lunes, 30 de agosto de 2021

Final de fiesta

 


En Bilbao el fin de la Aste Nagusia, la Semana Grande, con sus kalejiras, sus barracas, sus cánticos y sus farras, suele marcar en cierto modo el fin de agosto, la previsión de un nuevo curso, la despedida de un mes que es como una larga tarde de domingo y que deja un poso de melancolía, de nostalgia de los días largos y apacibles, una vaga sensación de pérdida de lo que pudo haber sido y no fue.

Esta semana de fiestas y de jolgorio no es de siempre, no se trata de una tradición que hunda sus raíces en la noche de los tiempos, más bien es reciente, de 1977, cuando el locutor de radio y actor ocasional, uno de esos actores secundarios permanentes, Zorion Eguileor, convocó por la radio a la población a reivindicar unas fiestas populares, parece ser que más en chufla que en serio, tuvo su gesto un toque a bilbainada, un reto un tanto fanfarrón muy propio de como dicen que son los bilbaínos, una bufonada o una broma a lo grande y que, cómo no, acabó teniendo repercusión, se produjo una movilización, una más en unos años muy reivindicativos, muy activos en lo social y en lo político, pero que reclamaba esta vez diversión y alegría, una ruptura del tiempo serio y formal, y lo consiguió, se estableció la costumbre de una semana de fiestas, organizada a medias por el ayuntamiento y por las comparsas populares, bajo la guía de Marijaia, un icono de las fiestas creado en 1978 por la pintora Mari Puri Herrero para representar esos días de cierto desenfreno, de libertinaje controlado, valga el oxímoron, propio de todas estas fiestas, como en los Carnavales, se da rienda suelta a los instintos más lúdicos para que no se anquilosen en el interior de cada cual. De este modo, se dan las fiestas de verano en casi todos los barrios, pueblos y ciudades.



A partir de entonces se repite todos los años, sobre todo el Arenal y el Casco Viejo se llenan de gente, huele a alcohol, huele a comida, fluyen otros hedores no tan gratos, no hay huecos por donde colarse y quienes no somos muy dados al jolgorio y nos acaba agobiando todo este panorama festivo, echamos una ojeada y nos vamos con la música a otra parte.

En 1983 la fiesta acabó de golpe: las inundaciones irrumpieron de un modo abrupto en las celebraciones. Ahora, este año, al igual que el pasado, la pandemia ha supuesto que no haya fiestas, que se impidan las aglomeraciones. La preocupación en Bilbao ha sido que no se repitieran aquí los incidentes que se han dado en otros lugares, que se suceden los fines de semana en muchas partes. No los ha habido, al menos con la misma envergadura, aunque sólo haya sido por la fuerte presencia policial, un mero paseo por el Casco Viejo el viernes o el sábado por la noche daba una imagen extraña, un poco añeja, un tanto desabrida. Había algo de tristeza incluso en los pocos rincones donde se dio lugar a lo lúdico.

De este modo, termina agosto y comienza el lento declive del verano. Se habla mucho de los incidentes, de esas movilizaciones por la fiesta, cuando otros temas, la precarización del trabajo o de la vida, por ejemplo, no han merecido ni merecen una respuesta tan reivindicativa, como si lo único que genera malestar de verdad en este país es al final el recorte no de los servicios sociales o los altos precios de la vivienda o de la electricidad, sino el de los horarios en bares y terrazas o los del alcohol o la prohibición de los botellones. Tal vez sea sociología barata, tema este recurrente para las pseudotertulias mediáticas, pero algo extraño hay, sin duda, en estos mecanismos sociales.



Acaba agosto y pronto nos amoldaremos a lo de toda la vida, a la vuelta a los colegios y universidades, a los horarios laborales, a los trabajos precarios o a la espera de trabajo, a que los meses pasen rápidos y vuelva otro agosto que tal vez no se parezca a este agosto a punto de acabar, pero que seguirá pareciendo una larga tarde de domingo que a todas luces nos dejará, una vez más, tan melancólicos.

 

 

viernes, 20 de agosto de 2021

El Peñascal

 


El 21 de agosto de 1899 murieron dos trabajadores de la cantera situada junto a la mina conocida como Rosita, en la ladera del Pagasarri, y otros seis hombres resultaron heridos de gravedad al estallar fortuitamente un cartucho de dinamita. No nos han llegado sus nombres ni sus circunstancias. Sólo que trabajaban en aquella cantera que proveía de piedra a Bilbao, en pleno proceso de desarrollo urbanístico en el momento del accidente, y siguió aportando este material durante varios lustros, puede que hubiera otros accidentes durante todo ese tiempo que estuvo funcionando, hasta que se cerró y se dio paso, en estos últimos años, a la transformación de este paraje y la creación de una zona verde y de paseo para los vecinos de la Villa.

En medio, se llevaron a cabo obras, se establecieron talleres y alguna fábrica, se abrieron carreteras y durante la guerra civil esta zona fue objeto también, como el resto de la ciudad, de ataques aéreos. No hace mucho encontraron bajo tierra una bomba que no estalló en aquel conflicto y la policía la explosionó.



En los años cincuenta llegaron a Bilbao miles de personas en busca de trabajo, procedían de Extremadura, de Castilla, de Andalucía o de Galicia, muchas de ellas sin saber aún donde iban a alojarse. Entre 1955 y 1965 se calcula que llegaron a Bilbao alrededor de cien mil personas. En esa misma ladera del Pagasarri, a los pies del monte Arraiz, al sur del barrio de Rekalde, la propia gente recién llegada levantó chabolas e inició la edificación de otras viviendas precarias por Iturrigorri, el Gordeazabal y alrededor del propio camino del Peñascal. Nacía de este modo un barrio marginal, durante mucho tiempo desabastecido de las mínimas infraestructuras urbanas y con fama de miserable y corrompido, aunque se cuentan también historias de solidaridad y de apoyo mutuo entre los recién llegados.

Esta solidaridad suplía en parte la falta de sensibilidad por parte del Estado ante la situación. Llegó a intervenir el ejército para echar por tierra algunas de esas chabolas, orden directa, dícese, del propio dictador para erradicar el chabolismo, sin ofrecer alternativas a sus pobladores más allá de una caridad suntuosa y espuria.



Ya en los sesenta, cuando empezaban a correr nuevos aires más reivindicativos, a pesar de la dictadura y de las malísimas condiciones de vida, o tal vez por ello, la parroquia establecida en la zona organizó una asociación de acción social, embrión de la asociación de vecinos que se formaría más tarde, y se consiguió que la administración construyera 22 edificios para vivienda, creara una escuela e iniciara la dotación de alcantarillado y luz. No obstante, el Peñascal siguió teniendo mala fama, no la ha perdido todavía hoy, aun cuando todo va adoptando un aire más amable y el barrio carece de ese aspecto agresivo o peligroso de otros lugares de origen parecido.

Hubo, es cierto, una primera gran remodelación a raíz de las inundaciones de 1983, que dañaron bastante la zona.



Desde hace algo más de dos años se ha iniciado un nuevo plan urbanístico en el barrio, que cuenta ya con muchas zonas verdes, parques y caminos de asueto y paseo. Hay zonas difíciles, incómodas, calles empinadas y escaleras que dificultan la vida de una población con una media de edad avanzada.



Te cruzas con personas ya jubiladas, muchas de ellas aquellas que se establecieron allí hace ya tanto tiempo, o sus hijos, por aquella altura apenas unos niños, pero te encuentras con gente más joven, de etnia gitana o paya, pero también, hilando con esa tradición de inmigración que tiene el barrio, con extranjeros que van llegando y que buscan la vivienda más barata en una ciudad que no es especialmente accesible en cuanto a precios, aquí también es un problema y no parece de momento que se exija medidas, ni la administración las tiene en su agenda, en un asunto a todas luces grave para una buena parte de la población. Me temo que tampoco exista hoy ese afán reivindicativo de otrora.



Por otro lado, estamos en una zona tranquila, contribuye tal vez que sólo haya una carretera que asciende por la carretera hasta las letras que componen el nombre de Bilbao, al final del barrio. A veces, sobre todo en verano, por las ventanas abiertas se escucha música, a menudo flamenco. No hay mucha gente por la calle. En ocasiones uno tiene la impresión de que el tiempo se haya detenido, o que su paso lo apacigüe la vista del Pagasarri, al sur o los muchos rincones naturales, los vericuetos entre árboles, los rincones por donde perderse y poder flanear, lejos del centro. Se podría aplicar la cita de Francisco Umbral: «Cualquier sitio es el paraíso con sólo parar el tiempo». Ya el hecho de que el Peñascal esté separado físicamente de Rekalde contribuye a esta sensación de no estar ya en el bullicio de la ciudad.



Imagino que es normal que los lugares cambien y es muy justo que se mejoren los barrios, que pierdan los aspectos más incómodos y negativos, pero uno ya tiene la suficiente experiencia, lo he visto en otras ciudades, como para saber que muchas veces las grandes transformaciones urbanísticas van en detrimento de la población local, parte de la cual queda expulsada en beneficio de otros sectores. No parece que sea el caso, el lugar no está en el punto de mira de intereses especulativos, al menos con la misma intensidad que en otros barrios de Bilbao, en estos momentos más apetitosos, San Francisco por ejemplo. Quizá esto garantice al Peñascal no cortar de un modo radical con lo que fue, mantener ese recuerdo de barrio humilde, tal vez menos estereotipado de que lo aún está, pero consciente en la medida de lo posible de su pasado proletario y reivindicativo.

lunes, 16 de agosto de 2021

El Puerto de Santurce

 


Como «aldea marinera abrazada por el mar» define Rosa María Mielgo de Aguirrezabala la localidad de Santurce. Es toda una tradición ligar esta población vizcaína con lo marino, no sólo por el hecho físico de ser costera, de estar en la bahía del Nervión, en el Abra, por disponer a su vera de una Escuela Técnica Superior de Náutica y Máquinas Navales en Portugalete, sino también porque se asocia a la actividad de la pesca, a los pescadores vascos, ahora en su totalidad de bajura, aunque antaño los hubo que buscaban la ballena. La tradición nos habla también de las sardineras por medio, sobre todo, de una celebrada canción muy versionada de principios del siglo XX o finales del XIX, quién sabe.

Pero tal vinculación, creo yo, es más simbólica que real, una mera ojeada a la ciudad nos lleva a pensar que la tradición pesquera poco tiene que ver con la realidad del Santurce actual y del de hace tiempo. Existe el puerto de toda la vida, estatua de la Virgen del Carmen a un lado, unos pocos pescadores, la lonja donde se subasta el pescado, pero ya no hay sardineras ofreciendo el producto en el puerto, a pie de calle, las que quedan vivas llevan ya tiempo jubiladas y las pescaderías profesionales han recogido el testigo de tal actividad y desde hace mucho la mayor parte de la población local se dedica a otros menesteres, siendo la de la pesca muy marginal.

Esa rápida ojeada al perfil urbano permite deducir a quien no conozca nada de los tópicos y las tradiciones del lugar que estamos en una localidad dormitorio, destino y residencia de trabajadores de la industria, del comercio o del puerto.

Porque es el puerto el que recoge ahora mismo ese abrazo del mar del que habla la poeta.



Ni qué decir tiene que es inmenso. No en vano es el más grande de toda la cornisa cantábrica y ahora mismo se divide entre Santurce, su parte principal, Ciérvana o Zierbena y Getxo. Curiosamente se le conoce como el Puerto de Bilbao, aun cuando se fundara incluso antes que la propia Villa. La actividad es enorme y a todas luces estamos ante uno de los focos económicos más importantes de Vizcaya y del norte, con un gran trasiego de cargueros y de grúas, de camiones y de un vial ferroviario de mercancías. No es por tanto casualidad la relación del Abra y del Nervión con la actividad portuaria, desde hace siglos además.

Claro que tal actividad tiene sus claroscuros, como todo en la vida, puede decirse. De este puerto salen las armas que se producen no muy lejos de Santurce y en provincias vecinas, y cuyo destino no pocas veces nos sonroja como sociedad, o al menos debería. En 2017 se conoció el gesto de Ignacio Robles, el bombero de la Diputación de Vizcaya que se negó a participar en la estiba de armas a un barco destinado a Arabia Saudí, en guerra contra el Yemen. Como carga peligrosa, se requiere siempre la presencia de los bomberos. Su objeción de conciencia motivó un expediente y también que se conociera tal actividad. La respuesta por otro lado a su gesto, que nunca se agradecerá lo suficiente, fue que si no salía tal carga de Bilbao, saldría de otro puerto, de Santander, por ejemplo, con la correspondiente pérdida económica. Pero no es de esto, de las pérdidas económicas, en lo que uno piensa cuando nos hablan de la situación de los niños yemeníes víctimas de la guerra o ahora, aunque no tenga relación directa, pero la tiene, de Afganistán.



Por suerte, no sólo son armas lo que pasa por este puerto. Sin duda, habrá una y mil historias alrededor del mismo que nada tienen que ver con ese lamentable negocio y mucho más aptas de ser conocidas y reconocidas. Como la salida de sus muelles en 1937 del Vapor Habana con niños que escapaban de la guerra. Pero a menudo se quedan circunscritas a los propios ámbitos laborales.



Por lo demás, hay una línea marítima de la ciudad que ahora se está modificando, en buena medida por el crecimiento de la zona y la construcción de nuevos edificios de viviendas, levantados de un modo bastante impersonal. Dicen que son los tiempos y que es inevitable que se construya así. En mi opinión desnaturaliza la vida comunitaria, aísla y, en última instancia, deshumaniza las ciudades. Pero al menos quienes ahí residan disfrutarán de una buena vista, de un paisaje impresionante, algo es algo.

Santurce es la última localidad de la Margen Izquierda. Posee todas las características de la comarca, esa imagen inequívoca de zona industrial y obrera, construida a golpes de trabajo y de luchas, de conflictos y momentos de cierto esplendor. Pero me temo que esta historia obrera va a ser objeto del olvido. Parece que estamos ya en una fase de la historia que requiere del olvido de lo que fuimos para convertirnos en otra cosa, no sé si mejor.



Quizá todo esto de la pandemia desmoralice no poco, nos vuelve aún más fatalista por lo que ha de venir. Sea lo que fuere, no parece que haya lugar para la añoranza ni cabe tampoco en el caos controlado de las calles de Santurce.

 

viernes, 6 de agosto de 2021

Ferrocarriles

 


Vicente Huidobro escribió que «El tren es un trozo de ciudad que se aleja». Ni qué decir tiene que tal afirmación parte de una evidencia: incluso en el paraje más recóndito contemplar un tren que pasa sinuoso nos remite de inmediato a la ciudad.

El ferrocarril es la gran aportación a esa vida industrial dominada por nuevas formas de producción y de trabajo. Es la apuesta por el desarrollo económico de una burguesía vinculada a las fábricas y los talleres, y que a lo largo del siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, da un salto enorme que replantea toda la vida urbana y la afecta por completo. Pero no sólo cambian los ámbitos urbanos, también los territorios se modifican cuando los atraviesan los caminos de hierro cuya red conectará ciudades, fábricas, minas y puertos. Es como si el mundo se volviera de pronto más pequeño.

Sin ferrocarriles no tendríamos hoy horarios, esa configuración de nuestro tiempo que a veces, es verdad, nos llega a agobiar.

Las estaciones, en consecuencia, se convirtieron en sus grandes catedrales, se levantaron bajo el dominio de sus estructuras de hierro. Se construyeron con la idea de que fueran amplias, luminosas e imponentes. Convirtieron los barrios donde se aposentaron en zonas de ajetreo, de comercio y también de ocio. Ahí donde el tren no llegaba pasaba el lugar a ser casi inexistente.



De allí que se volviera toda una epopeya la construcción del ferrocarril que uniera las dos costas de los Estados Unidos, la del Atlántico y la del Pacífico, y así lo recogiera tanto la literatura popular como la culta y, cómo no, también el cine. El ferrocarril se asoció al progreso y no es casualidad que las redes de apoyo a los esclavos negros que escapaban de las plantaciones del sur norteamericano en su huida al norte pasara a conocerse como el ferrocarril subterráneo.

Pero también se guardan en la memoria momentos trágicos. Estremece la imagen de las hijas de Irene Némirovsky en la Gare de l´Est esperando a que apareciera su madre entre los supervivientes de los campos de concentración que llegaban en tren a París, sin saber ellas que la escritora hacía meses que había muerto.

No obstante, el ferrocarril proyecta una idea de progreso y de disfrute, cuasi de aventura. Hay una película que lo refleja a la perfección, de un modo incluso poético, El extravagante viaje del joven y prodigioso T. S. Spivet, del director Jean-Pierre Jeunet que a todas luces se regodea en el viaje en tren.



El País Vasco apostó desde muy pronto por el ferrocarril. La industrialización y la minería precisaron de este medio para transportar el hierro y el carbón, tan fundamentales en su propia revolución industrial. Desde muy pronto los territorios vascos se llenaron de vías. En 1906 varias empresas pequeñas ferroviarias se fusionaron en la Compañía de Ferrocarriles Vascongados, tanto para el transporte de personas como de materiales y productos. Eran ferrocarriles de vía estrecha, diferente a la que conformaba la mayoría de la red ferroviaria española. En 1972 esta compañía pasa a depender de FEVE (Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha) y siete años después aquellas vías que no superaran el territorio de la Comunidad Autónoma Vasca pasaron a depender de esta, integrándose en 1982 en la empresa pública de la comunidad Eusko Trenbideak. La Compañía de Ferrocarriles Vascongadas se disolvió definitivamente en 1995.

Junto a la empresa vasca, operan en la CAV la FEVE y RENFE. Existe por tanto una importante red de caminos de hierro, muchas de ellas abandonadas y visibles todavía hoy. Una buena parte se está adaptando a las vías verdes impulsadas por la Fundación de Ferrocarriles Españoles (https://www.viasverdes.com/).



No obstante, contra lo que pudiera desprenderse de todo lo anterior y pese también a los cantos de sirena de la modernización ferroviaria y la implantación del AVE, no podemos decir que el ferrocarril pase por un buen momento. Tampoco se tiene en cuenta que el transporte ferroviario sea el más ecológico y limpio entre todos los medios de transporte, el que menos impacto ambiental tiene. Se ha optado por reducir los trenes regionales a medida que crecen los kilómetros de AVE. No se mejoran los trenes de cercanía ni se potencia su uso por medio de adaptaciones a los nuevos tiempos. Clama al cielo que el trayecto en tren entre Bilbao y San Sebastián (104 kms) –gestionado por Eusko Trenbideak– se demore dos horas y cuarenta minutos, más del doble que en coche, mientras que el de Bilbao a Santander (99,6 kms) –gestionado por FEVE– tarde tres horas justas.

Clama al cielo que sólo haya un tren que conecte Carranza con Bilbao o Santander, un solo tren para ir a cualquiera de las dos ciudades y otro para volver, ambos a primera hora de la mañana. Carranza está en el límite entre Vizcaya y Cantabria. Se ha constituido una plataforma en defensa del tren Santander-Bilbao (https://www.trensantanderbilbao.org/) que busca darle la vuelta a esta situación absurda y muy contraria a las agendas medioambientales que se dice defender por parte de las administraciones.

Se continúan con las grandes inversiones en autovías y autopistas, como las de la circunvalación sur de Bilbao, que de paso limitan algunos espacios naturales junto a la ciudad. Y hace apenas unos días se anunciaba a bombo y platillo el acuerdo entre el Gobierno de España y la Generalitat de Catalunya para la ampliación del Aeropuerto del Prat, que sin duda será una nueva vuelta de tuerca al paraje natural del delta del río Llobregat. Resulta así inevitable recuperar los versos de Robert Lowell: «¿Y si las luces que vemos al final del túnel / son los faros del tren que se nos viene encima?»