde sus inicios, hace poco más de un año, la fragilidad absoluta de nuestros sistemas sociales, de nosotros mismos insertados en sociedades calificadas de complejas, ahora esto lo eleva al absurdo: un barco encallado, apenas una gota de agua, nada que ver con la gravedad de una enfermedad, el mero aleteo de una mariposa, que dirían algunos.

Construimos símbolos de fortaleza: grandes edificios, rascacielos singulares, nuevas arquitecturas con formas novedosas y soberbias, avenidas amplias, museos sorprendentes, polideportivos y estadios que adquieren el calificativo de catedrales, cuando las catedrales, las iglesias en general, han dejado de ser centros referenciales en la vida colectiva. La arquitectura refleja en gran medida las relaciones de poder y el modo en que se relacionan las sociedades, por tanto es normal que se expresen mediante símbolos y que lo enuncien con claridad en nuestros sistemas, sobre todo en etapas de cambio, cuando tal vez se haya podido cuestionar el orden de las cosas. Sin duda un canal como el de Suez es también otro símbolo de toda esta grandiosidad de nuestro tiempo.



Bilbao no ha sido ajena a estos procesos. En los años sesenta del siglo XIX comenzaba su expansión física y simbólica. Se construían los edificios emblemáticos de las grandes corporaciones. Se abría una arteria principal, la Gran Vía Lope de Haro, que cruzaba Abando de lado a lado. A los cien años justos del inicio de tal expansión, a finales de los años sesenta del siglo XX, se construía la Torre Banco de Vizcaya en la plaza Circular, al principio de la Gran Vía, un rascacielos que se podía ver desde casi cualquier rincón de la ciudad, e incluso fuera de ella. Había que dejar muy claro quien mandaba, la preponderancia de algunos sectores, el poder que instauraba en la sociedad en ciernes y que a todas luces se mantendría en los años venideros.

Pero Bilbao como centro mercantil e industrial entró en crisis en los años ochenta del siglo pasado, esos años en los que los dos protagonistas de la película El pico deambulaban en busca de su dosis venenosa, en los que el terrorismo insertó también su ponzoña en las venas de la ciudad y los disturbios estuvieron a flor de piel, en la que la desesperanza se adueñaba de las calles y la decadencia tuvo mil caras y se reflejó en cientos de vidas cotidianas, atenazadas por la falta de expectativas. No obstante, aquella etapa de cambio no podía perder el poder de lo simbólico, la batalla se daba también en el ámbito del simbolismo. Por eso se levantaron nuevos edificios y se abrieron con vistosidad nuevas zonas urbanas.



Contemplada desde Artxanda, Bilbao ofrece en primer plano un nuevo rascacielos, el de Iberdrola, el Museo Guggenheim, las Bibliotecas Universitarias, el Campo de fútbol de San Mamés, el Palacio Euskalduna, el Puente de la Salve y otros edificios situados en una zona amplia, luminosa, pero sobre todo poderosa.

Bilbao nada tiene que ver con aquella ciudad que entre 1860 y 1990 se mostró enérgica y vigorosa, salvo durante la posguerra, tan deprimente. Unamuno, a quien le gustaba contemplar la villa desde Miribilla, una zona muy diferente a lo que es en la actualidad, le costaría reconocer la ciudad y quién sabe si no se mostraría, de contemplarla, crítico con lo que viese hoy y con los hábitos de sus ciudadanos. Me cuesta compartir ahora mismo las frases hechas que se lanzan con intención animosa y que señalan que saldremos reforzados y mejores de la pandemia. Creo que ya tenemos entre nosotros esa distopía que hasta ahora, para muchos, era apenas una perspectiva diseñada en la mente de algunos escritores. Ahora se delinea cada vez con más claridad. No olvidemos por otro lado que algunas de las mercancías que guarda el barco encallado en el Canal de Suez tienen Bilbao como destino, una mera anécdota quizá, pero que muestra bien a las claras que no es ajena a esos aleteos tan lejanos.

 

 

lunes, 22 de marzo de 2021

El Bilbao de «El Pico»

 


Con motivo del fallecimiento de Eloy de la Iglesia hace justo quince años, el programa Historia de Nuestro Cine de TVE emitió el pasado viernes 19 de marzo la película El Pico, una de las más conocidas del director guipuzcoano y que está muy vinculada a Bilbao y a su área metropolitana. La cinta narra una historia de amistad entre dos jóvenes drogadictos, su cotidianidad y también su relación con los padres respectivos, todo ello en un entorno a todas luces decadente, la de una ciudad y una sociedad que estaba sufriendo una profunda crisis social y política, pero sobre todo una verdadera hecatombe con la droga y sus efectos tan nocivos.

Estrenada en 1983, bien podemos considerar que ese mismo año fue el de los hechos que narra, un año desde luego bastante complicado por todo lo que heredaba de las etapas anteriores y también por lo que se iniciaba: ETA estaba en plena acción, el año anterior al del estreno asesinó a 41 personas y en 1983 fueron tres personas más las asesinadas; surgía también el GAL, heredero de los grupos parapoliciales y de extrema derecha que actuaron durante la transición, y que comenzó su macabra andadura con el crimen escabroso de Lasa y Zabala o el secuestro de Segundo Marey en el País Vasco Francés, que para colmo nada tenía que ver con quienes este grupo decía combatir; las dudas sobre los métodos policiales añadían mayor crispación social; y por último, por si todo esto fuera poco, ese año comenzaba una reconversión industrial que dejó sin trabajo a miles de personas y que desoló tanto Bilbao como las comarcas de la Margen Izquierda y de la Zona Minera.

La película recoge a la perfección toda esa decadencia, nos la transmite en cada uno de sus fotogramas. Vemos una ciudad de tonos apagados, con tendencia al gris y a una luz tenue, con edificios y rincones urbanos que reconocemos hoy, pero cuya mugre de entonces es el reflejo de un estado de ánimo que transmite decaimiento, deja entrever la falta de perspectivas de aquel momento. No en vano, los años ochenta supusieron el final de una época dorada de la Bilbao industrial y mercantil, la que había atraído a miles de personas en busca de trabajo y que convirtió una pequeñísima ciudad provinciana en una urbe potente y activa, con su potencial burgués, la de las grandes familias, los clanes industriales y económicos, pero también con un movimiento obrero que supo y pudo reivindicar mejoras con huelgas y organización, al tiempo que no perdía su horizonte emancipatorio.

Hubo, en medio de los dos grandes bloques sociales, un Bilbao canalla que se movía por La Palanca, por el Barrio de San Francisco, en el que compartían espacio los señoritos bilbaínos y el proletariado deseoso de olvidar las jornadas largas de trabajo, esa zona luminosa en los año veinte, pero que en los ochenta fue el epicentro de la droga, que se expandió por todo el País Vasco.



El enfrentamiento se refleja por todas partes, como vemos en la propia película: entre los compañeros de la academia donde estudian los dos protagonistas, Paco Torrecuadrada, interpretado por José Luis Manzano, y Urko Aramendía, interpretado por Javier García, pero sobre todo por sus dos padres situados en los extremos del conflicto, uno comandante de la Guardia Civil y el otro parlamentario de la izquierda abertzale. En el medio, toda una serie de matices entre los que nos faltan los sin nadie, los que no ocupan ningún lugar ni lo pretenden, víctimas silenciosas pero bien reales. La falta de trabajo, de perspectivas de vida, se menciona como un elemento que preocupa, y vemos a esas víctimas anónimas arrinconándose en plazas, parques, puentes o antros donde esperan no sabemos muy bien qué, apenas encontrar un pequeño hueco donde pasar un rato sin pensar mucho en el caos que les rodea.

Puede que durante la década de los ochenta Bilbao fuera una urbe en estado terminal. Moría un modelo de ciudad. No era poca la gente que en aquel momento no veía que se pudiera renacer de las cenizas. De hecho, muchos se marcharon de Bilbao, de Barakaldo, de Sestao. Se cerraron empresas por todas partes. ETA aplicó una cruenta teoría que denominó socialización del sufrimiento aun a sabiendas de que sus métodos no llevaban a ninguna parte y la posibilidad de una transformación social se diluía a pasos forzados, casi como humo, lo que daba la razón a quienes, en medio de ese campo de batalla, no creían en nada y buscaban los paraísos artificiales y eventuales, esa paz que en algún momento se dice en la película que encuentran los dos protagonistas.



Pero eso pasó. Murió un modelo de ciudad y se empezó a pergeñar otro distinto, más colorido, de una modernidad que tendía, a veces daba esa sensación, a reproducir las mismas bilbainadas pero con un toque más contemporáneo y exhibicionista. No sé hasta qué punto esta película, las del cine quinqui en general, se nos han quedado lejanas, añejas, incluso inverosímiles, con apenas interés para un puñado de espectadores atentos a lo marginal o a un vago testimonio histórico que hurga en la miseria. Al fin y al cabo, de aquella misma época es la moda de los jóvenes más pudientes por aventurarse por barrios marginales en busca de émulos de Jean Genet. No creo en todo caso que sea un envejecimiento inocente. Tal vez se busque tal efecto: en este ejercicio de embellecimiento del pasado no se desea siquiera el testimonio de un sector de derrotados sin heroicidad, invisibles, afectados por un malditismo que en algún momento tenía cierto atractivo, pero que ahora no cabe en este mundo de superficialidad y esteticismo. Claro que la pandemia ha frenado en seco este mundo perfecto que se estaba construyendo también en este rincón de Vasconia.

sábado, 13 de marzo de 2021

Nuevos tiempos

 


Ya se ha dicho: la historia de la humanidad es la historia de su violencia. Del mismo modo, la historia del País Vasco lo ha sido también, una historia de violencia desatada el siglo pasado y también el anterior con sus tres guerras carlistas y sus conflictos sociales, incluso podríamos remontarnos a los gramonteses y beaumonteses durante el Renacimiento o a la lucha medieval de los banderizos.

Resulta extraño, pero la violencia más cercana en el tiempo y de la que ha pasado apenas unos pocos años parece ahora mismo materia sobre todo de novelistas, sin duda quienes resultan más certeros a la hora de atrapar el ambiente real de aquellos años, tan ajenos por su parte los discursos oficiales, los de los estamentos políticos, intentando unos establecer un relato, otros sacar partido aún hoy de una cruenta, injusta e injustificada socialización del sufrimiento que nos convirtió a todos en víctimas potenciales o colaterales, otros no queriendo pasar página, detrás de cualquier disidencia está siempre el terrorismo, sin tocar, eso sí, otras violencias que existieron o se permitieron mientras se proclamaba (se proclama) que en democracia no hay lugar para la violencia, y otros que desean pasar página y hacer tabla rasa, tentación de un oasis mientras a nuestro alrededor, en el resto del mundo, brotan incidentes fruto del malestar de estos nuevos tiempos, quizá no tan nuevos en realidad.

¿Cómo será la violencia del mañana, de ya mismo porque el futuro está en construcción aquí y ahora? Una película mexicana concluida en 2019 y estrenada hace unos meses, Nuevo Orden, nos viene a marcar la senda por donde nos encaminamos posiblemente. Su guionista y director, Michel Franco, nos muestra una revuelta desatada sin mucho sentido, una mera explosión de rabia que no persigue cambio alguno ni revolución, de la que ni siquiera conocemos el motivo, se desencadena y así refleja las disensiones de la sociedad actual, y el Estado reacciona, sí, pero mostrando que tal vez toda esa violencia, contra quienes afirman que en la democracia no cabe la violencia, es en realidad lo que reactiva cualquier modelo social, y a mayor complejidad social y mecanismos disciplinarios más violencia normativizada que al final afecta a todos los individuos, aunque esto no significa equidistancia ni neutralidad, todos padecen la violencia, sin duda, pero algunos legitiman con ella sus cuotas de poder y la normalizan, y obtienen notables ventajas de la misma.

Sea lo que fuere, Nuevo Orden no sólo causa zozobra al mostrarnos la realidad que se nos viene encima, sino que vemos en ella aspectos que nos recuerdan bastante lo que tenemos ya entre nosotros, la regularización de la vida cotidiana, por ejemplo, que ha venido de la mano de la pandemia. 

Hay que tener en cuenta, en esta realidad nuestra, que en algunos momentos incluso se ha querido establecer paralelismos entre las medidas sanitarias y la guerra, que es el acto de violencia más extremo sin duda y lo que cambia más la cotidianidad, y vimos el año pasado en las ruedas de prensa en las que se explicaba el día a día de la pandemia a un alto grado militar, gestionando junto a médicos y científicos las explicaciones de la situación, sin que muchos entendiéramos el porqué de su presencia, por muy loable que pudiese ser la labor del ejército, que se encuadraba en un apoyo a los cuidados sanitarios.



Ahora, por si no fuera poco, el FMI contempla la posibilidad de estallidos sociales, de revueltas tal como se reflejan en la película mexicana mencionada y de las que los incidentes vividos en España a raíz del encarcelamiento de un rapero han sido, tal vez, un adelanto. No se trata de una violencia revolucionaria dirigida a cambiar el orden de las cosas, ni de una violencia partidista, muy propias de la historia de la humanidad, incluso esa democracia que se presenta como escenario donde no cabe la violencia nació de un momento cruento, recuérdese, sino que todo apunta hoy a una rabieta socializada de enorme envergadura. Desde luego, tampoco esto es nuevo, lo hemos visto en Londres o en ciudades norteamericanas por motivos raciales la mayoría de las veces.

Claro que a la hora de tener en cuenta sus efectos poco importa que la violencia tenga o no un objetivo. Al final sólo produce desgracia y enriquecimiento para los mercaderes de armas. Algunos de ellos vascos, por cierto. Lo que nos lleva a plantearnos el sentido de las revoluciones, muchas de las cuales, para colmo, han creado realidades monstruosas y distópicas. ¿Significa esto que tengamos que aceptar el (des)orden del mundo? Desde luego no. Nada más lejos que justificar la actitud de quienes tienden a la neutralidad, a la equidistancia, a no tomar partido o aceptar lo existente, guste o no. Dante los coloca en la Divina Comedia a las puertas del infierno, ni siquiera son dignos de entrar en él.

Mientras tanto, me llama la atención que en las calles vascas se viva al margen de esos presagios amenazantes. Uno cruza sus calles, sus plazas, sus rutas campestres y sus bidegorris y parece que nunca se vivieron malos tiempos, ya lo he comentado alguna vez. Es como una necesidad de olvido a pie de calle, que se ocupen de ello quienes escriban novelas o quienes redactan discursos institucionales, como si tras la tormenta la calma ocultara los restos del diluvio y no dejase ver las nubes en lontananza.

 

miércoles, 3 de marzo de 2021

Vitoria, 3 de Marzo

 


La historia de la humanidad es en gran medida la historia de su violencia. Al menos así se ha estudiado durante mucho tiempo: a partir de sus guerras, sus expansiones nunca pacíficas, sus dominios no exentos de explotación y saqueo, sus relaciones de poder. Por suerte, se va imponiendo otra forma de acercarse a los hechos históricos más próxima a otras perspectivas, a la cultura o a la cotidianidad, por ejemplo, lo que nos permite otra visión de la realidad. Sin embargo, la violencia sigue siendo el factor más determinante, en lo que más nos solemos fijar, más cuando el debate actual vuelve a centrarse en el uso de la violencia y en quién está legitimado para emplearla.

El País Vasco no ha estado exento de ello. El territorio vasco ha sido el escenario de una violencia en ocasiones tremenda. Si nos limitamos a los últimos dos siglos, ahí tenemos las consecuencias de la guerra de independencia, las guerras carlistas, las primeras huelgas y su represión, la explotación en las relaciones laborales, la guerra civil, la dictadura, el terrorismo y una transición que, contra la imagen idílica ahora tan cuestionada, no ha sido desde luego pacífica. Y hablamos aquí de la violencia generalizada, sin mencionar la que afecta a colectivos específicos.

Hoy hace 45 años se produjo uno de esos hechos que sacudió al País Vasco y a todo el Estado. El 3 de marzo de 1976, iniciándose por tanto esa transición que intentaba trocar un Estado autoritario por uno democrático a partir de pactos entre facciones en el poder y de una parte importante de la oposición, la policía desalojó la iglesia vitoriana de San Francisco de Asís, en el barrio obrero de Zaramaga. Dentro se celebraba una asamblea, en un día en que se llevó a cabo una huelga general seguida masivamente. Como consecuencia del desalojo violento, cinco personas murieron y más de ciento cincuenta resultaron heridas. En 2018 el director de cine Víctor Cabaca rodó una película que recordaba tales hechos, Vitoria, 3 de marzo, con guion de Héctor Armada y Juan Ibarrondo.

Desde luego, no fue la única movilización obrera que se produjo en el País Vasco o en el conjunto de España. Era un momento de crisis económica y de cambio institucional, cuyo futuro no resultaba siempre evidente. Para una parte de quienes ocupaban cargos en el aparato de Estado franquista, los cambios tenían que ver más con una adaptación a las exigencias del Mercado Común, antecesora de la Unión Europea, para el ingreso de España, no tanto con unas convicciones democráticas sinceras. Aunque desde luego hubo entre aquellos prohombres del régimen (prohombres porque la mayoría eran hombres) quienes sí que vieron también necesario un cambio de régimen, que deseaban democrático, siempre y cuando ello no supusiera una ruptura, tal como había ocurrido en la vecina Portugal.

Sin embargo, el proceso no fue fácil. Aquella crisis económica intensa creó una enorme inestabilidad social, con numerosas huelgas tanto laborales como políticas. Los dos principales partidos de izquierda, anteriores a la dictadura, el PSOE y el PCE, parecían comprometidos con la transición, pero nadie, a ciencia cierta, conocía realmente la influencia real de ambos ni la capacidad de otras fuerzas políticas que fueron apareciendo en aquellos años finales de la dictadura o su incidencia en los sindicatos. Tampoco se sabía qué peso podría tener la CNT, otra de las organizaciones históricas que ya se había pronunciado contra todo pacto. En el País Vasco, además, estaba la lucha nacional, con varias organizaciones armadas. A esto se debía añadir la presencia de sectores inmovilistas dentro del régimen y que no iban a ponerlo fácil. Surgió además un terrorismo de extrema derecha.



En este contexto, los sucesos de Vitoria, a poco más de tres meses de la muerte del dictador y cuando apenas se había movido nada de la maquinaria del Estado, fue un momento de tensión sin igual. La reacción de la policía no se alejó en absoluto del funcionamiento represivo propio de una dictadura, con la consecuencia fatal en vidas humanas, lo que parecía decantar la balanza a favor de quienes sostenían en la oposición que nada iba a cambiar y que sólo cabía una acción radical, rupturista y revolucionaria frente al inmovilismo del aparato del Estado.

Llegarían en aquellos años otros actos violentos. No fue la Transición ni de lejos un modelo pacífico tan ejemplar como nos quisieron mostrar, aunque el proceso continuó hasta el actual sistema democrático, no sabemos si pleno o no, siempre mejorable en todo caso, aun cuando una vez culminado el proceso de cambio, hacia mediados de los ochenta, continuaron presentes flecos de aquellos años, de la dictadura inclusive, como fue el terrorismo de ETA, el de la extrema derecha o actuaciones del Estado bastante cuestionables.



Hoy, a raíz de los disturbios en varias ciudades españolas, se vuelve a repetir que la violencia no cabe en el debate político, un objetivo a todas luces deseable, pero sin que podamos eludir que la violencia, desgraciadamente, forma parte de las relaciones de poder que se da siempre en cualquier sistema humano complejo, a veces de forma evidente, otras de un modo más sutil. Las administraciones públicas muchas veces, en ese afán declarado de establecer un relato, esto es, de dar una interpretación única de la historia, va construyendo un memorial que pretende mantener el recuerdo. En el caso de los hechos de Vitoria, se ha decidido, a raíz de este aniversario, levantar en la propia Iglesia de San Francisco de Asís un Centro Memorial de las Víctimas del 3 de Marzo, no sé muy bien si en consonancia con la labor que realiza la Asociación 3 de Marzo, que reúne a víctimas, familiares y amigos de quienes sufrieron aquellos hechos (http://www.martxoak3.org/) y que realiza sus propios actos de recuerdo.

Tal vez necesitemos que desde el cine y la literatura se afronte más esta historia reciente en el País Vasco y en España, como ya está ocurriendo. Sin duda la visión aportada desde este ámbito sea más certera de lo que se da, me temo, en otros foros, más atentos a intereses políticos y a establecer esos relatos que a todas luces se pretenden únicos.