En Bilbao el fin de la Aste Nagusia, la Semana Grande, con sus kalejiras, sus barracas, sus cánticos y
sus farras, suele marcar en cierto modo el fin de agosto, la previsión de un
nuevo curso, la despedida de un mes que es como una larga tarde de domingo y
que deja un poso de melancolía, de nostalgia de los días largos y apacibles, una
vaga sensación de pérdida de lo que pudo haber sido y no fue.
Esta semana de fiestas y
de jolgorio no es de siempre, no se trata de una tradición que hunda sus raíces
en la noche de los tiempos, más bien es reciente, de 1977, cuando el locutor de
radio y actor ocasional, uno de esos actores secundarios permanentes, Zorion
Eguileor, convocó por la radio a la población a reivindicar unas fiestas
populares, parece ser que más en chufla que en serio, tuvo su gesto un toque a
bilbainada, un reto un tanto fanfarrón muy propio de como dicen que son los bilbaínos,
una bufonada o una broma a lo grande y que, cómo no, acabó teniendo
repercusión, se produjo una movilización, una más en unos años muy
reivindicativos, muy activos en lo social y en lo político, pero que reclamaba
esta vez diversión y alegría, una ruptura del tiempo serio y formal, y lo
consiguió, se estableció la costumbre de una semana de fiestas, organizada a
medias por el ayuntamiento y por las comparsas populares, bajo la guía de Marijaia, un icono de las fiestas creado
en 1978 por la pintora Mari Puri Herrero para representar esos días de cierto
desenfreno, de libertinaje controlado, valga el oxímoron, propio de todas estas
fiestas, como en los Carnavales, se da rienda suelta a los instintos más
lúdicos para que no se anquilosen en el interior de cada cual. De este modo, se
dan las fiestas de verano en casi todos los barrios, pueblos y ciudades.
A partir de entonces se
repite todos los años, sobre todo el Arenal y el Casco Viejo se llenan de
gente, huele a alcohol, huele a comida, fluyen otros hedores no tan gratos, no
hay huecos por donde colarse y quienes no somos muy dados al jolgorio y nos
acaba agobiando todo este panorama festivo, echamos una ojeada y nos vamos con
la música a otra parte.
En 1983 la fiesta acabó
de golpe: las inundaciones irrumpieron de un modo abrupto en las celebraciones.
Ahora, este año, al igual que el pasado, la pandemia ha supuesto que no haya
fiestas, que se impidan las aglomeraciones. La preocupación en Bilbao ha sido
que no se repitieran aquí los incidentes que se han dado en otros lugares, que
se suceden los fines de semana en muchas partes. No los ha habido, al menos con
la misma envergadura, aunque sólo haya sido por la fuerte presencia policial,
un mero paseo por el Casco Viejo el viernes o el sábado por la noche daba una
imagen extraña, un poco añeja, un tanto desabrida. Había algo de tristeza
incluso en los pocos rincones donde se dio lugar a lo lúdico.
De este modo, termina
agosto y comienza el lento declive del verano. Se habla mucho de los
incidentes, de esas movilizaciones
por la fiesta, cuando otros temas, la precarización del trabajo o de la vida,
por ejemplo, no han merecido ni merecen una respuesta tan reivindicativa, como
si lo único que genera malestar de verdad en este país es al final el recorte
no de los servicios sociales o los altos precios de la vivienda o de la
electricidad, sino el de los horarios en bares y terrazas o los del alcohol o la
prohibición de los botellones. Tal vez sea sociología barata, tema este recurrente
para las pseudotertulias mediáticas, pero algo extraño hay, sin duda, en estos
mecanismos sociales.
Acaba agosto y pronto nos
amoldaremos a lo de toda la vida, a la vuelta a los colegios y universidades, a
los horarios laborales, a los trabajos precarios o a la espera de trabajo, a
que los meses pasen rápidos y vuelva otro agosto que tal vez no se parezca a
este agosto a punto de acabar, pero que seguirá pareciendo una larga tarde de
domingo que a todas luces nos dejará, una vez más, tan melancólicos.